El presidente de los Estados Unidos ha muerto. Repetimos la noticia. Trick E. Dixon ha muerto. De momento, no tenemos más información. La Casa Blanca se ha negado a comentar un boletín anterior que anunciaba la muerte del presidente de los Estados Unidos. El secretario de la Casa Blanca para asuntos insignificantes ha dicho: «No son ciertas las noticias sobre la muerte del presidente», pero ha añadido que, de momento, no puede desmentir «categóricamente» el suceso.

Siguen circulando noticias contradictorias sobre la muerte del presidente. Un segundo comunicado de la Casa Blanca ha recalcado que en la agenda del presidente no hay ninguna anotación referente a la muerte en el día de hoy. También se han revelado las anotaciones correspondientes a mañana, y nada aparece en ellas que indique que el presidente o sus consejeros hubiesen proyectado su muerte. «Creo que lo mejor será», ha dicho el secretario para insignificancias de la Casa Blanca, «que, en vista de estas anotaciones de la agenda, esperemos que el propio presidente haga una declaración, de la manera que sea».

Informaciones del hospital militar Walter Roed parecen ahora confirmar la primera noticia de que el presidente de los Estados Unidos ha muerto. Aunque las circunstancias que rodean su muerte parecen confusas, se sabe que el presidente ingresó en Walter Reed a altas horas de la noche pasada para ser intervenido quirúrgicamente. El objeto de la operación secreta era extirpar las glándulas sudoríparas de su cadera[8]. Es cuanto sabemos hasta ahora.

El vicepresidente ha negado de plano las noticias sobre la muerte del presidente. He aquí un fragmento de las observaciones del vicepresidente, hechas cuando se dirigía a pronunciar un discurso en la Asociación Nacional de Canto Tirolés:

—Esto no es más que un ejemplo de la audaz podredumbre y de la podrida audacia que cabe esperar de los viles difamadores empeñados en difamar vilmente.

—Pero, señor vicepresidente, ¿qué nos dice usted de la noticia de que anoche ingresó secretamente en Walter Reed para hacerse extirpar las glándulas sudoríparas de la cadera?

—Patrañas y pamemas. Chismes barriobajeros. Y abominaciones. He hablado con él no hace más de cinco minutos, y estaba tan campante. Esta mentira lacrimosa es una lamentable payasada lanzada por los lunáticos levógiros.

Informes no confirmados del Walter Reed Hospital indican ahora que el presidente fue encontrado muerto a las siete de esta mañana. Nada se sabe aún de la causa de la muerte y de dónde fue «encontrado». Hay rumores según los cuales la muerte se produjo después de una operación quirúrgica encaminada a extirpar unas glándulas sudoríparas alojadas en la cadera.

Ahora les llevamos a ustedes a la jefatura nacional del partido republicano, donde el presidente del comité nacional recibe a los periodistas:

—Me niego a creer que la inmensa mayoría de los americanos vaya a negar a este gran americano un segundo mandato en la Casa Blanca por el mero hecho de haber muerto. No.

—Entonces, ¿admite usted, señor, que está muerto?

—Yo no he dicho tal cosa. He dicho que no creo que su muerte, si ésta se produjese entre el día de hoy y el de la elección, afectase a su popularidad entre la inmensa mayoría de los americanos. A fin de cuentas, no es ésta la primera vez que ustedes le han dado por muerto, y ahí le tienen, en la presidencia de los Estados Unidos.

—Pero nosotros queríamos decir políticamente muerto.

—No voy a meterme en una vana discusión de semántica con ustedes. Lo único que digo es que, tanto si estos rumores son verdaderos como si son falsos, no afectarán un ápice a nuestros planes de campaña. Incluso les diré que, si resulta que ha muerto realmente, nuestro margen de ventaja será mayor en 1972 de lo que fue en 1968.

¿Cómo puede decir eso, señor presidente del partido?

Miren ustedes, yo no puedo imaginar que la prensa de este país, por muy cruel y irresponsable que sea, la emprenda con ese hombre muerto y enterrado con la misma virulencia con que le atacaba en vida. Además, en lo que atañe a los propios votantes, yo diría que un Dixon muerto despertará una simpatía, un calor en el pueblo de este país, que en realidad nunca pudo provocar cuando estaba vivo y coleando y todo lo demás.

