(Pronunciado por el revendo Billy Cupcake y transmitido en directo por televisión a todo el país).
Ahora quiero que abráis conmigo el diccionario en la página 853. Nuestro panegírico se funda en la letra «L», doceava letra del alfabeto, y la palabra que nos interesa es la quinta de la columna de la izquierda, exactamente debajo del vocablo «lid». Nuestra palabra es, «líder». Ahora bien, ¿cómo define Noah Webster la palabra «líder»?
Noah dice: «Líder es quien o el que dirige». Quien o el que dirige. Quien o el que dirige.
Precisamente anteayer leí, en una revista de actualidad, un artículo de uno de los filósofos más eminentes de todos los tiempos. Decía: «Los líderes son una de las primeras necesidades del hombre». Y en una reciente encuesta Gallup hemos leído que más del noventa y ocho por ciento del pueblo americano cree en el liderazgo. El verano pasado estuve en un país europeo, y uno de los jóvenes más eminentes de allí me dijo que los adolescentes de aquella nación deseaban el liderazgo por encima de todo. El presidente Lincoln dijo lo mismo antes de que lo matasen. Y lo propio dijo Newton, el gran científico sir Isaac Newton, cuando estaba vivo.
Ahora, cuando Noah nos dice que líder es quien o el que dirige, expresa lo que significa «líder» en el sentido corriente de la palabra. Pero yo me pregunto si el que yace aquí ante nosotros, en esa bolsa, fue un líder en el sentido corriente. No lo creo. Y os diré por qué. Esta mañana he hablado con un amigo psiquiatra que me ha dicho: «No era un líder corriente». Y otro amigo mío, distinguido cirujano que hace trasplantes de corazón en uno de nuestros grandes hospitales, me escribió una carta diciéndome lo mismo: «No era un líder en el sentido corriente de la palabra».
Bueno, dirán ustedes, ¿qué era entonces, si no era un líder en el sentido ordinario? Era, y repito lo que decía él, un líder en el sentido extraordinario de la palabra.
Ahora bien, ¿qué significa el sentido extraordinario de la palabra? Por fortuna, Noah define el vocablo «extraordinario». Encontrarán esta definición en la página 428 de su diccionario, en la columna de la derecha, palabra séptima, precisamente debajo de «extraño». Noah nos dice que extraordinario significa «fuera de lo ordinario; fuera del orden regular y establecido». Fuera de lo ordinario. Fuera del orden regular y establecido.
Ahora bien, ¿qué significa esto? La semana pasada leí en un periódico australiano, al que estoy suscrito, un artículo sobre un hombre que era noticia en aquel país. ¿Y por qué era noticia? ¿Por qué sé yo de él a miles y miles de millas de distancia? Porque era extraordinario en algún sentido. Era una cosa rara entre los hombres. Era él mismo y nadie más. Él mismo y nadie más.
¿Y qué nos dice Noah acerca de «él mismo»? «El mismo, dice Noah, es una forma enfática de él». Una forma enfática de él. Y esto era lo extraordinario en el líder alrededor de cuya bolsa nos hemos reunido hoy.
Era enfáticamente él mismo y nadie más.
Ya sabéis, dejad que insista en ello, que he asistido a entierros de líderes ordinarios en todo el mundo, y sé que también vosotros los habéis presenciado, gracias al milagro de la televisión. Todos conocemos las cosas maravillosas que se dicen en estas luctuosas ocasiones. Pero pienso que sólo tengo que repetir las bellas palabras que se pronuncian sobre las tumbas de los dignatarios ordinarios muertos para que veáis lo realmente extraordinario que era nuestro querido y difunto presidente, en él mismo. En él mismo, que, como recordaréis, es según Noah la forma enfática de él.
Pero no quiero menospreciar a los líderes ordinarios de nuestro gran mundo con esta comparación. Hace sólo tres semanas leí una carta de un joven radical a su amiga, menospreciando, burlándose y riéndose de los líderes de este mundo. Ahora puede reírse. También se rieron de Jeremías, ya lo sabéis. Se rieron del Lot. Se rieron de Amos, Se rieron de los apóstoles. En nuestro tiempo, se rieron de los hermanos Marx. Se rieron de los hermanos Ritz. Se rieron de los Three Stooges. Sin embargo éstos fueron nuestros máximos comediantes y se ganaron el amor y el afecto de millones de personas. Siempre habrá gente que se ría y que se burle. Ya conocéis una famosa canción reproducida en todas las máquinas tocadiscos y que se titulaba: Río por fuera, lloro por dentro. Y el penúltimo domingo leí en una revista de actualidad un artículo de uno de nuestros más grandes psicólogos en el que se decía que el ochenta y cinco por ciento, ¡el ochenta y cinco por ciento!, de los que ríen por fuera lloran por dentro, debido a sus desdichas personales.
No trato de menospreciar a los líderes ordinarios del mundo con esta comparación. Sólo quiero recalcar el extraordinario liderazgo del hombre que caminó por poco tiempo entre nosotros, con su traje de hombre de negocios, y que ahora se ha ido. Ayer, a las diez de la mañana oí, en un ascensor de uno de nuestros principales hoteles, a una dama que le decía a un joven: «Nunca ha habido otro hombre como él en la historia, y jamás volverá a haberlo».
