2. La infancia del héroe humano

El héroe cultural primitivo de cuerpo de serpiente y cabeza de toro llevaba con él desde su nacimiento la fuerza espontánea creadora del mundo natural. Ése era el significado de su forma. El hombre héroe, por otra parte, debería “descender” a restablecer las conexiones con lo infrahumano. Éste es el sentido, como hemos visto, de la aventura del héroe.

Pero los creadores de la leyenda raras veces se han contentado al considerar los grandes héroes del mundo como meros seres humanos que traspasaron los horizontes que limitan a sus hermanos y regresaron con los dones que sólo puede encontrar un hombre con fe y valor tales. Por lo contrario, la tendencia ha sido siempre dotar al héroe de fuerzas extraordinarias desde el momento de su nacimiento, o aun desde el momento de su concepción. Toda la vida del héroe se muestra como un conjunto de maravillas con la gran aventura central como culminación.

Esto está de acuerdo con el punto de vista de que el heroísmo está predestinado, más bien que simplemente alcanzado, y abre el problema de la relación entre la biografía y el carácter. Jesús, por ejemplo, puede aceptarse como un hombre que por medio de severas austeridades y meditaciones obtuvo la sabiduría; por otra parte, también puede creerse que un dios descendió y tomó sobre sí mismo la realización de una carrera humana. El primer punto de vista conduciría a imitar al maestro literalmente a fin de traspasar, de la misma manera que él lo hizo, la experiencia trascendente y la redención. Pero el segundo afirma que el héroe es más bien un símbolo para contemplarse que un ejemplo para seguirse literalmente. El ser divino es una revelación del Yo omnipotente, que vive dentro de todos nosotros. Así, la contemplación de la vida debe entenderse como la meditación en nuestra propia divinidad inmanente, no como un preludio para precisar la imitación. La lección no es “haz esto y sé bueno”, sino “conoce esto y sé Dios”.[4]

En la parte I, “La Aventura del Héroe”, hemos visto el hecho de la redención desde el primer punto de vista, que puede ser llamado psicológico. Ahora debemos describirlo desde el segundo, en que se convierte en símbolo del mismo misterio metafísico que le tocó al héroe mismo redescubrir y traer a la luz. En el presente capítulo, por lo tanto, hemos de considerar primero la infancia milagrosa, por medio de la cual se muestra que una manifestación especial del principio divino inmanente ha encarnado en el mundo, y luego, en sucesión, los diferentes papeles vitales por medio de los cuales el héroe puede realizar su tarea de destino. Estos varían en magnitud, de acuerdo con las necesidades de las épocas.

Para decirlo en los términos ya formulados, la primera tarea del héroe es experimentar conscientemente los estadios antecedentes del ciclo cosmogónico; retroceder a las épocas de la emanación. La segunda es regresar de ese abismo al plano de la vida contemporánea, y servir allí de transformador humano de los potenciales demiúrgicos. Huang Ti tenía la facultad del sueño, éste era su camino de descenso y de regreso. El segundo nacimiento o nacimiento del agua de Väinämöinen lo devolvió a una experiencia de lo elemental. En la fábula de Tonga de la mujer almeja, la retirada empezó en el parto de la madre: los héroes hermanos salieron de un vientre infrahumano.

Los hechos del héroe en la segunda parte de su ciclo personal han de ser proporcionados a la profundidad de su descenso durante el primero. Los hijos de la mujer almeja salieron del nivel animal; su belleza física era superlativa. Väinämöinen renació de los vientos y de las aguas elementales; su don era levantar o someter con canciones poéticas los elementos de la naturaleza y del cuerpo humano. Huang Ti viajó por el reino del espíritu; enseñó la armonía del corazón. El Buddha atravesó la zona de los dioses creadores y regresó del vacío; anunció la salvación del ciclo cosmogónico.

Si los hechos de una figura histórica real lo proclaman como un héroe, los que hicieron su leyenda inventarán para él aventuras apropiadas en profundidad. Éstas serán descritas como jornadas a reinos milagrosos y han de ser interpretadas como simbólicas, por una parte, de los descensos al mar nocturno de la psique, y por la otra, de los reinos o los aspectos del destino del hombre que se manifiestan en sus respectivas vidas.

