CAPÍTULO UNO
IMAGEN Y REALIDAD
ara algunos, luchar en los fosos sólo se trataba de matar. Justo en ese mismo momento, en el hoyo, un simio gigantopiteco y un grifo se descuartizaban entre sí. El aire rutilaba con plumas y piel, y las gradas hervían de ovaciones. Rostros ávidos escrutaban desde los anillos concéntricos que se elevaban de la arena. A la muchedumbre le encantaban las matanzas.
Íxidor negó con la cabeza, apartando los ojos de la puerta de la palestra. No quería ver las luchas tal como eran, quería verlas como deberían ser. Pasó rápidamente entre las manos una serie de discos de papel. Cada uno de ellos mostraba un contingente de nobles guerreros en formación de combate, pegando golpes, esquivando ataques, avanzando, cayendo, luchando, triunfando. Con pluma y tinta, Íxidor había plasmado las escenas con tanta claridad que salían de las hojas, como si se transportaran ellas mismas a la realidad. Y muy pronto se convertirían en realidad… y en victoria. Magia de imágenes.
Para Íxidor, luchar en los fosos era casi un arte.
Dejó de barajar los discos y se acercó a su pareja. Posó la mano en la rodilla de ésta y los ojos en su figura: era más perfecta que cualquier obra de arte. Hermosa, brillante, osada, ataviada con togas blancas y engalanada con joyas. Ella era todo lo que él no era. Íxidor, un artista desgarbado de mandíbula prominente y cabello revuelto, nunca se había podido explicar cómo se había convertido en el compañero de ese ángel de ensueño. Quizás era que le necesitaba. Al fin y al cabo, toda obra de arte precisa un artista.
—Los aven no están listos —dijo Nivea como si estuviera en trance. Aunque le aferraba la mano, el pensamiento de la mujer estaba muy lejos de allí, evocando otras criaturas—. No podremos contar con ellos para esta lucha.
Las facciones de Íxidor se hicieron más angulosas al esbozar una sonrisa de perplejidad. Extrajo un disco entre el montón que mostraba un contingente de hombres pájaro avanzando pica en ristre. Tras estrujarlo, lo tiró al suelo del recinto de espera.
—Los aven no nos han valido para nada desde hace un par de temporadas. No pienso perder más el tiempo con ellos.
Nivea sonrió, y no a causa de las palabras del hombre, sino por el siguiente comentario que iba a hacer.
—Pero los refugiados de la Orden sí que se mueren de ganas de venir. —La misma Nivea había formado parte de la Orden del Norte antes de que ésta fuera diezmada—. Con ellos bastará.
Íxidor puso con destreza los discos apropiados encima del montón. Cerró los ojos, imaginando la armadura que les pondría a los soldados de la Orden. Nivea invocaría a los soldados en los fosos, e Íxidor los cubriría con magia de imágenes. Ella mandaba sobre la realidad; él, sobre la ilusión. Nunca les habían derrotado, y ese día no sería una excepción.
—¿Cuánto dinero conseguiremos… si ganamos? —Nivea había vuelto la atención hacia otra cosa, aunque en pensamiento aún estaba entre los mercenarios mágicos.
—«Si ganamos», no: «cuando» ganemos —la corrigió Íxidor—, haremos una fortuna.
—¿Bastante como para dejar los fosos? —preguntó la mujer. La luz visionaria había abandonado sus ojos y los había clavado en Íxidor—. Odio todas estas matanzas.
—Ya lo sé —Íxidor le dedicó una sonrisa triunfal—, pero nosotros no matamos, querida: sometemos.
—¿Y qué ocurrirá si nos matan?
—No nos pueden matar, no mientras sigamos juntos. —El artista le besó el dorso de la mano—. ¿Quién puede ser rival para nosotros? De momento, nadie.
—De momento… —repitió Nivea.
—Vamos. —Íxidor se puso de pie y se estiró. En una mano llevaba los discos de papel y en la otra sostenía la mano de la mujer, La levantó de su asiento, tiró de ella hasta ponerla a su lado y la envolvió en sus brazos—. Mírame a los ojos. ¿Qué ves?
Nivea miró con atención.
