“Las familias felices son todas iguales; las que no lo son, tienen su propia manera de infelicidad.” Con estas ominosas palabras, el conde León Tolstoi inició la novela de la destrucción espiritual de su heroína moderna, Ana Karenina. Durante las siete décadas que han pasado desde que aquella perturbada esposa, madre y amante apasionadamente ciega se arrojó entre las ruedas del tren —terminando así con un acto simbólico de lo que ya había pasado en su alma, su tragedia de desorientación—, un ditirambo constante y tumultuoso de novelas, noticias periodísticas e ignorados gritos de angustia se han sucedido en honor al toro-demonio del laberinto: el aspecto destructivo, colérico y enloquecedor del mismo dios que, cuando muestra su bondad, es vivificador principio del mundo. La novela moderna, como la tragedia griega, celebra el misterio de la destrucción, que en el tiempo es la vida. El final feliz es satirizado justamente como una falsedad; porque el mundo tal como lo conocemos, tal como lo hemos visto, no lleva más que a un final: la muerte, la desintegración, el desmembramiento y la crucifixión de nuestro corazón con el olvido de las formas que hemos amado.
“Piedad es el sentimiento que paraliza el ánimo en presencia de todo lo que hay de grave y constante en los sufrimientos humanos y lo une con el ser paciente. Terror es el sentimiento que paraliza el ánimo en presencia de todo lo que hay de grave y constante en los sufrimientos humanos y lo une con la causa secreta.”[28] Como Gilbert Murray ha señalado en el prefacio a la traducción de Ingram Bywater de la Poética de Aristóteles,[29] la catarsis trágica (la “purificación” o “purgación” de las emociones del espectador de la tragedia a través de su experiencia de la compasión y el terror) corresponde a una catarsis ritual anterior (“la purificación de la comunidad de las corrupciones y venenos del año que acaba de terminar, de los viejos contagios de la muerte y del pecado”), lo cual era función de la comedia festiva y de misterio dedicados al desmembrado dios-toro, Dionisos. El espíritu meditativo se une, en el misterio de la obra de teatro, no con el cuerpo que en ella muere, sino con el principio de vida constante que lo albergó por un tiempo y que por ese tiempo era la realidad plasmada en una aparición (que corresponde al que sufre y a la causa secreta) en el substratum en el que nuestros yos se disuelven cuando “la tragedia que rompe el rostro del hombre”[30] ha partido, destrozado y disuelto nuestra estructura mortal.
Aparece, aparece, cualquiera que sea tu forma y tu nombre,
¡Oh, Toro de la Montaña, Serpiente de las Cien Cabezas, León de la Llama ardiente!
¡Oh Dios, Bestia, Misterio! ¡Ven![31]
Esta muerte de los contenidos lógico y emocional de nuestra importancia provisional en el mundo del espacio y del tiempo, este reconocimiento de la vida universal que nos hace despojarnos de nuestro interés en nosotros para ponerlo en ella, que vibra y celebra su victoria justamente en el beso de nuestra propia aniquilación, este amor fati, amor al destino que es inevitablemente la muerte, constituye la experiencia del arte trágico: de allí su júbilo, el éxtasis redentor:
Mis días han pasado, yo, el sirviente,
el iniciado en el rito de Zeus;
Donde vaga el Zagreo de media noche, vago yo;
He soportado su grito como el trueno;
He cumplido sus rojos y sangrantes festejos;
He sostenido la llama de la Gran Madre Montaña;
Estoy libertado y nombrado por nombre
El Baco de los Sacerdotes envueltos en mallas.[32]
La literatura moderna se ha dedicado en gran parte a hacer una observación valerosa y exacta de las figuras enfermizas y rotas que pululan ante nosotros, a nuestro alrededor y en nuestro interior, donde se ha reprimido el impulso natural de protestar en contra del holocausto, de proclamar las culpas o anunciar las panaceas, ha encontrado realización la magnificencia de un arte trágico más potente para nosotros que el arte griego: la tragedia realista, íntima e interesante desde varios aspectos, de la democracia, donde se muestra al dios crucificado con su cara lacerada y rota en las catástrofes no sólo de las grandes casas sino de los hogares más comunes. Y no hay ninguna creencia hecha sobre el cielo, la futura felicidad y la compensación para sobrellevar la majestad amarga, sino la oscuridad más absoluta, el vacío de la insatisfacción, que reciben y se comen las vidas que han sido expulsadas del vientre sólo para fracasar.
