CAPÍTULO DIEZ

CEÑO DE PIEDRA

E

l Primero estaba acuclillado en un agujero húmedo y se agarraba a una maraña de raíces. Su toque mortífero ya las había matado, y eran suyas. Tocando aquí y allá podía hacerse con el control de grupos enteros de árboles. Estuvo encantado de descubrir que en la médula de éstos había latente una oscuridad afín a él. El corrompimiento del corazón de la selva ya había tendido sus negros zarcillos a lo ancho de ésta. Muy pronto la metástasis sería completa y el Primero iría al monte Gorgona y se apoderaría de aquel corazón canceroso. Pero antes tenía que tender una trampa. «Vamos a ver cómo se las arregla el campeón contra un bosque que se ha vuelto oscuro».

Con un ademán de la mano y otro del cerebro, el Primero lanzó a los árboles contra una servil aldea de centauros. Los gemidos de éstos atraerían a Kamahl y esos troncos lo matarían.

Era un momento terrorífico. Los árboles yacían en el suelo y crecían como cabellos. Los troncos ya eran tan gruesos como las lomas de las colinas. Las ramas llegaban a kilómetros de distancia. En brotes violentos, la selva se invadía a sí misma. Muchas criaturas perecían bajo el aplastante ramaje.

Y unas cuantas luchaban.

Dieciséis centauros se agazapaban, formando una barrera de músculo contra la acometida del bosque. Su antiguo hogar yacía enterrado bajo el voraz follaje. Unos troncos retorcidos con voluntad propia los estaban atacando. Los centauros ya se habían replegado dos veces, pero se habían atrincherado allí para aguantar o caer. Si la selva iba a hacer la guerra eterna, los centauros serían sus eternos enemigos.

Un enorme grupo de ramas entrelazadas cayó desde la corona de aquel ramaje y golpeó el suelo como un puño aplastante. El impacto sacudió el claro y levantó una nube de polvo. La ramazón se retorció, creciendo desbocada allá donde había caído.

Los centauros rugieron, retorciendo con furia el rostro simiesco y haciendo rechinar los colmillos. Dieciséis grupas saltaron por el terraplén de roca levantando chispas con los cascos. Brazos tan recios como ramas de roble esgrimieron hachas, aunque fuera un sacrilegio para la gente del bosque. Las hojas se alzaron y cayeron. Dieciséis dientes de acero se clavaron en el tronco. El impacto también resonó por todo el claro. Las hachas mordieron la madera, ladeadas para hacer las heridas más grandes, y luego se retiraron para caer en nuevos golpes.

El tronco retrocedió. Gritó con fibras convulsas y lanzó finos vástagos contra sus torturadores.

Los zarcillos envolvieron la grupa de los centauros. El acero llovió contra la madera. Los centauros cortaban en perpendicular, levantando grandes astillas por el aire. Dos hojas se hundieron hasta la médula vegetal, podrida y rancia. Siguió una tercera que la partió en dos.

El tronco se contorsionó como una serpiente cortada por la mitad, coleando violentamente y rodando por el claro, pero aún tardaría un buen rato en morir. Otros troncos similares también agonizaban en el extremo opuesto del claro.

Pero el tocón no murió y escupió savia contra los atacantes. Éstos se replegaron. La corteza corrió por el extremo herido, restañándolo. Nuevos tallos brotaron en verde desafío y se abalanzaron contra los centauros.

Los hombres bestia se habían replegado hasta la muralla y los verdugones los habían seguido. Las hachas no valían contra ellos. Verdes azotes los flagelaron.

—¡Retirada! —gritó Bron, el líder de los centauros.

Él y sus guerreros así lo hicieron, pero todos sabían lo que eso comportaba. Al perder la muralla, tendrían que volver con fuego. Y si las hachas ya eran un sacrilegio, el fuego era una abominación. No era un arma sino un dios odiado, el antagonista del bosque. Pese a todo, los centauros estaban desesperados.

Dos ramazones más surgieron de la bóveda de la selva enmarañada y aterrizaron con un fuerte golpe ante los centauros.

