4. La reconciliación con el padre

“El Arco de la Ira de Dios está tenso, y la Flecha preparada en la Cuerda. Y la Justicia apunta la Flecha hacia tu Corazón y tira de la Cuerda; y eso no es más que un puro Placer de Dios, de un Dios enfurecido, sin ninguna Promesa u Obligación, y hace esperar a la Flecha un Momento antes de que se embriague de tu Sangre…”

Con estas palabras Jonathan Edwards amenazaba a los corazones de su congregación de Nueva Inglaterra, revelándoles, en toda su crudeza, el aspecto de ogro del padre. Los clavaba en los bancos de la iglesia, con imágenes de orden mitológico, porque aunque los puritanos se prohíben las imágenes grabadas él se permitía las verbales. “La Ira —decía Jonathan Edwards con voz de trueno—, la Ira de Dios es como las grandes Aguas que se represan ahora: crecen más y más, y se levantan más y más alto hasta que encuentran un Desaguadero; y mientras más se detiene su Corriente, más rápido y poderoso es su Curso cuando encuentra salida. Es verdad que el Juicio contra vuestras Acciones malvadas no ha sido ejecutado todavía; las Corrientes de la Venganza de Dios se han detenido; pero vuestra Culpa crece mientras tanto, y cada Día atesoráis más Ira; las Aguas crecen continuamente y corren con más y más fuerza; y es sólo el puro Placer de Dios el que detiene esas Aguas, que luchan por correr, y quieren seguir adelante. Si Dios retirara su Mano de la puerta que las sostiene, inmediatamente se abriría y las feroces Corrientes de la Ferocidad de la Ira de Dios se abalanzarían con una Furia inconmensurable, y caerían sobre vosotros con Fuerza omnipotente, y aunque vuestra Fuerza fuera Diez mil Veces mayor de lo que es, o Diez mil Veces más grande que la del más robusto y grande Diablo del Infierno, no habría nada que pudiera resistirla o soportarla…”

Habiéndolos amenazado con el elemento del agua, el pastor Jonathan se volvía a la imagen del fuego. “El Dios que os sostiene sobre el Pozo del Infierno, así como se sostiene una Araña o algún Insecto despreciable sobre el Fuego, os aborrece y ha sido provocado tremendamente; su Ira hacia vosotros arde como el Fuego; os mira como si sólo fuerais Merecedores de consumiros en el Fuego; tiene los Ojos demasiado puros para teneros ante su Vista; vosotros sois Diez mil Veces más abominables a sus ojos, que la más horrible Serpiente venenosa es a los vuestros. Lo habéis ofendido infinitamente más que Rebelde contumaz alguno a su Príncipe; y sin embargo, no hay nada sino su Mano para impediros caer en el Infierno en cualquier Momento…

Oh Pecadores… colgáis de un Hilo delgado, con las Llamas de la Ira Divina cercándolo cada vez más, y preparadas para deshacerlo y quemarlo, y no tenéis Interés en hallar un Interventor, y nada que mostrar para salvaros, nada para guardaros de las Llamas de la Ira, nada vuestro, nada que hubierais hecho, nada que pudierais hacer para inducir a Dios a que os perdone por un Momento más…”

Luego, al final, la gran imagen resolutoria del segundo nacimiento, sólo por un instante, sin embargo:

“Así estáis todos los que no habéis pasado nunca por un gran Cambio de Corazón, por voluntad de la Poderosa Fuerza del Espíritu de Dios sobre sus almas, todos los que no han nacido de nuevo, convirtiéndose en Creaturas nuevas, y no se han levantado de la muerte en el Pecado a un nuevo Estado, hasta entonces no experimentado, de Luz y Vida (lo que puede suceder aunque hayáis reformado vuestra Vida en muchas Cosas, y hayáis tenido sentimientos Religiosos, y conservéis una Forma de Religión en vuestras Familias y Habitaciones y en la Casa de Dios, y seáis estrictos en ella) están en las manos de un Dios airado; no es sino su pura Complacencia lo que impide que en este Momento seáis tragados por una Destrucción sinfín…”[45]

La “pura complacencia de Dios” que defiende al pecador de la flecha, del agua, de las llamas, es lo que se llama en el vocabulario tradicional del cristianismo “misericordia” de Dios; y la “poderosa fuerza del espíritu de Dios” que tiene poder de cambiar los corazones, es la “gracia” de Dios. En la mayor parte de las mitologías, las imágenes de misericordia y de gracia, se dan en forma tan vívida como las de la justicia y la ira, de manera que se mantiene el equilibrio y el corazón recibe más apoyo que castigo en su camino. “¡No temáis!”, dice el gesto de la mano del dios Shiva, mientras baila ante sus devotos la danza de la destrucción universal.[46] “No temáis porque todo permanece en Dios. Las formas que vienen y van, una de las cuales es vuestro cuerpo, son los reflejos de mis miembros que bailan. Conocedme totalmente, y nada habréis de temer.” La magia de los sacramentos (hecha efectiva por la pasión de Jesucristo o en virtud de las mediaciones del Buddha), la fuerza protectora de los amuletos y encantos primitivos y los ayudantes sobrenaturales de los mitos y cuentos de hadas del mundo, son las seguridades que recibe el hombre de que la flecha, las llamas y la corriente no son tan brutales como parecen.