—Entonces ¿piensa usted que, si está muerto, mejorará su imagen?

—Indudablemente. Creo que, en términos de exhibición, ha hecho ya todo lo que podía hacer estando vivo. Esta es probablemente la ocasión favorable que estábamos esperando, sobre todo si los demócratas presentan a Teddy Carisma.

¿Puede usted explicar lo que quiere decir, señor presidente?

—Bien, presumiendo, teóricamente, que Trick E. Dixon ya no existe, esto reducirá notablemente el atractivo de Carisma. Una cosa es que un candidato a la Presidencia tenga dos hermanos muertos, y otra muy distinta que esté muerto el propio candidato. Quiero decir que, si la experiencia sirve para fundar un criterio (y creo que sí), pienso que nadie podrá ahora superar al presidente, tomando en consideración su propia muerte.

¿Hay algo de verdad, señor, en la creciente sospecha de que están lanzando ustedes un globo de ensayo con todos esos rumores sobre la muerte del presidente, sólo para ver la importancia política que esto puede tener, si es que la tiene? De una parte, usted parece convencido de que la muerte del presidente daría un gran impulso a su menguante popularidad; de otra, el vicepresidente Como-se-llame afirma que el presidente está «tan campante» y que estos rumores han sido propalados por «los lunáticos levógiros».

—Miren ustedes, no tengo intención de criticar la aliteración del vicepresidente de los Estados Unidos de América. Según la Constitución, tiene tanto derecho a aliterar[9] como cualquier otro ciudadano americano. Les hablo, muchachos, estrictamente como presidente del partido, y lo único que digo, en lenguaje liso y llano, es que el presidente no tiene la menor intención de retirarse de la contienda electoral por razón alguna, incluida su propia muerte. Quien piense que se retiraría por una cosa así, no sabe de quién está hablando. No es un Lyin' B. Johnson, que arroja la toalla porque el país lo odia y no confía en él cuando se cree capaz de darle la patada. No, no van a intimidar a Trick E. Dixon con su antipatía. ¡Caray! La ha tenido durante toda su vida, y está acostumbrado a ella. Y tampoco van a apartarlo de las urnas matándolo. Otras veces lo hemos visto resurgir de sus cenizas, y tengo una gran esperanza en que volveremos a ver precisamente esto. Si tiene que hablar a la convención desde dentro de un sarcófago, lo hará; como sólo puede hacerlo el abnegado americano de quien estamos hablando.

La Casa Blanca ha publicado un comunicado negando, repito, negando, que el presidente ingresase ayer en Walter Reed Hospital para que le extirpasen las glándulas sudoríparas del labio. Sin embargo, existe una total carencia de noticias de esta procedencia, sobre si el presidente Dixon está muerto o está vivo.

Pasamos ahora al Congreso Nacional de Levantadores de Pesos, donde el vicepresidente Como-se-llame está lanzando una improvisada diatriba contra aquellos a quienes acusa de haber difundido en la nación esta «lacrimosa mentira»:

—… los necios, los narcisistas, los neurasténicos, los neuróticos, los necrófilos…

Interrumpimos la aliteración del vicepresidente para llevarles a ustedes al Walter Reed Hospital en busca de un informe especial:

—Aquí el ambiente es sombrío, aunque es imposible reconstituir la historia en su integridad. Ahora parece que el presidente ingresó en el hospital ayer a última hora, para una operación secreta. Según los primeros informes, la operación tenía que realizarse en la cadera, para la extirpación de glándulas sudoríparas visiblemente mojadas en aquella región. Sin embargo, como saben ustedes, la Casa Blanca ha negado rotundamente esta versión, y sólo hace un momento he sabido la razón de ello. La operación no debía realizarse en la cadera del jefe del ejecutivo sino en su labio. Todos los informes indicaban que las glándulas tenían que extraerse de la cadera esta mañana. Pero según el último comunicado de la Casa Blanca, la operación ha sido de momento aplazada, debido a, cito textualmente, «un incidente imprevisto». Según fuentes dignas de crédito del hospital, este incidente imprevisto es la muerte del presidente de los Estados Unidos. Ahora veo que el secretario de defensa acaba de salir del hospital y viene en esta dirección. Secretario Manteca, ¿ha estado usted con el presidente?