—¡Atrás! —volvió a gritar Bron. Aunque él y sus guerreros eran enormes, no parecían más que hormigas ante aquella acometida.

Volvieron la grupa y galoparon hasta un montón de hojarasca y paja seca. A los pies de éste había dieciséis piedras como puños: era pedernal. Al llegar allí, los centauros se hincaron de rodillas y cogieron las piedras. Golpearon el pedernal oblicuamente con el hacha de acero haciendo llover chispas como meteoros que prendieron los rastrojos. Los guerreros soplaron para avivar la llama, pero la paja ni tan sólo humeaba.

Un repentino estallido de luz les hizo apartar la vista de las chispas. Una luminiscencia dorada invadió el claro y proyectó sombras en la hojarasca. Pero no era el fuego el que daba esa iluminación. Había llegado algo; algo radiante.

Los centauros se protegieron los ojos con la mano. Era como si una estrella hubiera caído en la linde del claro.

La estrella era un hombre. Emergió de los pliegues de la creciente espesura con el rostro y las manos radiando luz como un faro.

Los troncos retrocedieron y lo rodearon, retorciéndose. Un gran árbol se inclinó y se abalanzó para aplastarlo. El hombre levantó las manos. El árbol golpeó con determinación, pero tan pronto como las manos tocaron la madera, el vegetal se quedó quieto con una sacudida. Un poder verde que brotaba de las puntas de los dedos del hombre bañó la mellada corteza. Allá donde la tocaba, la corteza muerta volvía a la vida. El vapor salía siseando del tronco mientras las fibras luchaban entre sí, negras contra verdes.

El hombre, que parecía aguantar en el aire aquel árbol imponente, echó la cabeza atrás y rugió. El poder manó de él como un torrente hacia los árboles atormentados. La marea negra se ahogó debajo de una oleada verde e incontenible. Recorrió el tronco y se sumergió hasta las puntas de las raíces. Chispas y humo brotaron de un agujero húmedo en la base del árbol.

El tronco se enderezó otra vez, y el convulso claro recobró la calma de repente.

Todos las miradas se volvieron hacia el hombre, que permanecía inmaculado en medio de los árboles. Iba cubierto de hojas verdes encima de una armadura brillante, y se calzaba con zarcillos enrollados encima de suelas de metal. Con una mano levantaba un bastón reluciente, que envió un rayo sesgado a la mente de los centauros.

Ven.

Ven.

Bron dejó caer el pedernal. Se incorporó y se guardó el hacha en el cinto. Los cascos se movieron como si siguieran corrientes de aire, y el líder permitió que el hombre lo arrastrara inexorablemente hasta él.

Los demás centauros gritaron. Sus dedos le arañaron la piel, pero no pudieron retenerlo.

Bron atravesó el claro como si fuera la cosa más sencilla del mundo.

Conocía a ese hombre, el bárbaro Kamahl, que había traído todos esos horrores, pero ahora estaba cambiado por la divinidad que llevaba dentro.

Bron deseó poder cambiar así. Se acercó hasta estar a unas cuantas zancadas de él e inclinó la cabeza mientras el poder fluía a su alrededor.

Antes defendías el bosque, le dijo el hombre mentalmente.

—Sí —se limitó a responder Bron.

Y ahora luchas contra él.

—Sí.

Necesito un guerrero como tú. Los demás se quedarán a defender la selva, pero tú serás mi general, vendrás conmigo y lucharás en lejanas tierras.

—Lucharía encantado contra cualquier cosa si no tuviera que luchar contra mi propio hogar —suspiró Bron.

La luz cambió y, por un momento, su radiación pareció reflejarse hacia dentro, proyectando largas sombras en el alma del hombre.

Tener que luchar contra tu propio hogar es una cosa terrible. —La luminosidad regresó—. ¿Cómo te llamas?

—Soy Bron, líder de los centauros de Cailgreth.

El bastón chispeó en el suelo, como si un relámpago estuviera descargando en la tierra. El hombre se adelantó y le tocó la frente a Bron.

