1. La llamada de la aventura

“Hace mucho tiempo, cuando los deseos podían todavía conducir a algo, vivía un rey con sus hijas que eran todas hermosas; pero la más joven era tan hermosa que el mismo sol, que había visto tantas cosas, se maravillaba cada vez que brillaba sobre su rostro. Cerca del castillo de este rey había un gran bosque oscuro y en este bosque, debajo de un viejo limonero, había una fuente y cuando el día estaba muy caluroso, la hija del rey iba al bosque y se sentaba a la orilla de la fresca fuente. Para entretenerse llevaba una pelota de oro, la lanzaba a lo alto y la recogía, pues éste era su juguete favorito.

Sucedió un día que la pelota de oro de la princesa no cayó en la manita extendida en el aire, sino que pasó a través de ella, rebotó en el suelo y fue rodando directamente al agua. La princesa la siguió con los ojos, pero la pelota desapareció, y la fuente era profunda, tan profunda que el fondo no podía verse. Entonces empezó a llorar y su llanto fue cada vez más fuerte, pues nada podía consolarla. Mientras estaba lamentándose de esta manera, oyó que alguien le hablaba: ‘¿Qué te pasa, princesa? Lloras tanto que hasta las piedras se compadecerían.’ Ella miró a su alrededor para ver de dónde venía la voz y encontró una rana, que asomaba fuera del agua su cabeza gorda y fea. ‘Eres tú, vieja Ama del Agua —dijo—. Lloro por mi pelota de oro, que cayó en la fuente.’ ‘Tranquilízate, no llores —contestó la rana—. Yo puedo ayudarte. Pero ¿qué me darás si te devuelvo tu juguete?’ ‘Lo que quieras, querida rana —le contestó—, mis ropas, mis perlas y mis joyas y hasta la corona de oro que llevo.’ La rana dijo: ‘No quiero ni tus ropas, ni tus perlas, ni tus joyas, ni tu corona de oro, pero si cuidas de mí y me dejas ser tu compañera de juegos y tu amiga, si me dejas sentar a tu lado en tu mesita, comer de tu platito de oro, beber en tu tacita y dormir en tu camita, me sumergiré y te traeré tu pelota de oro.’ ‘Muy bien’, dijo ella. ‘Te prometo todo lo que quieras si me das la pelota’, pero pensó: ‘Cuánto habla esa rana tonta. Vive en el agua con los de su especie y nunca podría ser la compañera de un ser humano.’

Tan pronto como la rana hubo obtenido la promesa, hundió su cabeza y se sumergió y poco después regresó nadando: tenía la pelota en la boca y la puso sobre la hierba. La princesa se ensoberbeció cuando vio su hermoso juguete. Lo levantó y se fue corriendo. ‘Espera, espera —gritó la rana—, llévame contigo, no puedo correr como tú.’ Pero de nada le sirvió aunque croaba tan fuertemente como podía. Ella no le prestó la menor atención sino que apresuró el paso y pronto se hubo olvidado completamente de la pobre rana, que seguramente tuvo que saltar de nuevo al agua.”[1]

Este es un ejemplo de una de las formas en que puede empezar una aventura. Una ligereza —aparentemente accidental— revela un mundo insospechado y el individuo queda expuesto a una relación con poderes que no se entienden correctamente. Como Freud ha demostrado,[2] los errores no son meramente accidentales. Son el resultado de deseos y conflictos reprimidos. Son ondulaciones en la superficie de la vida producidas por fuentes insospechadas. Y éstas pueden ser muy profundas, tan profundas como el alma misma. El error puede significar un destino que se abre. Así sucede en este cuento de hadas, donde la desaparición de la pelota es el primer signo de que algo le va a suceder a la princesa, la rana es el segundo, y la promesa no cumplida es el tercero.

