CAPÍTULO TRECE

UNA ADICCIÓN SUBLIME

K

amahl ascendía por el monte Gorgona, bastón en mano y curado al fin. Ninguna bestia le había plantado cara aquel día. Lo habían visto matar a la druida mantis hacía un mes. Los monstruos se encogían y huían al verlo. Hacían bien, porque Kamahl los mataría a todos. Hasta pensaba destruir la fuente de su poder, la cosa que los había transformado: la espada del Mirari. Y las bestias lo sabían.

El bosque también y no tenía intención de dejarle que se saliera con la suya.

Desde la cúspide de la bóveda forestal cayó un tronco en su dirección. El hombre no tenía tiempo de echarse a un lado, así que plantó el bastón secular. Era como un pararrayos que canalizaba el poder del bosque contra el bosque. El tronco dio en el bastón y se partió. Una mitad enorme cayó a cada lado de Kamahl.

Bajó la mirada y contempló la sección transversal. La médula del tronco era delgada y estaba podrida, pero el tejido sólo contaba con un anillo grueso: todo ese crecimiento se había dado en menos de un año. El Mirari había pervertido el singular poder de la selva convirtiendo el crecimiento en un cáncer. Había engañado a toda una tierra.

—¿Por qué me persigues? —la voz del bosque subió por el bastón y estremeció la mano de Kamahl—. Tú, que juraste defenderme.

El bárbaro trepó por el tronco partido y se dirigió hacia el pozo de los espíritus.

—Y te defiendo. Te defiendo de ti mismo.

Desde que había salido de la boca de la cueva, ésta había creado, como todo lo demás. Ya parecía el cráter de un volcán. Abruptas laderas de barro acribilladas de raíces descendían a un pozo profundo y negro. Parecía fácil bajar por allí, pero la bota de Kamahl tropezó con una piedra, que cayó rodando cuesta abajo para acabar enredada y aplastada por la maraña de raíces.

—No quiero que bajes. Quiero quedarme con la espada —le volvió a hablar la voz del bosque a través del bastón.

—Cuando el Mirari está por medio, lo que deseas es lo que te destruye. —Kamahl movió la cabeza con gravedad para acompañar sus palabras.

—No. Lo que deseo es lo que te destruirá a ti.

Kamahl levantó el bastón, se lo prendió en el cinto y se dio impulso para salvar de un salto el entramado de raíces. Los zarcillos blanquecinos cobraron vida. Se levantaron e intentaron agarrarlo. Kamahl dio una voltereta en el aire y cayó, resbalando, justo detrás de las raíces quebradoras. Se precipitó hacia delante. La punta de un zarcillo se le enganchó en la armadura, tirando de él, pero el hombre esgrimió el bastón secular y rompió la presa. Clavando la punta del bastón a modo de pértiga en la empinada cuesta, el hombre saltó hacia la oscuridad.

Pasó por encima del rugoso borde del agujero y cayó durante diez latidos de corazón hasta que los pies golpearon el suelo. Rodó por una suave pendiente. Una pared se levantaba a un lado y un precipicio abrupto se abría al otro. Kamahl consiguió detenerse en un pequeño nicho. Se sentó allí, jadeando, y esperó a recobrar el equilibrio.

El brillante corazón del bosque había dado paso al oscuro frío del inframundo. La magia mutadora le desgarraba la carne y lo habría destrozado de no ser por el bastón secular.

Se puso en pie mientras los ojos se acostumbraban a la escasa luz. Bastón en ristre, salió del nicho y bajó el tortuoso sendero a grandes zancadas. El camino terminaba un poco más adelante. Había salientes muy espaciados entre sí que salvaban un abrupto escarpado. Kamahl saltó al primero de ellos, luego al segundo y después al tercero. Aterrizó en una estrecha cornisa de piedra, en el lado opuesto, y se deslizó por una cuesta de gravilla. Al llegar a la base de ésta, entró en una caverna profunda y sinuosa.

Mientras que las piedras de la superficie se habían erosionado y roto, partidas por el trauma del crecimiento, esos pasadizos eran lisos, como si se hubieran fundido. En cuanto Kamahl dio un par de pasos más se dio cuenta del porqué. La propia piedra era cerosa y no debido a que estuviera caliente, sino a que crecía, cambiaba y se movía aceleradamente.

Estaba en el interior del mismísimo cáncer, y éste era consciente de ello.