De ahora en adelante te llamarás Ceño de Piedra.

Bron no tuvo tiempo de acceder o no. Con ese toque, dejó de ser él. Era Ceño de Piedra y creció.

Aunque el centauro todavía estaba arrodillado, los ojos de éste llegaron a la altura de los del hombre. Al momento siguiente, ya estaban por encima de aquél. Las anchas espaldas se hicieron aún más grandes, los recios huesos se estiraron y los músculos de hierro se fortalecieron. Las costillas pasaron a ser como las de un buey. Los brazos se desarrollaron tanto que se podían romper piedras con ellos, y derribar árboles con las piernas. La piel se convirtió en un tegumento que haría rebotar hasta las flechas. Incluso el cinto y el hacha habían crecido en proporción.

Ceño de Piedra se puso de pie y se irguió por encima de su creador. Era un gigante entre centauros. Rugió. La selva detuvo su estrépito habitual para escuchar ese sonido. Hundió un casco en el suelo y el claro se estremeció. Se sacó el hacha del cinto y la levantó en lo alto. Ésta atrapó un rayo de sol y proyectó una intensa cuña de luz en el suelo. El centauro ya no sólo era enorme, sino que estaba lleno de furia. Su piel adoptó un tinte rojizo, como si la sangre le asomara por cada poro.

Un nuevo fuego arde en ti… demasiado para que defiendas la floresta. Matarías más que salvarías. Vendrás conmigo. Juntos haremos la guerra a los enemigos del bosque.

—Sí, iré contigo, amo…

Kamahl. Basta con que me llames Kamahl.

—Kamahl.

El hombre apartó la mirada del general Ceño de Piedra. Oh, cómo dolía ir del calor de aquellos ojos al frío de su sombra.

Kamahl miró a los centauros restantes. Estaban de pie, desconcertados, en el lado opuesto del claro. Éstos hendían el suelo con las pezuñas, como si estuvieran prestos a huir, pero tenían los ojos clavados en Kamahl. Unas cuerdas invisibles tiraron de ellos.

Estos serán los defensores de la selva, lucharán para proteger el bosque.

—¿Y cómo podrán defender el bosque si éste está luchando contra sí mismo? —Ceño de Piedra se movió para ponerse al lado de su señor.

Al principio Kamahl no respondió. Se limitó a mirar cómo los quince centauros avanzaban lentamente hacia allí.

El bosque no lucha contra sí mismo: crece, el bosque crece. Y seguirá así hasta que todo el mundo sea bosque.

Aun transformado, Ceño de Piedra percibió la mentira. Ese crecimiento galopante no era bueno para el bosque. Kamahl estaba engañando a su nuevo general. ¿También se estaría engañando a sí mismo?

¿Quién te sucederá como líder del poblado?

—Boderah era mi lugarteniente —dijo el centauro gigante tras repasar a toda su gente—. Que él sea el líder.

El centauro nombrado dio un paso al frente. No parecía más que un potrillo al lado de Ceño de Piedra. Ya no pertenecían a la misma especie, pero eso iba a cambiar en unos instantes.

Boderah, te llamarás Granito y serás el lecho en que se asiente este bosque. Kamahl le tocó la frente al hombre bestia. La transformación volvió a empezar.

Ceño de Piedra lo contempló. Transformarse había sido algo glorioso de sentir, pero era asqueroso de ver. Cada tejido y cada tendón se deformaron más allá de cualquier proporción natural. La piel se hinchó como si estuviera llena de aire. Los huesos chasquearon en una carrera por crecer más rápido. Granito se retorció y gritó. El general cayó en la cuenta de que él también había gritado. Años de crecimiento se compactaban en unos segundos de aliento contenido.

Ceño de Piedra apartó los ojos mientras aquellas cuencas crepitaban y aquellos músculos se partían. Cuando volvió a mirar, la transformación estaba completa. A su lado se levantaba una criatura similar: un centauro gigante cuya piel tenía un tono verdoso.

