Como la conciencia del individuo permanece en un mar de oscuridad al que desciende en estado de letargo y del cual escapa misteriosamente al despertar, así en las imágenes del mito, el universo es precipitado por un pasado intemporal en el cual reposa y se disuelve de nuevo. Y como la salud mental y física del individuo depende de un flujo ordenado de fuerzas vitales provenientes de la oscuridad inconsciente en el campo del día y la conciencia, así también en el mito la continuación del orden cósmico está asegurada sólo por un fluir controlado de la fuerza que sale de la fuente. Los dioses son personificaciones simbólicas de las fuerzas que gobiernan este flujo. Los dioses toman existencia en el amanecer del mundo y se disuelven en el ocaso. No son eternos en el sentido en que la noche es eterna. Sólo desde el corto período de la existencia humana parece perdurable la vuelta de un eón cosmogónico.
El ciclo cosmogónico está normalmente representado como una repetición de sí mismo, mundo sin fin. Durante cada gran ciclo quedan incluidas comúnmente disoluciones menores, como el ciclo del sueño y la vigilia se suceden en el término de una vida. De acuerdo con una versión azteca, cada uno de los cuatro elementos —agua, tierra, aire y fuego— termina un período del mundo: el eón de las aguas terminó en un diluvio, el de la tierra con un terremoto, el del aire con una tempestad y el presente eón será destruido por las llamas.[11]
De acuerdo con la doctrina estoica de la conflagración cíclica, todas las almas se resuelven en el alma del mundo o en el fuego primario. Cuando termina esta disolución universal, empieza la formación de un nuevo universo (la renovatio de Cicerón) y todas las cosas se repiten a sí mismas, cada divinidad, cada persona, repite su papel anterior. Séneca describió esta destrucción en su De Consolatione ad Marciam, y parece que esperaba vivir de nuevo en un ciclo futuro.[12]
Una visión magnífica del ciclo cosmogónico está presentada en la mitología de los jainistas. El profeta y salvador más reciente de esta antigua secta hindú fue Mahavira, contemporáneo del Buddha (siglo VI a.C.). Sus padres eran seguidores de un salvador profeta jainista muy anterior, Parshvanatha, a quien se representa con serpientes que brotan de sus hombros y se dice que vivió de 872 a 772 a.C. Siglos antes que Parshvanatha, vivió el salvador jainista Neminatha, de quien se dice que era primo de la venerada encarnación hindú Krishna. Y antes que él hubo exactamente otros veintiuno hasta llegar a Rishabhanatha, que existió en una edad pasada del mundo, cuando los hombres y las mujeres nacían en parejas casadas, eran de dos millas de alto y vivían durante un incontable período de años. Rishabhanatha instruyó a su pueblo en las setenta y dos ciencias (escritura, aritmética, lectura de presagios, etc.), en las sesenta y cuatro cualidades de las mujeres (cocinar, coser, etc.) y en las cien artes (cerámica, hilado, pintura, herrería, barbería, etc.); también los instruyó en la política y estableció un reinado.
Antes de su época, tales innovaciones hubieran sido superfluas, porque las gentes del período anterior, que tenían cuatro millas de altura, tenían ciento veintiocho costillas y vivían dos períodos de incontables años, satisfacían todas sus necesidades por medio de diez árboles que les concedían sus deseos (kalpa vriksha), que daban frutas dulces, hojas que tenían forma de vasijas y cacerolas, hojas que cantaban dulcemente, hojas que daban luz de noche, flores deliciosas a la vista y al olfato, alimento perfecto a la vista y al sabor, hojas que podían usarse como alhajas, y corteza de la que se hacía hermosa ropa. Uno de los árboles era como un palacio de muchos pisos en el cual se podía vivir, otro despedía un suave fulgor, como si tuviera muchas lámparas pequeñas. La tierra era dulce como el azúcar y el océano delicioso como el vino. Y antes de esta edad feliz, había habido un período todavía más feliz —precisamente el doble— cuando los hombres y las mujeres tenían ocho millas de alto y cada uno de ellos poseía doscientas cincuenta y seis costillas. Cuando ese pueblo superlativo murió, pasó directamente al mundo de los dioses, sin haber sabido nunca de la religión, porque su virtud natural era tan perfecta como su belleza.
Los jainistas conciben el tiempo como un ciclo sin fin. El tiempo se representa como una rueda con doce radios, o edades, clasificados en dos grupos de seis. El primer grupo es llamado la serie “descendente” (avasarpinî), y empieza con la edad de las superlativas parejas gigantes. Ese período paradisíaco dura diez millones diez millones cien millones cien millones de períodos de años sin cuento y luego cede lentamente al sólo a medias bienaventurado período en que los hombres y las mujeres tienen sólo cuatro millas de alto. En el tercer período —el de Rishabhanatha, el primero de los veinticuatro salvadores del mundo— la felicidad se mezcla con un poco de congoja y la virtud con un poco de vicio. A la conclusión de este período los hombres y las mujeres ya no nacen en parejas para vivir juntos como marido y mujer.
