3. EL HÉROE Y EL DIOS

El camino común de la aventura mitológica del héroe es la magnificación de la fórmula representada en los ritos de iniciación: separación-iniciación-retorno, que podrían recibir el nombre de unidad nuclear del monomito.[35]

El héroe inicia su aventura desde el mundo de todos los días hacia una región de prodigios sobrenaturales, se enfrenta con fuerzas fabulosas y gana una victoria decisiva; el héroe regresa de su misteriosa aventura con la fuerza de otorgar dones a sus hermanos. Prometeo ascendió a los cielos, robó el fuego de los dioses y descendió. Jasón navegó a través de las rocas que chocaban para entrar al mar de las maravillas, engañó al dragón que guardaba el Vellocino de Oro y regresó con el vellocino y el poder para disputar a un usurpador el trono que había heredado. Eneas bajó al fondo del mundo, cruzó el temible río de los muertos, entretuvo con comida al Cancerbero, guardián de tres cabezas, y pudo hablar, finalmente, con la sombra de su padre muerto. Todas las cosas le fueron reveladas: el destino de las almas, el destino de Roma, que estaba a punto de fundar, y de qué manera podría evitar o soportar todas las aflicciones.[36] Volvió al mundo a través de una puerta de marfil a realizar sus deberes.

Una representación majestuosa de las dificultades del oficio del héroe y de su sublime importancia cuando es concebida profundamente y llevada a cabo con solemnidad, la encontramos en la leyenda de las Grandes Batallas del Buddha. El joven príncipe Gautama Sãkyamni partió secretamente del palacio de su padre en el principesco corcel Kanthaka, pasó milagrosamente por la puerta vigilada, cabalgó en medio de la noche alumbrado por las antorchas de cuatro veces sesenta mil divinidades, atravesó con ligereza un río majestuoso de mil ciento veintiocho codos de ancho, y después con un solo golpe de su espada cortó sus reales cabellos y el cabello que le quedó, de dos dedos de largo, se rizó hacia la derecha y permaneció pegado a su cabeza. Vistió las ropas de los monjes, atravesó el mundo como un mendigo y durante estos años en que en apariencia vagaba inútilmente, adquirió y trascendió los ocho estados de la meditación. Se retiró a una ermita, sometió sus fuerzas seis años más a la gran batalla, llevó su austeridad hasta el extremo y cayó en una muerte aparente de la que poco después se recobró. Luego volvió a la vida menos rigurosa del vagabundo asceta.

Un día se sentó bajo un árbol, estaba contemplando la parte oriental del mundo y el árbol se iluminó con las luces que él irradiaba. Una joven llamada Sujata vino y le ofreció arroz con leche en una taza de oro y, cuando tiró la taza vacía en el agua, flotó corriente arriba. Ésta fue señal de que el momento de su triunfo había llegado. Se levantó y avanzó por un camino que había sido adornado por los dioses y que tenía mil ciento veintiocho codos de ancho. Las serpientes, los pájaros y las divinidades de los bosques y de los campos le ofrendaron flores y perfumes celestiales, los coros celestiales le dieron su música y los diez mil mundos fueron invadidos de perfumes, guirnaldas, armonías y aclamaciones, porque él estaba en camino al Gran Árbol de la Iluminación, el Árbol Bo, bajo el cual redimiría al universo. Se colocó con firme resolución bajo el Árbol Bo, en el Punto Inmóvil, e inmediatamente se le acercó Kama-Mara, el dios del amor y de la muerte.

El peligroso dios apareció montado en un elefante y portando armas en sus mil manos. Estaba rodeado por su ejército que se extendía doce leguas ante él, doce a la derecha, doce a la izquierda, y a su espalda cubría los confines del mundo; además, tenía nueve leguas de estatura. Las deidades protectoras del Universo huyeron, pero el Futuro Buddha permaneció inmóvil debajo del Árbol. Entonces el dios lo atacó, tratando de romper su concentración.

El Antagonista envió sobre el Redentor viento huracanado, rocas, truenos y llamas, armas humeantes de acerados filos, carbones ardientes, ceniza caliente, lodo hirviendo, arenas quemantes y profunda oscuridad, pero los proyectiles se convertían en flores celestiales y en ungüentos, por la fuerza de las diez perfecciones de Gautama. Mara entonces envió a sus hijas Deseo, Anhelo y Lujuria, rodeadas de voluptuosos servidores, pero la mente del Gran Ser no se distrajo. El dios finalmente puso en duda su derecho de sentarse en el Punto Inmóvil, arrojó coléricamente su disco agudo como navaja de afeitar y ordenó al ejército que se despeñara sobre él. Pero el Futuro Buddha sólo movió la mano para tocar el suelo con las puntas de los dedos y así ordenó a la diosa de la tierra que atestiguara su derecho a sentarse donde estaba. Ella lo hizo con cien, con mil, con cien mil alaridos y el elefante del Antagonista cayó sobre sus rodillas en obediencia al Futuro Buddha. El ejército se dispersó inmediatamente y los dioses de todos los mundos esparcieron guirnaldas.