Granito esbozó una sonrisa compungida, sus dientes eran como estacas.

Ceño de Piedra volvió a apartar la mirada, esta vez hacia los árboles. Sus propios tendones retorcidos eran hermanos de sangre de aquellas ramas retorcidas. Se había convertido en algo grotesco. Claro que ya no lucharía contra el crecimiento desbocado del bosque. Desde aquel momento lo personificaba.

No había vuelta atrás. Ya no podía volver a ser la criatura que había sido. Ni tampoco Granito ni ninguno de ellos.

Kamahl pasaba entre los centauros, les tocaba la frente y les daba un nuevo nombre.

«¡Qué poderoso es! —pensó el Primero mientras se aferraba como podía en el interior del agujero humeante—. Aunque el bosque esté plagado de podredumbre, este Kamahl sigue siendo un canal de puro poder verde».

Las manos del Primero aún se resentían de la fuerza vital con la que lo había lacerado. No volvería a atacar más a Kamahl directamente. En vez de ello, el mandatario se agazapaba en el agujero húmedo, esperando a que el hombre y los nuevos guerreros se marchasen. Cuando al fin las tinieblas se asentaron, el Primero salió de allí.

Kamahl ya era demasiado poderoso para poder matarlo en su tierra. Por suerte, ésta era lo bastante débil para sucumbir.

El Primero se deslizó hacia el monte Gorgona. Al amparo de la noche se infiltraría allí y su toque mortífero convertiría el poder del bosque en el suyo propio.

Los hizo en plétora: serpientes gigantes, grandes centauros, panteras de fuego, espinosos… Allá donde Kamahl ponía la mano, nacía una nueva vida. Las criaturas que iban a defender el bosque se hicieron más grandes al imbuirlas con la vitalidad de éste. Las criaturas que iban a marchar con él se hicieron más fogosas al templarlas con fuego. Había hecho lo que había venido a hacer. Había levantado un ejército.

A la cabeza de éste caminaba Kamahl solemnemente, y a su lado marchaba el general Ceño de Piedra. Desde la frontera con el desierto abrieron, por puro desgaste, una carretera hasta el centro de la selva. Había unas ardillas enormes que brincaban de tronco en tronco, con las patas firmes en las retorcidas ramas. Elfos de ojos esmeralda trepaban por las nudosas espaldas del bosque. Babosas de un tamaño imposible se deslizaban por el suelo y los hombres sapo correteaban entre las raíces haciendo acopio de bichos. Por todos lados rodaban los espinosos, plantas rodadoras repletas de púas y con voluntad propia. Sería un ejército terrible al que enfrentarse, pero esa noche Kamahl no marcharía a la guerra. Esa noche eran un ejército de paz.

—Allí, ¿lo ves? —preguntó Kamahl señalando con el bastón al monte Gorgona—. Es la Fuente del poder. —Sus ojos brillaban mientras contemplaban esa maraña retorcida. Ya era un pico diez veces mayor que el montículo de antaño y aún seguía creciendo. Pronto sería como las montañas de su patria, pero en medio de la selva—. Vamos allí.

—¿Y dónde está el zigurat? —preguntó Ceño de Piedra mientras delimitaba mentalmente el lugar. Aquellos ojos eran como pedernal.

—¿Qué zigurat?

—El zigurat sagrado. El templo druídico, palacio del señor de los mantis —respondió el general como si fuera algo por todos sabido—. ¿Dónde está?

Los ojos de Kamahl repasaron la tierra torturada. ¿Dónde estaba el zigurat? Construido con las ramas entrelazadas de cuatro árboles majestuosos, el templo tenía que haber estado allí, en la falda más cercana del gran montículo. No aparecía por lugar alguno. Sólo cubría el suelo una maraña interminable de troncos enormes.

—No lo sé.

El centauro gigante avanzó unos cuantos pasos.

—Allí está —dijo, señalando a un lado.

El zigurat se encontraba allí. Los árboles que lo formaban habían crecido como todo el resto y se habían hecho demasiado altos, demasiado gigantescos para aguantarse rectos. Se habían combado. Las pasarelas no eran más que escombros retorcidos, los pretiles se habían derrumbado.

