1. EL MITO Y EL SUEÑO

Sea que escuchemos con divertida indiferencia el sortilegio fantástico de un médico brujo de ojos enrojecidos del Congo, o que leamos con refinado embeleso las pálidas traducciones de las estrofas del místico Lao-Tse, o que tratemos de romper, una y otra vez, la dura cáscara de un argumento de Santo Tomás, o que captemos repentinamente el brillante significado de un extraño cuento de hadas esquimal, encontraremos siempre la misma historia de forma variable y sin embargo maravillosamente constante, junto con una incitante y persistente sugestión de que nos queda por experimentar algo más que lo que podrá ser nunca sabido o contado.

En todo el mundo habitado, en todos los tiempos y en todas las circunstancias, han florecido los mitos del hombre; han sido la inspiración viva de todo lo que haya podido surgir de las actividades del cuerpo y de la mente humanos. No sería exagerado decir que el mito es la entrada secreta, por la cual las inagotables energías del cosmos se vierten sobre las manifestaciones culturales humanas. Las religiones, las filosofías, las artes, las formas sociales del hombre primitivo e histórico, los primeros descubrimientos, científicos y tecnológicos, las propias visiones que atormentan el sueño, emanan del fundamental anillo mágico del mito.

Lo asombroso es que la eficacia característica que conmueve e inspira los centros creadores profundos reside en el más sencillo cuento infantil, como el sabor del océano está contenido en una gota y todo el misterio de la vida en el huevo de una pulga. Porque los símbolos de la mitología no son fabricados, no pueden encargarse, inventarse o suprimirse permanentemente. Son productos espontáneos de la psique y cada uno lleva dentro de sí mismo, intacta, la fuerza germinal de su fuente.

¿Cuál es el secreto de la visión eterna? ¿De qué profundidades de la mente se deriva? ¿Por qué la mitología es la misma en todas partes, por debajo dejas diferencias de vestidura? ¿Qué nos enseña?

Actualmente muchas ciencias contribuyen al análisis de este enigma. Los arqueólogos exploran las ruinas de Iraq, Honán, Creta y Yucatán. Los etnólogos interrogan a los ostiacos del río Obi y a los bubis de Fernando Poo. Una generación de orientalistas ha abierto para nosotros recientemente los escritos sagrados del Oriente, y también las fuentes prehebreas de nuestra Sagrada Escritura. Mientras tanto, otra multitud de eruditos, continuando investigaciones iniciadas el siglo pasado en el campo de la psicología de los pueblos, trata de establecer las bases psicológicas del lenguaje, del mito, de la religión, del desarrollo artístico y de los códigos morales.

Sin embargo, lo más extraordinario de todo son las revelaciones que han surgido de las clínicas para enfermedades mentales. Los escritos atrevidos, y que verdaderamente marcan una época de los psicoanalistas, son indispensables para el estudioso de la mitología; porque, piénsese lo que se piense de las detalladas y a veces contradictorias interpretaciones de casos y problemas específicos, Freud, Jung y sus seguidores han demostrado irrefutablemente que la lógica, los héroes y las hazañas del mito sobreviven en los tiempos modernos. Como se carece de una mitología general efectiva, cada uno de nosotros tiene su panteón de sueños, privado, inadvertido, rudimentario pero que obra en secreto. La última encarnación de Edipo, el continuado idilio de la Bella y la Bestia, estaban esta tarde en la esquina de la Calle 42 con la Quinta Avenida, esperando que cambiaran las luces del tránsito.

“Soñé —escribió un joven norteamericano al autor de una publicación periodística asociada—, que estaba reparando nuestro tejado. De pronto oí la voz de mi padre que me llamaba desde abajo. Me volví repentinamente para oírlo mejor, y al hacerlo, el martillo se me cayó de las manos, resbaló por el tejado en declive y desapareció por el borde. Oí un golpe fuerte, como el de un cuerpo que cae.

Terriblemente asustado, bajé por la escalera. En el suelo estaba mi padre muerto, con la cabeza ensangrentada. Desesperado, sollozante, empecé a llamar a mi madre. Ella salió de la casa y me abrazó. ‘No te preocupes, hijo, fue un accidente, tú cuidarás de mí ahora que él no existe’. Cuando me besaba, desperté.

