Si el héroe en su triunfo gana la bendición de la diosa o del dios y luego es explícitamente comisionado a regresar al mundo con algún elixir para la restauración de la sociedad, el último estadio de su aventura está apoyado por todas las fuerzas de su patrono sobrenatural. Por otra parte, si el trofeo ha sido obtenido a pesar de la oposición de su guardián, o si el deseo del héroe de regresar al mundo ha sido resentido por los dioses o los demonios, el último estadio del círculo mitológico se convierte en una persecución agitada y a menudo cómica. Esta fuga puede complicarse con milagrosos obstáculos y evasiones mágicas.
Los galeses hablan, por ejemplo, del héroe Gwion Bach, quien se encontró en la Tierra bajo las Ondas. Específicamente, estaba en el fondo del lago Bala en Merionetshire, al norte de Gales. En el fondo de ese lago vivía un viejo gigante, Tegid el Calvo, con su esposa Caridwen. Esta última en uno de sus aspectos era la protectora del grano y de las cosechas abundantes y en otro la diosa de la poesía y de las letras. Poseía una enorme marmita y deseaba preparar en ella un filtro de ciencia y de inspiración. Con la ayuda de libros de nigromancia compuso un brebaje negro que luego colocó sobre el fuego para que se cocinara durante un año y al final de dicho período deberían obtenerse tres gotas benditas de la gracia de la inspiración.
Y ella le encargó a nuestro héroe, Gwion Bach, que revolviera el caldero y a un ciego, llamado Morda, que conservara vivo el fuego, “y les encargó que no permitieran que dejara de hervir por el espacio de un año y un día. Y ella misma, de acuerdo con los libros de los astrónomos y en horas planetarias, se ocupaba de recoger diariamente todas las hierbas dotadas de poderes mágicos. Y un día, hacia el final del año, cuando Caridwen estaba cortando plantas y haciendo hechizos, sucedió que tres gotas del licor encantado saltaron del caldero y cayeron sobre el dedo de Gwion Bach. Como estaban muy calientes, se llevó el dedo a la boca y desde el instante en que probó las milagrosas gotas, pudo prever todo lo que iba a suceder y percibió que su principal cuidado debería ser guardarse de las astucias de Caridwen, porque grandes eran sus habilidades. Lleno de terror, huyó hacia su país natal. El caldero se partió en dos, porque todo el líquido que contenía era venenoso con excepción de las tres gotas encantadas; por eso los caballos de Gwyddno Garanhir fueron envenenados por el agua del arroyo por el cual corrió el líquido del caldero y la confluencia de ese arroyo fue llamada desde ese momento Veneno de los Caballos de Gwyddno.
Cuando regresó Caridwen, vio que se había perdido el trabajo de todo un año. Tomó un pedazo de madera y golpeó al ciego Morda en la cabeza hasta que uno de sus ojos saltó sobre su mejilla. Él le dijo: ‘Injustamente me habéis desfigurado, porque soy inocente. Vuestra pérdida no fue causada por mí.’ ‘Dices la verdad —dijo Caridwen—, fue Gwion Bach quien me robó.’
Y se lanzó en su persecución. Cuando él la vio se convirtió en liebre y huyó. Pero ella se convirtió en lebrel y estuvo a punto de alcanzarlo. Entonces él corrió hacia un río y se convirtió en pez. Y ella lo persiguió bajo el agua convertida en nutria hasta que él se vio obligado a convertirse en pájaro y volar. Y ella, bajo la forma de halcón lo siguió y no le dio descanso en el cielo. Y cuando estaba a punto de apresarlo y él sintió el temor de la muerte, descubrió un montón de trigo en un granero y se convirtió en uno de los granos. Entonces ella se transformó en una gallina negra de alta cresta, se dirigió al trigo, escarbó con sus patas, encontró el grano y se lo tragó. Y entonces, dice la historia, lo llevó en el vientre nueve
meses y cuando lo parió no tuvo fuerza para matarlo, por gran belleza. De manera que lo metió en una bolsa de cuero y lo tiró al mar; a la misericordia de Dios, un día Veintinueve de abril.”[3]
La fuga es el episodio favorito del cuento popular, en el cual se desarrolla bajo muchas divertidas formas.