El rey Sargón de Agade (hacia 2550 a.C.) nació de una madre de clase baja. Su padre es desconocido. Se le echó en una canasta de juncos a las aguas del Éufrates y fue descubierto por Akki, el agricultor, a quien fue traído para trabajar de jardinero. La diosa Ishtar favoreció al joven. Así llegó a ser, finalmente, rey y emperador, y adquirió renombre como el dios vivo.

Chandragupta (siglo IV a.C.), el fundador de la dinastía hindú Maurya, fue abandonado en una vasija de barro en el umbral de un establo. Un pastor descubrió al niño y lo adoptó. Un día que jugaba con sus compañeros al juego del Gran Rey en el Trono del Juicio, el pequeño Chandragupta ordenó que al peor de los delincuentes se le cortaran las manos y los pies, y luego, a su orden, los miembros amputados volvieron inmediatamente a su lugar. Un príncipe que pasaba contempló el juego milagroso, compró a la criatura en mil harshapanas y en su casa descubrió por señales físicas que era un Maurya.

El Papa Gregorio el Grande (540?-604) nació de unos nobles gemelos que a instigación del diablo habían cometido incesto; su madre, arrepentida, lo envió al mar en una pequeña caja. Fue encontrado y recogido por unos pescadores y a la edad de seis años fue enviado a un claustro para ser educado como sacerdote. Pero él deseaba la vida de un noble guerrero. En un barco, fue llevado milagrosamente al país de sus padres, donde ganó la mano de la reina, quien posteriormente resultó ser su madre. Después de descubrir este segundo incesto, Gregorio permaneció diecisiete años en penitencia, encadenado a una roca en medio del mar. Las llaves de las cadenas se echaron a las aguas, pero cuando al final de un largo período se descubrieron en el vientre de un pescado, esto se tomó como un signo de la Providencia: el penitente fue conducido a Roma en donde fue elegido Papa.[5]

Carlomagno (742-814), fue perseguido de niño por sus hermanos mayores y huyó a la España sarracena. Allí, bajo el nombre de Mainet, prestó señalados servicios al rey. Convirtió a la hija del rey a la fe cristiana, y los dos arreglaron secretamente su matrimonio. Después de realizar diversas hazañas el real joven regresó a Francia, en donde derrotó a sus antiguos perseguidores y triunfalmente ciñó la corona. Luego gobernó cien años, rodeado por un zodíaco de doce pares. De acuerdo con todas las noticias, su barba y sus cabellos eran largos y blancos.[6] Un día, sentado bajo su árbol del juicio, hizo justicia a una serpiente, y por gratitud, el reptil le dio un amuleto que le hizo posible tener un asunto amoroso con una mujer ya muerta. Este amuleto cayó en un pozo en Aix; por eso Aix se convirtió en la residencia favorita del emperador. Después de sus largas guerras contra los sarracenos, sajones, eslavos y hombres del Norte, el emperador intemporal murió; pero sólo duerme y ha de despertar en la hora que su pueblo lo necesite. Durante la última parte de la Edad Media, se levantó una vez de entre los muertos para participar en una cruzada.[7]

Cada una de estas biografías exhibe el tema racionalizado en varias maneras del exilio y regreso del niño. Éste es un ángulo prominente en todas las leyendas, los cuentos populares y los mitos. Usualmente se hace un esfuerzo para darle alguna semejanza con la plausibilidad física. Sin embargo, cuando el héroe en cuestión es un gran patriarca, brujo, profeta o encarnación, es permitido que los milagros se desarrollen por encima de todo límite.