—Sí.

—Parece usted muy desanimado, señor. ¿Puede usted decirnos si está muerto o vivo?

—No puedo responder a esta pregunta.

—Informes no confirmados de diferentes procedencias dicen que fue encontrado muerto a las siete de esta mañana.

—Sin comentarios.

—Entonces ¿puede usted decirnos por qué le ha visitado?

—Para enterarme de su calendario secreto para terminar la guerra.

—Aparte del presidente, ¿hay alguien que conozca el calendario secreto?

—Desde luego, no.

—Entonces, si está muerto, se habrá llevado el calendario secreto a la tumba.

—Sin comentarios.

—Secretario Manteca, ¿ha recibido el presidente otras visitas aparte de la suya?

—Sí. La de los jefes del Estado Mayor Conjunto. Y naturalmente, la del Profesor.

—¿Y no conocen tampoco el calendario secreto?

—Ya le he dicho que sólo él lo sabe. Por eso es secreto.

¿Ni siquiera su esposa?

—En realidad, ella pensaba que lo tenía, cuando hemos ido a verla esta mañana. Pero no era más que un viejo horario de trenes entre Washington y Nueva York. Lo encontró en uno de los trajes de su marido.

¿No pudo él dejarlo en otro sitio?

—No parece probable.

¿Cortaron ustedes los colchones?

¡Oh, sí! Y levantamos las tablas del suelo. Arrancamos los paneles. Lo volvimos todo patas arriba. Pero no encontramos nada que pareciese un calendario secreto.

—Señor secretario, todo lo que usted dice parece confirmar el rumor de que el presidente está muerto. Si es así, ¿qué hacían usted, los jefes del Estado Mayor Conjunto y el Profesor sentados alrededor de un cadáver, para obtener información vital?

—Bueno, también había una médium con nosotros.

¿Una médium?

—Oh, no se preocupe. Ha trabajado otras veces con nosotros. Es de toda confianza. Una gitana de alta categoría.

¿Y pudo hablar con el presidente?

—Creo que sí.

¿Cómo lo sabe?

—Porque captó una voz que no paraba de decir que era cuáquero.

¿Y qué dijo del calendario secreto?

—Dijo que un secreto es un secreto, y que no podía revelarlo sin traicionar al pueblo americano que depositó en él su confianza. Dijo que aunque tenga que asarse en el infierno, nunca se lo dirá a nadie.

—Su honradez es casi insuperable.

—Bueno, tenía que ser sincero, debido a ese problema del sudor. De no ser así, la gente no habría creído siempre lo que él decía.

—Señoras y caballeros, han oído ustedes al secretario de defensa hablando directamente desde el jardín del Walter Reed Hospital. Como han visto, ha estado muy afligido y a punto de llorar durante toda la entrevista, pareciendo confirmar con ello la noticia de la muerte del presidente. Ahora verán ustedes al vicepresidente, que está pronunciando un discurso ante la Asociación Nacional de Tragadores de Sables.

—… los sicópatas, los sensibleros, los que comercian con el sexo, los saboteadores, los que se hacen llamar Safo, los que se hacen llamar Swinburne, los salaces, los sátiros, los esquizofrénicos, los sodomitas, los sarasas, los que se desgañitan, los desequilibrados, la escoria, los soberbios, los sensacionalistas, los falsos, los fanáticos del sensualismo, los perezosos, los insidiosos, los sacrismoches, los esmirriados, los sifilíticos…

Pasamos ahora al cuartel general del FBI.

¿Es éste el mismo cuchillo que el presidente mostró en la televisión anoche?

—Cierto. Aquí están las cuatro hojas. Cuéntelas. Una, dos, tres, cuatro. No puede estar más claro.

—Pero yo tenía entendido que unos ocho mil cuchillos como éste.

—Hemos examinado los otros ocho mil, y no debe preocuparse por esto. Esta es el arma asesina, sin duda alguna.

—Entonces, ¿fue asesinado el presidente?