—Confianza, presunción, coraje.
—Mira más fijamente.
Su mirada se hizo más intensa.
—Me veo a mí.
—Sí. Mientras tú estés en mis ojos, estaré completo. Mientras yo esté en tus ojos, estarás completa. ¿Y cómo puede competir con nosotros uno de esos corazones partidos?
—Siempre sabes qué decir. —La preocupación había abandonado la cara de la mujer, y ya sonreía de forma deslumbrante.
—Quieres decir que siempre tengo razón.
—Quiero decir que casi siempre sabes qué decir —respondió compungida y negando con la cabeza.
Íxidor se rió y Nivea se unió a él. Esto formaba parte del ritual previo a la lucha, tanto como la preparación de la magia. No podían luchar juntos de verdad a menos que se rieran juntos. Era el sonido de las carcajadas el que ponía en sintonía sus almas.
Más allá de las risas se oyó el grito de agonía del grifo. La multitud rugió presa del éxtasis, y tañó la campana de la muerte. El simio gigantesco hizo una reverencia entre una alfombra de resguardos de apuestas perdidas. Las alimañas del foso se escabulleron y arrastraron hasta el último pedacito del ave león.
Antes de que la ovación se hubiera apagado, la puerta que había ante Nivea e Íxidor se abrió de par en par y ambos aparecieron en la arena. Se cogieron de la mano y las levantaron para saludar a la multitud entre sonrisas.
El clamor se unió a la pareja, que ya no eran dos entidades, sino una. Algunos equipos se sentían separados por ese rugido, cada miembro luchaba por su lado y moría de la misma manera; pero no ellos dos: Íxidor y Nivea estaban compenetrados por completo.
La muchedumbre los adoraba, pese al hecho de que rara vez mataban. A la gente casi le gustaba tanto la belleza como la sangre; y ver luchar a Nivea e Íxidor era contemplar belleza en estado puro.
Íxidor se volvió, mirando fijamente el foso. Era profundo, negro como un pozo y estaba anillado en su perímetro por gradas de asientos. Los espectadores se arracimaban como flores salvajes. Los rostros brillaban de impaciencia, humanos y no humanos: elfos, aven, centauros, bárbaros, simios y combinaciones antinaturales de los anteriores. Todos estaban prendidos con el mismo fuego sediento de sangre.
—Éste es el lugar que nos corresponde —dijo Íxidor, con el corazón latiéndole desbocado.
—Siempre que estemos juntos —replicó Nivea. Se dio la vuelta e inclinó la cabeza ante la multitud rugiente.
Los vítores se apagaron de súbito, como si hubieran sido ahogados por una nube sofocante, Íxidor sintió una presencia sombría a espaldas de ambos. Aún agarrado a Nivea, se volvió. Los dos lo vieron.
De un oscuro recinto de espera salían los adversarios. El primero era un hombre alto y delgado. La piel pálida se tensaba, tirante, en el nudoso cráneo. Sus ojos, del color de la sangre, ardían en unos pozos profundos. Unos dientes amarillos se mostraban para conformar una sonrisa de medialuna. El tipo llevaba una túnica negra que se meció cuando éste se tambaleó hacia delante. Parecía un títere humano de miembros largos y temblorosos y pies que se arrastraban con torpeza por la tierra.
Plantó un bastón nudoso a su lado y se detuvo, apoyándose en aquel antiguo palo. De la madera colgaban pequeños cráneos que cascabelearon entre sí, ocultando por un momento la llegada de la otra criatura.
Ésta surgió del lóbrego recinto con un sonido como el de la arenilla deslizándose por el metal. Las escamas refulgían sobre sus músculos ondulantes. La criatura reptó por la arena y pareció que arrastrara la oscuridad tras ella. Sólo entonces Íxidor se dio cuenta de que el animal era la mismísima oscuridad encarnada.
—Una serpiente gigante —le susurró a Nivea.
—Y muerta viviente —añadió ella.
La serpiente, tan grande como un elefante, avanzó de costado haciendo ondular los músculos por la arena. Se irguió tras el dantesco mago y extendió la caperuza para eclipsar las gradas que tenía detrás.