La piedra que tenía bajo los pies se movió, corriéndose hasta convertirse en una zanja profunda cuyos bordes se transformaron en fauces que apresaron a Kamahl por los pies. Saltó y consiguió liberarse a duras penas, dejando un reguero de sangre con el pie izquierdo. Pero le convenía apresurarse, y corrió. El pasadizo se le venía encima, intentando cerrarse.

Delante de él, un tramo angosto se cerraba como un zurrón. Saltó con el bastón por delante, a modo de ariete. Kamahl pasó tras él. Brazos, cabeza, cintura… la roca se le cerró sobre las rodillas. Con un gruñido, el bárbaro hizo palanca con el bastón y su propio cuerpo para separar aquellas fauces, que se cerraron con un chasquido detrás de él. Se levantó rápidamente, apoyándose en el palo para no perder el equilibrio. Y, a través de éste, el bosque le habló de nuevo:

—Si crees que es difícil entrar, imagina lo difícil que será salir.

—Me dejarás salir —rezongó Kamahl mientras proseguía la marcha—. Si lo consigo, serás diferente a lo que eres ahora y me dejarás salir.

La cámara que tenía delante habría estado completamente a oscuras de no ser por sus ocupantes: orbes numinosos y ectoplasma luminoso… los fantasmas del bosque, millones de fantasmas. A su manera, la naturaleza era voraz. La ley de la selva era matar o que te mataran. Al acelerarse exponencialmente ésta, el resultado había sido un genocidio. No sólo meros individuos, especies enteras habían acabado en esas cuevas. Los espíritus de las liebres brincaban y saltaban por el aire. Lobos fantasmales acechaban en las galerías. Elfos espectrales se sentaban alrededor de la remembranza de un arroyo y vertían lamentos al cielo. Cada espíritu emitía un gemido penetrante.

El sonido desgarró a Kamahl. Jirones de criaturas se le enroscaban en el bastón. Siguió avanzando, como un hombre en la ventisca.

—No atravesarás estas cuevas, Kamahl. Aunque tu cuerpo avance, tu alma se la ha llevado el viento.

—Éstos son tus hijos abortados, Krosa. ¿No oyes su llanto?

—¿No oyes su llanto? ¿Su llanto enloquecedor?

—Lo oigo, y terminaré con él. Detendré este loco crecimiento y la muerte que acarrea.

—El crecimiento es el crecimiento. Es el principio y el fin de todas las cosas. No hay un crecimiento loco o malo.

—Cuando el crecimiento trae muerte, cuando destruye, está loco.

—La selva ha crecido más en un mes que en un siglo. Ha dado a luz a más criaturas que en un milenio.

—Y ha expulsado a especies de hacía cien mil años. Si este crecimiento sigue, toda la selva quedará destruida antes de que llegue el invierno.

—Tú me has dado seis meses para vivir. Yo te doy seis segundos.

Con una furia repentina, los espíritus de la cueva se abalanzaron sobre él. Manos de ectoplasma le agarraron el bastón y pugnaron por quitárselo. Kamahl lo sujetó férreamente, enarbolándolo en un arco por delante de él. De la poderosa médula fluyó la verdadera esencia del bosque, que reunió a los espíritus atormentados. Éstos habían percibido al antiguo bosque, el hogar que anhelaban, en su sencillo poder. Los fantasmas cubrieron el bastón como telarañas que envolvieran un palo. Rugían y giraban con la esperanza de que las cosas volvieran a ser como antes. En una masa blanca y centelleante cubrieron el puño del bastón.

Kamahl se adentró en la oscuridad absoluta, iluminado por el pulsar de las ánimas. Sus aullidos eran enloquecedores. Aun así, los soportaba: si eran potentes a oídos de un extraño, serían el doble de potentes para el corazón del bosque.

El pasadizo se abrió ante él, dando paso a una caverna enorme cuyo techo y paredes se perdían en la negrura. El suelo era resbaladizo y completamente plano, y de él brotaban jirones de niebla. Un hedor pútrido llenaba el aire.

Kamahl había llegado al fondo del laberinto. Sabía qué se encontraba allí… o, mejor dicho, quién.

