En su forma viva, el individuo es necesariamente sólo una fracción y una distorsión de la imagen total del hombre. Está limitado, ya sea hembra o varón; también lo está en cualquier período de su vida, como niño, como joven, como adulto o como anciano; y no sólo eso, sino que en su vida está necesariamente especializado como artesano, comerciante, sirviente o ladrón, sacerdote, líder, esposa, monja o prostituta; no puede serlo todo. De aquí que la totalidad, la plenitud del hombre, no esté en un miembro aparte, sino en el cuerpo de la sociedad como un todo; el individuo puede sólo ser un órgano. De su grupo ha tomado las técnicas de vida, el lenguaje en que piensa, las ideas por las cuales lucha; los genes que han construido su cuerpo descienden del pasado de esa sociedad. Si pretende aislarse, ya sea en hechos, pensamientos o sentimientos, sólo logra romper las relaciones con las fuentes de su existencia.
Las ceremonias tribales del nacimiento, la iniciación, el matrimonio, el entierro, la adquisición de un estado social, etc., sirven para trasladar las crisis y hechos de la vida del individuo a formas clásicas e impersonales. Estas formas tienen por objeto mostrarlo a sí mismo, no como esta personalidad o la otra, sino como el guerrero, la desposada, la viuda, el sacerdote, el jefe; al mismo tiempo se representa para el resto de la comunidad la vieja lección de las etapas arquetípicas. Todos participan en el ceremonial de acuerdo con su rango y su función. La sociedad entera se hace visible como una unidad viva e imperecedera. Pasan generaciones de individuos como células anónimas de un cuerpo vivo; pero permanece la forma sustentante e intemporal. Por una ampliación de la visión para abarcar a este superindividuo, cada uno se descubre a sí mismo engrandecido, enriquecido, apoyado y magnificado. Su papel, aunque no sea nada impresionante, se ve como intrínseco a la bella imagen festiva del hombre, la imagen potencial pero necesariamente inhibida que está dentro del individuo.
Los deberes sociales continúan la lección del festival en la existencia diaria y normal y se le da más validez al individuo. Por el contrario, la indiferencia, las revoluciones o el exilio rompen las conexiones vitales. Desde el punto de vista de la unidad social, el individuo aislado no es sino una nada, un desperdicio. De aquí que el hombre o la mujer que puedan decir honestamente que han vivido su papel —ya sea el de sacerdote, prostituta, reina o esclavo— se refieren al sentido completo del verbo ser.
Los ritos de la iniciación y de la adquisición de una situación, pues, muestran la lección de la unidad esencial del individuo y el grupo; los festivales de las estaciones abren un horizonte mayor. Así como el individuo es un órgano de la sociedad, así es la tribu o la ciudad —así es la humanidad entera—, sólo una fase del poderoso organismo del cosmos.
Ha sido costumbre describir los festivales de las estaciones de los llamados pueblos primitivos como esfuerzos para dominar a la naturaleza. Ésta es una representación equivocada. Hay mucha voluntad de dominio en todos los actos del hombre, y particularmente en aquellas ceremonias mágicas que se supone han de traer la lluvia, curar las enfermedades o detener las inundaciones; sin embargo, el motivo dominante en el ceremonial de todas las religiones verdaderas (oponiéndolas a la magia negra) es la sumisión a lo inevitable del destino, y en los festivales de las estaciones este motivo es particularmente evidente.
No se ha registrado ningún mito tribal que intente postergar la llegada del invierno; al contrario: los ritos preparan a la comunidad para soportar, junto con el resto de la naturaleza, la estación del frío tremendo. Y en la primavera, los ritos no intentan obligar a la naturaleza a producir de inmediato maíz, frijol y calabazas para la comunidad debilitada; por el contrario, los ritos dedican a todo el pueblo a la obra de la estación de la naturaleza. El maravilloso ciclo del año es celebrado con todos sus contratiempos y períodos de júbilo, y es bosquejado y representado como una continuidad del ciclo vital del grupo humano.