Soy el hijo mayor de nuestra familia y tengo veintitrés años. He estado separado de mi esposa desde hace un año; no pudimos vivir juntos. Quiero mucho a mis padres y nunca he tenido dificultades con mi padre, pero él insiste en que vuelva a vivir con mi esposa y yo no podría ser feliz con ella. Y nunca lo seré.”[1]

Este marido fracasado revela, con una inocencia verdaderamente maravillosa, que en vez de empujar sus energías espirituales hacia el amor y hacia los problemas de su matrimonio, se ha quedado inactivo en los secretos rincones de su imaginación, con la ahora ridículamente anacrónica situación dramática de su primera y única complicación emocional, la del triángulo tragicómico de la primera infancia: el hijo contra el padre por el amor de la madre. Al parecer, la más permanente de las disposiciones de la mente humana es la que se deriva de que, de todos los animales, somos los que nos alimentamos durante más tiempo del pecho materno. Los seres humanos nacen demasiado pronto; están incapacitados para enfrentarse con el mundo. En consecuencia, su única defensa frente a un universo de peligros es la madre, bajo cuya protección se prolonga el período intrauterino.[2] De aquí que el niño dependiente y su madre constituyan meses después de la catástrofe del parto una unidad dual, no sólo física sino también psicológicamente.[3] Cualquier ausencia prolongada de la madre causa tensión en el niño, e impulsos agresivos correspondientes; también cuando la madre se ve obligada a oponerse al niño provoca respuestas agresivas. De esta manera, el primer objeto de la hostilidad del niño es idéntico al primer objeto de su amor, y su primer ideal (que a partir de entonces permanece como la base inconsciente de todas las imágenes de felicidad, belleza, verdad y perfección) es el de la unidad dual de la Virgen y el Niño.[4]

El infortunado padre es la primera intrusión radical de otro orden de realidad en la beatitud de este restablecimiento terreno de la excelencia de la situación dentro del vientre; la primera impresión que se tiene de él, por lo tanto, es de enemigo. A él se trasfiere la carga de agresión que estaba originalmente ligada a la madre “mala” o ausente, mientras que el deseo ligado de la madre “buena”, presente, nutricia y protectora lo conserva (normalmente) ella misma. Esta fatal distribución infantil de los impulsos de muerte (thánatos: destruido) y de amor (eros: libido), es la base del ahora célebre complejo de Edipo, que Sigmund Freud señaló hace alrededor de cincuenta años como la gran causa de nuestro fracaso como adultos en cuanto a comportarnos como seres racionales. Como dice el Dr. Freud: “El rey Edipo, que ha matado a su padre y tomado a su madre en matrimonio, no es sino la realización de nuestros deseos infantiles. Pero, más dichosos que él, nos ha sido posible, en épocas posteriores a la infancia, y en tanto en cuanto no hemos contraído una psiconeurosis, desviar de nuestra madre nuestros impulsos sexuales y olvidar los celos que el padre nos inspiró.”[5] Y añade: “Todas las perturbaciones morbosas de la vida sexual pueden considerarse justificadamente como inhibiciones del desarrollo.”[6]

…Y no te asuste

lo de las bodas de tu madre: de otros

lo mismo cuentan, sí, también… en sueños…

Quien de esas vaciedades más se ríe

mejor la entiende y pasa más tranquilo.[7]

La lamentable perplejidad de la esposa de un hombre cuyos sentimientos en vez de madurar permanecieron encerrados en el amor de la primera infancia puede juzgarse por el aparente absurdo de otro sueño moderno; y es aquí donde comenzamos a sentir que entramos al reino del antiguo mito, pero con un giro curioso.

“Soñé —escribió una mujer preocupada—, que un caballo blanco me seguía por donde iba. Yo le tenía miedo y trataba de apartarlo. Me volví para ver si todavía me seguía y pareció haberse convertido en un hombre. Le dije que entrara a una peluquería para que le cortaran la melena y él lo hizo. Cuando salió se veía como un hombre, pero tenía cascos y cara de caballo y me seguía por donde yo iba. Se me acercó más y yo desperté.

Soy una mujer casada, de treinta y cinco años, con dos hijos. He estado casada durante catorce años y tengo la seguridad de que mi marido me es fiel.”[8]