Como una manifestación preliminar de las fuerzas que empiezan a estar en juego, la rana que aparece como por milagro puede ser denominada el “mensajero”; la crisis de su aparición es la “llamada de la aventura”. La llamada del mensajero puede ser para la vida, como en el presente ejemplo, o como en un momento posterior de la biografía, para la muerte. La llamada podría significar una alta empresa histórica. O podría marcar el alba de una iluminación religiosa. Como la han entendido los místicos marca lo que puede llamarse “el despertar del yo”.[3] En el caso de la princesa del cuento de hadas no significa otra cosa que el advenimiento de la adolescencia. Grande o pequeña, sin que tenga importancia el estado o el grado de la vida, la llamada levanta siempre el velo que cubre un misterio de transfiguración; un rito, un momento, un paso espiritual que cuando se completa es el equivalente de una muerte y de un renacimiento. El horizonte familiar de la vida se ha sobrepasado, los viejos conceptos, ideales y patrones emocionales dejan de ser útiles, ha llegado el momento de pasar un umbral.

Son típicos de las circunstancias de la llamada el bosque oscuro, el gran árbol, la fuente que murmura y el asqueroso y despreciable aspecto del portador de la fuerza del destino. Reconocemos en esta escena los símbolos del Ombligo del Mundo. La rana, el pequeño dragón, es el equivalente infantil de la serpiente del mundo inferior cuya cabeza sostiene la Tierra y que representa las fuerzas demiúrgicas del abismo que procrean la vida. La rana regresa con la pelota de oro del sol, cuando acababan de apresarla sus aguas oscuras y profundas; en este momento se asemeja al Gran Dragón Chino del Oriente, llevando al sol naciente en sus mandíbulas, o a la rana en cuya cabeza cabalga el hermoso joven inmortal, Han Hsiang, llevando en una canasta los melocotones de la inmortalidad. Freud ha sugerido que todos los momentos de angustia reproducen los dolorosos sentimientos de la primera separación de la madre, la respiración ahogada, la congestión sanguínea, etc., de la crisis del nacimiento.[4] Recíprocamente, todos los momentos de separación y de renacimiento producen angustia. Ya sea cuando la hija del rey tiene que ser arrancada de la felicidad de la unidad dual establecida con el Rey Papá, o Eva la hija de Dios, que ha madurado lo suficiente para abandonar el idilio del Paraíso, o de nuevo, el futuro Buddha supremamente concentrado para romper con los horizontes del mundo ya creado; todo esto no es más que las imágenes arquetípicas activadas que simbolizan peligro, reafirmación, prueba, iniciación y la extraña santidad de los misterios del nacimiento.

La rana repulsiva y rechazada o el dragón del cuento de hadas trae la esfera de oro en la boca; porque la rana, la serpiente, el rechazado, es la representación de esa profundidad inconsciente (tan profunda que el fondo no se ve), donde se acumulan todos los factores, leyes y elementos de la existencia que han sido rechazados, no admitidos, no reconocidos, ignorados, no desarrollados. Ésas son las perlas de los fabulosos palacios submarinos de los genios del agua, de los tritones y otros guardianes marinos; las joyas que dan luz a las ciudades demoníacas de los mundos ocultos; las semillas de fuego en el océano de inmortalidad que sostiene la Tierra y la rodea como una serpiente; las estrellas en el regazo de la noche inmortal. Ésas son las pepitas del montón de oro del dragón, las vigiladas manzanas de las Hespérides; los filamentos del Vellocino de Oro. El heraldo o mensajero de la aventura, por lo tanto, es a menudo oscuro, odioso, o terrorífico, lo que el mundo juzga como el mal, pero que si uno pudiera seguirlo, se abriría un camino a través de las paredes del día hacia la oscuridad donde brillan las joyas. El heraldo puede ser una bestia, como en el cuento de hadas, donde representa la reprimida fecundidad instintiva que hay dentro de nosotros, o también una misteriosa figura velada, lo desconocido.

