3. El héroe de hoy

Todo esto se halla lejos del punto de vista contemporáneo; pues el ideal democrático del individuo que se determina a sí mismo, la invención de los artefactos mecánicos y eléctricos, y el desarrollo de los métodos científicos de investigación han transformado la vida humana en tal forma que el universo intemporal de símbolos hace mucho tiempo heredados ha sufrido un colapso. A esto se refieren en el Zaratustra de Nietzsche las trascendentales palabras que anuncian una época: “Muertos están los dioses”.[3] Es una fábula que sabemos que se ha repetido de mil maneras. Es el ciclo del héroe de la edad moderna, la maravillosa historia de la especie humana que llega a la madurez. El lastre del pasado, la atadura de la tradición han sido destruidos con seguros y poderosos golpes. La telaraña del sueño mítico cayó, la mente se abrió a la íntegra conciencia despierta, y el hombre moderno surgió de la ignorancia de los antiguos, como una mariposa de su capullo o como el sol del amanecer surge del vientre de la madre noche.

No solamente las investigaciones con el telescopio y el microscopio han eliminado el lugar oculto de los dioses: ya no existe la clase de sociedad de la que los dioses eran soporte. La unidad social no es ya la portadora del contenido religioso, sino una organización económico-política. Sus ideales no son ya los de la pantomima hierática, que hace visibles en la tierra las formas del cielo, sino los del estado seglar, que libra una competencia difícil y sin tregua por la supremacía y los recursos materiales. Las sociedades aisladas, atadas al sueño dentro de un horizonte mitológico, no existen más que como regiones de explotación. Y dentro de las mismas sociedades progresistas, todos los últimos vestigios de la antigua herencia humana de ritual, moralidad y arte, están en plena decadencia.

El problema actual de la especie humana es, por lo tanto, precisamente opuesto al de los hombres de los períodos comparativamente estables de aquellas mitologías poderosamente coordinadoras que ahora se conocen como mentiras. Entonces todo el significado estaba en el grupo, en las grandes formas anónimas, no en la expresión individual propia; hoy no existe ningún significado en el grupo ni en el mundo; todo está en el individuo. Pero en él el significado es absolutamente inconsciente. El individuo no sabe hacia dónde se dirige, tampoco sabe lo que lo empuja. Las líneas de comunicación entre la zona consciente y la inconsciente de la psique humana han sido cortadas, y nos hemos partido en dos.

El hecho del héroe no es hoy lo que era en el siglo de Galileo. Donde antes había oscuridad, hoy hay luz; pero también donde había luz hay ahora oscuridad. La hazaña del héroe moderno debe ser la de pretender traer la luz de nuevo a la perdida Atlántida del alma coordinada.

Obviamente, este trabajo no podrá realizarse dando la espalda o apartándose de lo que ha sido alcanzado por la revolución moderna, porque el problema pierde todo su contenido si no concede significación espiritual al mundo moderno —o mejor dicho (para expresarlo de otro modo), no existe si no hace posible para los hombres y las mujeres alcanzar la madurez humana íntegra a través de las condiciones de la vida contemporánea. Pues estas condiciones en sí mismas son las que han convertido las fórmulas antiguas en cosas poco efectivas, equívocas y hasta perniciosas—. La comunidad actual es el planeta y no la nación con fronteras. De aquí que los patrones de la agresión proyectada que anteriormente servían para coordinar el grupo, ahora sólo sirvan para dividirlo en partidos. La idea nacional, con una bandera como tótem, es hoy un ampliador del ego infantil, no el aniquilador de una situación infantil. Sus parodias de los rituales en la plaza de armas, sirven a las finalidades de Garra o Soporte, el tirano dragón, no al Dios en el que el propio interés es aniquilar. Y los numerosos santos de este anticulto —los patriotas cuyas fotografías rodeadas de banderas pueden verse en todas partes— sirven como ídolos oficiales, son precisamente los guardianes de los umbrales locales (nuestro demonio del Cabello Pegajoso); la primera tarea del héroe es vencerlos.

Ni tampoco las grandes religiones del mundo, como se entienden actualmente, satisfacen todos los requisitos. Pues se han asociado con las causas de los partidos y son instrumentos de propaganda y de alabanza propia. (Hasta el budismo ha sufrido últimamente esta degradación, como reacción a las lecciones de Occidente.) El triunfo universal del estado seglar ha puesto todas las organizaciones religiosas en una situación definitivamente secundaria y en última instancia inefectiva, que ha logrado reducir la pantomima religiosa a un ejercicio santurrón de la mañana del domingo, mientras que la ética económica y el patriotismo rigen por el resto de la semana. Esa santidad hipócrita no es lo que requiere el funcionamiento del mundo, sino que es necesaria una transmutación de todo el orden social, de manera que a través de cada detalle y de cada acto de la vida seglar, la imagen vitalizadora del hombre-dios universal, que por el momento es inmanente y efectiva en todos nosotros, pueda de algún modo hacerse conocida a la conciencia.

