1. De la psicología a la metafísica

No es difícil para el intelectual moderno conceder que el simbolismo de la mitología tiene un significado psicológico. Particularmente después del trabajo de los psicoanalistas quedan pocas dudas de que los mitos sean de la naturaleza de los sueños o de que los sueños sean sintomáticos de la dinámica de la psique. Sigmund Freud, Carl G. Jung, Wilhelm Stekel, Otto Rank, Karl Abraham, Géza Róheim y muchos otros han desarrollado en las últimas décadas un campo moderno vastamente documentado de interpretación de mitos y sueños; y aunque los doctos difieren entre sí, están unificados en un gran movimiento moderno por un cuerpo considerable de principios comunes. Con su descubrimiento de que los patrones y la lógica del cuento de hadas y del mito corresponden a los del sueño, las hace mucho desacreditadas quimeras del hombre arcaico han regresado dramáticamente al campo de la conciencia moderna.

De acuerdo con este punto de vista, parece que a través de los cuentos fantásticos —que pretenden describir las vidas de los héroes legendarios, las fuerzas de las divinidades de la naturaleza, los espíritus de los muertos y los ancestros totémicos del grupo— se da expresión simbólica a los deseos, temores y tensiones inconscientes que están por debajo de los patrones conscientes de la conducta humana. La mitología, en otras palabras, es psicología mal leída como biografía, historia y cosmología. El psicólogo moderno puede traducirla retrotrayéndola a sus connotaciones propias y rescatar así para el mundo contemporáneo un rico y elocuente documento de las más oscuras profundidades del alma humana. Aquí, como en un fluoroscopio, están revelados los escondidos procesos del enigma del Homo sapiens, occidental y oriental, primitivo y civilizado, contemporáneo y arcaico. El espectáculo completo está ante nuestros ojos. Sólo debemos leerlo, estudiar sus patrones constantes, analizar sus variaciones y llegar a un entendimiento de las fuerzas profundas que han dado forma al destino humano y que deben seguir determinando nuestras vidas, tanto privadas como públicas.

Pero si hemos de captar el valor completo de los materiales, debemos tener en cuenta que los mitos no son exactamente comparables a los sueños. Sus figuras se originan de las mismas fuentes —las fuentes inconscientes de la fantasía— y su gramática, es la misma, pero no son productos espontáneos del sueño. Al contrario, sus patrones están controlados conscientemente. Y su función aceptada es servir como un poderoso lenguaje pictórico para la comunicación de la sabiduría tradicional. Esto ya es válido para las llamadas mitologías populares de los pueblos primitivos. El shamán que puede ponerse en trance y el iniciado sacerdote-antílope, no son poco sofisticados por la sabiduría del mundo, ni torpes en los principios de la comunicación por analogía. Las metáforas por las que viven y a través de las cuales operan, han sido cobijadas, buscadas y discutidas por siglos, aun por milenios; han servido a sociedades enteras, y lo que es más, han sido las mantenedoras del pensamiento y de la vida. Los patrones culturales han tomado de ellos su forma. La juventud recibe educación y la vejez sabiduría a través del estudio, la experiencia y el entendimiento de sus formas iniciadoras efectivas. Porque en realidad éstas tocan y ponen en juego las energías vitales de toda la mente humana. Unen el inconsciente a los campos de la acción práctica, no en forma irracional, a manera de una proyección neurótica, sino en tal forma que permita una comprensión madura, seria y práctica del mundo fáctico para que actúe como un control firme en los reinos del deseo y del temor infantiles. Y si eso es cierto de las relativamente sencillas mitologías populares (los sistemas del mito y del ritual por medio de los cuales se sostenían las tribus primitivas cazadoras y pescadoras), ¿qué podría decirse de esas magníficas metáforas cósmicas que se reflejan en las grandes epopeyas homéricas, la Divina Comedia de Dante, el Libro del Génesis y los eternos templos del Oriente? Hasta las décadas más recientes, éstos fueron los soportes de la vida humana y la inspiración de la filosofía, de la poesía y de las artes. Cuando los símbolos heredados han sido retocados por Lao-Tse, Buddha, Zoroastro, Cristo o Mahoma, empleados por un consumado maestro del espíritu como vehículos de la más profunda instrucción moral y metafísica, obviamente nos encontramos más en la presencia de una inmensa conciencia que de una oscuridad.

Y así, para aprehender el valor íntegro de las figuras mitológicas que nos han llegado, debemos entender que no son sólo síntomas del inconsciente (como son todos los pensamientos y actos humanos) sino también declaraciones controladas e intencionadas de ciertos principios espirituales, que han permanecido constantes a través del curso de la historia humana como la forma y la estructura nerviosa de la psique humana en sí misma. Para decirlo en pocas palabras, la doctrina universal enseña que todas las estructuras visibles del mundo —todos los seres y las cosas— son los efectos de una fuerza ubicua de la cual surgen, que los sostiene y los llena durante el período de su manifestación y los devuelve adonde finalmente deben disolverse. Ésta es la fuerza conocida en términos científicos como energía, para los melanesios como mana, para los indios sioux como wakonda, para los hindúes como shakti y para los cristianos como el poder de Dios. Su manifestación en la psique la ha llamado el psicoanálisis libido.[1] Y su manifestación en el cosmos es la estructura y el flujo del universo mismo.