Porque el aspecto de ogro del padre es un reflejo del propio ego de la víctima, derivado de la sensacional escena infantil que se ha dejado atrás, pero que ha sido proyectada para el futuro; y la fijación idólatra de esa pedagógica no-cosa es en sí misma la falta que hace permanecer al individuo penetrado de la esencia del pecado, impidiendo que su espíritu potencialmente adulto llegue a tener una visión más realista y más equilibrada del padre, y por ende del mundo. La reconciliación no consiste sino en el abandono de ese doble monstruo generado por el individuo mismo; el dragón que se piensa como Dios (superego)[47] y el dragón que se piensa como Pecado (el id reprimido). Pero esto requiere abandonar la unión al yo mismo y eso es lo difícil. El individuo debe tener fe en la misericordia del padre y debe confiar en esa misericordia. Por lo tanto, el centro de la creencia se traslada fuera del apretado anillo del dios demoníaco, y los ogros temibles desaparecen.

Es en esta prueba donde se abre la posibilidad de que el héroe derive esperanza y seguridad de la figura femenina protectora, por cuya magia (los encantos del polen o su fuerza de intercesión) es protegido al través de todas las aterradoras experiencias de la iniciación en el padre que hace desfallecer al ego. Porque ya que es imposible confiar en el rostro aterrador del padre, la fe del individuo debe centrarse en otra parte (la Mujer Araña, la Madre Bendita) y con la seguridad de esa ayuda, el individuo soporta la crisis, sólo para descubrir, al final, que el padre y la madre se reflejan el uno al otro y que son en esencia los mismos.

Cuando los Guerreros Gemelos de los Návajo se separaron de la Mujer Araña, llevando sus consejos y sus amuletos protectores, habían recorrido el camino entre las rocas que aplastaban, las cañas que rompían en pedazos, los cactos que deshacían y las arenas ardientes, y por fin llegaron a la casa del Sol, su padre. La puerta estaba vigilada por dos osos, que se levantaron y gruñeron, pero las palabras que la Mujer Araña había enseñado a los muchachos hicieron que los animales se aplacaran. Después de los osos, los amenazaron una pareja de serpientes, luego vientos y luego relámpagos, que eran los guardianes del último umbral.[48] Todos se aplacaron, sin embargo, con las palabras que ellos habían aprendido.

Construida de turquesas, la casa del Sol era grande y cuadrada y estaba en la playa de un enorme océano. Los jóvenes entraron en ella, y vieron a una mujer sentada en el lado oeste, a dos hermosos mancebos en el sur, y a dos hermosas doncellas en el norte. Las doncellas se levantaron sin decir palabra, envolvieron a los recién llegados en cuatro coberturas celestes y los colocaron en un estante. Los jóvenes permanecieron quietos. Después un llamador que colgaba sobre la puerta sonó cuatro veces y una de las doncellas dijo: “Ha llegado nuestro padre.”

El portador del sol entró en su casa, se quitó el sol de la espalda y lo colgó en un perchero en la pared oeste del cuarto, donde se sacudió y resonó por un rato haciendo: ¡Tla-tla!, ¡tla!, ¡tla! Se volvió a la mujer de más edad y preguntó enojado: “¿Quiénes son esos dos que entraron hoy aquí?” Pero la mujer no contestó. Los jóvenes se miraban uno a otro. El portador del sol repitió su pregunta cuatro veces con gran furia, hasta que la mujer le dijo: “Sería bueno que no hablaras demasiado. Dos jóvenes llegaron hoy, buscando a su padre. Me has dicho que no haces visitas cuando sales y que no conoces otra mujer más que yo. Entonces, ¿de quién son hijos éstos?” Señaló al bulto que estaba en el estante y los muchachos sonrieron significativamente el uno al otro.

El portador del sol desató las cuatro vestiduras (la del amanecer, la del cielo azul, la de la luz amarilla de la tarde, y la de la oscuridad), y los jóvenes cayeron al suelo. Inmediatamente se apoderó de ellos. Ferozmente los arrojó sobre unos grandes clavos afilados de nácar que estaban en el oriente. Los muchachos apretaron con fuerza las plumas de la vida y rebotaron. El hombre los arrojó de nuevo a unos clavos de turquesa que estaban en el sur, a otros de haliotis en el oeste y a otros de roca negra en el norte.[49] Los muchachos apretaron fuertemente las plumas de la vida y rebotaron. “Quisiera que fuera cierto —dijo el sol— que fueran mis hijos”.

