CAPÍTULO DOCE
Y LOS DIOSES LEVANTARON LA MIRADA
n medio de las arenas interminables había un diminuto punto de verdor. Si algún dios bajase la mirada, no habría notado aquella media hectárea de maleza solitaria en medio de millones de hectáreas de nada. Pero ningún dios bajaba la mirada.
Era Íxidor quien tendría que levantarla.
Estaba arrodillado en un pequeño banco de arena, en medio del arroyo. La arena le abrasaba brazos y piernas. El barro le colgaba de la cara en finas escamas. La sangre teñía esa mano de tres dedos. Estaba creando, febril. El oasis ya rebosaba de vida.
Mientras los dedos recogían y modelaban la arcilla, los peces se agolpaban a ambos lados del banco de arena. Con ojos impertérritos, contemplaban cómo trabajaba Íxidor. Hizo una pausa y volvió la vista, y los peces aletearon, perdiéndose en las ondulantes profundidades. Algo más aleteó, e Íxidor volvió su atención a la reluciente superficie. Ésta reflejaba a los pájaros, volando en bandadas por el cascarón del cielo. Esas plumas radiantes, y un canto más radiante aún, llenaban el oasis.
Íxidor los había puesto allí, a las aves en los cielos y a los pájaros en la corriente, antes de pensar cómo iba a alimentarlos. Al principio, hizo pájaros que comían peces: grullas, martines pescadores, gaviotas, y peces que comían pájaros, criaturas que nunca antes había visto. Algunos peces volaban, algunos pájaros nadaban. Pero no era práctico, era un solipsismo eterno. Al final había claudicado y había creado insectos, más inofensivos, aunque prolíficos: tejedores, moscardones verdes, moscas efímeras y mosquitos. En ese mismo momento acosaban en enjambres a su creador.
Con un gruñido, volvió su atención a la cosa que tenía entre manos. Se levantó, trabajando en aquel resistente material. Esa masa de nada pronto iba a ser un mono. Ya había creado ratones, topos, murciélagos, liebres, zorros, cabras y cerdos. Sólo intuía a medias lo que comía cada uno, y sospechaba que algunos se comerían entre sí. Pero estos problemas prácticos se resolverían por sí mismos. Después de todo, él sólo era su creador, un artista, no una alcahueta. Mientras siguiera creando, siempre habría abundancia y, en la abundancia, las criaturas lo resolverían todo. ¿Acaso podía ser más responsable un creador?
Íxidor volvió a hacer una pausa. Animales que comían animales… gente que comía gente… creadores que renegaban de todo… En esa furia creativa subyacía una furia diferente, el miedo a la pérdida. Cada cuerpo que modelaba era una apología en carne del único cuerpo que nunca volvería a tocar. Cada mente que creaba era una búsqueda vana de la única mente que era irrecuperable. Apenas podía respirar. Tenía que concentrarse, que pensar en otra cosa que no fuera ella, en cualquier cosa antes que en ella.
El barro le colgaba pesadamente de las manos. Acunando lo que iba a ser la cabeza de la criatura, Íxidor le clavó el pulgar para conformar la cuenca de un ojo. Al lado de éste, dio forma al segundo. Con el meñique, creó las ventanillas de la nariz y empezó a labrar una boca. La cabeza se desprendió de los hombros. El hombre frunció el entrecejo. Volvió a juntar la arcilla apretujándola con los dedos, intentando que el delgado cuello recobrara la forma. La cabeza era demasiado pesada. Íxidor cogió un palito y lo hundió en el angosto cuerpo, clavándoselo por el cuello. Pero el palito se rompió con un chasquido al llegar al torso de la bestia, que se partió en dos mitades. Íxidor intentó juntarlas a golpes, pero el barro no se unía. Enojado, arrojó lejos de él a la criatura a medio formar, salpicando la orilla.
Estaba allí, en medio del arroyo, los goterones de arcilla le caían de las manos y los peces mordisqueaban estúpidamente las pequeñas gotas. Los insectos se arremolinaron sobre él, con su enloquecedor zumbido castigándole los oídos. Los árboles se agitaban violentamente con las trifulcas de los pájaros; y el sotobosque se estremecía con diminutas depredaciones.