Aunque el gentío se había quedado callado por un momento con la llegada de esta gran amenaza, pronto empezaron a oírse siseos y murmullos que hablaban de apuestas que se retiraban y de otras nuevas que se ofrecían.
Las manos de Íxidor se movieron con rapidez, sacando unos cuantos discos más de los bolsillos de la chaquetilla y sustituyendo otros.
—¿Alguno de tus amigotes de la Orden sabe liquidar muertos vivientes? —preguntó con una sonrisa tensa.
—No —dijo ella negando con la cabeza. Nivea miró a la colosal serpiente, aquel muro de negros tendones. Una lengua bermeja fustigó el aire, saboreándolo—. Y supongo que tú no tendrás ilusiones que desprendan olores, ¿verdad?
—Tengo unas cuantas que apestan, pero no del modo al que te refieres —le contestó Íxidor.
—Y ahora que estamos mirando a la muerte a los ojos —le señaló la mujer—, ¿sigues creyendo que éste es el lugar que nos corresponde?
—Siempre que estemos juntos —le respondió él, apretándole la mano—. Vamos allá.
El ilusionista soltó la mano de la mujer, alzó los discos y clavó los ojos en las imágenes que éstos contenían. Las líneas de tinta latieron y empezaron a levantarse del papel. Las tramas se convirtieron en sombras de verdad. La imagen pugnó por abrirse camino a la realidad. Para cuando sonase la campana, los discos volarían y las imágenes se materializarían.
Nivea seguía inmóvil al lado, pero había vuelto la vista hacia su interior. Con su ojo mental paseó la mirada por el mundo. Antaño, en el lejano norte, había luchado junto a Pianna, capitana de la Orden. Pero la Orden había sido diezmada, y tanto ésta como la capitana habían desaparecido. En vez de nobles batallas, a Nivea y sus camaradas sólo les quedaban esos deshonrosos deportes sangrientos. Aun así, era una manera de ganarse la vida. Llamó a los guerreros que le habían otorgado el derecho de invocación. Cada uno recibiría una parte del premio… si uno de los dos sobrevivía. De lo contrario… estaban las alimañas del foso. Con ojos introspectivos, Nivea los llamó. Y ellos respondieron a la invocación cabalgando sobre líneas de luz.
Tañó la campana y el combate empezó.
Nivea dio un paso atrás, tambaleante y con los brazos abiertos. En el espacio que se abría ante ella, motas de luz nacieron con un centelleo. Parecían estrellas en una gran nebulosa, pero acto seguido aumentaron hasta convertirse en haces luminosos. Uno por uno, los haces crecieron y se hicieron sólidos: eran veinte guerreros ataviados con las armaduras de cuero y tela de la Orden. Llevaban grandes hachas, con el asta rematada con una punta de hueso, y espadas curvadas. Los guerreros luchaban como una sola unidad, pegaban fuerte y rápido, directos al enemigo. Tras posar los pies en el suelo, el contingente de la Orden atacó.
Antes de que dieran dos zancadas, Íxidor ya había lanzado un conjuro. Tras arrojar el primer disco del montón que llevaba en la mano, Íxidor pronunció una evocación. Las palabras rasgaron el papel, que giraba en un remolino, y sólo dejaron las líneas que lo llenaban. La tinta se deshizo en el aire. Unos contornos en blanco y negro parpadearon alrededor de los guerreros. Los dibujos se superpusieron a las armaduras de tela y hueso.
La magia de Íxidor se había propagado justo a tiempo.
El títere humano fustigó el aire con unas manos que eran como garras. Las puntas de sus dedos proyectaron fuego negro que atravesó a los guerreros y los habría cortado en pedacitos de no haber sido por las relucientes protecciones que llevaban. Tras no conseguir el derramamiento de sangre esperado, el conjuro se clavó en el suelo. Y allí, vaya si la encontró: en antiguas manchas de duelos pasados. Unas llamas oscuras chisporrotearon. El calor fundió la arena y levantó un remolino por el aire. Un bosque de cuchillas de cristal se formó ante los soldados que arremetían contra el mago.