—De momento no puedo decírselo. Pero sí puedo asegurarle que, si hubo asesinato, el arma fue ésta.

¿Han detenido al asesino?

—Cada cosa a su tiempo. Si uno se precipita y dice que ha pillado al asesino, todo el mundo piensa que ha detenido al primer tipo que se ha encontrado por la calle. Hay que denunciar el asesinato antes de empezar a acusar a la gente.

—Hábleme de la clase de asesinato. ¿Fue muerto a puñaladas?

—Bueno, esto es como preguntar: «¿Ha dejado usted de pegar a su mujer?». Pero desde luego le diré una cosa: si había un cuchillo, es muy posible que la víctima fuese muerta a puñaladas. Pero hay otras posibilidades y puedo asegurarle que las estamos estudiando con la máxima atención.

—Por ejemplo…

—Bueno, está desde luego la muerte a palos. Y diferentes formas de tortura, como las que expuso el propio presidente la otra noche por televisión.

—Dicho en otras palabras, es posible que le saltasen al presidente sus famosos ojos.

—No puede excluirse esa posibilidad.

—Pero ¿quién lo hizo? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Dónde?

—Mire usted, como decimos en el FBI, no me pregunte y no le diré mentiras. Lo importante ahora es que queremos asegurar al pueblo americano, no sólo que dominamos este caso incluso antes de que comience, sino que podría decirse que marchamos por delante de los hechos virtualmente antes de que se produzcan. No queremos dar pie a las críticas que se nos dirigieron cuando la muerte del otro presidente.

¿A qué clase de críticas se refiere?

—Bueno, la última vez se tendió una especie de nube sobre todo el asunto, ¿no cree? Hubo una falta de credibilidad. La gente pensó que no se le contaba la verdad. Nos acusó de encubrir la historia, de que nos habían pillado desprevenidos, etcétera. Bueno, puedo asegurarle que esta vez será diferente. Esta vez tenemos el arma y una buena idea anticipada de quién lo hizo, y sólo esperamos la confirmación de que el hecho se produjo realmente, para practicar una detención. Naturalmente, después de un intervalo adecuado, para que no parezca que le hemos echado el guante al primer infeliz que hemos encontrado por ahí.

¿Es un boy scout? Quiero decir si, en su caso, ¿será un boy scout?

—Bueno, yo no soy más que un funcionario encargado de hacer cumplir la ley. No decido quién comete los crímenes; sólo le detengo cuando la decisión ha sido tomada por las autoridades competentes. Sin embargo, le diré una cosa. No habríamos decidido que el cuchillo de un boy scout es el arma del crimen si no hubiésemos pensado que había importantes motivos para ello. Esta fue una de las dificultades con que tropezamos en el anterior asesinato: no teníamos un motivo sólido en que fundarnos. A fin de cuentas, estamos hablando del asesinato del más alto funcionario elegido del país. Cuando ocurre una cosa así, a la gente le gusta tener un motivo sólido, y no puedo censurarla por ello. Por eso queremos dárselo esta vez. Si no lo hiciésemos volveríamos a la desunión nacional, a la falta de credibilidad, a las dudas y a la nube sobre todo el asunto.

¿Y piensa usted sinceramente que este cuchillo de boy scout disipará las dudas y la incredibilidad?

¡Cómo! ¿Acaso no lo cree usted?

—Bueno, yo no debo creer nada. No soy más que un periodista objetivo.

—No, no, adelante, dígalo. ¿Qué piensa usted? El mero hecho de que sea objetivo no implica necesariamente que sea tonto. ¿No le parece convincente el cuchillo del boy scout?

—Lo que yo piense sobre si es o no es el arma homicida carece de importancia.

—En otras palabras, implica usted que esto le parece rebuscado. Muy bien. Entonces, ¿qué pensaría de esto?

¿De esto?

—Sí, señor: un Louisville Slugger. Nada menos que el bate de Curt Flood. Deje que le muestre en este modelo de la cabeza del presidente la clase de lesión que puede producirse con una de estas cosas. ¿Recuerda que antes he dicho «aporreado»? Bueno, observe esto.

Vayamos ahora a la Casa Blanca para una importante declaración del secretario para insignificancias del presidente.