Aquella torre en ruinas era una visión desoladora. Los restos destrozados de madera muerta estaban sometidos por las espirales de la viva. La antigua gloria del bosque había sido arrasada por la nueva.

—Todas las cosas cambian —dijo Kamahl—. Es la senda de la naturaleza.

Ceño de Piedra emitió un gruñido evasivo y siguió avanzando.

—Encarno el nuevo poder del bosque, esta vida nueva y voraz. —Kamahl continuó, como si quisiera justificarse—. El bosque nunca había vivido como ahora.

—Nunca —repitió Ceño de Piedra, aunque la ronca voz del centauro dejaba dudas respecto a su aprobación.

—Ahora puede parecer que no está bien —el ceño de Kamahl se endureció—, pero es porque los mantis aún no han probado el poder transformador. Los tocaré, los cambiaré para que alcancen esta nueva sacralidad.

Ceño de Piedra no hizo comentario alguno al respecto.

Kamahl se indignó ante ese silencio. ¿Acaso no había transformado a ese ingrato? ¿No le había dado un nuevo aspecto, mucho más poderoso, a todo ese ejército? Sus ojos se volvieron hacia las criaturas. Lo seguían obedientes. Un momento antes le había bastado. Ahora se preguntaba por qué no lo seguían alegres.

Ya bastaba de mirar atrás. Kamahl volvió la atención al monte, una espesura enloquecida. Cada espina tenía la altura de un hombre; cada ramita, el grosor de un árbol. La selva gemía y crecía tan deprisa que la madera machacaba a la madera. Los árboles roturaban profundos surcos a medida que se abrían camino, y cosas gigantescas pasaban por allí. Crecían a la vista y unas depredaban a otras: copulaban, nacían, cazaban y comían en ciclos acelerados de necesidad. Era un sitio horrible, atrapado en la pura transformación.

Ah, pero cuando los cambios estuvieran completos, qué glorioso sería.

Kamahl y Ceño de Piedra se acercaron a la espesura. Ésta ni se inmutó. Ninguna criatura, ni siquiera una hormiga, podría pasar por esa tupida blandura. Sólo un sendero la penetraba, un túnel labrado con hojas de piedra y mantenido con veneno. El lugar siempre estaba custodiado, incluso en ese momento, por las criaturas que lo habían construido.

Había unos guerreros nantuko de guardia frente a la puerta, con armas de asta y de hoja de piedra cruzadas en el pecho. Miraron a Kamahl con sus ojos saltones y no mostraron miedo alguno.

Kamahl le hizo una señal al ejército para que detuviera la marcha. Él y el general Ceño de Piedra se acercaron a un guardia.

—Dejadnos pasar.

Unos ojos que no pestañeaban repasaron al hombre y al centauro.

—Está prohibido.

—¿Prohibido por quién? ¿A quién?

—Prohibido por Thriss, Señor de los nantuko. Prohibido a todos los que están bajo su mando.

—Yo no estoy bajo su mando —dijo Kamahl.

—Lo sabemos. Pero, si entras, lo estarás desafiando.

—Yo contengo el poder de la tierra —dijo Kamahl tras dar un gran suspiro—. El monte no es lo bastante sagrado para mis pies.

—No —el mantis negó lentamente con la cabeza—, es demasiado sacrílego.

—¿Sacrílego?

—Los que se aventuran en él se convierten en monstruos. Y ahora están acechando. Matarán a quienes entren o éstos se convertirán en monstruos.

Kamahl escudriñó el pasadizo. Los extremos cortados de los tallos muertos formaban una cueva supurante e incurable. Kamahl no pudo evitar agarrarse la herida del vientre.

—Entraré allí —dijo el hombre—. Daré a esos monstruos una nueva forma. Se convertirán en defensores del bosque.

—¿Defensores como ésos? —hasta los ojos impasibles del mantis reflejaron la sorpresa.