—Falta sitio —dijo Íxidor para sí—. ¡Falta sitio!
A lo mejor tenía que hacer las criaturas más pequeñas. A lo mejor tenía que hacer criaturas que no comieran ni se reprodujeran. Pero, aparte de eso, ¿para qué vivir, si no? ¿Qué sentido tenía la vida más que comer y reproducirse?
Íxidor estaba de pie, abstraído. Tenía que haber algo más por lo que vivir que eso. Si no lo había, él lo haría. No sólo crearía vida, sino también un sentido para ésta.
Pero, para poder crearlo, antes tendría que hacer más sitio.
Íxidor salió trabajosamente del arroyo y caminó decidido hacia un agave del desierto. Era una planta verde claro con hojas anchas y aserradas que brotaban en todas direcciones. El hombre estudió el conjunto y escogió la fronda más ancha, en la base del agave. Poniendo un pie bajo el follaje y el otro en la superficie de la hoja, la dobló y sólo consiguió arrancarle un chasquido. Tironeó adelante y atrás hasta que tuvo la gran hoja en las manos.
Sangraba otra vez. No importaba. Se enjugó la sangre con la fronda y caminó por la orilla. Sus pies conocían el camino. Al frente se levantaba un roquedal, del que brotaba agua —el nacimiento de las aguas— y, allende esas rocas, las arenas del desierto se extendían como un lienzo en blanco. Íxidor se aposentó en un rincón sombreado, cerca del burbujeante manantial. Dejó la hoja de agave en el suelo, a un lado, y escudriñó el cegador desierto.
La luz le inundó los ojos, cegándolo. La luz abrumadora y la oscuridad abrumadora eran lo mismo: el vacío de lo desconocido que pedía a gritos que lo convirtieran en algo. En aquella vacuidad se movían figuras. Estaban hechas de la misma materia etérea que su guía espiritual, su musa.
Íxidor se recostó sobre la hoja de agave. Trazó una larga línea ondulante con barro y sangre. Ensanchó el trazo y le dio profundidad para que pareciera un río de amplias orillas que corriera por la arena virgen. Pasó la vista de la hoja al desierto y contempló su visión imprimiéndose en el mundo. Al principio, la línea ondulante no era más que una imagen residual en la retina. Parpadeó y ésta se hizo real.
La corriente había ampliado su alargado e intrépido curso por el desierto. El roquedal se había convertido en un escollo burbujeante en medio del curso de las aguas. Lo que no había sido más que un escaso chorro de agua se había convertido en un gran arroyo.
—Un río. Quiero un río de verdad.
El dedo ensangrentado amplió la línea y un súbito rugido informó de que la vía de agua se había agrandado. Sin apartar la mirada del agave, Íxidor creó un lago lejano, grande y profundo. Con rápidos trazos levantó un bosque en la orilla.
Por último, Íxidor levantó la mirada y vio aquel amplio río, los frondosos grupos de árboles y el lago profundo y distante. Los había creado de su propia mente, con su propia sangre.
Íxidor se estremeció. Éste era un nuevo poder, un poder increíble. La magia de imágenes podía valer para mucho más que para dar vida a palomas de barro. Podía crear paisajes enteros.
Él había creado el oasis. Esa constatación lo golpeó con la pura fuerza de los hechos. El oasis había llegado la existencia por su propio y desesperado deseo de que existiera. Lo había visto en su mente y lo había hecho.
Un pozo se abrió en la arena, delante de Íxidor. Un segundo y un tercero se formaron siguiendo una línea curva. Había fosos profundos, negros, sin lados o fondo visibles. Tres más cobraron forma. Era como si alguna gran bestia socavara rápidamente provocando esos derrumbes. Íxidor retrocedió, tambaleándose. Miró atónito la hoja de agave y entonces descubrió las manchas de sangre que le habían goteado del dedo. Ese reguero había formado los pozos.
Poder… y tanto. Su sangre bastaba por sí sola para cavar agujeros insondables en el mundo.
Con la mano indemne, Íxidor borró las manchas. Las arenas cubrieron los pozos como si nunca hubieran existido.
Nunca había creado a tal escala. Tenía que pensar en el curso del agua, el hábitat, el calor y la luz.