Durante el período cuarto, el deterioro gradual del mundo, y de sus habitantes continúa firmemente. La duración de la vida y la estatura del hombre disminuyen lentamente. Nacen veintitrés salvadores del mundo; cada uno repite la doctrina eterna de los jainistas en términos apropiados a las condiciones de su tiempo. Tres años y ocho meses y medio después de la muerte del último de los salvadores y profetas, Mahavira, el período termina.
Nuestra propia época, la quinta de la serie descendente, empezó en 522 a.C. y ha de durar veintiún mil años, ningún salvador jainista ha de nacer en este tiempo, y la religión eterna de los jainistas desaparecerá gradualmente. Es un período de mal no mitigado y que se intensifica gradualmente. El más alto de los seres humanos tiene siete codos y la vida más larga no pasa de los ciento veinticinco años. Los hombres no tienen más que dieciséis costillas. Son egoístas, injustos, violentos, lujuriosos, orgullosos y avaros.
Pero en la sexta de estas edades descendentes el estado del hombre y de su mundo ha de ser aún más horrible. La más larga de las vidas será de veinte años, la más alta estatura será de un codo y el hombre ha de tener ocho costillas. Los días serán calientes, las noches frías, las enfermedades serán abundantes y la castidad no existirá. Las tempestades azotarán la tierra y todo empeorará al concluir este período. Al final, toda vida, humana y animal, y todas las semillas vegetales, se verán forzadas a buscar refugio en el Ganges, en cuevas miserables y en el mar.
La serie descendente terminará y comenzará la serie “ascendente” (utsarpinî) cuando la tempestad y la desolación hayan llegado a un punto insoportable. Lloverá entonces durante siete días y caerán siete diferentes clases de lluvia; la tierra se refrescará y las semillas empezarán a crecer. Se aventurarán fuera de las cuevas las horribles creaturas enanas de la tierra árida y amarga y muy gradualmente se hará perceptible una ligera mejoría en su moral, en su salud, en su belleza y en su estatura; hasta que vivan en un mundo como el que ahora habitamos. Luego nacerá un salvador llamado Padmanatha y anunciará de nuevo la religión eterna de los jainistas; la estatura de la especie humana se aproximará de nuevo a lo superlativo y la belleza del hombre sobrepasará al esplendor del sol. Finalmente, la tierra se endulzará y las aguas se convertirán en vino, los árboles proveedores de deseos proporcionarán su abundancia de deleites a una población feliz de gemelos perfectamente desposados, y la felicidad de esta comunidad será duplicada otra vez y la rueda, a través de diez millones diez millones cien millones cien millones de períodos de años sin cuento, se aproximará al principio de la primera revolución descendente que de nuevo conducirá a la extinción de la religión eterna y al aumento gradual del ruido del júbilo insano, de las guerras de los vientos pestilentes.[13]
Esta rueda siempre giratoria de los doce radios del tiempo de los jainistas es un equivalente del ciclo de las cuatro edades de los hindúes: la primera edad es un largo período de perfecta felicidad, belleza y perfección, que ha de durar 4800 años divinos;[14] la segunda, con virtudes menores, ha de durar 3600 años divinos; la tercera, de virtud y vicio mezclados en partes iguales, ha de durar 2400 años divinos, o sean 432000 años de acuerdo con los cálculos humanos. Pero al final del presente período, en lugar de empezar a mejorar inmediatamente (como en el ciclo descrito por los jainistas) primero todo ha de ser aniquilado por un cataclismo de fuego y agua y, por lo tanto, reducido al original estado primordial del océano intemporal que ha de permanecer por un período igual al total de las cuatro edades. Entonces empezarán de nuevo las cuatro edades del mundo.
Es comprensible una concepción básica de la filosofía oriental en esta forma pictórica. Si el mito fue originalmente una ilustración de la fórmula filosófica, o ésta una destilación del mito, no es posible decidirlo ahora. Ciertamente que el mito se remonta hasta las más remotas edades, pero lo mismo hace la filosofía. ¿Quién podría conocer los pensamientos que yacían en las mentes de los viejos sabios que desarrollaron y atesoraron el mito para transmitirlo a sus sucesores? Muy a menudo, durante el análisis y la penetración de los secretos del símbolo arcaico, no puede menos que sentirse que la noción generalmente aceptada de la historia de la filosofía se funda en un supuesto completamente falso, a saber, que el pensamiento abstracto y metafísico empieza cuando aparece por primera vez en las crónicas que aún perduran.