Cuando muere un líder ordinario, repito, cuando muere un líder ordinario, y entiendo por «ordinario» lo que expresa Noah en la página 853, última palabra de la columna primera: «de clase corriente» o «como se encuentra comúnmente», siempre parece que hay palabras y frases de sobra con que enterrarle. En cambio, en cambio, cuando muere un líder extraordinario, un hombre que ha sido él mismo y nadie más, ¿qué podemos decir?
Intentemos un experimento científico. Ahora bien, la ciencia no conoce todas las respuestas, y muchos de mis amigos científicos me lo repiten continuamente. Por ejemplo, la ciencia no sabe todavía lo que es la vida, ¿y sabéis que en una reciente encuesta Gallup resultó que el número de americanos que creen en otra vida después de la muerte es ahora un cinco por ciento mayor que hace veinte años? No, la ciencia no tiene todas las respuestas, pero nos ha proporcionado muchos avances maravillosos.
Intentemos este experimento científico. Tratemos de aplicar a este hombre extraordinario las frases que suelen dedicarse al hombre ordinario. Y decidme si no estáis de acuerdo en que, aplicadas al hombre que yace en esa bolsa, suenan huecas al oído y falsas al corazón, y viceversa. Veamos si, cuando termine este experimento me decís: «Bueno, Billy, tenías razón, no lo describen en absoluto. Describen a quien o al que dirige, pero no a quien fue enfáticamente él mismo y nadie más».
Voy a pediros que inclinéis ahora la cabeza. Inclinad la cabeza, cerrad los ojos y escuchad.
Cuando muere un líder ordinario dicen de él que era: un hombre de amplia visión;
O un hombre de gran pasión;
O un hombre de profundas convicciones;
O un defensor de los derechos humanos;
O un soldado de la humanidad;
O que era erudito, elocuente y sabio;
O que era simplemente amante de la paz, valiente y amable;
O que encarnaba los ideales de su pueblo;
O que fue un hombre que encendió la imaginación de una generación.
Cuando muere un líder ordinario, dicen que su pérdida ha sido irreparable para la nación y para el mundo.
Cuando muere un hombre ordinario, dicen que ha sido un bien para él pasar a mejor vida.
¿Tengo que proseguir? Una revista de actualidad publicó el mes pasado un artículo de un profesor que es una autoridad en comportamiento humano, en el que decía que uno puede saber si la multitud que le escucha está de acuerdo con él. Pues bien, el profesor tiene razón. Porque sé que todos os estáis diciendo: «Sí, Billy, tienes razón: en vano he esperado palabras o frases que describiesen al hombre que yace en esa bolsa; pues las que has pronunciado evocan la imagen de un líder ordinario, no del líder extraordinario que hemos perdido».
Entonces ¿qué frase o qué palabras describirían a este hombre extraordinario? El próximo julio hará un año que estuve en un país africano y oí a un destacado experto político decir que era «el presidente de los Estados Unidos». El presidente de los Estados Unidos. En otro país africano, oí que una adolescente le llamaba «caudillo del Mundo Libre». Caudillo del Mundo Libre. Y un hombre de leyes amigo mío, un juez renombrado que vive en América del Sur, me escribió no hace mucho una carta en la que me decía una cosa muy interesante. Decía que había oído, en un ascensor de un elegante hotel de Buenos Aires, Argentina, a un hombre que le llamaba «jefe supremo de las Fuerzas Armadas Americanas». Jefe supremo de las Fuerzas Armadas.
Pero ¿vivía con estas palabras en los corazones de sus paisanos? Tal vez sí para el resto del mundo. Pero para nosotros, que lo conocíamos, palabras tan majestuosas o formales no podían expresar, ni remotamente, la clase de hombre que era y la estima en que todos le teníamos. Porque para nosotros no era un líder en el sentido ordinario; era un líder en el sentido extraordinario. Y por eso los que lo conocimos pensamos en él dándole un nombre tan sencillo y llano como el que podríamos dar a un querido animalito, un nombre tan hogareño y familiar como el que podríamos dar a un gozquecillo.
Voy a pediros que inclinéis de nuevo la cabeza. Inclinad la cabeza y cerrad los ojos, mientras compartimos todos el recuerdo del nombre por el que le conocimos los que lo conocimos mejor, el nombre con el que lo llamábamos en nuestros corazones, aunque éramos demasiado discretos o demasiado tímidos para pronunciarlo con los labios cuando él andaba entre nosotros con su traje de trabajo. Un nombre que, por poder aplicarse incluso a un gozquecillo, resultaba sumamente adecuado para quien, según todos podemos recordar, amaba profundamente a los perros.
Este nombre era sencillo, amigos míos. Este nombre era Tricky. Sí, para vosotros, para mí y para todas las generaciones americanas venideras, él fue Tricky y siempre lo será.
Y ahora, con las cabezas inclinadas y los ojos cerrados, recemos. ¡Oh Dios! Tú que eres siempre misericordioso y reacio al castigo, te rogamos humildemente que acojas a tu siervo, un hombre llamado Tricky.