Los Buriat de Irkutsk (Siberia), por ejemplo, afirman que Morgon-Kara, su primer shamán, era tan competente que podía atraer las almas de los muertos. Por ese motivo, el Señor de los Muertos se quejó al Alto Dios del Cielo, y Dios decidió poner a prueba al shamán. Tomó posesión del alma de cierto hombre y la metió en una botella, cubriendo la boca con la yema de su pulgar. El hombre enfermó y sus parientes mandaron por Morgon-Kara. El shamán buscó por todas partes el alma que faltaba. Buscó por el bosque, por las aguas, por los desfiladeros de las montañas, la tierra de los muertos, y al fin subió, “montado en su tambor”, al mundo de arriba, en donde fue forzado a buscar por un largo tiempo. Entonces observó que el Alto Dios del Cielo tenía una botella tapada con la yema de su pulgar y reflexionando sobre esa circunstancia, cayó en la cuenta de que dentro de la botella estaba el alma que él había venido a buscar. El astuto shamán se convirtió en avispa. Voló hacia Dios y le dio un aguijonazo tan fuerte en la frente, que le hizo quitar el pulgar de la abertura y la cautiva huyó. Antes de que Dios pudiera evitarlo, ya iba el shamán Morgon-Kara sentado en su tambor y camino a la tierra con el alma recobrada. La fuga en este caso, sin embargo, no fue enteramente triunfante. Terriblemente indignado, Dios disminuyó para siempre el poder del shamán partiendo su tambor en dos. Por eso los tambores de los shamanes, que originalmente (de acuerdo con la historia de los Buriat) tenían dos parches de cuero, desde ese día tienen sólo uno.[4]
Una variedad popular de la huida mágica es aquella en que se dejan abandonados objetos que hablan del fugitivo y así retardan la persecución. Un cuento maorí de Nueva Zelanda habla de un pescador que un día, al llegar a su casa, descubrió que su mujer se había tragado a sus dos hijos. Ella yacía en el suelo quejándose. Él le preguntó qué le pasaba y ella declaró que estaba enferma. Él quiso saber dónde estaban los dos muchachos y ella le dijo que se habían ido. Pero él supo que ella mentía. Con su magia, la obligó a vomitarlos y ellos salieron vivos y enteros. Después el hombre tuvo miedo de su esposa y decidió escapar de ella tan pronto como pudiera, junto con los muchachos.
Cuando la ogresa fue a buscar agua, el hombre, con su magia, hizo que el agua bajara y se alejase de ella, de modo que tuviera que caminar una considerable distancia. Luego, por medio de gestos, ordenó a las chozas, a los macizos de árboles que crecían cerca del pueblo, a los basureros y al templo en lo alto de la colina que respondieran por él cuando su esposa regresara y lo llamara. Se dirigió con los muchachos a su canoa y se hicieron a la vela. La mujer regresó y, como no los encontró, empezó a llamarlos. Primero contestó el basurero. Ella fue en esa dirección y los llamó otra vez. Las casas contestaron, luego los árboles. Uno detrás de otro, los diversos objetos de la vecindad le respondieron y ella corría, cada vez con más azoro, en cada dirección. Se cansó, empezó a jadear y a sollozar y, al fin, cayó en la cuenta de lo que le habían hecho. Se apresuró a subir al templo en lo alto de la colina y miró hacia el mar, donde la canoa era apenas una mancha en el horizonte.[5]
Otra bien conocida variedad de la huida mágica es aquella en que el héroe que huye echa tras de sí una serie de obstáculos. “Dos hermanitos estaban jugando cerca de una fuente y repentinamente cayeron en ella. Había adentro una bruja del agua y la bruja les dijo: ‘Ahora os tengo. Os haré trabajar para mí.’ Y se los llevó con ella. A la niñita le dio a hilar un copo de lino sucio y la hizo sacar agua de una poza sin fondo. El niño tenía que hacer leña con un hacha mellada. Y todo lo que les daba de comer eran mendrugos duros como piedras. Finalmente los niños perdieron la paciencia y esperaron un domingo en que la bruja fuera a la iglesia, y escaparon. Cuando la misa se acabó, la bruja descubrió que los pájaros habían volado y los persiguió con poderosos saltos.