Habiendo ganado esa victoria preliminar antes de ponerse el sol, el conquistador adquirió en la primera vigilia de la noche el conocimiento de sus existencias anteriores, en la segunda vigilia, el ojo divino de la visión omnisciente, y en la última la comprensión de la cadena de las causas. Experimentó la iluminación perfecta al romper el día.[37]

Durante siete días Gautama, ahora el Buddha, el Iluminado, permaneció inmóvil en bienaventuranza; por siete días permaneció apartado y sentado en el punto en el que había recibido la iluminación; por siete días caminó entre el lugar donde estuvo sentado y el lugar donde estuvo de pie; por siete días se alojó en un pabellón amueblado por los dioses y revisó toda la doctrina de la causalidad y la liberación; por siete días se sentó bajo el árbol donde la joven Sujata le había traído arroz con leche en un recipiente de oro y allí meditó sobre la doctrina de la dulzura del Nirvana; se dirigió a otro árbol y una gran tempestad rugió por siete días, pero el Rey de las Serpientes surgió de las raíces y protegió al Buddha con su caperuza extendida; finalmente, el Buddha se sentó por siete días bajo un cuarto árbol disfrutando todavía de la dulzura de la liberación. Entonces puso en duda que su mensaje pudiera ser comunicado, pensó retener la sabiduría para sí mismo, pero el dios Brahma descendió del cénit a implorarle que se convirtiera en el maestro de los dioses y de los hombres. El Buddha fue así persuadido a mostrar el camino.[38] Y regresó a las ciudades de los hombres, donde vivió entre los ciudadanos del mundo otorgándoles el inestimable bien del conocimiento del camino.[39]

El Antiguo Testamento registra un hecho comparable en su leyenda de Moisés, quien al tercer mes de la partida del pueblo de Israel de las tierras de Egipto, llegó con toda su gente al Monte Sinaí y allí Israel levantó sus tiendas contra las laderas de la montaña. Y Moisés fue hacia Dios y el Señor lo llamó de la montaña. El Señor le dio las Tablas de la Ley y le ordenó que volviera con ellas a Israel, el pueblo del Señor.[40]

La leyenda popular judía dice que durante el día de la revelación diversos ruidos se escucharon desde el Monte Sinaí. “Relámpagos, acompañados por un estrépito de cuernos siempre mayor, aterrorizaron al pueblo y lo hicieron temblar. Dios inclinó los cielos, movió la tierra y sacudió el centro del mundo, de manera que las profundidades temblaron y los cielos se atemorizaron. Su esplendor pasó los cuatro portales del fuego, del temblor, de la tempestad y del granizo. Los reyes de la tierra temblaron en sus palacios. La tierra misma pensó que había llegado el momento de la resurrección de los muertos y que tendría que dar cuenta de la sangre que había absorbido, de los asesinatos, y de los cuerpos de las víctimas que había cubierto. La tierra no entró en calma hasta que escuchó las primeras palabras del Decálogo.

Los cielos se abrieron y el Monte Sinaí, libertado de la tierra, se levantó en el aire hasta que su cumbre se perdió en los cielos, mientras que una espesa nube cubrió sus laderos y tocó los pies del Trono Divino. A un lado de Dios aparecieron veintidós mil ángeles con coronas para los levitas, la única tribu que había permanecido fiel a Dios, mientras que el resto adoraba al Becerro de Oro. En el segundo lado había sesenta miriadas tres mil quinientos cincuenta ángeles y cada uno llevaba una corona de fuego para cada uno de los israelitas. En el tercer lado había el doble de este número de ángeles y en el cuarto los ángeles eran sencillamente innumerables. Porque Dios no apareció en una dirección, sino en todas simultáneamente, lo que, sin embargo, no impedía que su gloria abarcara tanto el cielo como la tierra. A pesar de estas innumerables multitudes, no estaba lleno el Monte Sinaí, no había tumulto, había sitio para todos.”[41]