El padre terrible trató entonces de ahogar a los jóvenes en una cámara de vapor demasiado calentada. Ellos recibieron la ayuda de los vientos, quienes les dieron, para que se escondieran, un lugar de protección dentro de la cámara. “Sí, son mis hijos”, dijo el Sol cuando salieron, pero era mentira, porque planeaba una nueva trampa. La prueba final consistía en fumar una pipa llena de veneno. Un gusano peludo previno a los muchachos y les dio algo para que se lo pusieran dentro de la boca. Fumaron la pipa sin recibir ningún daño, pasándosela entre ellos hasta que se acabó. Hasta dijeron que tenía un dulce sabor. El Sol estaba orgulloso y completamente satisfecho. “Ahora, hijos míos —preguntó—, ¿qué queréis de mí? ¿Por qué me habéis buscado?” Los Héroes Gemelos habían ganado la completa confianza del Sol, su padre.[50]

La necesidad de que el padre sea muy cuidadoso, y de que admita en su casa sólo a aquellos que han sido completamente probados, queda ilustrada por la desgraciada experiencia del joven Faetón, descrita en una famosa fábula griega. Nacido de una virgen en Etiopía y azuzado por sus compañeros para que buscara a su padre, atravesó Persia y la India para llegar al palacio del Sol, porque su madre le había dicho que su padre era Febo, el dios que guiaba el carro del Sol.

“El palacio del Sol estaba en las alturas sostenido por elevadas columnas, lleno de reflejos de oro y de bronce que brillaban como el fuego. Los techos estaban coronados de marfil pulido; irradiaban las puertas dobles de plata bruñida. Y lo artístico del trabajo superaba la belleza de los materiales.”

Faetón subió por el camino y llegó hasta la casa. Allí descubrió a Febo sentado en un trono de esmeraldas, rodeado de las Horas y de las Estaciones, del Día, el Mes, el Año y el Siglo. El atrevido joven se detuvo en el umbral, pues sus ojos mortales no podían soportar la luz; pero el padre, gentilmente, le habló a través del vestíbulo.

“¿Por qué has venido? —preguntó—. ¿Qué buscas, oh Faetón, hijo que ningún padre negaría?”

El joven respondió respetuosamente: “Oh padre mío (si me dais el derecho de llamaros así) ¡Febo! ¡Luz del mundo entero! Dadme una prueba, padre mío, por la cual todos sepan que soy vuestro verdadero hijo.”

El gran dios se quitó su corona deslumbrante y dijo al joven que se acercara. Lo tomó entre sus brazos. Luego le prometió, sellando la promesa con un juramento, que cualquier prueba que deseara le sería concedida.

Lo que Faetón deseaba era el carro de su padre, y el derecho de guiar los caballos alados por un día.

“Esa petición —dijo el padre— demuestra que he prometido con demasiada prisa”. Hizo alejar un poco al muchacho y trató de disuadirlo. “En tu ignorancia —le dijo— pides más de lo que puede darse, no sólo a ti sino a los dioses. Cada uno de los dioses puede hacer lo que desee, sin embargo, ninguno, salvo yo, puede guiar mi carro de fuego; no, ni siquiera Zeus.”

Febo razonaba, pero Faetón no cedía. Incapaz de retirar su juramento, el padre retardaba el cumplimiento tanto como el tiempo se lo permitía, pero finalmente se vio forzado a conducir a su obstinado hijo al carro prodigioso: el carro tenía los ejes y las varas de oro, las ruedas adornadas de oro y con su anillo de clavos de plata. El yugo estaba afianzado con crisolitas y joyas. Las Horas sacaron a los cuatro caballos de los altos establos y los caballos respiraban fuego y habían comido aliento ambrosiaco. Los colocaron en las resonantes bridas y los grandes animales pateaban las barras. Febo frotó la cara de Faetón con un ungüento para protegerlo contra las llamas y luego colocó en su cabeza la radiante corona.

“Si, por lo menos, quisieras obedecer las advertencias de tu padre —aconsejó la divinidad—, procurarías no usar del látigo y tirar de las riendas fuertemente. Los caballos van siempre muy de prisa sin necesidad de apurarlos. No sigas el camino directamente a través de las cinco zonas del cielo, en la bifurcación vuélvete a la izquierda, te será fácil ver las huellas de mis ruedas. Además, para que el cielo y la tierra tengan igual calor, cuida de no subir ni bajar demasiado; si subes mucho quemarás los cielos y si bajas demasiado incendiarás la tierra. El camino de en medio es el más seguro.

Pero, apresúrate. Mientras hablo, la noche ha llegado a su meta en la playa de occidente. Nos llaman. Mira, brilla el amanecer. Muchacho, que la Fortuna te guíe y te conduzca mejor de lo que lo harías tú mismo. He aquí las riendas.”

Tetis, la diosa del mar, abrió las rejas, y los caballos dando un brinco echaron a correr violentamente; hendieron las nubes con sus cascos; batieron el aire con sus alas, corrieron más de prisa que los vientos que se levantaban de la misma parte de oriente. Inmediatamente, pues el carro iba tan ligero sin su acostumbrado peso, el carro empezó a mecerse como un barco sin lastre entre las olas. El conductor, aterrorizado, olvidó las riendas y no supo nada del camino. Remontándose en forma enloquecida, los caballos alcanzaron las alturas del cielo y llegaron a las más remotas constelaciones. La Osa Mayor y la Osa Menor se chamuscaron. La Serpiente que yace enrollada cerca de las estrellas polares se calentó y con el calor se enfureció peligrosamente. El Boyero voló, cargado con su arado. El Escorpión atacó con su cola.