Muchas otras simbolizaciones de esta continuidad llenan el mundo de la comunidad mitológicamente instruida. Por ejemplo, los clanes de las tribus cazadoras norteamericanas se consideraban descendientes de ancestros mitad animales y mitad humanos. Estos ancestros no solamente eran los padres de los miembros humanos del clan, sino también de la especie animal de donde el clan tomaba su nombre. Así, los miembros humanos del clan del castor eran primos hermanos de los castores, protectores de dicha especie y al mismo tiempo protegidos por la sabiduría animal del pueblo de los bosques. Y otro ejemplo: el hogan, o choza de barro de los Návajo de Nuevo México y Arizona, se construye según el plan de la idea del cosmos de los Návajo. La entrada está hacia el oriente. Los ocho lados representan las cuatro direcciones principales y los puntos que quedan entre ellas. Cada arista y cada viga corresponde a un elemento en el gran hogan de la tierra y el cielo que todo lo abarcan. Y como el alma del hombre es considerada en su forma como idéntica al universo, la choza de barro es la representación de la armonía básica del hombre y del mundo y un recordatorio del escondido camino vital de la perfección.
Pero hay otro camino, diametralmente opuesto al de los deberes sociales y los cultos populares. Desde el punto de vista del camino del deber, el que es exiliado de la comunidad es nada. Desde el otro punto de vista, este exilio es el primer paso en la búsqueda. Cada uno lleva el todo dentro de sí mismo, por lo tanto puede buscarse y descubrirse dentro de él. Las diferenciaciones de sexo, edad y ocupación no son esenciales a nuestro carácter, sino meras vestiduras que llevamos por un tiempo en el escenario del mundo. La imagen interior del hombre no debe confundirse con su atuendo. Pensamos que somos americanos, hijos del siglo XX, occidentales y cristianos civilizados. Somos virtuosos o pecadores. Sin embargo, esas designaciones no dicen lo que debe ser el hombre, denotan solamente accidentes geográficos, fecha de nacimiento e ingresos económicos. ¿Cuál es el meollo de nosotros? ¿Cuál es el carácter básico de nuestro ser?
El ascetismo de los santos medievales y de los yoguis de la India, los misterios helénicos de las iniciaciones, las antiguas filosofías del Oriente y del Occidente, son técnicas para desplazar el hincapié de la conciencia individual fuera de la presencia exterior. Las meditaciones preliminares del aspirante apartan su mente y sus sentimientos de los accidentes de la vida y lo llevan hasta lo más profundo. “Yo no soy esto ni lo otro —medita—; no soy mi madre ni el hijo que acaba de morir; mi cuerpo, que está enfermo o envejece; ni mi brazo, mis ojos, mi cabeza, ni la suma de todas estas cosas. No soy mis sentimientos, ni mi mente, ni mi fuerza intuitiva”. Por medio de estas meditaciones sale de su propia profundidad y finalmente alcanza insondables realizaciones. Ningún hombre puede regresar de practicar tales ejercicios y tomarse muy seriamente en cuenta como Don Fulano, de tal o cual población de cierto país. La sociedad y los deberes se esfuman. Don Fulano, al descubrirse grande con el hombre, se convierte en una persona abstraída y apartada.
Ésta es la etapa de Narciso contemplándose en la fuente, del Buddha sentado en forma contemplativa debajo del árbol, pero no es la última meta; es un requisito, pero no es el fin. La meta no es ver, sino caer en la cuenta de que uno es, esa esencia; entonces, el hombre es tan libre de vagar por el mundo como lo es su esencia. La esencia de uno mismo y la esencia del mundo son una sola. De aquí que la separación, el aislamiento, ya no sean necesarios. Por dondequiera que vaya el héroe y cualquier cosa que haga, siempre está en presencia de su propia esencia, porque ha perfeccionado sus ojos para ver. No hay aislamiento. Así como el camino de la participación social puede llevar a la realización del Todo en el individuo, así el exilio trae al héroe al Yo en todo.
Centrado en este punto capital, el problema del egoísmo o del altruismo desaparece. El individuo se ha perdido en la ley y ha renacido identificado con el significado íntegro del universo. Por Él y para Él se ha hecho el mundo: “Oh Mahoma —dijo Dios—, si no fuera por ti, no hubiera creado el cielo.”