—Damas y caballeros, voy a hacer una declaración con referencia a la salud del presidente. A las doce de la noche pasada, el presidente ingresó en el hospital militar de Walter Reed, para una operación de cirugía menor consistente en la extirpación de las glándulas sudoríparas del labio superior.

¿Puede usted deletrearlo, señor Pico de Oro?

—Labio. L-a-b-i-o.

¿Y la segunda palabra?

—Superior. S-u-p-e-r-i-o-r… Como ustedes saben, el presidente quiso hacer siempre todo lo que pudo para ganarse la confianza y, dentro de los límites de lo posible, el afecto del pueblo americano. Creía que, si podía atajar el copioso sudor que brotaba de su labio superior cuando se dirigía a la nación, la inmensa mayoría del pueblo americano llegaría a creer que era un hombre sincero, que decía la verdad y quizá incluso le querría un poco más. Esto no quiere decir que los que sudan en el labio superior sean forzosamente embusteros y/o poco dignos de aprecio. Muchas personas cuyo labio superior suda copiosamente son ciudadanos eminentes en sus comunidades, y si sudan tanto es a causa de las muchas funciones cívicas que tienen que desempeñar. También hay muchos ciudadanos corrientes, buenos y trabajadores, que simplemente sudan en el labio superior como una cosa natural… Esto es cuanto puedo decirles de momento, damas y caballeros. No les habría convocado con tanta urgencia, de no haber sido por los constantes rumores de que el presidente había tenido que ser operado de la «cadera». Esto es absolutamente falso, y he querido que fuesen ustedes los primeros en saberlo. Confío en poder mostrarles mañana radiografías de la cadera del presidente que dejarán absolutamente claro que está en perfectas condiciones.

¿Qué cadera será, señor secretario?

—La izquierda.

¿Qué nos dice de la derecha?

—Trataremos de decírselo la próxima semana. Les aseguro que estamos trabajando para aclarar esto lo más de prisa posible. No queremos que la gente de este país piense que el presidente anda por ahí con alguna dolencia en las caderas.

¿Y qué nos dice de los rumores sobre su muerte?

—En este momento, nada tengo que decir acerca de eso.

—Pero el secretario Manteca parecía estar llorando a la salida del Walter Reed. Esto parece indicar que el presidente Dixon ha muerto.

—No necesariamente. También podría significar que está vivo. No voy a hacer suposiciones en ningún sentido, en un asunto tan serio, caballeros.

¿Y qué hay de las noticias de que ha sido asesinado por un boy scout que se había vuelto loco?

—Estamos estudiándolo, y, si hay algo de verdad en ello, les aseguro que se lo comunicaré.

¿Puede decirnos algo definitivo sobre su estado?

—Está descansando tranquilamente.

¿Le extirparon las glándulas sudoríparas? Y si es así, ¿podemos verlas?

—Sin comentarios. Además, correspondería a la primera dama decidir si las glándulas sudoríparas del presidente pueden ser mostradas a los fotógrafos, etcétera. Pienso que quizá querría guardar algo tan personal como esas glándulas exclusivamente para la familia más íntima, y tal vez, con el tiempo, construir una Biblioteca Trick E. Dixon, en Prissier, para conservarlas.

¿Puede usted decirnos si son muy gran des?

—Bueno, dada la enorme cantidad de sudor que solían desprender, yo diría que deben de ser de gran tamaño. Pero no es más que una suposición. En realidad no las he visto.

¿Hay algo de cierto en la noticia de que también iban a operarle en Walter Reed para impedir que sus ojos bizqueasen?

—Sin comentarios.

¿Quiere esto decir que le fueron vaciados?

—Sin comentarios.

¿Se conservarán también los ojos en la Biblioteca Trick E. Dixon de Prissier?

—También esto debería decidirlo exclusivamente la primera dama.

¿Y qué nos dice de sus ademanes? Ha sido criticado por cierta falta de naturalidad o falsedad en sus ademanes. No siempre parecen acordes con lo que está diciendo. Si está todavía vivo, ¿existe algún plan para que también le arreglen esto? Y si es así, ¿cómo? ¿Podrían sincronizar sus movimientos?