Kamahl no volvió la mirada, no necesitaba hacerlo. Serpientes gigantes, ardillas enormes, hombres sapo… Era evidente que esas criaturas le parecerían monstruosas a un simple guerrero, pero iban a salvar al bosque.

—Debo pasar —se limitó a responder Kamahl.

—No puedo seguirte —refunfuñó Ceño de Piedra.

—¿Acaso estás de acuerdo con él? —Su señor lo fulminó con la mirada.

—No, no es eso. —El centauro levantó uno de sus enormes hombros y señaló con éste el pasadizo—. Es que no puedo seguirte físicamente.

—Está bien —contestó Kamahl—. Iré solo y volveré con un ejército el doble de grande.

Agachó la cabeza, apartó con cuidado a los mantis y puso pie en el largo pasadizo. Inclinó el bastón secular, llevándolo por delante, como una lanza.

Era un túnel extraño, un lugar muerto en medio de un crecimiento interminable. Los tallos secos tenían el color de las rocas ajadas por el sol y devolvían en un eco los pasos de Kamahl. Ninguna brisa pasaba por el agujero. La podredumbre empapaba el aire.

En el lado opuesto del pasadizo brillaba una luz gris y espinosa. Unas cosas se movían por allí, unas cosas enormes y horribles. Una pata escamosa pasó como un rayo y luego otra; era como un lagarto gigante que corría. En cuanto la cola bamboleante de éste hubo desaparecido, unas patas enormes, como las de un insecto, pisaron el suelo. Un abdomen lleno de espiráculos siseantes eclipsó la luz y luego el bicho desapareció. Un gemido reptiliano le informó de que éste había capturado a su presa.

Kamahl se acercaba al final del túnel. Mientras, buscaba en su interior el bosque perfecto y el poder ilimitado de éste. Aferró el bastón con ambas manos y unas partículas de poder le centellearon por los brazos. Tres pasos más y Kamahl salió.

Una bestia terrible se agazapaba allí, una mantis monstruosa. Era del tamaño de Ceño de Piedra. Había desaparecido la elegante esbeltez de ese pueblo de insectos. Voluminoso y brutal, el monstruo engullía el lagarto que había matado. Mientras las mandíbulas rasgaban la piel escamosa, las patas se estremecían con una transformación violenta. Apareció una grieta en su exoesqueleto y unas líneas se extendieron y rompieron. Alrededor de todo ese cuerpo grotesco empezaba a desprenderse una cutícula exterior. Estaba emergiendo, arrugada y húmeda, una bestia todavía peor.

—¡Atrás! —gritó Kamahl, enarbolando el bastón—. ¡Atrás, transfórmate!

La mantis levantó una cabeza triangular de entre los restos. Las entrañas de su presa le goteaban de las mandíbulas. Parecía estar midiendo a su oponente. Unas patas como bastones se movieron y, en la rajada vaina, los músculos se contrajeron. La criatura saltó.

Kamahl dio un pisotón, canalizando un rayo de energía verde desde la cabeza, a través de la espina dorsal y las piernas, hasta el suelo. Éste le enraizó sólidamente. Esgrimió el bastón y barrió con él las patas de la mantis que se le tiraba encima.

Ésta trastabilló, pero no se cayó. La criatura acometió de nuevo, las garras le arañaron los brazos y le clavó las mandíbulas en la cabeza.

Las heridas no hicieron brotar sangre sino poder, que destelló por la corona de mandíbulas que Kamahl tenía en la cabeza y se metió en la boca del monstruo. Crepitó de los brazos heridos del hombre y alcanzó a la bestia. La transformación verde se apoderó del animal.

La cutícula quebrada se terminó de desprender y cayó al suelo. Emergió una criatura lustrosa y humeante. Su cabeza se deformó en un morro largo, como el de un lobo. El tórax piloso del monstruo se hizo tan grande como un barril y ennegreció bajo un grueso caparazón. Los espiráculos que le recorrían todo el inferior del abdomen se ensancharon hasta convertirse en bocas dentadas.