El inconsciente manda a la mente toda clase de brumas, seres extraños, terrores e imágenes engañosas, ya sea en sueños, a la luz del día o de la locura, porque el reino de los humanos oculta, bajo el suelo del pequeño compartimiento relativamente claro que llamamos conciencia, insospechadas cuevas de Aladino. No hay en ellas solamente joyas, sino peligrosos genios: fuerzas psicológicas inconvenientes o reprimidas que no hemos pensado o que no nos hemos atrevido a integrar a nuestras vidas, y que pueden permanecer imperceptibles. Pero por otra parte, una palabra casual, el olor de un paisaje, el sabor de una taza de té o la mirada de un ojo pueden tocar un resorte mágico y entonces empiezan a aparecer en la conciencia mensajeros peligrosos. Son peligrosos porque amenazan la estructura de seguridad que hemos construido para nosotros y nuestras familias. Pero también son diabólicamente fascinantes porque llevan las llaves que abren el reino entero de la aventura deseada y temida del descubrimiento del yo. La destrucción del mundo que nos hemos construido y en el que vivimos, y de nosotros con él; pero después una maravillosa reconstrucción de la vida humana, más limpia, más atrevida, más espaciosa y plena… ésa es la tentación, la promesa y el terror de esos perturbadores visitantes nocturnos del reino mitológico que llevamos adentro.

El psicoanálisis, la ciencia moderna que lee los sueños, nos ha enseñado a atender a estas imágenes insustanciales. También ha encontrado la manera de permitirles realizar su obra, o sea, deja que las peligrosas crisis del desarrollo del yo pasen bajo el ojo protector de un iniciado en la ciencia y en el lenguaje de los sueños, quien representa el papel y el personaje del mistagogo o guía de almas, el médico de los primitivos santuarios selváticos dedicados a la prueba y la iniciación. El médico es el maestro moderno del reino mitológico, el conocedor de todos los secretos caminos y de las palabras que invocan a las potencias. Su papel es precisamente el del sabio viejo de los mitos y de los cuentos de hadas, cuyas palabras servían de clave para el héroe a través de los enigmas y terrores de la aventura sobrenatural. Él es quien aparece y señala la brillante espada mágica que ha de matar al dragón, quien habla de la novia que espera y del castillo donde están los tesoros, el que aplica el bálsamo curativo a las más mortales heridas y finalmente despide al conquistador, de regreso al mundo de la vida normal, después de la gran aventura en la noche encantada.

Cuando volvemos, con esta imagen en la mente, a considerar los numerosos rituales extraños que se informa tuvieron lugar en las tribus primitivas y en las grandes civilizaciones del pasado, resulta claro que su finalidad y su efecto real era conducir a los pueblos a través de los difíciles umbrales de las transformaciones que demandan un cambio de normas no sólo de la vida consciente sino de la inconsciente. Los llamados ritos de “iniciación”, que ocupan un lugar tan prominente en la vida de las sociedades primitivas (ceremoniales de nacimiento, nombre, pubertad, matrimonio, entierro, etc.), se distinguen por ser ejercicios de separación formales y usualmente severos, donde la mente corta en forma radical con las actitudes, ligas y normas de vida del estado que se ha dejado atrás.[9] Después sigue un intervalo de retiro más o menos prolongado, durante el cual se llevan a cabo rituales con la finalidad de introducir al que pasa por la aventura de la vida a las formas y sentimientos propios de su nuevo estado, de manera que cuando, finalmente, se le considera maduro para volver al mundo normal, el iniciado ha de encontrarse en un estado similar al de recién nacido.[10]

Muy asombroso es el hecho de que un gran número de las imágenes y ceremonias rituales correspondan a las que aparecen automáticamente en el sueño desde el momento en que el paciente psicoanalizado comienza a abandonar sus ideas fijas de la niñez y a avanzar en el futuro. Entre los aborígenes de Australia, por ejemplo, uno de los rasgos principales de la prueba de iniciación es el rito de la circuncisión por medio del cual el muchacho en la pubertad es separado de la madre y llevado a la sociedad y la ciencia secreta de los hombres. “Cuando un muchacho de la tribu murngin va a ser circuncidado, sus padres y los viejos le dicen: ‘El Gran Padre Serpiente huele tu prepucio y lo pide.’ Los muchachos creen que esto es literalmente cierto, y se aterrorizan en extremo. Usualmente se refugian en su madre, en la madre de su madre o en algún otro pariente femenino favorito, porque saben que los hombres están organizados para llevarlo al terreno de los hombres, donde la gran serpiente brama. Las mujeres se lamentan en alta voz junto a los muchachos durante la ceremonia; esto es para que la gran serpiente no se los trague.”[11] Ahora observamos su contraparte desde el inconsciente. “En un sueño —escribe el Dr. C. G. Jung—, un paciente encontró la siguiente escena: Una serpiente saltó de una cueva húmeda y mordió al paciente en la región genital. Este sueño tuvo lugar en el instante en que el paciente se convenció de la verdad del análisis y comenzó a liberarse de las ataduras de su complejo materno.”[12]