El carro, después de haber corrido por algún tiempo entre desconocidas regiones del aire, atropellando a las estrellas, golpeó locamente las nubes cercanas a la tierra, y la Luna pudo ver con gran asombro a los caballos de su hermano corriendo debajo de los suyos. Las nubes se evaporaron. La tierra se inflamó. Las montañas ardían y las ciudades perecían dentro de sus muros, las naciones quedaron reducidas a cenizas. Fue entonces cuando el pueblo de Etiopía se volvió negro porque la sangre fue atraída a la superficie de sus cuerpos por el calor. Libia se convirtió en un desierto. El Nilo corrió aterrorizado a los confines de la Tierra y todavía tiene escondida la cabeza.

La Madre Tierra, protegiéndose el rostro quemado con la mano, ahogándose con el humo caliente, levantó su gran voz y llamó a Zeus, el padre de todas las cosas, para que salvara su mundo. “¡Mira! —le gritó—. Los cielos están abrasados de polo a polo. ¡Gran Zeus, si el mar perece, y la tierra, y todos los reinos del cielo, querrá decir que habremos regresado al caos del principio! ¡Piensa! ¡Piensa en ello por la salvación de nuestro universo! ¡Salva de las llamas lo que queda!”

Zeus, el Padre Todopoderoso, llamó rápidamente a los dioses para que atestiguaran que todo se perdería a menos que se tomara rápidamente alguna medida. Entonces se apresuró a llegar al Cénit, tomó un rayo con su mano derecha y lo lanzó desde muy cerca de su oído. El carro se sacudió, los caballos, aterrorizados, se desbocaron; y Faetón, con los cabellos incendiados, descendió como una estrella que cae. Y el río Po recibió su cuerpo calcinado.

Las náyades de la región lo enterraron y le pusieron este epitafio:

Aquí yace Faetón; viajó en el carro de Febo,

y aunque su fracaso fue grande,

más grande fue su atrevimiento.[51]

Esta fábula del padre indulgente ilustra la antigua idea de que cuando los papeles de la vida son asumidos por los impropiamente iniciados sobreviene el caos. Cuando el niño sobrepasa el idilio con el pecho materno y vuelve a enfrentarse con el mundo de la acción adulta especializada, pasa, espiritualmente, a la esfera del padre, que se convierte, para su hijo, en la señal del trabajo futuro, y para su hija, en el futuro marido. Lo sepa o no, y sin importar cuál sea su posición en sociedad, el padre es el sacerdote iniciador a través del cual el adolescente entra a un mundo más amplio. Y así como antes la madre ha representado el “bien” y el “mal”, ahora eso mismo es el padre, pero con esta complicación: que hay un nuevo elemento de rivalidad en el cuadro: el hijo contra el padre por el dominio del universo, y la hija contra la madre para ser el mundo dominado.

La idea tradicional de la iniciación se combina con una introducción del candidato a las técnicas, deberes y prerrogativas de su vocación, con un reajuste radical de sus relaciones emocionales con las imágenes paternas. El mistagogo (el padre o el sustituto del padre) debe confiar los símbolos del oficio sólo a un hijo que ha sido purgado en forma efectiva de todos los inapropiados lastres infantiles, y para quien el ejercicio impersonal, y justo de los poderes

no habrá de ser impedido por motivos inconscientes (o tal vez conscientes y racionalizados) de engrandecimiento del yo, de preferencia personal o de resentimiento. Idealmente, el investido ha sido despojado de su humanidad y representa una fuerza cósmica impersonal. Es que ha nacido dos veces: ahora se ha convertido en el padre. Y ahora tiene el poder, en consecuencia, de jugar él mismo el papel del iniciador, el guía, la puerta del sol, al través de la cual se puede pasar de las iluminaciones infantiles del “bien”‘ y del “mal”, a una experiencia de la majestuosa fuerza cósmica, purgada de la esperanza y del temor, y en paz con el entendimiento de la revelación del ser.

“Una vez soñé —dice un niño pequeño— que era yo capturado por balas de cañón [sic]. Todas ellas empezaron a brincar y a aullar. Me sorprendí cuando vi que estaba en la sala de mi casa. Había un fuego, y una olla sobre él, llena de agua hirviendo. Me echaron en ella y de vez en cuando el cocinero venía y me daba un pinchazo con el tenedor para ver si estaba cocido. Finalmente me sacó y me sirvió al dueño de la casa, que se disponía a darme el primer mordisco cuando desperté”.[52]

“Soñé que estaba sentado a la mesa con mi esposa —declara un caballero civilizado—. Durante el curso de la comida estiré la mano y tomé a nuestro segundo hijo, un bebé, y fríamente procedí a ponerlo en una sopera verde, llena de agua hirviendo o de algún otro líquido caliente; de allí salió completamente cocinado, como un pollo a la fricasé. Puse la vianda sobre la mesa en una rebanada de pan y la corté con mi cuchillo. Cuando lo hubimos comido todo excepto una pequeña parte como una molleja de pollo, levanté la cara preocupado y le pregunté a mi esposa: ‘¿Estás segura de haber querido que yo hiciera esto? ¿Querías que nos lo comiéramos en la cena?’ Ella contestó, con ceño de sirvienta: ‘Después de haberlo cocinado tan bien, no podíamos hacer otra cosa.’ Me iba a comer el último pedazo cuando desperté.”[53]