No pudieron parar a tiempo y chocaron contra el cristal, que se rompió y arremolinó, envolviéndolos y arrancando toda carne desnuda con la que entraba en contacto: mejillas, párpados, labios, nudillos… todos fueron heridos. Pese a ello, los guerreros no se detuvieron. Rezumando carmesí, atravesaron el cristal a la carrera y hundieron las hachas en el flanco de la serpiente no muerta.
Sus armas arrancaron escamas negras, las hojas de hueso rechinaron entre las costillas desecadas y pedazos de carne putrefacta cayeron al suelo. Con un rugido, los guerreros retorcieron las armas y tiraron de ellas. Se desprendieron trozos podridos y los marchitos órganos del monstruo quedaron a la vista.
Los muertos vivientes no precisaban órganos para vivir. La serpiente ni siquiera se hizo atrás ante la acometida y, en vez de ello, movió la enorme cola para aplastar a los soldados. Escamas triangulares cascabelearon sobre los huesos crujientes, y la masa de podredumbre cayó sobre ellos.
Un guerrero de la Orden salió despedido por el aire y chocó contra el muro de la palestra. Otro se partió como una rama y se derrumbó hecho un amasijo estrujado. Dos más murieron bajo el aplastante peso de la cola. El resto se apartó de la trayectoria de ésta, trepando por los nauseabundos costados del reptil. Fue la peor maniobra de retirada que podían haber hecho.
La cabeza de la serpiente bajó como una flecha. La boca desenfundó dos colmillos grises. Uno atravesó a un guerrero desde la crisma hasta el vientre. El otro hizo presa en la armadura de dos más y los arrastró hasta las fauces. Un camarada que intentó salvarlos fue lanzado por los aires de un empujón de la cabeza del monstruo. Cuatro guerreros murieron bajo el crujiente mordisco de la criatura.
—¡Ya han caído casi la mitad! —gritó Íxidor. Lanzó con desespero un disco que derramó líneas azules por el aire. Una red de fuerza envolvió a los guerreros restantes y los arrastró fuera del peligro—. ¿Quedan más soldados?
—Voy a traer a los aven. —Nivea mostraba una mirada intensa, pero la tenía enfocada en un lugar muy distante.
Con un bufido, Íxidor se acordó del disco de los aven que había tirado en el recinto de espera.
El títere humano pronunció el ensalmo de un conjuro perverso.
—Yo me ocupo del mago —gruñó el ilusionista.
Tras remover en el montón de discos, sacó un círculo inscrito con frenéticos remolinos. Con un golpe seco de la muñeca, la hoja cortó el aire. A mitad de camino del mago, el papel desapareció en medio de un destello y los trazos de tinta se convirtieron en auténticos ciclones. Un haz de remolinos tormentosos cayó sobre el mago como un enjambre. Los vientos hicieron presa de sus miembros y los doblegaron como juncos. Los conjuros que se estaban formando ante él se disolvieron, y perdió pie. Fue arrancado de la arena mientras pataleaba desesperadamente. Un pase de la mano de Íxidor envió de un golpetazo al mago contra las fauces de la serpiente. El reptil gigante reculó. El hombre de cara pálida cayó hecho un ovillo tras ésta.
—¡Ya tienes la brecha que necesitabas! —gritó Íxidor.
Nivea estaba de pie, con los brazos abiertos. Un contingente de aven tomó forma ante ella con un parpadeo. Los guerreros pájaro conformaban un grupo heterogéneo: algunos tenían cabezas humanas; otros, de águilas; algunos iban por tierra con patas de raptor; otros ya aleteaban por los aires hacia el combate. Pero ya fuera con bocas o picos, todos emitían el mismo chillido estridente.
Aquel sonido se apoderó de la arena y el gentío añadió su propio rugido. Desde la destrucción de la Orden del Norte, era una rareza ver nómadas y aven luchando hombro con hombro. El combate, en especial contra un enemigo tan vil, rememoraba los días gloriosos de la Orden. Tal espectáculo dio energías a la muchedumbre.
Por aire y arena, los aven se abalanzaron sobre la serpiente no muerta. Multitud de garras apresaron escamas y las arrancaron. Los picos se zambulleron entre las costillas para extirpar órganos. Las alas batieron ante la célere cabeza del animal para confundirlo, y un aven usó la pica a modo de ariete para destrozar un ojo de la serpiente.