No, maldijo Kamahl, intentando dar forma a la magia que había vertido sin querer en la bestia.

No, algo puro… algo bueno…

Pero eso no era ni puro ni bueno. Las patas de la criatura se convirtieron en miembros aserrados, con hojas como cuchillas. Las antenas se marchitaron y se convirtieron en un par de lenguas fustigadoras. La cara empezó a burbujear.

¡No! Te conformaré según la nueva manera del bosque. No serás una monstruosidad, sino una noble bestia.

Kamahl envió un nuevo impulso arrollador a la criatura. El brote de energía se hizo cegador. Con cada fogonazo violento vio una atrocidad mayor. Los ojos de la cosa reventaron, la boca se le cayó en pedazos al suelo y la nueva cutícula se quebró, rezumando una materia rosada.

¡No! Te transformarás.

La bestia explotó. Las entrañas se derramaron hasta que la última placa se rompió y saltó por los aires. El exoesqueleto quebrado aterrizó con un fuerte golpe.

Kamahl cayó de espaldas. Las piezas bucales aún formaban una corona en su cabeza. Poco más quedaba de la criatura. Unos pedazos de algo gelatinoso resbalaban por la maleza entre convulsiones.

¿Qué había pasado? ¿Por qué había fallado el poder transformador?

—No ha fallado —murmuró casi sin aliento—. Ha funcionado demasiado bien.

Lleno de pena, Kamahl cerró los ojos y, sobre la imagen del monstruo, vislumbró superpuesta a la criatura tal como debía haber sido antes de convertirse en aquello.

La centinela. Esa nantuko era la druida centinela que había visto al lado del pozo de los espíritus. La mantis, la misma que había contemplado la ascensión de Kamahl con ojos llenos de esperanza, había quedado horriblemente transformada por el poder que él había despertado.

Kamahl se quedó en el suelo, resollando. Llegó hasta el bosque perfecto de su interior, pero sólo encontró una maraña idéntica a la del monte Gorgona. Al fin la gloria había desaparecido de sus ojos y vio el crecimiento desbocado tal como era en realidad. Era un cáncer, ni más ni menos. ¿Qué peor enemigo podía tener la selva?

Con la misma certeza de que estaba allí arrodillado, respirando entrecortadamente, Kamahl sabía que debía ceder y recobrar su fuerza. No podría adentrarse por más tiempo en esa malvada noche, quizá no más de quince días. Para recuperarse, tendría que robarle el poder al bosque moribundo; pero a su vez lo cedería, íntegro e indemne, para hacer lo que tenía que hacer.

Kamahl bajaría a por la espada del Mirari, la destruiría y mataría el cáncer.

Vendrá pronto, el Primero envió sus pensamientos a través de la espada del Mirari hacia el corazón del bosque. Ha derrotado a tu guardiana y, cuando haya tenido tiempo de curarse, bajará. Quiere sacar la espada. No se lo permitas. Dile lo que te he ordenado que digas, convéncele de lo que debe hacer…

Ya era noche cerrada en el monte Gorgona cuando el Primero salió del pozo de los espíritus. Envuelto en aquella aura mortífera, el hombre era invisible. Levitó y avistó a Kamahl, doblado sobre un costado y jadeando, como si estuviera casi muerto.

Durante un momento, el Primero sopesó si debía matarlo. No, eso sólo pondría fin a los planes que tan cuidadosamente había trazado.

Tras posar los pies en el suelo, más allá del monte, el Primero avanzó con suma facilidad entre los troncos. Se había convertido en un conspirador con el bosque canceroso. Y éste le abría camino para que saliera de Krosa hacia la distante Afetto.

Muy pronto Kamahl representaría su papel en los planes del Primero. Una sonrisa de regocijo iluminó el rostro del patriarca. Sólo tenía que reclutar a otro bárbaro. El Primero volaría en las alas de la oscuridad, cruzando el desierto, hasta los pantanos. Allí conseguiría una gabarra y una tripulación y le haría una visita a la otra mitad de Kamahl.

Phage.