«Esta tierra necesita un poco de sombra», pensó.
Íxidor mezcló barro y sangre en la mano y esbozó una montaña alta, justo detrás del lago. Hizo los picos de una altura imposible y los curvó para que asemejaran garras. Una cumbre siempre levantada para segar el sol. La irregular sierra de picos proyectó sombras intensas por el lago y en gran parte del desierto de arena.
Era el momento de transformar esa arena. Íxidor se frotó las manos, formando una pasta húmeda. Abrió las palmas y untó con ella la hoja de agave, convirtiendo las brillantes arenas en un mantillo marrón. La luz que tenía delante se hizo más tenue, y levantó la mirada para contemplar sus obras.
Donde habían relucido las dunas, ya se extendía una tierra fértil y marrón. Íxidor se inclinó a un lado y arrancó hojas de helecho y hierba para esparcirlas sobre la pasta. Dando toques aquí y allá, enderezó cada uno de los trozos para que parecieran los árboles de un bosque. El efecto distaba de ser perfecto, pero Íxidor concentró su voluntad en ellos, imaginando qué aspecto quería que tuvieran.
Los árboles se hicieron. Pero no abriéndose paso por la tierra o brotando de ella, sino que aparecieron, simplemente, donde tenían que estar. Los árboles devinieron arboledas; y las arboledas, bosques; y los bosques se unieron al vergel del oasis que ya existía. Era un bosque rudimentario, de trazos toscos, lo mejor que podía esperarse de pintar con el dedo en un agave usando barro y sangre. Necesitaba pinceles y pinturas de verdad, y un lienzo, si tenía que hacer que ese lugar fuera como se lo imaginaba.
Haría una última cosa con su propia sangre. Levantó el dedo ensangrentado y esbozó un pequeño rectángulo inclinado. Los laterales de éste se prolongaban en un par de patas que se apoyaban en el suelo de hierba. Íxidor dibujó dos patas tras las primeras saliendo de la parte superior del rectángulo. Un chorrito de sangre formó una cadenilla que mantendría las patas traseras y delanteras en ángulo con el armazón. Debajo del rectángulo, Íxidor dio forma a una pequeña repisa. Puso en ella frasquitos redondos con cuellos y tapas amplias. En un tubo cilíndrico, a un lado de la repisa, el hombre creó esbeltos bastoncitos coronados con crines de caballo. También colgaba de allí una tabla de formas curvas, con un agujero justo del tamaño de un pulgar.
Íxidor contempló su pintura durante un largo momento, luego cerró los ojos y dijo:
—¡Adelante!
Abrió los ojos y miró la creación que más le enorgullecía: un caballete con pinturas y pinceles, agua y aceite y la paleta todopoderosa. Dejó la hoja de agave en el suelo con sumo cuidado, pues temía que su destrucción comportara la disolución de la tierra que había creado. Íxidor sonrió. Ese caballete le daría un poder nuevo y sorprendente. Dio un paso hacia él.
Un pedazo de barro le cayó de la frente y se emplastó en el suelo. No, aún no era digno de él.
Íxidor se dio la vuelta y bajó hasta el río de rápido curso. Llevaba unas diez veces más agua que antes. La corriente se llevó la mugre que lo cubría. El polvo se convirtió en barro y se limpió, las manchas rojas que le cruzaban el cuerpo desaparecieron, la sal se disolvió y la arena se deshizo. Íxidor sumergió la cabeza en el agua y dejó que le lavara hasta el último poro. Se quitó los harapos que tan poco habían hecho por protegerle y renació en su limpieza.
Íxidor emergió, empapado, del río que había creado. Se llamaría río Pureza, y el bosque de palmeras sería Claros Verdes, y la montaña coronada por una garra sería Montaña Sombría.
El viento árido le quitó el agua de encima de la carne. Ya estaba seco antes de llegar al caballete. Desnudo y limpio, el creador se puso delante del lienzo en blanco. Bajo éste, los pigmentos brillaban en los potes: ocre, azafrán, glasto, cobalto, remolacha, gualda, calamina, kohl… la potencialidad absoluta. Disponiendo de esos pigmentos, esos pinceles y ese lienzo podría hacer cualquier cosa.