Siempre ha sido función primaria de la mitología y del rito suplir los símbolos que hacen avanzar el espíritu humano, a fin de contrarrestar aquellas otras fantasías humanas constantes que tienden a atarlo al pasado. De hecho, el porcentaje tan alto de neuróticos entre nosotros se debe a que nos negamos a recibir esa efectiva ayuda espiritual. Permanecemos aferrados a las imágenes no conjuradas de nuestra infancia y por ello poco dispuestos a pasar las etapas necesarias de nuestra edad adulta. En los Estados Unidos hay inclusive un pathos de énfasis invertido: la finalidad es no envejecer sino permanecer joven; no madurar lejos de la Madre, sino aferrarse a ella. De manera que mientras los maridos adoran las reliquias de su infancia, siendo los abogados, los comerciantes o las mentes privilegiadas que sus padres quisieron que fueran, sus esposas, aún después de catorce años de casados y con dos hermosos niños ya crecidos, andan en busca del amor, que puede venir a ellas sólo de los centauros, de los silenos, de los sátiros y otros íncubos concupiscentes de la calaña de Pan, ya sea como en el segundo de los sueños mencionados, o como en nuestros populares templos de la diosa del amor, rociados de vainilla, en las caracterizaciones de los últimos héroes de la pantalla. El psicoanalista tiene que llegar, finalmente, a reafirmar la probada sabiduría de los viejos, las enseñanzas predictivas de los médicos danzantes enmascarados y los médicos brujos circuncidadores; y encontramos, como en el sueño de la mordedura de serpiente, que el simbolismo eterno de la iniciación se produce espontáneamente en el momento en que el paciente se libera. Evidentemente, hay algo en estas imágenes iniciadoras tan necesario a la psique, que si no se las suple desde afuera, a través del mito y del ritual, tendrá que anunciarse de nuevo, por medio del sueño, desde adentro; de otro modo nuestras energías permanecerán encerradas en un cuarto de juguete banal y anacrónico, como en el fondo del mar.

Sigmund Freud subraya en sus escritos los diferentes pasos y dificultades de la primera mitad del ciclo de la vida humana, los de la infancia y de la adolescencia, cuando nuestro sol se eleva hacia su cénit. C. G. Jung, en cambio, enfatiza las crisis de la segunda parte, cuando, para poder avanzar, la esfera brillante debe someterse a su descanso y desaparecer, al fin, en el vientre nocturno de la tumba. Los símbolos normales de nuestros deseos y temores se han convertido en sus opuestos en este crepúsculo de la biografía; porque el reto ya no viene de la vida sino de la muerte. Lo que es difícil de abandonar, entonces, no es el vientre sino el falo, a menos que el cansancio de la vida se haya apoderado del corazón y como anteriormente se atendió al atractivo del amor, se atienda ahora a la llamada de la muerte que promete la paz. Es un círculo completo, de la tumba del vientre al vientre de la tumba; una enigmática y ambigua incursión en un mundo de materia sólida que pronto se deshace entre nuestros dedos, como la sustancia de un sueño. Y al volverse a mirar a lo que había prometido ser nuestra aventura única, peligrosa, imposible de predecir, sólo encontramos que el final es una serie de metamorfosis iguales por las que han pasado hombres y mujeres en todas las partes del mundo, en todos los siglos, de todos los siglos de que se guarda memoria y bajo todos los variados y extraños disfraces de la civilización.

Se cuenta, por ejemplo, la historia del gran Minos, rey de la isla de Creta en el período de su supremacía comercial, que contrató al celebrado arquitecto Dédalo para que inventara y construyera un laberinto con el objeto de esconder en él algo de lo cual el palacio estaba al tiempo avergonzado y temeroso. Porque en la historia figura un monstruo, nacido a Pasifae, la reina. Se dice que el rey Minos estaba dedicado a atender batallas importantes para proteger las rutas comerciales; mientras tanto, Pasifae había sido seducida por un toro magnífico, blanco como la nieve y nacido del mar. Lo cual no era en realidad sino lo que la madre de Minos había permitido que le sucediera a ella: la madre de Minos era Europa y es bien sabido que fue un toro quien la llevó a Creta. El toro había sido el dios Zeus y el privilegiado hijo de aquella unión era el mismo Minos, ahora respetado por todos y servido con veneración. ¿Cómo iba a saber Pasifae que el fruto de su propia indiscreción sería un monstruo, este hijo con cuerpo humano pero con cabeza y rabo de toro?