Esta pesadilla arquetípica del padre ogro se actualiza en las pruebas de la iniciación primitiva. Los muchachos de la tribu australiana Murngin, como hemos visto, son aterrorizados primero, y corren a sus madres. El Gran Padre Serpiente pide sus prepucios.[54] Esto coloca a las mujeres en el papel de protectoras. Se toca un cuerno prodigioso, llamado Yurlunggur, que se supone es la llamada del Gran Padre Serpiente que ha salido de su agujero. Cuando los hombres vienen a buscar a los muchachos, las mujeres se arman con lanzas y fingen no sólo luchar sino también gritar y llorar, porque los pequeños van a ser alejados de ellas y “comidos”. La pista de baile triangular de los hombres es el cuerpo del Gran Padre Serpiente. Allí se exhiben a los muchachos, durante muchas noches, numerosas danzas simbólicas de los diversos antepasados totémicos, y se les enseñan los mitos que explican el orden que existe en el mundo. También se les envía en una larga jornada a los clanes vecinos y distantes, en imitación de los viajes mitológicos de sus antepasados fálicos.[55] De esta manera, “dentro” del poder del Gran Padre Serpiente, son introducidos a un interesante mundo nuevo objetivo que los compensa de la pérdida de la madre, y el falo masculino, en vez del pecho femenino, es convertido en el punto central (axis mundi) de la imaginación.

La instrucción en la larga serie de ritos culmina, en la liberación del pene-héroe del muchacho de la protección de su prepucio, a través del terrorífico y doloroso ataque del circuncidador.[56] Entre los Arunta, por ejemplo, el bramido de toro se oye por todas partes cuando ha llegado el momento de romper con el pasado en forma decisiva. Es de noche, y bajo la luz sobrenatural del fuego, aparecen de pronto el circuncidador y su ayudante. El bramido de toro es la voz del gran demonio de la ceremonia y los dos cirujanos son su aparición. Con las barbas metidas en la boca, queriendo decir furia, con las piernas bien abiertas y los brazos extendidos hacia adelante, los dos hombres se quedan perfectamente quietos, el que va a hacer la operación al frente, sosteniendo en la mano derecha el pequeño cuchillo de pedernal con el cual ha de llevarse a cabo la operación, y su ayudante parado muy cerca detrás de él, de manera que los dos cuerpos se toquen. Entonces un hombre se acerca a través de la luz del fuego, con un escudo en equilibrio sobre su cabeza al mismo tiempo que chasquea el pulgar y el índice de cada mano. Los bramidos de toro siguen haciendo un escándalo tremendo que pueden escuchar hasta las mujeres y los niños en su distante campamento. El hombre que lleva el escudo en la cabeza se inclina sobre una de sus rodillas frente al que hace la operación, e inmediatamente uno de los muchachos es levantado del suelo por un grupo de sus tíos que lo llevan con los pies hacia adelante y lo colocan sobre el escudo, mientras que en tonos hondos y fuertes se escucha un canto de todos los hombres. La operación se lleva a cabo con rapidez y las temibles figuras se retiran inmediatamente de la zona alumbrada; el muchacho, más o menos aturdido, recibe los parabienes y las felicitaciones de los hombres cuya condición ha alcanzado ahora. “Te has portado bien —le dicen— no gritaste”.[57]

Las mitologías de los nativos australianos enseñan que los primeros ritos de iniciación se hacían de tal manera que todos los jóvenes murieran.[58] Ese ritual aparece, entre otras cosas, como expresión dramatizada de la agresión de Edipo de la generación mayor, y la circuncisión como una castración mitigada.[59] Pero el rito suministra también el impulso caníbal y parricida del más joven y creciente grupo de varones, y al mismo tiempo revela el aspecto benigno y generoso del padre arquetípico; pues durante el largo período de la instrucción simbólica, hay un momento en que los iniciados son forzados a vivir sólo de la sangre recién extraída del cuerpo de los hombres mayores. “Los nativos —se nos dice— están particularmente interesados en el rito de la comunión cristiana, y habiéndolo escuchado de los misioneros lo comparan a sus rituales en que beben sangre”.[60]

“Por la noche vienen los hombres y se acomodan de acuerdo con el orden tribal; el muchacho coloca la cabeza en los muslos de su padre. Si hace el más mínimo movimiento muere. El padre le cubre los ojos con las manos porque si el muchacho presencia los procedimientos que han de seguir se cree que ambos, su padre y su madre, morirán. Una vasija de barro o de madera se coloca cerca de uno de los hermanos de la madre del muchacho, quien después de haber atado su brazo ligeramente se clava un hueso en la parte más alta y coloca el brazo sobre la vasija hasta que una cierta cantidad de sangre ha escurrido. Luego, el hombre que le sigue hiere su brazo y así sucesivamente hasta que se llena la vasija, que puede contener alrededor de dos litros. El muchacho bebe un buen trago. Si su estómago se rebela, su padre le aprieta la garganta para evitar que vomite la sangre, porque si eso sucede morirán su padre, su madre, sus hermanos y sus hermanas. Lo que queda de la sangre se le echa encima.