—Caballeros, estoy seguro de que los médicos harán todo lo posible para que su actitud parezca completamente sincera.

—Una última pregunta, señor secretario. Si está muerto, esto convertiría en presidente al señor Como-se-llame. ¿Hay algo de cierto en el rumor de que están ustedes retrasando el anuncio de la muerte de Dixon porque quieren que su sustitución por Como-se-llame se produzca en el último momento? ¿Por esta razón el propio señor Como-se-llame niega con tanta vehemencia la noticia de que el presidente ha muerto? ¿Lo hace por miedo a que le dejen de lado?

—Caballeros, creo que saben ustedes tan bien como yo que el vicepresidente no es persona capaz de querer ser presidente de los Estados Unidos, si tuviese alguna duda en cuanto a sus condiciones para el cargo. No puedo tomar siquiera en serio esta pregunta.

—Buenas noches. Aquí, Erecto Severo, con un análisis convincente de las noticias de la capital de la nación… Un pertinaz silencio reina en los pasillos del poder. Los grandes hombres murmuran en voz baja, mientras la pasmada capital espera. Incluso los cerezos floridos de las orillas del Potomac parecen sentir la magnitud de la situación. Una magnitud que existe. Sin embargo, ha habido antes magnitudes, y la nación ha sobrevivido. Un espíritu de prudente optimismo se manifestó a la hora del crepúsculo; después se puso el viejo sol detrás de los edificios de la razón, y se hicieron de nuevo las tinieblas. Pero otras veces hubo tinieblas, y la nación sobrevivió en definitiva. Pues los principios son eternos, aunque los hombres sean mortales. Y es esta misma mortalidad la que sienten los hombres en los pasillos del poder. Pues nadie se atreve a hacer política ante la gravedad de una tragedia de tanto alcance, o ante el alcance de una tragedia de tanta gravedad. Si es que hay una tragedia. Sin embargo, otras veces hubo tragedias y la nación, apoyándose en la esperanza y en la confianza en los hombres y en la divinidad, sobrevivió también. Pero esta noche, en esta preocupada capital, los hombres velan y esperan. Y también las mujeres y los niños velan y esperan esta noche en esta preocupada capital. Les ha hablado Erecto Severo desde Washington, DC.

—… los fanáticos, los afeminados, los femeninos, los traficantes en bafea, los socialistas fabianos de antaño, los falsos amigos, los afeminados, los infieles, los fabricantes de espectáculos eróticos.

Interrumpimos el discurso del vicepresidente a la Asociación Nacional de Primates para darles la siguiente noticia: una compañía de boy scouts de Boston, Massachusetts, estado natal del senador Edward Carisma, se ha confesado autora del asesinato del presidente de los Estados Unidos. El FBI se ha negado a dar sus nombres hasta que el asesinato del presidente sea anunciado por la Casa Blanca. Los boy scouts han sido encarcelados y, según el FBI, el caso está, textualmente, resuelto. El arma del crimen, que al principio se creyó era el cuchillo que el mismo presidente había exhibido en la televisión durante su famoso discurso «Hay algo en Dinamarca que huele a podrido», se ha establecido ahora que fue un bate de béisbol Louisville Slugger que había sido propiedad del fielder central de los Washington Senators, Curt Flood. Devolvemos la conexión al vicepresidente Como-se-llame en el Congreso de Primates:

—… el fiemo[10] y la bazofia de las universidades, los afeminados, los cantantes de folk, los afeminados, los fenómenos de feria, los afeminados, los que siempre sacan fruto, los afeminados, los defensores de la libertad de expresión, con su vocablo favorito de cuatro letras[11], los afeminados…

Conectamos con nuestro corresponsal en el hospital militar de Walter Reed.

—Damas y caballeros, acaba de llegar una terrible noticia de fuentes fidedignas del hospital. El presidente de los Estados Unidos ha sido asesinado a primeras horas de la mañana. La causa de la muerte fue por ahogamiento. El presidente fue encontrado a las siete de la mañana, desnudo y encogido en posición fetal, dentro de una gran bolsa transparente llena de un fluido claro, presuntamente agua y bien cerrada. La bolsa que contenía el cuerpo del presidente fue encontrada en el suelo de la sala de partos del hospital. Todavía no se sabe cómo fue sacado de su habitación, donde esperaba el momento de ser operado en el labio superior, y obligado a meterse, o metido, en la bolsa. Sin embargo, parece indudable que la manera en que ha sido asesinado guarda relación directa con las polémicas declaraciones que hizo el 3 de abril en San Demente, en las que se manifestó en favor de «los derechos de los no nacidos».