Allí, medio enterrado en el suelo cristalino, yacía el cadáver de Laquatus. Como todo lo demás en ese bosque desbocado, el muerto había crecido horriblemente. El cuerpo era enorme: los pies ya eran tan altos como Kamahl; las piernas, tan gruesas como árboles. Por toda la carne, las escamas se habían transformado en hojas, las venas en zarzas, los músculos en humus. El cadáver se había convertido en un gigante boscoso de abono vegetal. Y lo peor de todo era que el gigante se movía. Tenía vida, pero en verdad no estaba vivo. El vientre se estremecía, lleno de larvas y gusanos. Los dedos temblaban con el socavar de las ratas hambrientas. Los gases de la descomposición le abombaban el pecho y le salían siseando por los labios. En las cuencas de los ojos se enjambraban bichos.

Kamahl tuvo la poderosa sensación de que, a no ser por la espada del Mirari que atravesaba el corazón de esa cosa, ésta se habría levantado.

—Y se levantará, Kamahl. Saca esta espada y tendrás un gigante con el que luchar.

El hombre no respondió. Había ido a detener el crecimiento desbocado y lo haría, costase lo que costase. Puso un pie en el liso suelo y lo encontró completamente frío: era hielo. Las bajas temperaturas del cadáver habían congelado los fluidos naturales de ese lugar de las profundidades. Las botas de Kamahl labraron hondas marcas en el hielo a medida que avanzaba. Caminaba con suma cautela, pues temía que el hielo se rompiera y él cayera en las negras aguas que veía debajo.

En la punta del bastón, los espíritus gimieron con más fuerza aún.

—Tú me amenazas con un cadáver. Yo te amenazo con espíritus —dijo Kamahl mientras rodeaba las piernas del gigante—. El cadáver es la criatura que maté yo. —Levantó el bastón—. Los espíritus son las criaturas que has matado tú.

—Ni la espada del Mirari, ni siquiera tu bastón de los espíritus, vencerán a este gigante. Nunca escaparás de esta cueva llevándote la espada.

—Me concediste el poder de la transformación —dijo Kamahl entre dientes a medida que se acercaba al humeante pecho del gigante—, y ahora usaré este don contra ti.

Manteniendo el bastón de los espíritus en lo alto con una mano, acercó la otra a la espada del Mirari. Ésta le tiró de la mano, como siempre había hecho, y le suplicó que la agarrase. La seducción de la espada no había dejado de crecer, clavada en el lecho del corazón del bosque.

Kamahl también había crecido, pero en su interior. No lo volvería a tentar tan fácilmente. Apretando los dientes con decisión, puso los dedos alrededor de esa empuñadura que le era tan familiar. Cerró la mano. La carne entró en contacto con el metal, y su mente con otra.

La mente de la selva era enorme. Cada rama era un axón y cada hoja una dendrita; cada especie, un axioma; y cada criatura, un pensamiento. Incluso Kamahl no era más que la fantasía favorita de ese gran intelecto. Era una esperanza errante que se encontraba con otros pensamientos y los cambiaba, una rúbrica que refrescaba los rincones de aquel fétido cerebro.

—¿Es que no ves lo pequeño que eres? Sólo eres una noción, algo con lo que entretenerse o a lo que dejar de lado. Qué impertinencia para una idea errante creer que puede cambiar al órgano que la creó. ¿No ves lo intrascendente que es tu alma, lo insignificantes que son estas ánimas? Sólo son viejas ideas desechadas. Este crecimiento no es un genocidio, es aprendizaje. No he matado a todas estas criaturas, sino que las he desarrollado más allá de sus límites. Estoy pensando en cosas que están a mil años de distancia de vosotros.

Kamahl no respondió en voz alta, no lo precisaba. La mente de él era parte de una más grande. Sólo tenía que pensar en rememorarle a la selva aquellos recuerdos que había olvidado. El cuerpo del hombre se convirtió en un conducto entre la espada del Mirari y el bastón de los espíritus. Las almas corrieron por la madera y la carne hasta llegar al acero. Se llevaron consigo su tétrico lamento, esperanzas y deseos.

«Recuerda —pensó Kamahl—, recuerda estas partes amputadas de ti. Los pensamientos viven, son seres que desean y esperan, que crecen y cambian. Hasta yo soy una multitud. Y tú, por tanto, eres una multitud de multitudes. Matar tan cruelmente a éstas, tus criaturas, es matarte cruelmente a ti mismo. Recuerda. Estás más muerto que vivo, eres más cicatriz que carne nueva. Recupera lo que has perdido. Vuelve a ser lo que una vez fuiste».