Pero los niños la espiaron desde lejos y la niña dejó caer un cepillo para el pelo que se convirtió inmediatamente en una gran montaña peluda con miles y miles de filamentos sobre los cuales la bruja podía difícilmente trepar; sin embargo, lo hizo. Tan pronto como los niños la vieron, el niño tiró un peine que inmediatamente se convirtió en una montaña en forma de peine con mil veces mil picos, pero la bruja supo cómo evadirlos y finalmente los atravesó. Luego, la niña tiró un espejo que se convirtió en una montaña espejo que era tan lisa que la bruja no pudo escalarla. Entonces pensó: ‘Regresaré a casa corriendo a buscar mi hacha y partiré en dos la montaña espejo.’ Pero cuando regresó y rompió el cristal, los niños ya estaban muy lejos y la bruja del agua tuvo que regresar a su fuente.”[6]
Las fuerzas del abismo no deben ser retadas con ligereza. En el Oriente se da mucha importancia al peligro de llevar a cabo las psicológicamente perturbadoras prácticas del yoga sin una supervisión competente. Las meditaciones del neófito deben ajustarse a sus progresos, de manera que la imaginación sea defendida en cada uno de sus pasos por devatas (deidades adecuadas, visiones) hasta que llegue el momento en que el espíritu preparado pueda avanzar solo. Como observa sabiamente el doctor Jung: “La función incomparablemente útil del símbolo dogmático [es que] protege a la persona de la experiencia directa de Dios en tanto que esa persona no se exponga en forma perjudicial. Pero si… deja su hogar y familia, vive mucho tiempo solo, mira demasiado profundamente en el espejo oscuro, entonces el tremendo suceso del encuentro puede caer sobre él. Aun entonces el símbolo tradicional, llegado a la madurez a través de los siglos, puede operar como corriente cicatrizante y hacer cambiar de rumbo la fatal incursión de la divinidad viva hacia los consagrados recintos de la iglesia.”[7] Los objetos mágicos que deja caer el héroe impulsado por el pánico —interpretaciones protectoras, principios, símbolos, racionalizaciones, todo— retrasan y absorben la fuerza del Lebrel del Cielo en movimiento, permitiendo que el aventurero se ponga a salvo, tal vez con la posesión de un don. Pero los esfuerzos requeridos no son siempre ligeros.
Una de las más asombrosas fugas con obstáculos es la del héroe griego Jasón. Había decidido ganar el Vellocino de Oro. Después de hacerse a la mar en el magnífico Argos con una gran compañía de guerreros, navegó en dirección al Mar Negro y aunque retrasado por muchos fabulosos peligros, llegó al fin, muchas millas más allá del Bósforo, a la ciudad y al palacio del rey Aetes. Detrás del palacio estaban el bosque y el árbol del premio guardado por un dragón.
La hija del rey, Medea, concibió una pasión desenfrenada por el ilustre visitante extranjero y cuando el rey le impuso una tarea imposible como precio por el Vellocino de Oro, ella compuso hechizos que lo ayudaron a triunfar. La tarea consistía en arar cierto campo utilizando toros de aliento llameante y pies de bronce; luego, sembrar el campo con dientes de dragón y matar a los hombres armados que inmediatamente habrían de brotar de tal semilla. Pero con el cuerpo y la armadura ungidos con los hechizos de Medea, Jasón dominó a los toros; y cuando el ejército nació de la simiente del dragón, tiró una piedra en medio de ellos, que los hizo volverse y enfrentarse, de manera que se mataron los unos a los otros.
La enamorada joven condujo a Jasón a la encina de la cual colgaba el Vellocino de Oro. El dragón que la guardaba tenía cresta, una lengua de tres puntas; unas fauces con terribles colmillos encorvados; pero con el jugo de cierta hierba la pareja hizo dormir al formidable monstruo. Cuando Jasón se apoderó del premio, Medea huyó con él y el Argos se hizo a la mar. Pero en seguida el rey salió en su persecución. Cuando Medea vio que los veleros de su padre los alcanzaban, persuadió a Jasón para que matara a Aspirtos, su joven hermano que había huido con ella, y tirara al mar los pedazos del cuerpo desmembrado. Esto forzó al rey Aetes, su padre, a detenerse para rescatar los restos y regresar a tierra a hacerles un funeral digno. Mientras tanto, el Argos voló con el viento y se perdió de vista.[8]
En las “Crónicas de asuntos antiguos” de los japoneses aparece otra tremenda fábula, pero de muy diferente sentido: la del descenso al mundo subterráneo de Izanagi, el padre original de todas las cosas, para recobrar de la tierra del Arroyo Amarillo a su difunta hermana y esposa Izanami. Ella fue a recibirlo a la puerta del mundo inferior y él le dijo: “¡Oh tú, mi augusta y hermosa hermana menor! ¡Las tierras que tú y yo hemos hecho no están terminadas todavía. Regresa!” Ella contestó: “Es lamentable que no hubieras venido antes. He comido el alimento de la tierra del Arroyo Amarillo. Sin embargo, como estoy subyugada por el honor de la entrada aquí de mi augusto y hermoso hermano mayor, deseo regresar. Discutiré el asunto privadamente con las deidades del Arroyo Amarillo. ¡Sé cuidadoso. No me mires!”