»De momento, las autoridades del hospital parecen creer que el presidente abandonó voluntariamente la cama para acompañar a su agresor a la sala de obstetricia, tal vez en la creencia de que iba a ser fotografiado junto a la panza de una parturienta. El reciente levantamiento de los scouts y el bombardeo nuclear de Copenhague, realizado ayer, nos pareció, a los que estábamos en Washington, que había quitado un poco de mordiente a su campaña en pro de los fetos, y bien podría ser que hubiese querido aprovechar esta fortuita circunstancia para reavivar el interés en su programa. Sin duda, después de la destrucción de Copenhague y la ocupación triunfal de Dinamarca, estaba ansioso por volver al que consideraba nuestro más apremiante problema interno. Según rumores, pretendía emplear su nuevo labio superior, en su próximo discurso importante, para reafirmar su creencia en “la santidad de la vida humana, incluida la vida de los que todavía no han nacido”.

»Pero ahora ya no pronunciará ningún discurso con el nuevo labio superior del que habría estado tan orgulloso. Un cruel asesino, con macabro sentido del humor, ha cuidado de ello. El hombre que creía en los no nacidos ha muerto; su cuerpo desnudo ha sido encontrado, encogido en posición fetal, dentro de una bolsa llena de agua, en el suelo de la sala de obstetricia del Walter Reed Hospital. Les ha hablado Roger el Aprovechado, desde Walter Reed.

Pasemos ahora rápidamente a la Casa Blanca y al último boletín del secretario para insignificancias.

—Damas y caballeros, tengo algo más que decirles acerca de la cadera del presidente, y dispongo de la radiografía que antes les prometí. Este caballero vestido de blanco que ven a mi lado, con guantes de cirujano, bata y mascarilla, es probablemente el más eminente especialista del mundo en cadera izquierda. Doctor ¿quiere usted comentar, para los miembros de la prensa, esta radiografía de la cadera izquierda del presidente? Yo la sostendré para que no se ensucie las manos.

—Gracias, señor Pico de Oro. Damas y caballeros, no me cabe la menor duda. Es una cadera izquierda.

—Gracias, doctor. ¿Alguna pregunta?

—Señor Pico de Oro, según el informe de Walter Reed, el presidente ha sido asesinado, introducido desnudo en una bolsa de agua, donde se ha ahogado.

—Caballeros, procuremos no desviarnos del tema. El doctor aquí presente ha venido directamente en avión desde Minnesota, donde estaba practicando una operación de cadera izquierda, sólo para verificar esta radiografía para ustedes. No creo que debamos entretenerle más. ¿De acuerdo?

—Doctor, ¿está usted completamente seguro de que esa cadera izquierda es la del presidente?

—Claro que lo estoy.

¿Cómo, señor?

—Porque el secretario para insignificancias me ha dicho que lo era. ¿Por qué iba a darme una radiografía de cadera y decirme que era del presidente si no lo fuera?

(Risas de los representantes de la prensa).

—… los pegajosos, las gogos, los golfos sin glándulas, los gorilas, los que no tienen gónadas, los gonorreicos…

Interrumpimos el discurso del vicepresidente a la Asociación Nacional para el Progreso de las Diapositivas en Color, para conectar con nuestros corresponsales en todo el país.