Los discos de Íxidor se arremolinaron entre el batir de alas y dieron en la espalda de los aven con una precisión impecable. La magia manó de ellos. Una fuerza azul templó las alas hasta darles la dureza del acero. Con la solidez de una roca, los aven lancearon a la serpiente con su propio cuerpo. Atravesaron carne y hueso, y salieron por el otro lado.
En cuestión de instantes, la bestia muerta viviente estaba acribillada de agujeros. Las escamas le cayeron en una lluvia. Las costillas se partieron con un chasquido y se precipitaron en la arena. La cabeza lacerante fustigó su propio cuello con un crujido. Los guerreros aven y de la Orden se abalanzaron sobre el monstruo y lo descuartizaron.
—No está mal para ser una improvisación —comentó Íxidor.
—Pero no basta —le respondió Nivea.
De repente, la bestia negra desapareció. No se desvaneció sin más, sino que se esfumó en una nube de cenizas. Los aven que se habían posado sobre ella levantaron el vuelo. Los guerreros de la Orden cayeron al suelo entre blancos remolinos. Al principio, Íxidor temió que fueran a asfixiarse con las cenizas, pero algo las retiró rápidamente. Se oyó un gran rugido tras la nube que llevaba la ceniza hasta el títere humano. El cuerpo de éste absorbió la fuerza de la serpiente gigante.
—¡Una transmigración de almas! —advirtió Nivea.
El títere humano dio un salto al frente. Ya no tenía esa manera de andar como desencajada. El cuerpo de éste, que hacía unos segundos parecía sólo huesos y piel, lucía músculos y fuerza. Ya no tenía los ojos hundidos, sino que le sobresalían como cuencos de sangre. Su sonrisa de medialuna se había hecho más grande, y mostraba unos dientes apretados en fieros triángulos. Unos robustos brazos hicieron ademán de atacar y una centella negra le chisporroteó en la punta de los dedos. Cada rayo parecía moverse con voluntad propia, buscando a los aven por el aire y a los guerreros por el suelo. Allá donde iban a parar los poderosos relámpagos, derribaban combatientes y les arrancaban el alma.
Un guerrero de la Orden yacía sin huesos y con el cabello ardiendo. Un aven se convirtió en un esqueleto en medio de un fogonazo. Cayeron uno por uno, hasta que todos los soldados invocados no fueron más que un montón de rescoldos humeantes.
—¿Tienes algo más? —le preguntó Íxidor, desalentado, a la mujer.
Nivea se limitó a negar con la cabeza. Estaba pálida de miedo.
El mago negro profirió una gran risotada y levantó las manos por encima de la cabeza. La energía de ébano serpenteó por el aire y formó una cúpula mortífera. Hasta los espectadores, en lo alto, se echaron hacia atrás para evitar que algún relámpago perdido terminara con su vida. En medio del repentino silencio, el grito del mago se oyó claro para todos:
—¡Inclinaos ante mí u os destruiré! ¡Estáis acabados!
Íxidor y Nivea intercambiaron miradas graves. Hasta el último par de ojos del foso contemplaba a la pareja invicta. Miles de apuestas y millones de monedas pendían de su decisión. Sólo les quedaba la derrota o la muerte. ¿Qué escogerían?
Negando con la cabeza, furioso, Íxidor tiró los discos que aún no había utilizado. Formaron un remolino sobre las arenas humeantes y cayeron inertes. A su lado, Nivea suspiró, y el brillo de la invocación se desvaneció de sus ojos.
Un sonido, mitad gruñido y mitad suspiro, recorrió el graderío.
—¿Podemos acercarnos para hacerte la reverencia? —le preguntó Íxidor con hosquedad.
Los ojos de color sangre se clavaron en él. Y, algo impensable, la sonrisa de medialuna del hombre se acentuó aún más.
—Por supuesto.
Los dos guerreros caminaron por la arena manchada de sangre y moteada de carbonilla. Íxidor estiró el brazo para coger a su pareja de la mano. Nivea se la apretó con mucho cariño. Hablaron entre ellos de forma que nadie más pudiera oírlos.