La leyenda popular hebrea del nacimiento del padre Abraham proporciona un ejemplo del exilio infantil francamente sobrenatural. El suceso del nacimiento había sido leído por Nemrod en las estrellas, “pues este rey impío era un hábil astrólogo y le fue revelado que en su época un hombre habría de nacer que se levantaría en contra suya y que triunfalmente desmentiría su religión. Aterrorizado por el destino que le habían predicho las estrellas, mandó llamar a sus príncipes y gobernantes y les pidió consejo en el asunto. Ellos contestaron y dijeron: ‘Nuestro consejo unánime es que debes construir una gran casa, poner una guardia a la entrada y hacer saber a todo tu reino, que todas las mujeres embarazadas y las parteras que hayan de atenderlas deberán venir a vivir en ella. Cuando los días de la espera terminen y las mujeres den a luz, será deber de la partera matarlo, si es un varón. Pero si la criatura es una niña, ha de vivir, y la madre recibirá regalos e indumentos costosos, y un heraldo proclamará: “Ésto se hace con la mujer que da a luz una hija”.’

El rey se sintió agradado con este consejo y publicó una proclama por todo su reino, llamando a todos los arquitectos para que construyeran una gran casa para él, de sesenta codos de alto y de ochenta de ancho. Cuando estuvo terminada dictó una segunda orden, llamando a todas las mujeres embarazadas para que vivieran en ella y allí permanecieran hasta después de su parto. Fueron enviados guardas para llevar a las mujeres a la casa y se colocaron vigilantes en ella y alrededor para evitar que las mujeres se escaparan. Después envió las parteras a la casa y les ordenó que asesinaran a los hijos varones en el pecho de sus madres. Pero si una mujer daba a luz una niña se la adornaba con lienzos, sedas y vestiduras de encaje y se la sacaba de la casa en que había estado detenida, en medio de grandes honores. Por lo menos setenta mil niños fueron así asesinados. Entonces los ángeles aparecieron ante Dios y dijeron: ‘¿No ves lo que hace ese pecador y blasfemo? Nemrod, el hijo de Canaán, asesina muchos niños inocentes que nunca han hecho daño.’ Dios contestó y dijo: ‘Ángeles benditos, lo sé y lo veo, porque ni dormito ni duermo. Contemplo y sé las cosas secretas y las cosas que se revelan y habéis de atestiguar lo que haré con este pecador y blasfemo, pues volveré Mi mano hacia él para castigarlo.’

En este tiempo fue cuando Terah casó con la madre de Abraham y ella iba a tener un hijo… Cuando el parto se acercó, dejó la ciudad llena de terror y huyó hacia el desierto, caminó por la orilla de un valle hasta que llegó a una cueva. Entró en este refugio y al siguiente día tuvo dolores y dio a luz un hijo. Toda la cueva se iluminó con la luz del rostro del niño como el esplendor del sol, y la madre se regocijó extremadamente. El niño que dio a luz era nuestro padre Abraham.

La madre se lamentó y dijo a su hijo: ‘¡Ay! te he dado a luz en la época en que Nemrod es rey. Por ti, setenta mil niños han sido asesinados, y estoy llena de terror por ti, porque él podría saber de tu existencia y matarte. Es mejor que perezcas en esta cueva y no que mis ojos hayan de contemplarte muerto sobre mi pecho.’ Tomó el traje con que estaba vestida y envolvió con él al niño. Y lo abandonó en la cueva diciendo: ‘Que el Señor sea contigo, que no te olvide ni te descuide.’

Así fue abandonado Abraham en la cueva, sin nadie que lo alimentara y empezó a llorar. Dios mandó a Gabriel para que le diera leche y el ángel la hizo salir del meñique de la mano derecha del niño, y él se lo chupó hasta que tuvo diez días de edad. Entonces se levantó y caminó y dejó la cueva hasta que estuvo a la orilla del valle. Cuando el sol se puso y las estrellas salieron, él dijo: ‘¡Éstos son los dioses!’ Pero llegó el amanecer y las estrellas ya no se veían, y entonces dijo: ‘No las adoraré porque no son dioses.’ Entonces salió el sol y dijo: ‘Este es mi dios y he de alabarlo.’ Pero el sol se puso y él dijo: ‘No es un dios.’ Y cuando salió la luna, la llamó el dios a quien habría de prestar los homenajes divinos. Luego la luna se oscureció y él gritó: ‘¡Éste tampoco es un dios. Pero hay Uno que los pone a todos en movimiento!’”[8]