Como veremos, la aventura del héroe, ya sea presentada con las vastas, casi oceánicas imágenes del Oriente, o en las vigorosas narraciones de los griegos, o en las majestuosas leyendas de la Biblia, normalmente sigue el modelo de la unidad nuclear arriba descrita; una separación del mundo, la penetración a alguna fuente de poder, y un regreso a la vida para vivirla con más sentido. Todo el Oriente fue bendecido por el don que les entregó Gautama Buddha, su maravillosa enseñanza de la Buena Ley, así como el Occidente lo ha sido por el Decálogo de Moisés. Los griegos referían la existencia del fuego, el primer soporte de la cultura humana, a las hazañas trascendentes de su Prometeo, y los romanos la fundación de su ciudad, centro del mundo, a Eneas, después de su partida de la Troya derrotada a través de su visita al pavoroso mundo inferior de los muertos. En todas partes, sin que importe cuál sea la esfera de los intereses (religiosa, política o personal), los actos verdaderamente creadores están representados como aquellos que derivan de una especie de muerte con respecto al mundo y lo que sucede en el intervalo de la inexistencia del héroe, hasta que regresa como quien vuelve a nacer, engrandecido y lleno de fuerza creadora, hasta que es aceptado unánimemente por la especie humana. Por consiguiente, nos ocuparemos de seguir una multitud de figuras heroicas a través de las etapas clásicas de la aventura universal, con objeto de revisar las revelaciones eternas. Esto nos ayudará a entender no sólo el significado de las imágenes vigentes en la vida contemporánea, sino la unicidad del espíritu humano en sus aspiraciones, poderes, vicisitudes y sabiduría.

Las siguientes páginas presentarán en forma de una aventura compuesta las historias de los portadores simbólicos y mundiales del destino de todos los hombres. La primera gran etapa, que es la de la “separación” o partida, será mostrada en la primera parte, capítulo primero, en cinco subdivisiones: 1) “La llamada de la aventura”, o las señales de la vocación del héroe; 2) “La negativa al llamado”, o la locura de la huida del dios; 3) “La ayuda sobrenatural”, la inesperada asistencia que recibe quien ha emprendido la aventura adecuada; 4) “El cruce del primer umbral”, y 5) “El vientre de la ballena”, o sea el paso al reino de la noche. La etapa de las “Pruebas y victorias de la iniciación” aparecerá en el capítulo segundo en seis subdivisiones: 1) “El camino de las pruebas”, o del aspecto peligroso de los dioses; 2) “El encuentro con la diosa” (Magna Mater), o la felicidad de la infancia recobrada; 3) “La mujer como tentación”, el pecado y la agonía de Edipo; 4) “La reconciliación con el padre”; 5) “Apoteosis”, y 6) “La gracia última”.

El regreso y la reintegración a la sociedad, que es indispensable para la circulación continua de la energía espiritual dentro del mundo, y que, desde el punto de vista de la comunidad, es la justificación del largo retiro del héroe, es usualmente lo que ante él se presenta como el requisito más difícil. Porque si ha alcanzado, como el Buddha, el profundo reposo de la completa iluminación, existe el peligro de que la bienaventuranza de esta experiencia aniquile el recuerdo, el interés y la esperanza en las penas del mundo; y también que el problema de mostrar el camino de la iluminación a los hombres envueltos en sus dificultades económicas parezca demasiado arduo. Por otra parte, si el héroe, en vez de someterse a todas las pruebas de la iniciación, se ha precipitado a su meta por medio de la violencia, de la estratagema y de la suerte, como Prometeo, y ha entregado al mundo la gracia que deseaba, “es posible que las fuerzas que ha desequilibrado reaccionen duramente y sea castigado en forma interna y externa, encadenado, como Prometeo, en la roca de su propio inconsciente violado. O si, haciendo una tercera suposición, el héroe regresa salvo y por su voluntad, pudiera encontrarse con una incomprensión o un desprecio tan absolutos de parte de aquellos a quienes ha venido a ayudar, que su carrera se hundirá. El tercero de los siguientes capítulos concluirá el estudio de estas posibilidades bajo seis subdivisiones: 1) “La negativa al regreso” o el mundo negado; 2) “La huida mágica”, o la fuga de Prometeo; 3) “El rescate del mundo exterior”; 4) “El cruce del umbral del regreso”, o la vuelta al mundo normal; 5) “La posesión de los dos mundos”; y 6) “Libertad para vivir”, la naturaleza y función de la gracia última.[42]

El complicado héroe del monomito es un personaje de cualidades extraordinarias. Frecuentemente es honrado por la sociedad a que pertenece, también con frecuencia es desconocido o despreciado. Él y el mundo, o él o el mundo, en el que se encuentra sufren de una deficiencia simbólica. En los cuentos de hadas esto puede ser un detalle tan nimio como la carencia de cierto anillo de oro, mientras que en la visión apocalíptica, la vida física y espiritual de toda la Tierra se representa como caída o a punto de caer en la ruina.