La sociedad culpó gravemente a la reina, pero el rey tenía conciencia de que parte de la culpa era suya. El toro en cuestión había sido enviado hacía tiempo por el dios Poseidón, cuando Minos contendía con sus hermanos por el trono. Minos había sostenido que el trono era suyo por derecho divino y había pedido al dios que mandara un toro del mar, como señal, y había sellado la plegaria con el juramento de sacrificar al animal inmediatamente, como ofrenda y símbolo de servidumbre. El toro apareció y Minos subió al trono; pero cuando pudo apreciar la majestad de la bestia que se le había enviado, pensó en las ventajas que le traería el ser dueño de tal ejemplar y decidió arriesgar una sustitución mercantil, que supuso que el dios no tomaría en cuenta. Por lo tanto, ofrendó en el altar de Poseidón el mejor toro blanco que poseía y agregó el otro a su ganado.

El imperio cretense había prosperado grandemente bajo el sensato gobierno de este celebrado legislador y modelo de virtudes públicas. Cnosos, la capital, se convirtió en el centro espléndido y elegante de la más importante fuerza comercial del mundo civilizado. Las flotas cretenses iban a todas las islas y los puertos del Mediterráneo; las mercancías de Creta eran alabadas en Babilonia y en Egipto. Los pequeños y atrevidos barcos también atravesaban las columnas de Hércules hacia el mar abierto e iban costeando hacia el norte para traer el oro de Irlanda y el estaño de Cornwall,[13] y también hacia el sur, rodeando el saliente del Senegal, hacia la remota Yoruba y los distantes mercados de marfil, oro y esclavos.[14]

Pero en palacio, la reina había sido inspirada por Poseidón con una irrefrenable pasión por el toro y había logrado que el artista de su esposo, el incomparable Dédalo, le construyera una vaca de madera que engañara al toro, en el cual se ocultó de buena gana y el toro fue engañado, La reina dio a luz un monstruo, el cual, al paso del tiempo, empezó a convertirse en un peligro. Y Dédalo fue llamado de nuevo, esta vez por el rey, para que construyera la tremenda cárcel del laberinto, con pasajes ciegos, con el objeto de esconder aquella cosa. Tan perfecta fue la invención que Dédalo mismo, cuando la hubo terminado, difícilmente pudo regresar a la entrada. Allí se encerró al Minotauro y desde entonces fue alimentado con mancebos y doncellas vivos, arrebatados como tributo a las naciones conquistadas por el dominio cretense.[15]

De acuerdo con la antigua leyenda, la falta original no fue de la reina sino del rey, y él no pudo culparla, porque recordaba lo que había hecho. Había convertido un asunto público en un negocio personal, sin tener en cuenta que el sentido de su investidura como rey implicaba que ya no era meramente una persona privada. La devolución del toro debería haber simbolizado su absoluta sumisión a las funciones de su dignidad. El haberlo retenido significaba, en cambio, un impulso de engrandecimiento egocéntrico. Así el rey elegido “por la gracia de Dios”, se convirtió en un peligroso tirano acaparador. Así como los ritos tradicionales de iniciación enseñaban al individuo a morir para el pasado y renacer para el futuro, los grandes ceremoniales de la investidura lo desposeían de su carácter privado y lo investían con el manto de su vocación. Ese era el ideal, ya se tratara de un artesano o de un rey.

Por el sacrilegio de haber rehusado el rito, el individuo se separaba como unidad de la unidad mayor de la comunidad entera; el Uno se disgregaba en los muchos y éstos se combatían los unos a los otros, luchando cada uno por sí mismo, y podían ser gobernados sólo por la fuerza.

La figura del Monstruo-Tirano es conocida en las mitologías, en las tradiciones populares, en las leyendas y hasta en las pesadillas, en todo el mundo, y sus características son esencialmente las mismas. Él es el avaro que atesora los beneficios generales. Es el monstruo ávido de los voraces derechos del “yo y lo mío”. Los estragos por él provocados están descritos en la mitología y en el cuento de hadas y son de universales consecuencias dentro de sus dominios. Éstos pueden reducirse a su habitación, a su psique torturada, a las vidas que contamina con el toque de su amistad y de su ayuda o puede alcanzar a toda su civilización. El ego desproporcionado del tirano es una maldición para sí mismo y para su mundo aunque sus asuntos aparenten prosperidad. Aterrorizado por sí mismo, perseguido por el temor, desconfiado de las manos que se le tienden y luchando contra las agresiones anticipadas de su medio, que son en principio los reflejos de los impulsos incontrolables de adquisición que se albergan en él, el gigante de independencia adquirida por sí mismo es el mensajero mundial del desastre, aún en el caso de que en su mente alienten intenciones humanas. Donde pone la mano surge un grito, sino desde los techos de las casas, sí, más amargamente, dentro de cada corazón; un grito por el héroe redentor, el que lleva la brillante espada, cuyo golpe, cuyo toque, cuya existencia libertará la tierra.