Desde este momento, y algunas veces durante una luna entera, el muchacho no puede tomar de alimento más que sangre humana, siguiendo la ley que hizo Yamminga, el antepasado mítico… Algunas veces la sangre se deja secar en la vasija y el guardián la corta en pedazos con un hueso y el muchacho debe comerla empezando por los dos últimos pedazos. Los pedazos deben estar partidos con exactitud o el muchacho morirá.”[61]

Frecuentemente los hombres que dan su sangre se desmayan y permanecen en estado de coma durante una hora o más, por debilitamiento.[62] “Anteriormente —escribe otro observador— esta sangre que los novicios bebían en el ceremonial, era obtenida de un hombre a quien se mataba con dicha finalidad, y se comían partes de su cuerpo”.[63] “Aquí —comenta el Dr. Róheim— se llega tan cerca como es posible a la representación ritual de la muerte y la ingestión del cuerpo del padre primario”.[64]

No cabe duda de que a pesar de lo poco inspirados que nos parezcan los desnudos salvajes de Australia, sus ceremoniales simbólicos representan una supervivencia en los tiempos modernos de un increíblemente antiguo sistema de instrucción espiritual; estas evidencias no sólo se encuentran en todas las tierras e islas que bordean el Océano Índico, sino entre las ruinas de los centros arcaicos que tendemos a admitir como la fuente misma de nuestra civilización.[65] La sabiduría de los antiguos es difícil de juzgar partiendo de los informes publicados por nuestros observadores occidentales. Pero puede verse, comparando las figuras del ritual australiano con aquellas de las elevadas culturas que nos son familiares, que los grandes temas, los arquetipos eternos y su efecto sobre el alma permanecen los mismos.

Venid, oh Ditirambos,

Penetrad mi vientre masculino.[66]

Este grito de Zeus, el que lanza el rayo, a su hijo el niño Dionisos es el Leitmotiv de los misterios griegos de la iniciación del segundo nacimiento. “Y los bramidos de toros venían de un lugar invisible y desde un tambor sale al aire algo como un trueno subterráneo cargado de espanto.”[67] La palabra “Dithyrambos”, en sí misma, como epíteto del muerto y resucitado Dionisos, significaba para los griegos “el de la doble puerta”, aquel que había sobrevivido al tremendo milagro del doble nacimiento. Y sabemos que los cantos corales (ditirambos), y los ritos oscuros y sangrientos en celebración del dios, asociados con la renovación de la vegetación, de la luna, del sol y del alma, solemnizados en la estación en que se renueva el dios anual, representan los principios rituales de la tragedia ática. En el mundo antiguo esa clase de ritos y mitos abundaban: las muertes y resurrecciones de Tammuz, Adonis, Mitra, Virbio, Attis y Osiris, y de sus variadas representaciones animales (cabras y corderos, toros, cerdos, caballos, peces y pájaros) son familiares a todos los estudiosos de religiones comparadas. Los populares juegos de carnaval de Whitsuntide Louts, Green Georges, John Barleycorns y Kostrubonkos, la Despedida del Invierno, la Entrada del Verano, y la Muerte del Pájaro de Navidad, han continuado la tradición, a modo de festejo, en nuestro calendario contemporáneo;[68] y a través de la Iglesia Cristiana (en la mitología de la Caída y la Redención, la Crucifixión y la Resurrección, el “segundo nacimiento” del Bautismo, la palmada iniciadora en la mejilla que es la Confirmación, y el simbólico comer la Carne y beber la Sangre) solemnemente y a veces en forma efectiva, estamos unidos a esas imágenes inmortales de fuerza iniciadora, a través de cuya operación sacramental el hombre, desde el principio de sus días sobre la Tierra, ha disipado los terrores de su fenomenalidad y ha alcanzado la visión que todo lo transfigura del ser inmortal. “Porque si la sangre de los machos cabríos y de los toros, y la aspersión de la ceniza de la vaca, santifica a los inmundos y les da la limpieza de la carne, ¡cuánto más la sangre de Cristo, que por el Espíritu eterno a sí mismo se ofreció inmaculado a Dios, limpiará nuestra conciencia de las obras muertas, para servir al Dios vivo!”[69]

Hay una fábula popular de los Basumbwa de África oriental, de un hombre cuyo padre muerto se le apareció, llevando el ganado de la Muerte y lo condujo por un camino que iba hacia abajo, como a una vasta tumba. Llegaron a una región extensa donde había algunas personas. El padre escondió al hijo y fue a dormir. El Gran Jefe, la Muerte, apareció a la siguiente mañana. Una parte de él era hermosa; pero el otro lado estaba podrido, los gusanos le caían al suelo. Sus ayudantes los recogían y le lavaron las llagas y cuando hubieron terminado, la Muerte dijo: “El que nazca hoy, si viaja, será robado en el camino. La mujer que conciba hoy, morirá con el niño concebido. El hombre que siembre hoy, perderá sus cosechas. Aquel que vaya a la selva será comido por el león.”