—¿Por qué has tardado tanto? —siseó la mujer.
—Era como tú decías, la serpiente era capaz de oler el engaño —Íxidor olisqueó para acompañar sus palabras—. He tenido que esperar a que muriera para lanzar la muerte falsa.
—¿Qué hay de los que cayeron antes? —le preguntó Nivea.
—No ha muerto nadie. Era una ilusión menor y un poco de actuación por su parte. No, querida, están en plena forma. Mira.
El ilusionista hizo un leve gesto con la cabeza, señalando más allá del mago negro, hacia el muro de la palestra. Unas figuras en sombras se confundían entre la piedra tallada. Los restantes discos de Íxidor, caídos en forma de arco tras el mago, formaban una cortina de magia ilusoria tras la que avanzaban los aven y los guerreros de la Orden. Nadie del gentío, ni nadie que estuviera en la arena, podía haberlos visto. Incluso a ojos de Íxidor no parecían más que aire trémulo, como un espejismo en el desierto.
—Están todos vivos y preparados.
—Odio las matanzas. —Nivea hizo rechinar los dientes.
—Nosotros no hemos matado —Íxidor esbozó una tensa sonrisa—, y nadie de los nuestros ha resultado muerto.
—De momento…
Ya habían llegado ante el títere humano. Éste se erguía frente a ellos con una altura sobrenatural. Tenía los brazos musculosos cruzados sobre el pecho. Las descargas negras que le brotaban de los dedos aún formaban remolinos y hacían ondear la capa tras él.
—¿Y bien? ¿Os postráis ante mí o preferís la muerte?
—Antes de eso —respondió Íxidor con los ojos brillantes—, he de disipar una última ilusión.
El hombre levantó la mano y, antes de que el mago pudiera reaccionar, chasqueó los dedos. En un círculo muy compacto alrededor del títere, una cortina humeante de fuerza cayó en la arena, revelando así a veinte guerreros de la Orden del Norte y al contingente completo de aven. Cuatro de ellos aferraron los fornidos brazos del hechicero y se los pusieron detrás de la nuca. Un quinto hombre le encasquetó en la cabeza un yelmo de castigo y le ató las manos con firmeza. El aven más grande despojó al mago del cinturón y se llevó al hombre por los aires en medio de un batir de alas. El nigromante, temible hacía apenas unos instantes, ya no parecía más que un pececito en el pico de un águila.
Todo esto había sucedido en el intervalo de un suspiro, el suspiro exhalado por la multitud al ver a los guerreros vivos. Las gargantas bramaban entusiasmadas. Era un extraño sonido. El gentío era unánime respecto a Íxidor y Nivea. Hasta los que habían perdido una fortuna sabían distinguir un buen espectáculo cuando lo veían. Guerreros nobles y una ilusión innoble… ¿Qué mejor espectáculo podía haber?
Íxidor mostró una sonrisa radiante, tomó la mano de Nivea y la levantó en lo alto con gesto triunfal. Uno al lado del otro, hicieron una reverencia a su entregado público.
Mientras tanto, el enemigo se debatía, impotente, en la presa del hombre pájaro.
—Una de las cosas buenas que tiene el no matarlos es que el Juez tarda un rato en conceder la victoria —dijo Íxidor tras su radiante expresión—, y así tenemos todo este tiempo para saludar.
—Y esto te encanta —dijo Nivea, esbozando una media sonrisa.
—Mira quién habla.
Sólo entonces sonó la campana de la muerte, una muerte simbólica para el nigromante, pero una victoria de verdad para Nivea e Íxidor. Los gritos del gentío se convirtieron en una ovación que resonó en los muros de piedra del foso. Pero el mejor sonido de todos fue el tintineo de las monedas de oro, de plata y de electro cayendo de las arcas de la Cábala al cofre de Íxidor.
—¿Con esto nos basta para dejar los fosos? —preguntó Nivea, llena de esperanza.
—No con todas estas bocas que alimentar —respondió Íxidor mirando a los dos contingentes que los rodeaban—. El próximo combate será el último. Me aseguraré de ello.