Se retiró dentro del palacio, pero como permaneciera allí mucho tiempo, él no pudo esperar más. Rompió uno de los dientes del peine que estaba metido en el augusto lado izquierdo de su cabello y después de haberlo encendido como una pequeña antorcha, entró y miró. Lo que vio fue un enjambre de gusanos y a Izanami pudriéndose. Aterrorizado por la visión. Izanagi huyó. Izanami dijo: “Me has puesto en vergüenza.”
Izanami mandó en su persecución a la Mujer Fea del mundo inferior. Izanagi, en plena fuga, tomó el negro tocado de su cabeza y lo arrojó al suelo. Instantáneamente se convirtió en uvas y mientras su persecutora se detenía a comerlas, continuó su camino. Ella reanudó la persecución y estaba a punto de alcanzarlo. Él tomó del lado derecho de su cabello un peine con muchos y muy apretados dientes, lo rompió y lo arrojó al suelo. Instantáneamente se convirtió en retoños de bambú y ella se detuvo a comerlos; mientras tanto, él huyó.
Entonces su hermana menor mandó en su persecución las ocho deidades del trueno con mil quinientos guerreros del Arroyo Amarillo. Él blandió el sable de diez empuñaduras que augustamente portaba y avanzó haciendo molinetes detrás de él. Pero los guerreros seguían persiguiéndolo. Al llegar a la frontera entre el mundo de los vivos y la tierra del Arroyo Amarillo, tomó tres duraznos que allí crecían, esperó y cuando el ejército se le vino encima, los tiró. Los duraznos del mundo de los vivos hirieron a los guerreros de la tierra del Arroyo Amarillo, quienes se volvieron y huyeron.
Finalmente, se presentó en persona la augusta Izanami. Él tomó una roca que habría necesitado de mil hombres para levantarla y con ella cerró el camino. Con la roca entre ellos, de pie uno frente al otro cambiaron impresiones. Izanami dijo: “Mi augusto y hermoso hermano mayor, si te comportas así, causaré cada día la muerte de mil personas en tu reino.” Izanagi contestó: “Mi augusta y hermosa hermana menor, si haces eso, haré que cada día paran mil quinientas mujeres.”[9]
Habiendo avanzado un paso más allá de la esfera creadora de Izanagi, el padre de todas las cosas, para entrar en el campo de la disolución, Izanami había tratado de proteger a su hermano-esposo. Cuando hubo visto más de lo que debía ver, él perdió la inocencia de la muerte, pero con su augusta voluntad de vivir, levantó en forma de poderosa roca ese velo protector que todos hemos sostenido, desde entonces, entre nuestros ojos y la tumba.
El mito griego de Orfeo y Eurídice, y cientos de fábulas análogas de todo el mundo sugieren, como esta antigua leyenda del Lejano Oriente, que a pesar del evidente fracaso existe una posibilidad del retorno del amante con su perdido amor desde el otro lado del umbral terrible. Es siempre una pequeña falta, un síntoma ligero pero crítico de la fragilidad humana, lo que hace imposible una relación abierta entre los dos mundos; de manera que se siente la tentación de creer que si pudiera evitarse ese pequeño y malogrado incidente, todo marcharía bien. En las versiones polinesias de la historia en que la pareja usualmente logra escapar y en la tragedia griega Alcestes, en que también hay un feliz retorno, el efecto no es reafirmativo sino sólo sobrehumano. Los mitos del fracaso nos emocionan con la tragedia de vivir, pero los del éxito sólo por lo increíbles. Sin embargo, si el monomito cumpliera lo que promete, no es el fracaso humano ni el éxito sobrehumano lo que habría de mostrarnos, sino el éxito humano. Ése es el problema de la crisis en el umbral del regreso. Primero habremos de buscar en ella los símbolos sobrehumanos y luego buscaremos la enseñanza práctica para el hombre histórico.