Típicamente, el héroe del cuento de hadas alcanza un triunfo doméstico y microscópico, mientras que el héroe del mito tiene un triunfo macroscópico, histórico-mundial. De allí que mientras el primero, que a veces es el niño menor o más despreciado, se adueña de poderes extraordinarios y prevalece sobre sus opresores personales, el segundo vuelve de su aventura con los medios para lograr la regeneración de su sociedad como un todo. Los héroes tribales o locales, como el emperador Huang Ti, Moisés o el azteca Tezcatlipoca entregan su dádiva a un solo pueblo; los héroes universales, como Mahoma, Jesús, Gautama Buddha, traen un mensaje para el mundo entero.

Ya sea el héroe ridículo o sublime, griego o bárbaro, gentil o judío, poco varía su jornada en lo esencial. Los cuentos populares representan la acción heroica como física; las religiones superiores dan sentido moral a las hazañas; sin embargo, es asombrosa la poca variedad que se encuentra en la morfología de la aventura, en los personajes que intervienen, en las batallas ganadas. Si uno u otro de los elementos básicos del arquetipo queda omitido de un cuento de hadas, leyenda, ritual o mito, se halla implícito de uno u otro modo. Y la omisión misma puede ser muy significativa para la historia y la patología del caso, como pronto veremos.

La parte segunda, “El ciclo cosmogónico”, muestra la gran creación y destrucción del mundo que se entrega como revelación al héroe triunfador. El capítulo I, Emanaciones, trata de la creación de las formas del universo a partir del vacío. El capítulo II, El nacimiento de virgen, es una revisión del papel creador y redentor de la fuerza femenina, primero en la escala cósmica, como la Madre del Universo, después en el plano humano, como la Madre del Héroe. El capítulo III, Transformaciones del héroe, sigue el curso de la historia legendaria de la raza humana a través de sus etapas típicas, con la aparición del héroe en diversas formas de acuerdo con las necesidades cambiantes de la raza. Y el capítulo IV, Disoluciones, habla del final previsto, primero para el héroe, y luego para el mundo visible.

El ciclo cosmogónico se presenta con asombroso paralelismo, en los escritos sagrados de todos los continentes,[43] y da a la aventura del héroe un giro nuevo e interesante, porque ahora aparece que la peligrosa jornada es una labor no de adquisición sino de readquisición, no de descubrimiento sino de redescubrimiento. Se revela que las fuerzas divinas buscadas y peligrosamente ganadas han estado siempre dentro del corazón del héroe. Él es “el hijo del rey”, que ha llegado a saber quién es; de aquí que haya entrado al ejercicio de su propia fuerza, “hijo de Dios”, que ha sido enseñado a apreciar cuánto significa ese título. Desde este punto de vista el héroe es el símbolo de esa divina imagen creadora y redentora que está escondida dentro de todos nosotros y sólo espera ser reconocida y restituida a la vida.

“Porque aquel que se ha convertido en muchos, permanece Uno solo indivisible, pero cada una de sus partes es toda de Cristo”, leemos en los escritos de San Simeón el joven (949-1022 d.C. “Lo vi en mi casa —sigue el santo—, entre todos los objetos diarios apareció Él inesperadamente, se unió y se confundió inefablemente conmigo; se unió a mí sin que hubiera cosa alguna entre nosotros, como el fuego al acero y la luz al cristal. Y Él me hizo como fuego y como luz. Y yo me convertí en aquello que había visto y contemplado desde lejos. No sé como relataros este milagro… Soy hombre por naturaleza y Dios por la gracia de Dios.”[44]

Una visión comparable a ésta se describe en el apócrifo Evangelio de Eva. “Estaba yo en un alto monte y vi un hombre gigante y otro raquítico. Y oí así como una voz de trueno. Me acerqué para escuchar y me habló diciendo: ‘Yo soy tú y tú eres yo; dondequiera que estés, allí estoy yo. En todas las cosas estoy desparramado y de cualquier sitio puedes recogerme, y, recogiéndome a mí, te recoges a ti mismo’.”[45]

Ambos, el héroe y su dios último, el que busca y el que es encontrado, se comprenden como el interior y el exterior de un solo misterio que se refleja a sí mismo como un espejo, idéntico al misterio del mundo visible. La gran proeza del héroe supremo es llegar al conocimiento de esta unidad en la multiplicidad y luego darla a conocer.