No se puede estar de pie, ni tenderse, ni sentarse

Ni siquiera hay silencio en las montañas

Sino secos truenos estériles sin lluvia

Ni siquiera hay soledad en las montañas

Sino hoscos rostros enrojecidos que desprecian y regañan

En las puertas de casas de barro agrietado.[16]

El héroe es el hombre de la sumisión alcanzada por sí mismo. Pero sumisión ¿a qué? Ése es precisamente el enigma que tenemos que proponernos y que constituye en todas partes la virtud primaria y la hazaña histórica que el héroe realizó. El Profesor Arnold J. Toynbee indica en su estudio en seis volúmenes sobre las leyes del surgimiento y la desintegración de las civilizaciones,[17] que los cismas en el alma y los cismas en el cuerpo social no han de resolverse con programas de retorno a los días pasados (arcaísmo), o por medio de programas que garanticen un futuro idealmente proyectado (futurismo) ni tampoco por el trabajo tenaz y realista de encadenar todos los elementos destructivos. Sólo el nacimiento puede conquistar la muerte, el nacimiento, no de algo viejo, sino de algo nuevo. Dentro del alma, dentro del cuerpo social, si nuestro destino es experimentar una larga supervivencia, debe haber una continua recurrencia del “nacimiento” (palingenesia) para nulificar las inevitables recurrencias de la muerte. Porque por medio de nuestras victorias, si no sufrimos una regeneración, el trabajo de Némesis se lleva a cabo: la perdición nace del mismo huevo que nuestra virtud. Así resulta que la paz es una trampa, la guerra es una trampa, el cambio es una trampa, la permanencia es una trampa. Cuando llegue nuestro día por la victoria de la muerte, la muerte cerrará el círculo; nada podemos hacer, con excepción de ser crucificados y resucitar; ser totalmente desmembrados y luego vueltos a nacer.

Teseo, el héroe que mató al Minotauro, vino a Creta de fuera como símbolo y brazo de la creciente civilización de los griegos. Era lo nuevo y lo vivo. Pero también es posible buscar el principio de regeneración y encontrarlo dentro de los muros mismos del imperio del tirano. El profesor Toynbee usa los términos de “separación” y “transfiguración” para describir la crisis por medio de la cual se alcanza la más alta dimensión espiritual, que hace posible reanudar el trabajo de creación. El primer paso, separación o retirada, consiste en una radical trasferencia de énfasis del mundo externo al interno, del macro al microcosmos, un retirarse de las desesperaciones de la tierra perdida a la paz del reino eterno que existe en nuestro interior. Pero este reino, como lo conocemos por el psicoanálisis, es precisamente el inconsciente infantil. Es el reino que penetramos en los sueños. Lo llevamos dentro de nosotros eternamente. Todos los ogros y los ayudantes secretos de nuestra primera infancia están allí, toda la magia de la niñez. Y lo que es más importante, todas las potencialidades vitales que nunca pudimos traer a la realización de adultos; esas otras porciones de nuestro ser están allí; porque esas semillas de oro no mueren. Si sólo una porción de esa totalidad perdida pudiera ser sacada a la luz del día, experimentaríamos una maravillosa expansión de nuestras fuerzas, una vívida renovación de la vida, alcanzaríamos la estatura de la torre.

Es más, si pudiéramos sacar algo olvidado no sólo por nosotros mismos sino por toda nuestra generación o por toda nuestra civilización, traeríamos muchos dones, nos convertiríamos en los héroes del día de la cultura, en personajes de importancia no sólo local sino histórico-mundial. En una palabra, la primera misión del héroe es retirarse de la escena del mundo de los efectos secundarios, a aquellas zonas causales de la psique que es donde residen las verdaderas dificultades, y allí aclarar dichas dificultades, borrarlas según cada caso particular (o sea, presentar combate a los demonios infantiles de cada cultura, local) y llegar hacia la experiencia y la asimilación no distorsionada de las que C. G. Jung ha llamado “imágenes arquetípicas”.[18] Éste es el proceso conocido en la filosofía hindú y budista como viveka, “discriminación”.