Casi había llenado ese punto cardinal. Un lienzo nuevo precisaba un desierto nuevo. Plegó el caballete y, desnudo y desinhibido, se dirigió decidido a Claros Verdes. En grupos furtivos, los conejos lo siguieron por el nuevo bosque. Los insectos, en su ubicuidad, también acudieron, y los pájaros detrás de los insectos. Todos parecían suspirar, encantados, ante las nuevas tierras.
Claros Verdes era una jungla de gigantes. Árboles tan anchos como aldeas se alzaban en alturas inimaginables. Las lianas colgaban de ellos, cruzadas, formando una red de pasarelas. Era un lugar cálido y húmedo, y provocó el sudor por toda la piel del creador a medida que éste avanzaba.
Estaba encantado de tener un lugar tan agreste. Haría jaguares y anacondas cuando tuviera la ocasión, pero no pensaba vivir bajo un calor tan monstruoso, entre ese follaje primitivo. Tenía necesidad de un paraje más fresco, un paraje de agua y cielo, fluidez y potencialidad. Ya estaba formando un palacio en su mente, y sonrió. En un castillo como ése, de habitaciones infinitas y escaleras recurrentes, sería posible esconderse de su pena para siempre.
Íxidor llegó a la linde de su creación. El bosque terminaba abruptamente, la flora casi parecía arrancada de cuajo de un parterre. Éste había sido el límite de su visión. En una línea arrugada, la jungla daba paso a la abierta extensión del desierto.
Plantó el caballete en la arena y escudriñó el vacío cegador. Mientras con los ojos bebía de aquella desolación, sus manos trabajaban. Abrió el glasto, lo mezcló con aceite y puso un poco de aquel pigmento azul oscuro en la paleta. Destapó la calamina, mojó el pincel más gordo y mezcló el blanco con el azul. Cuando hubo conseguido el color apropiado, pintó con amplios trazos el lienzo, de arriba abajo. La línea del horizonte, cerca de la parte superior de la tela, era del azul más claro y el color se oscurecía por encima y debajo de ésta. El blanco formó nubes altas en el firmamento. Los pigmentos más gruesos, en sombras y tintes de diversa intensidad, formaron olas en las aguas bajo el cielo. Con un pincel diferente y tonos de ocre claro, creó el suelo, arenas que descendían en un terraplén hasta las hermosas aguas.
Íxidor se detuvo, dio un paso atrás y suspiró. Le había dado vida. Ante él y hasta el horizonte azul, había un rutilante lago de agua dulce. Parecía una gran rodaja de cielo posado entre las dunas. Íxidor se sintió como si estuviera en el borde del mundo y mirara a la posibilidad infinita. Cerró los ojos, dejando que su espíritu rugiera en la cara del abismo.
La mente empezó a trazar líneas… enormes tambores que se hundían en la corriente para asentar los cimientos del mundo. Encima de ellos, justo sobre la superficie, imaginó una losa descomunal de piedra, de tres metros de grosor y dos y medio kilómetros cuadrados. Le recortó el centro para que cada cámara del palacio estuviera suspendida sobre las aguas profundas. En esa lápida, una roca bajo el cielo y encima del mar, daría forma a su mundo.
Íxidor abrió los ojos. Ya estaba mezclando los pigmentos en colores de piedra: gris pizarra y granito blanco, mármol rojinegro, piedra caliza parda y piedras preciosas de todo el espectro. Acabó de mezclarlos y mojó la punta de los pinceles. Las pinceladas se esparcieron por el lienzo, fusionándose en un palacio glorioso.
En el centro de éste se alzaba una cúpula bulbosa cubierta de mosaicos resplandecientes. La aguja abría boquetes en los jirones de nubes. En nueve puntos alrededor del perímetro del domo, colgaban unas fuentes ornamentadas que lanzaban agua sobre el techo enlosado. El líquido relucía en su caída por éste, unos canales lo recogían y lo vertían con nueve cascadas en los estanques flotantes que tenían debajo. Las corrientes descendían por nueve contrafuertes volantes hasta nueve minaretes espirales. Desde allí, las aguas bajaban por las regueras enroscadas para unirse al lago.