Los Blackfeet de Montana hablan de un joven exterminador de monstruos, Kut-o-yis, que fue descubierto por sus padres adoptivos cuando un viejo y su mujer pusieron un coágulo de sangre de búfalo a hervir en una marmita. “Inmediatamente salió de la marmita un sonido como el del llanto de un niño, como si se le hubiera lastimado, quemado o escaldado. Miraron dentro de la marmita y allí estaba un niño, a quien sacaron rápidamente del agua. Se sorprendieron mucho… Al cuarto día, el niño habló y dijo: ‘Amarradme sucesivamente a cada uno de los postes de la casa, y cuando llegue al último, soltaré las ataduras y habré crecido.’ Así lo hizo la vieja y mientras lo amarraba a cada poste podía verse que crecía, y cuando lo amarraron al último, ya era un hombre.”[9]

Los cuentos populares sostienen o suplantan por lo común este tema del exilio con el del despreciado y maltratado: el hijo o la hija menor que sufre mal trato, el huérfano, el hijastro, el patito feo o el paje de extracción baja.

Una joven Pueblo que ayudaba a su madre a mezclar con el pie el barro para hacer vasijas, sintió que el lodo la salpicaba en la pierna, pero no le puso atención. “Después de unos días, la joven sintió que algo se movía en su vientre, pero no pensó que iba a tener un hijo. No se lo dijo a su madre, pero el niño crecía y crecía. Una mañana se puso muy enferma. Por la tarde nació el niño. Aquel día su madre cayó en la cuenta (por primera vez) que su hija iba a tener un hijo. La madre se enojó mucho, pero cuando miró al niño vio que no se parecía a un niño, sino que era una cosa redonda con dos salientes: era una pequeña vasija. ‘¿De dónde sacaste esto?’, le dijo la madre. Pero la joven sólo lloraba. En ese momento el padre entró. ‘No importa, me alegra que haya tenido un niño’, dijo. ‘Pero no es un niño’, dijo la madre. El padre fue a verlo y vio que era un pequeño cántaro de agua. El padre, al verlo, sintió cariño por el cántaro. ‘Se mueve’, dijo. En seguida, el cántaro empezó a crecer. A los veinte días ya era grande. Podía hablar y jugar con los otros niños. ‘Abuelo, llévame afuera para que yo mire a mi alrededor’, dijo. Cada mañana el abuelo lo sacaba y él miraba a los niños, quienes lo querían y averiguaron que era varón, Niño Cántaro de Agua. Lo averiguaron por lo que decía.”[10]

En suma, la criatura del destino tiene que afrontar un largo período de oscuridad. Éste es un momento de extremo peligro, impedimento o desgracia. Es lanzado a sus propias profundidades interiores o hacia afuera, a lo desconocido; de cualquier modo, todo lo que toca es la oscuridad inexplorada. Ésta es una zona de presencias insospechadas, benignas o malignas: aparece un ángel, un animal auxiliar, un pescador, un cazador, una vieja, o un campesino. La criatura es criada entre los animales, o como Sigfrido, bajo tierra, en medio de los gnomos que nutren las raíces del árbol de la vida, o bien solo en un cuarto pequeño (la historia se repite de mil maneras), el joven aprendiz del mundo aprende la lección de las fuerzas germinales, que residen por encima de la esfera de lo que puede medirse y nombrarse.

Los mitos están de acuerdo en que se requiere una extraordinaria capacidad para enfrentarse y sobrevivir a tal experiencia. Las infancias abundan en anécdotas de fuerza, habilidad y sabiduría precoces. Hércules estranguló una serpiente colocada en su cuna por la diosa Hera. Maui de Polinesia aprisionó y detuvo al sol, para dar tiempo a su madre de preparar sus comidas. Abraham, como hemos visto, llegó al conocimiento del Dios Uno. Jesús confundió a los doctores. Al niño Buddha se le dejó una vez a la sombra de un árbol y sus nodrizas notaron repentinamente que la sombra no se había movido en toda la tarde y que el niño se había quedado extático en un trance de yogui.