Se cuenta la historia del rey Arturo, por ejemplo, y se dice cómo se preparó para ir a cazar con sus caballeros: “Tan pronto como llegó al bosque el rey vio un gran ciervo ante sus ojos. ‘Voy a cazar este ciervo’, dijo el rey Arturo, espoleó su caballo y lo persiguió mucho tiempo, y a base de esfuerzo estaba a punto de cazar el ciervo; pero la persecución había durado tanto tiempo que su caballo perdió el aliento y cayó muerto; entonces un paje dio al rey otro caballo. Cuando el rey se dio cuenta de que había perdido al ciervo y a su caballo muerto, se sentó cerca de una fuente y cayó en grandes meditaciones. Cuando estaba sentado le pareció escuchar el aullido de unos lebreles de caza, en número de treinta. Con ellos vio llegar la bestia más extraña que había visto u oído; la bestia se acercó a la fuente y bebió, y el ruido de su vientre era igual al de treinta parejas de lebreles; pero mientras la bestia bebía no hubo ruido en su vientre; luego la bestia partió con un gran ruido, de lo cual el rey mucho se maravilló.”[5]

También tenemos el caso, tomado de una parte muy diferente del mundo, de una muchacha arapaho de las llanuras de Norteamérica. Espió a un puerco espín que estaba cerca de un álamo. Trató de herir al animal, pero él se escondió detrás del árbol y empezó a trepar. La muchacha lo siguió, pero el animal siempre estaba fuera de su alcance: “Bueno —dijo—. Voy a subir para capturar al puerco espín porque quiero sus púas, y si es necesario subiré hasta la punta.” El puerco espín llegó a la punta del árbol, pero cuando ella se acercó y ya iba a echarle mano, el álamo creció repentinamente y el puercoespín siguió subiendo. Miró hacia abajo y vio a sus amigos llamándola e insistiendo en que bajara; pero como ya estaba bajo la influencia del puerco espín y tuvo miedo de la gran distancia entre ella y el suelo, continuó subiendo, hasta que se convirtió en una mancha para aquellos que la veían desde abajo, y junto con el puerco espín finalmente alcanzó el cielo.[6]

Dos sueños serán suficientes para ilustrar la aparición espontánea de la figura del heraldo en la psique que está madura para su transformación. El primero es el sueño de un joven que busca el camino que ha de orientarlo hacia un nuevo mundo: “Estoy en una pradera verde donde pacen muchas ovejas. Es la tierra de las ovejas. En la tierra de las ovejas se yergue una mujer desconocida y señala el camino.”[7] El segundo es el sueño de una joven cuya amiga íntima ha muerto recientemente de consunción; ella teme contagiarse de la enfermedad: “Estaba en un jardín lleno de flores, el sol iba a ponerse con un brillo color de sangre. Entonces apareció ante mí un caballero negro, de aspecto noble, que me habló con una voz seria, profunda y aterradora: ‘¿Quieres ir conmigo?’ Sin esperar mi respuesta me tomó de la mano y me llevó con él.”[8]

Ya sea sueño o mito, hay en estas aventuras una atmósfera de irresistible fascinación en la figura que aparece repentinamente como un guía, para marcar un nuevo período, una nueva etapa en la biografía. Aquello que debe enfrentarse y que es de alguna manera profundamente familiar al inconsciente —aunque a la personalidad consciente sea desconocido, sorprendente y hasta aterrador— se da a conocer, y lo que anteriormente estaba lleno de significados se vuelve extrañamente vacío de valores: como el mundo de la hija del rey, con la rápida desaparición de la pelota de oro dentro de la fuente. De aquí que aun cuando el héroe vuelva por un tiempo a sus ocupaciones familiares, puede encontrarlas infructuosas. Una serie de signos de fuerza creciente se hará visible entonces, hasta que las llamadas ya no puedan desoírse, como en la siguiente leyenda de “Las cuatro señales” que es el ejemplo más celebrado de la llamada a la aventura en la literatura mundial.

El joven príncipe Gautama Sãkyamũni, el Futuro Buddha, había sido protegido por su padre de todo conocimiento de la vejez, de la enfermedad, de la muerte y del monacato, porque temía despertar en él pensamientos de renunciación a la vida, pues había sido profetizado a su nacimiento que sería el emperador del mundo o un Buddha. El rey, prejuiciado en favor de la vocación real, dio a su hijo tres palacios y cuarenta mil bailarinas para conservar su mente apegada al mundo. Pero esto sólo sirvió para adelantar lo inevitable, porque cuando era relativamente joven, su juventud consumió todos los campos de los goces carnales y maduró para la otra experiencia. Cuando el príncipe estuvo preparado, los heraldos aparecieron automáticamente:

“Cierto día el Futuro Buddha deseó ir al parque y le dijo a su cochero que alistara la carroza. El hombre trajo una carroza elegante y suntuosa y después de adornarla ricamente, colocó en los arneses cuatro hermosos caballos de la sangre de Sindhava, tan blancos como los pétalos de los lotos blancos, y anunció al Futuro Buddha que todo estaba preparado. El Futuro Buddha subió a la carroza que era como un palacio para los dioses y se dirigió al parque.