De igual manera que el agua engalanaba al palacio, así lo hacía el follaje. Jardines colgantes llenaban la fortaleza, rebosantes de fruta y verdes de vida. Unas balconadas enormes contenían arboledas enteras, con palmeras asomando entre campos de orquídeas. Las enredaderas descendían para hundir la punta de los zarcillos en la corriente. Cortinas de musgo cubrían las partes inferiores por doquier.
Íxidor se apartó un paso del lienzo y miró más allá de éste. Sonrió al ver que su palacio se erguía allí, glorioso, entre las aguas. Las altas ojivas, las pilastras de oro, los magníficos recorridos: era un lugar de una belleza imposible.
Al repasarlo, Íxidor cayó en la cuenta de un detalle y frunció el entrecejo. Había calculado mal una de las líneas de fuga y la pared más al este del palacio se había convertido en suelo a mitad de la longitud de descenso. El hombre clavó la mirada en las ofensivas líneas, disgustado. El pincel mezcló furioso la pintura que eliminaría el error. Levantó el utensilio, empapado de colores pétreos.
Detuvo la mano sobre el lienzo. Le temblaban los dedos. El color no era el correcto, era un gris como de carne pútrida, el último color que vio en Nivea antes de que muriera. Íxidor apartó la mano. No erradicaría este error, ni ningún otro. Lo ayudarían a esconderse. El palacio sería perfecto en su imperfección.
Con mano resuelta, Íxidor trabajó en los pigmentos de color piedra y modificó otro muro, de modo que también se solapara con el suelo en algún punto de su longitud. Volvió a pintar los contrafuertes volantes para que se enroscaran entre sí, con los arcos más lejanos superpuestos a los más cercanos. A medida que cada nueva línea tomaba forma en la tela, se conformaba la realidad que tenía en lontananza. Si era posible en el arte, sería posible en la realidad.
Íxidor mojó el pincel en nuevos colores y modificó la arcada central. El pasaje se convirtió en una lápida sólida y el arco de piedra se disolvió en un gran espacio. Representación figurativa. Remodeló las escaleras para que ya no ascendieran, sino que describieran círculos recurrentes o subieran a los cimientos o bajaran a los cielos. Incorporó todas y cada una de las ilusiones ópticas que conocía y algunas más que descubrió mientras tanto. El sólido se volvía líquido, el líquido se convertía en aire y el aire en sólido. Era una edificación que siempre se estaba edificando a sí misma en la imposibilidad.
Íxidor dio un suspiro. Era capaz de perderse en su propia creación. Era exactamente lo que deseaba. Era gloriosa, enorme hasta el absurdo, brillante y perfecta en su divertimento, en su eterno divertimento, pero necesitaba algo más que un mero cascarón exterior. Aferró los bordes de la pintura, apoyó la cabeza en el lienzo y comenzó a imaginarse cada habitación. Colgó pendones en las ventanas y papel en las paredes. Amuebló cada cámara, puso ropa en los roperos y comida en las despensas. Ropa de cama, mantelería, decoración de sitios y flores, pertrechos para el arte y pertrechos para la vida… todo lo que imaginaba que necesitaría. Viviría allí el resto de la vida. Era su tierra de ensueño.
Éstas habían sido las palabras de ella. Las palabras tenían ese peligro; incluso en aquel lugar de imposibilidad absoluta, Nivea se entrometía. No podía soportar el dolor de tener su fantasma en vez de a ella.
Muchos hombres vivían el resto de sus días rodeados de recuerdos, Íxidor los viviría escondiéndose de ellos.
Impregnó la puntita del pincel con kohl y le añadió un pequeño detalle a la orilla: era una barca —una barcaza, a decir verdad— ancha y plana, de regalas bajas y una pértiga para impulsarla por las aguas. Lo llevaría hasta su hogar. Pero no sería él quien la moviera. Necesitaba un barquero.
Se le abría una gran disyuntiva. Hasta el momento no había necesitado a ningún otro ser inteligente y tampoco lo deseaba en aquel momento. Quizás un gigantopiteco pudiera llevarlo, pero ¿qué podía haber más peligroso que un simio gigante merodeando por el embarcadero? No quería una criatura con libre albedrío, con pensamientos y aspiraciones. Quería el cascarón de un hombre, un «no hombre».