Las hazañas del amado salvador hindú, Krishna, en su exilio infantil entre los vaqueros de Gokula y Brindaban, constituyen un animado ciclo. Cierto duende llamado Putana tomó la forma de una bella mujer, pero tenía veneno en los pechos. Entró en la casa de Yasoda, la madre adoptiva del niño, se hizo amiga suya y después tomó al niño en su regazo para darle de mamar. Pero Krishna succionó tan fuerte que le sacó la vida y ella cayó muerta, volviendo a su enorme y espantosa forma. Cuando el cadáver fue quemado, sin embargo, emanó una dulce fragancia, pues el infante divino salvó al demonio al succionar su leche.

Krishna era un niño travieso. Le gustaba llevarse los potes de leche cuando las ordeñadoras dormían. Siempre trepaba a las más altas repisas para comer y derramar cosas colocadas fuera de su alcance. Las jóvenes lo llamaron Ladrón de Mantequilla y se quejaron a Yasoda, pero él siempre podía inventar una excusa. Una tarde, cuando jugaba en el patio, avisaron a su madre adoptiva que el niño comía barro. Ella llegó con una vara, pero el niño se había limpiado los labios y negó todo conocimiento del asunto. Le abrió la boca sucia para ver, pero al mirar dentro contempló todo el universo, los “Tres Mundos”. Pensó: “Qué tonta soy al imaginar que mi hijo puede ser el Señor de los Tres Mundos.” Entonces todo se le ocultó de nuevo, y este momento se borró de su mente. Acarició al niño y lo llevó a casa.

Los pastores acostumbraban adorar al dios Indra, el equivalente hindú de Zeus, rey del cielo y señor de la lluvia. Un día, cuando habían presentado sus ofrendas, el muchacho Krishna les dijo: “Indra no es una deidad suprema aunque sea rey del cielo; teme a los titanes. Y lo que es más, la lluvia y la prosperidad que pedís dependen del sol, que se lleva las aguas y las hace caer de nuevo. ¿Qué puede hacer Indra? Lo que haya de pasar está determinado por las leyes de la naturaleza y del espíritu.” Entonces volvió la atención de ellos a los bosques cercanos, a los arroyos, a las colinas y especialmente al monte Gobardhan, quienes merecían más honores que el remoto señor del aire. Y ellos ofrecieron flores, frutos y dulces a las montañas.

Krishna asumió una segunda forma: tomó la forma de un dios de la montaña y recibió las ofrendas de la gente, y al mismo tiempo conservó su forma primera y adoró entre el pueblo al rey de la montaña. El dios recibió las ofrendas y se las comió.[11]

Indra se enfureció y mandó por el rey de las nubes, a quien ordenó que dejara caer lluvia sobre el pueblo hasta que todo quedara arrasado. Nubes tempestuosas se suspendieron sobre aquella región y empezaron a descargar un diluvio; parecía que había llegado el fin del mundo. Pero el muchacho Krishna llenó el monte Govardhan con el calor de su energía inagotable, lo levantó con su dedo meñique y pidió al pueblo que se refugiara debajo de él. La lluvia caía en la montaña, silbaba y se evaporaba. El torrente cayó siete días, pero ni una gota tocó a la comunidad de pastores.

Entonces el dios cayó en la cuenta de que su oponente debería ser una encarnación del Ser Primario. Cuando al día siguiente, Krishna llevó las vacas a pastar, tocando la flauta, el Rey del Cielo bajó en su gran elefante blanco Airavata, se postró sobre su rostro a los pies del muchacho sonriente, e hizo acto de sumisión.[12]

La conclusión del ciclo de la infancia es el regreso o reconocimiento del héroe, cuando, después de un largo período de oscuridad, se revela su verdadero carácter. Este acontecimiento puede precipitar una crisis importante, porque equivale al surgimiento de fuerzas hasta entonces excluidas de la vida humana. Los patrones primitivos se rompen en fragmentos o se disuelven; el desastre salta a los ojos. Sin embargo, después de un momento de aparente caos, el valor creador del nuevo factor se hace visible y el mundo toma forma de nuevo en una gloria inesperada. Este tema de la crucifixión-recurrección puede ilustrarse ya sea en el cuerpo del héroe mismo o en los efectos de éste sobre su mundo. La primera alternativa es la que encontramos en la historia Pueblo del cántaro de agua.