Todo el rato, mientras hablaba, los fantasmas de la selva corrieron por la mente olvidadiza de ésta. El lastimoso gemido hizo brotar otras emociones: reconocimiento, cariño, tristeza…

El bosque recordó. Una vez más, vio los coloridos guacamayos y oyó los dulces cantos de éstos en sus propias ramas… pálidos fantasmas volvieron a la vida. Avistó tigres entre los tallos de bambú, allá donde ya no había tigres. Recordó el cosquilleo del roce de los lémures, los pacientes mordisqueos de las ardillas, los salvajes gritos de los monos aulladores. Todo eso se había perdido para siempre.

Y lo peor de todo eran los millones de insectos desaparecidos. Su zumbido había sido el latir de la vida. Mientras los insectos habían medrado, todos los que se los comían habían medrado. Eran los cimientos de la pirámide alimenticia y habían desaparecido. Aquellos cimientos se habían agrietado y derrumbado y, en ese mismo momento, la cúspide se hundía sobre el resto. La extinción de los pensamientos más ínfimos de aquella gran mente anunciaba la muerte de ella misma.

El lamento de los espíritus perdidos había infestado el bosque, y éste también rompió a llorar. Mientras lo hacía, Kamahl extirpaba al verdadero enemigo: la mente del Mirari.

Bruscamente, ya estaba por doquier, curioso, insaciable, incansable. Era un espejo, sí, pero líquido. No sólo reflejaba, sino que daba forma a todo lo que se encontraba. Por eso era tan destructivo. Se convertía en la apoteosis de quien se mirara en él. Entre los bárbaros había sido Sed de Sangre; entre la Orden del Norte, Tiranía; y entre los tritones, Engaño. La Cábala lo había convertido en Corrupción. Y el bosque, en Cáncer.

El Mirari había viajado por Otaria y se había manifestado en la esencia de cinco dioses malvados.

Aun así, Kamahl no percibía una mente que fuera maligna en sí misma; sólo insaciable. Era un intelecto poderoso, ni humano ni elfo ni enano, pero profundamente interesado en todos ellos; muy de otro mundo y, a la vez, de Dominaria. Quería aprender y crecer; y allí estribaba su adicción sublime.

Kamahl le enseñaría. Había avivado las chispas de los recuerdos del bosque para demostrarle el mal que el objeto llevaba dentro. Iba a avivar los del Mirari para hacer lo mismo.

«¿Recuerdas cuando llegaste a la Orden del Norte?».

Se acordaba. Recordó brillar en medio de ella, encarnando todo lo que querían ser. Recordó que los había transformado en la viva imagen de la perfección. Recordó aquellos ojos de adoración cuando convirtió en piedra todo lo que en ellos había de débil y corruptible. Sin embargo, no guardaba recuerdo alguno de la miseria, de la muerte.

Pero Kamahl tenía un buen montón de recuerdos y los vertió en el Mirari. Gente inmóvil como la piedra cuando las piernas se les calcificaron. Las manos contraídas de pánico a medida que la muerte reptaba por ellos. Los gritos que sólo cesaron cuando las costillas no pudieron bombear más aire. El Mirari les había dado el deseo de su corazón y había hecho desaparecer el último atisbo de duda. Los había matado.

La mente insaciable se oscureció un poco. Antes sólo había reflejado el mal mostrándolo en la propia piel, en el exterior. Las tinieblas de verdad ya empezaban a ensombrecer al Mirari. Aun así, necesitaba más.

«¿Recuerdas aquel joven, el primero que te encontró?».

El Mirari se llenó con imágenes de unas ruinas calcinadas y un joven explorador, esbelto, de mirada intensa y mano firme. Rememoró la sensación de cabalgar al lado del hombre, mientras rebotaba contra la calidez de su cadera y escuchaba sus complicadas negociaciones. La gran mente apreciaba a aquel joven.

Kamahl le mostró los recuerdos que él guardaba de Cadenero, de cuando éste perdió la inocencia y la cordura. Aquellas espaldas aún eran jóvenes, pese a la carga aplastante que soportaban. Pero los ojos del hombre eran viejos y la mente más vieja aún. Se le deshacía, como una cebolla que perdiera la piel, cayendo capa tras capa hasta que se rompió y cayó como la muda de una serpiente, convirtiéndose en monstruo. Pronto, de Cadenero no quedó más que monstruosidad. Justo antes de aquella escisión final y horrible, el hombre le había dado a Kamahl el Mirari, suplicándole que lo apartara de la Cábala para siempre.