La aprehensión de la fuente de este sustrato del ser, indiferenciado pero particularizado en todas partes; la frustran los mismos órganos por los cuales debe alcanzarse la aprehensión. Las formas de la sensibilidad y las categorías del pensamiento humano,[2] que son en sí mismas manifestaciones de este poder[3] limitan a la mente de tal manera que es normalmente imposible no sólo ver, sino concebir por encima del asombroso espectáculo fenoménico, lleno de color, fluido e infinitamente variado. La función del ritual y del mito es hacer posible y luego facilitar el salto, por medio de la analogía. Las formas y conceptos que la mente y sus sentidos pueden comprender están presentados y arreglados de tal manera que sugieran una verdad o la amplitud trascendente. Luego, cuando se han dado las condiciones para la meditación, se deja solo al individuo. El mito es sólo lo penúltimo, lo último es esa amplitud, ese vacío o ser, por encima de las categorías,[4] en el cual la mente debe sumergirse sola y ser disuelta. Por lo tanto, Dios y los dioses sólo son medios convenientes, en sí mismos, de la naturaleza del mundo de los nombres y las formas, aunque elocuentes de lo inefable y finalmente conductores a él. Son simplemente símbolos para mover y despertar la mente y para sobrepasarla en sí mismos.[5]

El cielo, el infierno, la edad mitológica, el Olimpo y todas las otras habitaciones de los dioses son interpretadas por el psicoanálisis como símbolo del inconsciente. La clave para los modernos sistemas de interpretación psicológica es por lo tanto la siguiente: el reino metafísico = el inconsciente: “Porque —como Jesús lo dice— el reino de Dios está dentro de vosotros”.[6] Por supuesto, el paso de la superconsciencia al estado de inconsciencia es precisamente el significado de la imagen bíblica de la Caída. La constricción de la conciencia, a la cual debemos el hecho de que no vemos la fuente del poder universal, sino sólo las formas fenoménicas que son reflejos de ese poder, convierte la superconsciencia en inconsciencia y en el mismo instante y por el mismo hecho, crea el mundo. La redención consiste en el regreso a la superconsciencia y, por lo tanto, a la disolución del mundo. Éste es el gran tema y fórmula del ciclo cosmogónico, la imagen mítica de la llegada del mundo a la manifestación, y el subsecuente regreso a la condición de no manifestación. Igualmente, el nacimiento, la vida y la muerte del individuo, pueden ser considerados como el descenso a la inconsciencia y el regreso. El héroe es aquel que, mientras vive, sabe y representa los llamados de la superconsciencia que a través de la creación es más o menos inconsciente. La aventura del héroe representa el momento de su vida en que alcanza la iluminación, el momento nuclear en que, todavía vivo, encuentra y abre el camino de la luz por encima de los oscuros muros de nuestra muerte en vida.

Y así sucede que los símbolos cósmicos se presentan con el espíritu de una paradoja sublime que aturde al pensamiento. El reino de Dios está dentro y también fuera; Dios, sin embargo, no es sino un medio conveniente de despertar al alma, la princesa dormida. La vida es su sueño y la muerte es su despertar. El héroe, que despierta su propia alma, no es en sí mismo sino el medio conveniente de su propia disolución. Dios, aquel que despierta el alma es, por lo tanto, su propia e inmediata muerte.

Tal vez el más elocuente símbolo posible de este misterio es el dios crucificado, el dios que ofrece “su persona a sí mismo”.[7] Leído en un sentido, el significado es el paso del héroe fenoménico a la superconsciencia: el cuerpo con sus cinco sentidos —como el Príncipe Cinco Armas adherido al del Cabello Pegajoso— cuelga de la cruz del conocimiento de la vida y de la muerte, clavado en cinco lugares (las dos manos, los dos pies y la cabeza coronada de espinas).[8] Pero también Dios ha descendido voluntariamente y ha tomado para sí mismo esta fenoménica agonía. Dios asume la vida del hombre y el hombre libera al Dios de sí mismo en el punto medio de los brazos en cruz de la misma “coincidencia de los contrarios”,[9] la misma puerta del sol a través de la cual Dios desciende y el Hombre asciende, cada uno como alimento del otro.[10]

Por supuesto, el estudioso moderno puede enfocar estos símbolos como lo desee, ya sea como síntoma de ignorancia de los otros, o como un signo de la propia; ya sea en términos de una reducción de la metafísica a la psicología o viceversa. La forma tradicional fue la de meditar en los símbolos en ambos sentidos. De cualquier modo, son metáforas explícitas del destino del hombre, de su esperanza, de su fe y de su oscuro misterio.