Y ésta no es la clase de labor que puede llevar a cabo la conciencia por sí misma. La conciencia ya no puede inventar, ni siquiera predecir, un símbolo efectivo que prediga o controle el sueño de la noche. El problema se estudia en otro nivel, a través de lo que está destinado a ser un largo y terrible proceso, no sólo en las profundidades de cada psique del mundo moderno, sino también en esos titánicos campos de batalla en que se ha convertido últimamente el planeta entero. Estamos observando el tremendo chocar de las Simplégades a través del cual el alma debe pasar sin identificarse con ninguno de los dos lados.

Pero hay algo que podemos saber, y es que cuando los nuevos símbolos se hagan visibles, no serán idénticos en las diferentes partes del globo; las circunstancias de la vida local, la raza y la tradición deben estar compuestas en fórmulas efectivas. Por lo tanto, es necesario que los hombres comprendan y sean capaces de ver que a través de diferentes símbolos se revela la misma redención. “La verdad es una —leemos en los Vedas—; los sabios hablan de ella con muchos nombres.” Es una sola canción con las diferentes inflexiones del coro humano. La propaganda general para una o la otra de las soluciones locales es superflua, o más bien, una amenaza. La única forma de volverse humano es aprender a reconocer los lineamientos de Dios en todas las maravillosas modulaciones del rostro del hombre.

Con esto llegamos a la sugestión final de lo que debe ser la orientación específica de la tarea del héroe moderno, y a descubrir la causa real de la desintegración de todas nuestras fórmulas religiosas heredadas. El centro de gravedad, o sea, del reino del misterio o del peligro, ha sido eliminado definitivamente. Para los pueblos cazadores primitivos de los más remotos milenios humanos, cuando el tigre de colmillos de sable, el mamut y el reino de las presencias animales menores eran las manifestaciones primarias de lo que era ajeno —al mismo tiempo la fuente del peligro y del sustento—, el gran problema humano era establecer una liga psicológica con el hecho de compartir la selva con estos seres. Una identificación inconsciente tomó lugar y esto finalmente tomó conciencia en las figuras mitad humanas mitad animales de los antecesores totémicos mitológicos. Los animales se convirtieron en los tutores de la humanidad. Por medio de actos de imitación literal —como vemos ahora en los juegos de los niños (o en el manicomio)— se llegó a una aniquilación efectiva del ego humano y la sociedad alcanzó una organización cohesiva. En forma similar, las tribus que se sostenían con alimentos vegetales, se reunieron alrededor de la planta; y los rituales de la siembra y de la cosecha se identificaron con los de la procreación humana, el nacimiento y el progreso hacia la edad adulta. Sin embargo, tanto la planta como el mundo animal fueron sometidos al control social. De allí que el gran campo del milagro instructivo se moviera hacia los cielos y la especie humana pusiera en vigor la gran pantomima del sagrado rey luna, del sagrado rey sol, y del estado hierático y planetario, y también los festivales simbólicos de las esferas que regulan al mundo.

Hoy todos estos misterios han perdido su fuerza; sus símbolos ya no interesan a nuestra psique. La noción de una ley cósmica, que sirve a toda existencia y ante la cual debe inclinarse el hombre mismo, hace mucho que pasó a través de las etapas místicas preliminares representadas en la astrología antigua y ahora es algo que se da por sabido en términos meramente mecánicos. El descenso de los cielos a la tierra de las ciencias occidentales (desde la astronomía del siglo XVII a la biología del siglo XIX) y su concentración actual, por fin, en el hombre mismo (en la antropología y la psicología del siglo XX), marcan el camino de una maravillosa transferencia del punto de enfoque del asombro humano. Ni el mundo animal, ni el mundo de las plantas, ni el milagro de las esferas, sino el hombre mismo, es ahora el misterio crucial. El hombre es la presencia extraña con quien las fuerzas del egoísmo deben reconciliarse, a través de quien el ego debe crucificarse y resucitar y en cuya imagen ha de reformarse la sociedad. El hombre, entendido no como “yo”, sino como “tú”: pues ninguno de los ideales o instituciones temporales de ninguna tribu, raza, continente, clase social o siglo puede ser la medida de la divina existencia inagotable y maravillosamente multifacética que es la vida de todos nosotros.

El héroe moderno, el individuo moderno que se atreva a escuchar la llamada y a buscar la mansión de esa presencia con quien ha de reconciliarse todo nuestro destino, no puede y no debe esperar a que su comunidad renuncie a su lastre de orgullo, de temores, de avaricia racionalizada y de malentendidos santificados. “Vive —dice Nietzsche— como si el día hubiera llegado.” No es la sociedad la que habrá de guiar y salvar al héroe creador, sino todo lo contrario. Y así cada uno de nosotros comparte la prueba suprema —lleva la cruz del redentor—; no en los brillantes momentos de las grandes victorias de su tribu, sino en los silencios de su desesperación personal.