Mezcló kohl y calamina. Le proporcionaron un tono plateado, como el mercurio, con vetas de luz y sombra. Con éste dio una pincelada en la balsadera, apenas una mancha con la forma aproximada de un hombre. Le dio brazos y piernas, manos y pies… pero ni boca ni ojos, ni voz ni voluntad. El hombre no era más que un contorno, un agujero en la realidad. Era la clase de persona con la que estaba dispuesto a vivir.
Apartó los ojos del lienzo y bajó la mirada hasta la extensa playa. La barcaza esperaba allí, con el servidor mercurial apoyado en la pértiga.
Íxidor guardó los pinceles y cerró los botes de pintura, preparado para descender a su creación. Cogió el caballete y bajó con grandes zancadas por la loma de arena. Sólo iba vestido con sudor y pintura. No importaba. En cueros, estaba mucho más vestido que el no hombre que le esperaba abajo. La arena le quemaba los pies. Era una buena sensación, purificadora y purgante. Caminó hasta la barca, desplegó el caballete y lo dejó en la cubierta de ésta. Entonces, antes de quemarse más, se sumergió en las frías aguas, que le limpiaron el sudor y la pintura.
Mojado y desnudo, subió a la barcaza y se puso delante del lienzo terminado. Sólo entonces vio aquella sombra amorfa, el no hombre que aguardaba.
—¿Estás interesado en el arte? —le preguntó Íxidor, señalando la pintura.
El ser no hizo movimiento alguno ni le dio respuesta alguna.
—Bueno —Íxidor asintió con la cabeza—, pues llévame a mi palacio.
El barquero aprestó la pértiga y empujó la barcaza desde la orilla, deslizándose por el agua reluciente. Con cada impulso de la pértiga, se acercaban más al glorioso palacio. Sus verdaderas proporciones se manifestaron entonces, con puentes tan grandes como para acoger elefantes y salas lo bastante enormes para dragones. Era un dédalo en tres dimensiones —o más, con toda esa distorsión de longitudes, anchuras y alturas— y un laberinto de la mente.
El no hombre bogó más de tres kilómetros por las aguas hasta llegar a un embarcadero de piedra. Íxidor tendría que caminar tres kilómetros más de escaleras retorcidas y engañosos corredores hasta llegar a la habitación donde dormiría. Hizo que el no hombre le llevara el caballete, aunque lo ponía nervioso el silencio inescrutable de aquel ser.
Subieron. Tres veces llegaron al mismo rellano. Sólo cuando Íxidor lo dejó correr y se apoyó exhausto en una pared fue cuando se encontró, de repente, dentro de una de las grandes dependencias.
Una enorme puerta de hoja doble se abrió para dar paso a una sala de gran altura. Terciopelo rojo y tapices bordados adornaban las paredes, y alfombras mullidas cubrían el suelo de mármol blanco. A un lado había una enorme cama con dosel y, al otro, un ropero de profundidad infinita lleno de ropa, toda de su talla. Otro armario guardaba los útiles de su arte. De él sacó unos pinceles nuevos, una paleta nueva y un nuevo lienzo. Aunque lo mejor de la habitación era, sin duda, el gran ventanal que se abría a una balconada enorme.
Íxidor salió a ella. El espacio de piedra pendía entre cielo y agua, como si flotara. Las vistas, en un arco de doscientos setenta grados, sólo mostraban un sinfín de cielo y un sinfín de agua. Allí plantó Íxidor el caballete.
—Puedes irte —le dijo al barquero por encima del hombro.
La criatura se retiró a las sombras.
Íxidor abrió el azul cobalto y la calamina y mezcló una nueva paleta de colores. Pronto tendría delfines y manatíes de agua dulce nadando a sus pies, con percas de lago para alimentarlos. Su paleta también era el cielo y lo llenaría con medusas aéreas, monstruos marinos coleando, mantas voladoras y bancos de cetáceos cerúleos. Su mundo rebosaría de seres, todos bajo su control.
Ya no necesitaba limitar la mente a las posibilidades existentes. Ya no tenía por qué vagar entre recuerdos que no podía cambiar, porque ante él se abrían futuros que podría cambiar para siempre.