La Muerte pronunció así la maldición universal y se retiró a descansar. Pero a la mañana siguiente, cuando apareció, sus ayudantes lavaron y perfumaron su parte hermosa, ungiéndola con aceite. Cuando hubieron terminado, la Muerte pronunció la bendición: “El que nazca hoy, será rico. La mujer que conciba hoy, dará a luz un hijo que ha de llegar a viejo. El que nazca hoy que vaya al mercado y hará buenas compras, comerciará como con ciegos. El hombre que vaya a la selva podrá cazar, es posible que encuentre hasta elefantes. Porque hoy he pronunciado mi bendición.”

El padre le dijo entonces al hijo: “Si hubieras llegado hoy, muchas cosas hubieran entrado en posesión tuya. Pero es muy claro que la pobreza ha sido ordenada para ti. Es mejor que mañana te vayas.”

Y el hijo regresó a su casa.[70]

El Sol del Mundo Subterráneo, señor de la Muerte, es la otra parte del mismo rey radiante que da y gobierna el día, porque “¿Quién os sustenta, del cielo y la tierra? ¿Quién señorea los oídos y los ojos, y hace salir lo vivo de lo muerto, y hace salir lo muerto de lo vivo, y quién dispone los asuntos?”[71] Recordamos la fábula Wachaga del hombre muy pobre, Kyazimba, que fue llevado por una vieja al cénit, donde el sol descansa a la mitad del día;[72] y allí el Gran Jefe le concedió la prosperidad. Y también recordamos al astuto dios Edshu, descrito en una fábula de la otra costa de África:[73] sembrar la disputa era su mayor júbilo. Éstas son diferentes visiones de la misma tremenda Providencia. Están contenidas en él y de él proceden las contradicciones, el bien y el mal, la muerte y la vida, el dolor y el placer, los dones y las privaciones. Como guardián de la puerta del sol es la fuente de todas las parejas de contrarios. “Y tiene en su poder las llaves del arcano… luego os resucitará para que se cumpla un plazo señalado; luego a Él será vuestra vuelta; luego os manifestará lo que habíais hecho.”[74]

El misterio del padre aparentemente contradictorio se nos muestra claramente en la figura de la gran divinidad prehistórica del Perú, llamada Viracocha. Su tiara es el sol; lleva un rayo en cada mano; y de sus ojos descienden, en forma de lágrimas, las lluvias que refrescan la vida de los valles del mundo. Viracocha es el Dios Universal, el creador de todas las cosas; y sin embargo, en las leyendas de sus apariciones sobre la tierra, se muestra vagando como un mendigo, harapiento y envilecido. Recuerda el Evangelio de María y José dentro de la ciudad de Belén,[75] y la historia clásica de Zeus y de Mercurio pidiendo albergue a la puerta de la casa de Baucis y Filemón.[76] También recuerda al disfrazado Edshu. Éste es un tema que frecuenta la mitología, su sentido está en las palabras del Corán: “Dondequiera que os volváis, allí está la faz de Alá”.[77] “Aunque está escondido en todas las cosas —dicen los hindúes—, su Alma no reluce; sólo es, visto por quien tiene vista sutil y un intelecto sutil”.[78] “Rompe una vara —dice un aforismo gnóstico— y allí está Jesús”.

Viracocha, al manifestar su ubicuidad de esta manera, participa en el carácter de los más altos dioses universales. Además, su síntesis del dios del sol y del dios de la tempestad nos es familiar. La conocemos a través de los mitos hebreos de Yavé, en quien las características de los dioses están unidas (Yavé, el dios de la tempestad y El, dios solar); también puede verse en la personificación Návajo del padre de los Guerreros Gemelos; es obvio en el carácter de Zeus, así como en el rayo y en el halo de ciertas formas de la imagen del Buddha. Su significado es que la gracia que se derrama en el universo a través de la puerta del sol es la misma que la energía del rayo que aniquila y que es en sí misma indestructible; la luz que destruye los engaños, del Imperecedero, es la misma luz que crea. Y también en los términos de una polaridad secundaria en la naturaleza: el fuego que brilla en el sol es el mismo que arde en las tormentas fertilizadoras; la energía que está tras la pareja elemental de contrarios, el fuego y el agua, es una y la misma.

Pero la característica más extraordinaria y profundamente conmovedora de Viracocha, esta versión peruana noblemente concebida del Dios Universal, es un detalle peculiarmente suyo, o sean las lágrimas. Las aguas vivas son las lágrimas de Dios. Con esto la intuición del monje que desacredita al mundo: “Toda la vida es congoja”, está combinada con la afirmación del padre que origina el mundo: “La vida debe ser”. Dándose cuenta plena de la angustia de vivir de las creaturas que están en sus manos, con plena conciencia de la inmensa brutalidad de los dolores, de los fuegos que rompen las entrañas que hay en su universo engañoso, destructor de sí mismo, sensual y encolerizado, esta divinidad accede en el acto de proporcionar vida a la vida. Suprimir las aguas seminales sería aniquilar; pero entregarlas es crear este mundo que conocemos. Porque la esencia del tiempo es el cambio, la disolución de la existencia momentánea; y la esencia de la vida es el tiempo. En su misericordia, en su amor por las formas del tiempo, este hombre demiúrgico de los hombres hace nacer el mar de los tormentos; pero a causa de la plena conciencia de lo que hace, las aguas seminales de la vida que da son las lágrimas de sus ojos.