El espejo se oscureció más. Estaba perdiendo el reflejo infinito. Cuando la atrocidad maca a la curiosidad, las mentes virtuosas ya no quieren saber. El Mirari era una mente virtuosa, y la oscuridad le atormentaba. Un recuerdo más pondría fin a su crecimiento desbocado.

«¿También te acuerdas de lo que hiciste por mí?».

Reticente y suspicaz, el Mirari revivió lo que había hecho. Vio a Kamahl cubierto de poder, invencible en la batalla, rodeado por su pueblo, que lo admiraba. Lo vio derrotando a todos los enemigos que llegaban hasta él y gobernando con más firmeza y seguridad que nadie de su gente.

Kamahl centró los recuerdos en uno de esos enemigos: su hermana. Y recordó la mirada de horror y de decepción que Jeska puso cuando la hirió con la espada. Sacó a la superficie su honda y propia contradicción por haber dado aquel golpe. Volvió a sentir la amarga bilis de luchar contra ella en la arena. Kamahl dejó escapar todos sus terrores, todas las tinieblas que ofuscaban su alma. Que nublaran al Mirari, que oscurecieran el espejo y mataran al cáncer.

La mente ennegreció. Ya había visto bastante. Ya no quería reflejar el mundo que lo rodeaba. Volvió la mirada hacia dentro, a la oscuridad, y dejó de desear y querer. Sólo sentía dolor. El Mirari quedó inerte, como un tumor benigno e inactivo en el corazón del bosque.

Kamahl le había enseñado algo nuevo: la compasión. Se la había enseñado con reflejos del pasado y directa al corazón.

—No seas tan arrogante, Kamahl. Al fin y al cabo, no eres más que un pensamiento en nuestra mente. Tenemos muchos otros pensamientos, y algunos te podrían enseñar ciertas cosas.

De repente, el hombre vio. En su fiebre, la selva había crecido cientos de kilómetros por el desierto. Se había detenido cerca de la Escarpadura de Coria, una gran cadena de granito que emergía de las arenas. Al otro lado de esa muralla de piedra se extendía desbocado otro reino: un vasto pantano. Al igual que Kamahl se había convertido en el avatar del bosque, su hermana, a la que casi había matado, se había convertido en el avatar del pantano.

—Lo sé. Ella es mi gran fallo, mi propio error que debo enmendar. También hay males que me consumen a mí, lo sé.

—No, no lo sabes. No tienes ni idea.

Mediante los ojos de las águilas, el bosque miró. Surcó el aire por encima de negros pantanos y encontró avenidas levantadas allí. Siguió las líneas dragadas en el agua y las líneas trazadas en la tierra. Carreteras, puentes y canales hervían de gente. Cabalgaban, caminaban y navegaban en convergencia, atraídos al centro de una telaraña enorme.

Y menudo centro: un gran círculo de piedra. Kamahl nunca había visto un estadio tan majestuoso. Aunque eran miles los que se dirigían a ese lugar, una nación entera ya se sentaba en las gradas. Abajo, en la arena, corrían elefantes en columna de a cincuenta. Aquellas patas levantaban nubes de polvo, y los lomos, guarnecidos con cuchillas, hacían brotar sangre unos de otros. Líneas rojas los seguían mientras continuaban la carrera. Un rugido de ovaciones estallaba cada vez que un paquidermo caía y grandes lagartos correteaban por la arena para descuartizar a las bestias.

Habían recreado los fosos de la Cábala para una audiencia muchísimo mayor.

Palcos, tribunas de lujo, vendedores, recintos de espera, la arena, los elefantes, el minarete del locutor… todo ello centrado en una sola figura: Jeska. La herida incurable de su vientre había crecido hasta convertirse en una herida en el mundo.

—Deja la espada del Mirari aquí. Ya no puede hacerme ningún mal y a ti no puede hacerte ningún bien. Deja la espada y deja al gigante del bosque que ésta atraviesa.

»Te dejaré salir de la cueva, de la selva. Has enderezado el mal que había en mí. Ahora debes enmendar el mal que hay en ti.

»Ve, Kamahl. Llévate a tu ejército. Trae de vuelta a Jeska.