“Los hombres fueron a cazar conejos y el niño Cántaro de Agua quiso ir. ‘Abuelo ¿podrías ponerme en el suelo? Quiero cazar conejos.’ ‘Pobre nieto mío, no puedes cazar conejos, no tienes brazos ni piernas’, dijo el abuelo. Pero el niño Cántaro de Agua tenía muchas ganas de ir. ‘Llévame de todas maneras, eres demasiado viejo y no puedes hacer nada.’ La madre lloraba porque su hijo no tenía brazos, piernas ni ojos. Pero lo alimentaban por la boca, o sea por la boca del cántaro. A la mañana siguiente, su abuelo lo llevó hacia el sur de la planicie. Pronto vio el rastro de un conejo, y lo siguió rodando. En seguida corrió el conejo y él empezó a perseguirlo. Llegó a un pantano donde había una piedra, se golpeó con ella y se rompió, y surgió un niño. Estaba muy contento de que su piel se hubiera roto y ya fuera un muchacho, un muchacho crecido. Llevaba muchas cuentas alrededor del cuello y aretes de turquesa, una capa de danza y zapatos y una chaqueta de piel de gamo.” Cazó un gran número de conejos, volvió y se los presentó a su abuelo, quien lo llevó triunfalmente a su casa.[13]

Las energías cósmicas que ardían dentro del inquieto guerrero irlandés Cuchulainn, héroe máximo del ciclo medieval del Ulster, el llamado “Ciclo de los Caballeros de la Rama Roja”[14] brotaron repentinamente como una erupción volcánica, asombrándolo a él mismo y destruyendo todo lo que lo rodeaba. Cuando tenía cuatro años, dice la historia, se decidió a poner a prueba al “cuerpo de muchachos” de su tío el rey Conchobar, en los deportes que éstos practicaban. Tomó su varilla corva de bronce, la bola de plata, la jabalina y la lanza de juguete, fue a la corte de la ciudad de Emania y sin pedir una palabra de permiso cayó entre los jóvenes, tres veces cincuenta en número, quienes jugaban en los prados y practicaban ejercicios marciales con Follamain, el hijo de Conchobar, a la cabeza. Todos a un tiempo cayeron sobre él. Con sus puños, sus brazos, sus manos y un pequeño escudo, detuvo los palos, las bolas y las lanzas que cayeron sobre él simultáneamente desde todas direcciones. Entonces, por primera vez en su vida, se apoderó de él la furia del combate (una extraña y característica transformación que después fue conocida como su “paroxismo” o “distorsión”). Y antes de que nadie pudiera entender qué era lo que pasaba, habían sido derrotados cincuenta de los mejores. Cinco muchachos corrieron al rey, que jugaba ajedrez con Fergus el Elocuente. Conchobar se levantó y quiso dominar la confusión. Pero Cuchulainn no se tranquilizó hasta que todos los jóvenes se colocaron bajo su protección y responsabilidad.[15]

El primer día en que Cuchulainn tomó las armas, fue la ocasión de su manifestación íntegra. No había nada de dominio sereno en su actuación; ni nada de la juguetona ironía que sentimos en los hechos del hindú Krishna. La abundancia de la fuerza de Cuchulainn se revelaba por primera vez a él mismo, tanto como a los demás. Surgió de las profundidades de su ser y tuvo que mostrarse con rapidez y violencia.

Este suceso tuvo lugar también en la Corte del rey Conchobar el día en que Cathbad el druida declaró proféticamente que el joven que ese día tomara las armas y la armadura “sería aquel cuyo nombre sobrepasaría al de todos los jóvenes de Irlanda; pero su vida, sin embargo, se prolongaría por corto tiempo.” Cuchulainn pidió un equipo de combate. Le dieron diecisiete equipos de armas que echó a perder con su fuerza, hasta que Conchobar lo invistió con sus propios avíos. Entonces hizo añicos todas las carrozas. Sólo la del rey fue lo suficientemente fuerte para soportar tal prueba.