La paradoja deja creación, la llegada de las formas del tiempo desde la eternidad, son el secreto germinal del padre. No se puede explicar en forma completa. Por lo tanto, en cada sistema de teología hay un punto umbilical, un talón de Aquiles que ha sido tocado por el dedo de la madre vida, y donde la posibilidad del perfecto conocimiento se debilita. El problema del héroe es penetrar, y con él su mundo, precisamente a través de ese punto, sacudir y aniquilar ese nudo clave de su existencia limitada.

El problema del héroe que va a encontrar al padre es abrir su alma a tal grado y haciendo caso omiso del terror, que adquiera la madurez para entender cómo las enfermizas y enloquecidas tragedias de este vasto mundo sin escrúpulos adquieren plena validez en la majestad del Ser. El héroe trasciende la vida y su peculiar punto ciego, y por un momento se eleva hasta tener una visión de la fuente. Contempla la cara del padre, comprende y los dos se reconcilian.

En la historia bíblica de Job, el Señor no intenta justificar en términos humanos o de otra especie el mal pago que ha recibido su virtuoso servidor que era “hombre recto y justo, temeroso de Dios y apartado del mal”. No por los pecados de Job sus sirvientes fueron asesinados por las huestes caldeas, ni sus hijos e hijas perecieron aplastados debajo de un techo caído. Cuando sus amigos llegaron a consolarlo declararon, con fe piadosa en la justicia de Dios, que Job debería haber hecho algún mal para merecer tan terrible castigo. Pero el valeroso, honesto y espiritual paciente, insiste en que sus hechos han sido buenos; por lo tanto, Eliú, que lo consuela, lo acusa de blasfemia, por considerarse más justo que Dios mismo.

Cuando el Señor da su respuesta a Job desde un torbellino, no intenta justificar sus hechos en términos éticos, sino que magnifica Su Presencia, ordenando a Job que haga lo mismo en la tierra para incitar a los humanos a seguir el camino del cielo. “Ciñe tu cintura, cual varón; yo te preguntaré, enséñame tú. ¿Aún pretenderás menoscabar mi justicia? ¿Me, condenarás a mí para justificarte tú? ¿Tienes los brazos tú como los de Dios, y puedes tronar con voz semejante a la suya? Revístete, pues, de gloria y majestad, cúbrete de magnificencia y esplendor, distribuye a torrentes tu ira y humilla al soberbio sólo con mirarle. Mira al orgulloso y abátele, y aplasta a los malvados. Ocúltalos a todos en el polvo y cubre su faz de eternas tinieblas. Yo entonces también te alabaré, y diré que tu diestra es capaz de vencer.”[79]

No hay palabra que explique ni se hace mención alguna de la sospechosa apuesta con Satán descrita en el capítulo I del Libro de Job; sólo una demostración entre truenos y relámpagos del hecho de los hechos, o sea que el hombre no puede medir la voluntad de Dios, que deriva de un centro fuera del alcance de las categorías humanas. Las categorías, por supuesto, quedan totalmente destruidas por el Todopoderoso en el Libro de Job, y al final, permanecen destruidas. Sin embargo, para Job la revelación significó la satisfacción del alma. Él era el héroe que, por su valor en la prueba tremenda y su falta de voluntad para someterse y ceder ante la concepción popular del Altísimo, había demostrado ser Capaz de enfrentar una revelación mayor que aquella que satisfacía a sus amigos. No podemos interpretar sus palabras del último capítulo como las de un hombre meramente intimidado. Son las palabras de quien ha visto algo que sobrepasa cualquier cosa que se haya dicho a modo de justificación. “Sólo de oídas te conocía, mas ahora te han visto mis ojos. Por todo me retracto y hago penitencia entre el polvo y la ceniza.”[80] Los que lo han consolado piadosamente quedan humillados; Job es recompensado con una nueva casa, con nuevos sirvientes, con nuevos hijos e hijas. “Vivió Job después de esto ciento cuarenta años, y vio a sus hijos y a los hijos de sus hijos hasta la cuarta generación, y murió Job anciano y colmado de días.”[81]

Para el hijo que ha llegado a conocer al padre verdaderamente, las agonías de la prueba pasan con rapidez; el mundo ya no es un valle de lágrimas, sino la perpetua y bendita manifestación de la Presencia. Contrasta con la ira del Dios airado que da a conocer Jonathan Edwards a su grey, la siguiente poesía llena de ternura de los miserables ghettos de Europa oriental en ese mismo siglo:

Oh, Señor del Universo

He de cantarte una canción.

¿Adónde puede encontrársete

y adónde no puede encontrársete?

Dondequiera que paso allí estás Tú.

Donde me quedo, allí también estás.

Tú, Tú, y nadie sino Tú.

Si todo va bien, es gracias a Ti.

Si va mal, también es gracias a Ti.

Tú eres, Tú has sido y Tú serás.

Tú has reinado, Tú reinas y Tú reinarás.

Tuyo es el Cielo, Tuya es la Tierra.

Tú llenas las más altas regiones

y Tú llenas las regiones más bajas.

Dondequiera que me vuelvo, Tú, oh, Tú estás allí.[82]