Los arquetipos que han de ser descubiertos y asimilados son precisamente aquellos que han inspirado, a través de los anales de la cultura humana, las imágenes básicas del ritual, de la mitología y de la visión. Estos “seres eternos del sueño”[19] no deben ser confundidos con las figuras simbólicas personalmente modificadas que aparecen en las pesadillas y en la locura del individuo todavía atormentado… El sueño es el mito personalizado, el mito es el sueño despersonalizado; tanto el mito como el sueño son simbólicos del mismo modo general que la dinámica de la psique. Pero en el sueño las formas son distorsionadas por las dificultades peculiares al que sueña, mientras que en el mito los problemas y las soluciones mostrados son directamente válidos para toda la humanidad.

El héroe, por lo tanto, es el hombre o la mujer que ha sido capaz de combatir y triunfar sobre sus limitaciones históricas personales y locales y ha alcanzado las formas humanas generales, válidas y normales. De esta manera las visiones, las ideas y las inspiraciones surgen prístinas de las fuentes primarias de la vida y del pensamiento humano. De aquí su elocuencia, no de la sociedad y de la psique presentes y en estado de desintegración, sino de la fuente inagotable a través de la cual la sociedad ha de renacer. El héroe ha muerto en cuanto a hombre moderno; pero como hombre eterno —perfecto, no específico, universal— ha vuelto a nacer. Su segunda tarea y hazaña formal ha de ser (como Toynbee declara y como todas las mitologías de la humanidad indican) volver a nosotros, transfigurado y enseñar las lecciones que ha aprendido sobre la renovación de la vida.[20]

“Caminaba sola por los confines de una gran ciudad, por calles destruidas y enlodadas, con oscuras casitas a los lados —escribe una mujer moderna, al describir un sueño que ha tenido—. No sabía dónde estaba, pero me gustaba explorar; escogí una calle que estaba terriblemente lodosa y conducía a lo que debe de haber sido una alcantarilla abierta. Seguí adelante entre las hileras de casuchas y entonces descubrí un pequeño río que corría entre donde yo estaba y un lugar alto y firme donde había una calle pavimentada. Éste era un río hermoso y perfectamente claro, que corría sobre el césped. Podía ver la hierba moverse bajo el agua. No había manera de cruzarlo, por eso fui a una casita y pedí un bote. Un hombre me dijo que me ayudaría a cruzar. Sacó una cajita de madera que puso en la orilla del río y yo vi en seguida que por medio de esta caja podía brincar fácilmente al otro lado. Supe que el peligro había pasado y quise recompensar generosamente al hombre que me auxilió.

Cuando pienso en este sueño, tengo la sensación de que no era necesario escoger el camino que yo tomé, sino que pude haber hecho una cómoda caminata por calles pavimentadas. Había querido ir por aquella parte destruida y lodosa porque prefería la aventura, y habiendo comenzado tenía que seguir adelante… Cuando pienso con cuánta persistencia tenía que seguir adelante en el sueño me parece que debo de haber sabido que había algo bueno al final, como aquel río lleno de hierba y la calle alta segura y pavimentada que estaba detrás. Pensándolo en esos términos es como la determinación de nacer —o mejor dicho, de nacer de nuevo— en una especie de sentido espiritual. Tal vez algunos de nosotros tienen que atravesar caminos oscuros y desviados antes de poder encontrar el río de la paz o el camino alto al destino del alma.”[21]

La persona que tuvo ese sueño es una distinguida artista de ópera, y como todos los que han elegido, no los caminos seguros y ya experimentados del día, sino la aventura de la llamada especial y apenas audible que viene a aquellos cuyos oídos están abiertos tanto hacia adentro como hacia afuera, tuvo que hacer su camino sola, atravesar dificultades poco comunes, “por calles destruidas y lodosas”, conoció la negra noche del alma, “la selva oscura en medio de la jornada de nuestra vida”, de Dante, y las amarguras del fondo del infierno:

Por mí se va a la ciudad del llanto;

Por mí se va al eterno dolor;

Por mí se va hacia la raza condenada.[22]

Lo más notorio de este sueño es que reproduce al detalle el dibujo básico de la fórmula mitológica universal en el camino del héroe. Esos motivos de hondo significado de los peligros, de los obstáculos y de la buena fortuna en el camino, los encontraremos implícitos en las siguientes páginas en cien formas diferentes. Primero, el paso sobre la alcantarilla abierta,[23] luego el del río perfectamente claro corriente sobre el césped,[24] la aparición de una persona bien dispuesta que le ayuda en el momento crítico,[25] y finalmente el suelo alto y firme detrás de la última corriente, (el Paraíso Terrenal, la ribera del Jordán):[26] éstos son los temas eternamente repetidos de la maravillosa canción de la elevada aventura del alma. Y todo aquel que se ha atrevido a escuchar y a seguir la llamada secreta ha conocido las asechanzas del tránsito peligroso y solitario:

El agudo filo de una navaja, difícil de atravesar,

Un difícil camino es éste… ¡lo dicen los poetas! [27]

La autora del sueño es ayudada a pasar el agua por el don de una pequeña caja de madera, que toma el lugar dentro del sueño del esquife o del puente, formas más usuales. Éste es el símbolo de sus propios talentos y virtudes especiales, los cuales la han llevado a través de las aguas del mundo. Esta persona no nos ha dado ninguna lista de sus asociaciones, de manera que no sabemos qué contenido especial hubiera podido revelar la caja; pero ciertamente corresponde a una variedad de la caja de Pandora —ese divino don de los dioses a la mujer hermosa, lleno con las semillas de todos los problemas y de las bendiciones de la existencia, pero también provista de la virtud sustentante, la esperanza—. Con su ayuda, la autora del sueño cruza a la otra orilla. Y por un milagro parecido, así sucederá con aquellos cuyo trabajo es el difícil y peligroso oficio del descubrimiento de sí mismo y de su desenvolvimiento, pues han de atravesar el océano de la vida.

Una multitud de hombres y mujeres escogen el camino menos aventurado de las rutinas cívicas y tribales relativamente inconscientes. Pero estos viajeros también se salvan en virtud de las ayudas heredadas y simbólicas de la sociedad, los ritos de iniciación, los sacramentos portadores de la gracia, entregados a la antigua humanidad por sus redentores y que han funcionado por milenios. Sólo aquellos que no conocen la llamada interior ni la doctrina externa se hallan en trance verdaderamente desesperado; es decir, casi todos nosotros en el momento actual, en que nos perdemos en este laberinto de adentro y de afuera del corazón. ¿Dónde está la guía, esa graciosa virgen, Ariadna, para entregarnos la sencilla clave que nos dará valor para encarar al Minotauro y los medios para volver a la libertad cuando el monstruo haya sido encontrado y muerto?

Ariadna, la hija del rey Minos, se enamoró del hermoso Teseo cuando lo vio desembarcar del bote que había traído al lastimoso grupo de mancebos y doncellas atenienses para el Minotauro. Encontró la manera de hablar con él y le dijo que le daría los medios de salir del laberinto si le prometía llevársela de Creta y hacerla su esposa. Él lo prometió así. Ariadna pidió ayuda al hábil Dédalo, por cuyo arte el laberinto había sido construido y había sido posible a la madre de Ariadna dar a luz su habitante.

Dédalo le dio sencillamente un ovillo de hilo de lino, el cual debería ser amarrado a la entrada por el héroe extranjero y desenrollado conforme avanzara. Es poco, en realidad, lo que necesitamos. Pero sin ello, la aventura dentro del laberinto es desesperada.

Esta ayuda está al alcance de la mano. Y es muy curioso que el mismo científico que al servicio del rey culpable había sido el cerebro que concibió el horror del laberinto, con la misma facilidad pudo servir para alcanzar la meta de la libertad. Durante siglos Dédalo ha representado el prototipo del artista científico: ese fenómeno humano curiosamente desinteresado, casi diabólico, por encima de los lazos normales del juicio social, dedicado a la moral no de su tiempo sino de su arte. Él es el héroe de los caminos del pensamiento, de corazón entero, valeroso, lleno de fe en que la verdad, cuando él la encuentre, ha de darnos la libertad.

Ahora debemos volvernos a él, como hizo Ariadna. La fibra de su hilo de lino la ha tomado de los campos de la imaginación humana. Siglos de agricultura, décadas de selección diligente, trabajo de numerosas manos y de numerosos corazones, han entrado en la labor de cortar, seleccionar e hilar este cordel apretadamente torcido. Y lo que es más, ni siquiera tenemos que arriesgarnos solos a la aventura, porque los héroes de todos los tiempos se nos han adelantado, el laberinto se conoce meticulosamente; sólo tenemos que seguir el hilo del camino del héroe. Y donde habíamos pensado encontrar algo abominable, encontraremos un dios; y donde habíamos pensado matar a otro, nos mataremos nosotros mismos; y donde habíamos pensado que salíamos, llegaremos al centro de nuestra propia existencia; y donde habíamos pensado que estaríamos solos, estaremos con el mundo.