En comparación con todo esto, las historias breves de las realizaciones que hemos logrado parecen lastimosas. Demasiado bien sabemos cuánta amargura de fracaso, de pérdida, de desilusión y de insatisfacción irónica circula en la sangre hasta de los seres más envidiados del mundo. De aquí que no estemos dispuestos a asignar a la comedia el alto rango de la tragedia. La comedia como sátira es aceptable, como diversión es un agradable medio de escape, pero el cuento de hadas de la felicidad ya no puede ser tomado seriamente en cuenta; pertenece a la “tierra del nunca jamás” de la infancia, protegida de las realidades que bien pronto serán conocidas en forma terrible; así como el mito del cielo eterno sólo tiene vigencia para los viejos, cuyas vidas están detrás de ellos y cuyos corazones tienen que ser preparados para pasar el último portal del tránsito a la noche; pero ese serio juicio occidental moderno está fundado en un malentendido total de las realidades representadas en el cuento de hadas, en el mito y en las comedias divinas de la redención. Éstas, en el mundo antiguo, se consideraban de más alto rango que la tragedia, de verdad más profunda, de realización más difícil, de estructura más sólida y de revelación más completa.
El final feliz del cuento de hadas, del mito y de la divina comedia del alma deben leerse no como una contradicción, sino como la trascendencia de la tragedia universal del hombre. El mundo objetivo sigue siendo lo que era, pero como el énfasis ha cambiado dentro del sujeto, se nos muestra transformado. Donde antes contendían la vida y la muerte se manifiesta ahora un ser perdurable, tan indiferente a los accidentes del tiempo como el agua que hierve en un recipiente lo es al destino de una burbuja, o como lo es el cosmos a la aparición y desaparición de una galaxia de estrellas. La tragedia es el rompimiento de las formas y de nuestra unión con ellas; la comedia es el júbilo bárbaro, descuidado e inagotable de la vida invencible. Así las dos son términos de un solo tema mitológico y de la experiencia que las incluye y en la cual se unen: el camino hacia abajo y el camino hacia arriba (káthodos y ánodos) que juntos constituyen la totalidad de la revelación que es la vida y que el individuo debe conocer y amar si ha de sufrir la purgación (kátharsis-purgatorio) del contagio del pecado (desobediencia a la voluntad divina) y de la muerte (identificación con la forma mortal).
“Todas las cosas cambian; nada muere. El espíritu ambula de aquí para allá, y ocupa el marco que le place… Porque aquello que una vez existió ya no es, y lo que no era ha llegado a ser. Así, el enorme círculo de movimiento ha girado una vez más.”[33] “Sólo de los cuerpos en los cuales habita este yo eterno, imperecedero e incomprensible, se dice que tienen un fin.”[34]
Es asunto propio de la mitología y de los cuentos de hadas revelar los peligros específicos y las técnicas del oscuro camino interior que va de la tragedia a la comedia. Por ello los incidentes son fantásticos, “irreales”: representan triunfos psicológicos, no físicos. Aun cuando la leyenda trate de un personaje histórico, los hechos de su victoria se manifiestan, no en forma acorde con la realidad de la vida, sino en visiones como las de los sueños; porque no se trata de que tal y tal hazaña se hayan realizado en la Tierra; se trata de que antes de que dicha hazaña se haya verificado en la Tierra, hay otra cosa primaria y de mayor importancia que ha tenido que pasar por el laberinto que todos conocemos y visitamos en sueños. La travesía del héroe mitológico puede ser, incidentalmente, concreta, pero fundamentalmente es interior, en profundidades donde se vencen oscuras resistencias, donde reviven fuerzas olvidadas y perdidas por largo tiempo que se preparan para la transfiguración del mundo. Cuando esta hazaña se realiza, la vida ya no sufre desesperadamente bajo las terribles mutilaciones del desastre ubicuo, agravado por el tiempo, terrible a través del espacio; sino que, todavía visible en su horror, con gritos de angustia todavía tumultuosos, queda penetrada con el conocimiento de un amor que todo lo invade y todo lo alimenta y con el conocimiento también de su propia fuerza inconquistada. Los reflejos de la luz que arde invisible dentro de los abismos de su materia normalmente opaca, avanzan con un estruendo creciente. Las terribles mutilaciones son vistas entonces sólo como sombras de una inmanente e imperecedera eternidad; el tiempo cede su lugar a la gloria y el mundo canta con la voz de sirena de las esferas, voz prodigiosa, angélica, pero tal vez finalmente monótona. Como las familias felices, los mitos y los mundos redimidos son todos iguales.