La fórmula filosófica ilustrada por el ciclo cosmogónico es la de la circulación de la conciencia a través de los tres planos del ser. El primer plano es el de la experiencia despierta, cognoscitivo de los hechos brutos y duros del universo exterior, iluminado por la luz del sol y común a todos. El segundo plano es el de la experiencia del sueño, cognoscitiva de las formas fluidas y sutiles de un mundo interior privado, con luminosidad propia y de una sola sustancia con el soñador; el tercero es el del dormir profundo, sin sueños; de honda bienaventuranza. En el primero se encuentran las experiencias instructivas de la vida; en el segundo dichas experiencias se digieren y asimilan a las fuerzas interiores del que sueña; mientras que en el tercero todo se disfruta y se conoce inconscientemente; en el “espacio dentro del corazón”, el refugio del control interno y la fuente y el fin de todo.[15]
El ciclo cosmogónico ha de comprenderse como el paso de la conciencia universal, de la profunda zona de lo no manifiesto, y a través del sueño, al pleno día del despertar, y luego el retorno, a través del sueño, a la oscuridad intemporal. Como en la experiencia real de cada ser vivo, así sucede todo en la figura grandiosa del universo vivo: en el abismo del sueño las energías se refrescan y en el trabajo del día se agotan; la vida del universo se gasta y debe ser renovada.
El ciclo cosmogónico va hacia la manifestación y retorna a la no manifestación en medio del silencio de lo desconocido. Los hindúes representan este misterio en la sílaba sagrada AUM. Aquí el sonido A representa la conciencia despierta, U la conciencia del sueño, M el sueño profundo.
El silencio que rodea la sílaba es lo desconocido: se le llama simplemente “El Cuarto”.[16] La sílaba en sí misma es Dios como creador-protector-destructor, pero el silencio es el Dios eterno, completamente fuera de las aperturas y cierres del ciclo.
No se le ve, no se le relaciona, no se le concibe,
no se le infiere, no se le imagina, no se le describe.
Es la esencia del conocimiento del yo
común a todos los estados de la conciencia.
Todos los fenómenos terminan en él.
Es paz, es felicidad, es no dualidad.[17]
El mito permanece necesariamente dentro del ciclo, pero representa este ciclo como rodeado e impregnado por el silencio. El mito es la revelación de una plenitud de silencio dentro y alrededor de cada átomo de la existencia. El mito es la directiva de la mente y del corazón, por medio de figuras profundamente informadas y conduce al último misterio que llena y rodea todas las existencias. Aún en el momento más cómico y aparentemente más frívolo, la mitología dirige la mente a esta no manifestación que está más allá del alcance del ojo.
“Lo más Antiguo de lo Antiguo, lo más Desconocido de lo Desconocido, tiene una forma y sin embargo no la tiene”, leemos en un texto cabalístico de los hebreos medievales. “Tiene la forma que preserva al Universo, pero no tiene forma porque no puede ser comprendido.”[18] Este más Antiguo de lo Antiguo es representado como un rostro de perfil; siempre de perfil, porque no puede conocerse la parte escondida. A esto se le llama “Gran Rostro”, Makroprosopos; de las hebras de su barba blanca procede el mundo. “Esa barba, la verdad de las verdades, viene desde las orejas y desciende alrededor de la boca del Bendito; y desciende y asciende cubriendo las mejillas que se llaman lugares de copiosa fragancia; está blanca de adornos; y desciende con un equilibrio de fuerzas balanceadas y ofrece una cubierta hasta la mitad del pecho. Ésa es la barba del adorno, verdadera y perfecta, de la que surgen trece fuentes, que desparraman el más precioso bálsamo de esplendor. Esto está dispuesto en trece formas… Y se encuentran en el universo ciertas disposiciones de acuerdo con esas trece disposiciones que dependen de esa barba venerable y en las que se abren trece puertas de gracias.”[19]
La barba blanca del Makroprosopos desciende sobre otra cabeza (“Rostro Pequeño”, o Mikroprosopos) representada de frente y con la barba negra. Y el ojo del Gran Rostro no tiene párpados y nunca se cierra, mientras que los ojos del Rostro Pequeño se abren y se cierran con el ritmo lento del destino universal. Éste es el abrirse y cerrarse de la vuelta cosmogónica. Al Rostro Pequeño se le llama dios y al Gran Rostro yo soy.
El Makroprosopos es el Increado no creador y el Mikroprosopos es el Increado creador: respectivamente, el silencio y la sílaba aum, lo no manifiesto y la presencia inmanente en el giro cosmogónico.