Cuchulainn ordenó al cochero de Conchobar que lo llevara más allá del “Vado Vigilante”, y pronto llegaron a una remota fortaleza, el refugio de los hijos de Nechtan, donde cortó las cabezas de los que la defendían. Amarró las cabezas a los lados del carro. De regreso saltó al suelo “y por la fuerza y velocidad de su carrera” capturó dos ciervos de gran tamaño. Con dos piedras derribó a dos docenas de cisnes que iban volando. Y con correas y otras ataduras los amarró a todos, a las bestias y los pájaros, a los lados del carro.

Levarchan la profetisa contempló con alarma el carro que se aproximaba al castillo y a la ciudad de Emania. “El carro está adornado con las cabezas sangrantes de sus enemigos —declaró—; bellos pájaros blancos lleva en el carro y le hacen compañía, así como dos ciervos salvajes que están amarrados en el mismo.” “Yo conozco al guerrero del carro —dijo el rey—, es el hijo pequeño de mi hermana, que este mismo día asistió a los ejercicios militares. Seguramente que ha enrojecido sus manos, pero si su furia no se aplaca, todos los jóvenes de Emania perecerán por su mano.” Con mucha rapidez, debía encontrarse un método para calmar al joven, y uno se halló. Ciento cincuenta mujeres del castillo, con Scandlach por jefe y cabecilla “se desnudaron apresuradamente, y sin más salieron en tropel a su encuentro”. El pequeño guerrero, avergonzado o tal vez abrumado por aquella demostración de feminidad, bajó los ojos y en ese momento fue prendido por los hombres y sumergido en una vasija de agua fría. Los clavos y las ligaduras de la tina se deshicieron. El agua de la segunda hirvió. Pero la tercera sólo se puso muy caliente. Así calmaron a Cuchulainn y la ciudad fue salvada.[16]

“Era un muchacho muy hermoso: tenía siete dedos en cada pie y otros tantos en cada mano; sus ojos brillaban con siete pupilas cada uno; y cada una relucía con siete relámpagos como de gemas. En cada mejilla tenía cuatro lunares: uno azul, uno escarlata, uno verde y uno amarillo. Entre una oreja y la otra tenía cincuenta largas trenzas de cabello amarillo claro, del color de la cera de las abejas o como broche de oro blanco que brillara bajo el sol más brillante. Llevaba un manto verde con broches de plata sobre el pecho y una camisa tejida en hilo de oro.”[17] Pero cuando era atacado por ese paroxismo o distorsión “se convertía en un ser extraño, temible y multiforme y desconocido”. De la cabeza a los pies, sus carnes; miembros y articulaciones se estremecían. Tenía los pies y las piernas vueltos del revés. Los tendones de su cabeza se apelotonaban detrás de su cuello en bolas mayores que la cabeza de un niño de un mes. “Tenía un ojo hundido hasta el occipucio; ni una garza podría sacárselo con el pico. El otro, en cambio, sobresalía, y descansaba sobre su mejilla. La boca llameante le llegaba de oreja a oreja. Los latidos de su corazón hacían tanto ruido como un mastín en la caza o un león luchando con los osos. Sobre su cabeza, entre las nubes, saltaban las salpicaduras ponzoñosas y las chispas ardientes debidas a su cólera salvaje. Si se sacudiera un manzano sobre su revuelta cabellera, ni una fruta llegaría al suelo, pues todas quedarían clavadas en los pelos erizados. En la frente llevaba el ‘paroxismo’, como una piedra de amolar gigantesca. [Y, por último,] de su cabeza brotaba un chorro de sangre turbia, más alto y grueso que el mástil de un buque, que saltaba hacia los cuatro puntos cardinales y formaba una neblina mágica, como el humo que envuelve al palacio cuando retorna el rey a la caída de una tarde invernal.”[18]