‘El momento de la iluminación del príncipe Siddhartha se acerca —pensaron los dioses— debemos hacerle una señal’, y convirtieron a uno de ellos en un anciano decrépito, con los dientes rotos, el cabello gris, el cuerpo torcido e inclinado, que se apoyaba en un bastón y temblaba, y se lo mostraron al Futuro Buddha, pero en forma que sólo él y el cochero pudieran verlo.

Entonces el Futuro Buddha dijo a su cochero: ‘Amigo, dime quién es este hombre. Ni siquiera su pelo es como el de los otros hombres.’ Y cuando oyó la respuesta, dijo: ‘Vergüenza de nacer, si todo aquel que ha nacido ha de hacerse viejo.’ Y con el corazón agitado regresó y ascendió a su palacio.

‘¿Por qué ha regresado mi hijo tan pronto?’, preguntó el rey.

Señor, ha visto a un viejo —fue la respuesta—, y porque lo ha visto quiere retirarse del mundo.’

‘¿Quieres matarme, que dices esas cosas? Que preparen inmediatamente unas representaciones para que las vea mi hijo. Si podemos lograr que disfrute del placer dejará de pensar en retirarse del mundo.’ Entonces el rey mandó que su guardia se extendiera media legua en cada dirección.

Otro día, que el Futuro Buddha deseó ir al parque, vio a un hombre enfermo que los dioses le habían enviado y habiendo hecho la misma pregunta, regresó con el corazón agitado y ascendió a su palacio.

El rey hizo la misma pregunta y dio la misma orden que había dado antes y aumentó su guardia y la colocó a tres cuartos de legua en redondo.

Y otro día que el Futuro Buddha volvió al parque, vio un hombre muerto que los dioses le habían enviado y habiendo hecho la misma pregunta, regresó con el corazón agitado y ascendió a su palacio.

Y el rey hizo la misma pregunta y dio las mismas órdenes que había dado antes y extendió la guardia de nuevo y la colocó una legua en redondo.

Y otro día en que el Futuro Buddha volvió a ir al parque, vio un monje, cuidadosa y decentemente ataviado, que los dioses le habían enviado y le preguntó a su cochero: ‘Dime, ¿quién es ese hombre?’ ‘Señor, ése es uno de los que se han retirado del mundo’, y el cochero empezó a cantar las alabanzas del retiro del mundo. La idea del retiro del mundo fue del agrado del Futuro Buddha.”[9]

Este primer estadio de la jornada mitológica, que hemos designado con el nombre de “la llamada de la aventura”, significa que el destino ha llamado al héroe y ha transferido su centro de gravedad espiritual del seno de su sociedad a una zona desconocida. Esta fatal región de tesoro y peligro puede ser representada en varias formas: como una tierra distante, un bosque, un reino subterráneo, o bajo las aguas, en el cielo, una isla secreta, la áspera cresta de una montaña; o un profundo estado de sueño; pero siempre es un lugar de fluidos extraños y seres polimorfos, tormentos inimaginables, hechos sobrehumanos y deleites imposibles. El héroe puede obedecer su propia voluntad para llevar al cabo la aventura, como hizo Teseo cuando llegó a la ciudad de su padre, Atenas, y escuchó la horrible historia del Minotauro; o bien puede ser empujado o llevado al extranjero por un agente benigno o maligno, como Odiseo, que fue transportado por el Mediterráneo en los vientos del encolerizado dios Poseidón. La aventura puede comenzar como un mero accidente, como la de la princesa del cuento de hadas; o simplemente, en un paseo algún fenómeno llama al ojo ocioso y aparta al paseante de los frecuentados caminos de los hombres. Los ejemplos se multiplican, ad infinitum, desde cualquier rincón del mundo.[10]