Ante todo, con Morton Importante, de Chicago:

—Aquí, en la ciudad ventosa, reina un clima de incredulidad, de aturdimiento, de escepticismo absoluto. Tan pasmados están los moradores de esta gran metrópoli del Medio Oeste, que parecen totalmente incapaces de reaccionar a las noticias de Washington que han recibido a través de la radio y de la televisión. Y así, desde la Gold Coast hasta Skid Row, desde los elegantes barrios residenciales del norte hasta los míseros ghettos del sur, la escena es casi idéntica: gente que realiza su trabajo ordinario y cotidiano, como si nada hubiese ocurrido. Ni siquiera han sido puestas las banderas a media asta, sino que siguen ondeando al viento, como lo hacían antes de que llegase a esta atribulada ciudad la noticia del terrible final de nuestro caudillo. Trick E. Dixon ha muerto, cruel y extrañamente asesinado, mártir por la causa de los fetos de todo el mundo…, y esto es más de lo que la mente o el espíritu de Chicago puede aceptar o comprender. Y así, en toda esta gran ciudad, la vida, por así decirlo, continúa, como pueden ver directamente detrás de mí en el mundialmente famoso Loop. Las mujeres siguen yendo de compras arriba y abajo. El estruendo del tráfico es continuo. Los restaurantes están atestados. Los tranvías y los autobuses van llenos a rebosar. Sí, es el frenético e irreflexivo bullicio de una gran ciudad en la hora punta. Es casi como si la gente de Chicago temiese desviarse un solo segundo de la rutina corriente de un día corriente, para enfrentarse con esta espantosa tragedia. Aquí, Morton Importante, de la pasmada e incrédula Chicago. Ahora les llevamos a Los Angeles y al corresponsal Peter Pío.

—Si la gente de las calles de Chicago es incrédula, pueden ustedes imaginarse el estado de ánimo del hombre corriente empantanado aquí, en el estado natal de Trick E. Dixon. En Chicago son simplemente incapaces de reaccionar; aquí, su actitud es aún más desgarradora. Los californianos con quienes he hablado, o tratado de hablar, son como niños pequeños enfrentados con un acontecimiento situado mucho más allá de su campo emocional de reacción. Lo único que pueden hacer cuando se enteran de la trágica noticia de que Trick E. Dixon ha sido encontrado metido en una bolsa, es reír entre dientes. Naturalmente, están los proverbiales californianos que ríen a carcajadas, pero en general sólo esa risita parecida a la de un niño perplejo y pasmado permanece en nuestros oídos mucho después de que el reidor se haya zambullido desde el trampolín más alto o alejado a toda velocidad en su coche deportivo. Este es el estado de Trick E. Dixon y éstos son los paisanos de Trick E. Dixon. No es solamente el presidente, sino también un amigo y un vecino, uno de ellos, un hijo sano del sol, de las playas y del Pacífico azul, un hombre que encarnó todo el vigor y la grandeza del estado dorado de América. Y ahora el niño de oro del dorado Oeste se ha ido; y los californianos sólo pueden reír entre dientes para ahogar los sollozos y disimular las lágrimas. Les ha hablado Peter Pío desde Los Angeles.

A continuación, Ike Irónico, de Nueva York.

—Nadie pensó jamás que Trick E. Dixon fuese querido en la ciudad de Nueva York. Sí, había vivido aquí, en este elegante edificio de apartamentos de la Quinta Avenida que pueden ver detrás de mí. Pero pocos lo consideraron vecino de esta ciudad, y sí un refugiado de Washington, que pasaba aquí el tiempo en espera de volver a un cargo público. Los neoyorquinos tampoco parecieron muy impresionados cuando asumió las funciones de la Presidencia en 1969. Pero ahora se ha ido, y de pronto se ha manifestado en todas partes el profundo afecto, el amor, si ustedes quieren, por su antiguo convecino. Desde luego, tienen ustedes que saber que los neoyorquinos son capaces de perforar la cáscara del cinismo y ver el amor oculto debajo de ella. El buen observador ha podido verlo hoy en Nueva York en el aparente tedio e indiferencia de un conductor de autobús; en la impaciencia de una dependienta; en el enojo infundado de un conductor de taxi; en el cansancio de los obreros apretujados en el metro, de vuelta a casa; en la mirada inexpresiva de los borrachos de Bowerly; en la altivez de una viuda rica negándose a retener a su perro en el elegante Upper East Side. Había que saber mirar, pero allí estaba el amor por Trick E. Dixon. Pero él se ha ido, se ha ido, antes de que ellos, con su tedio, indiferencia, impaciencia, enojo, cansancio, inexpresividad y altivez, pudiesen expresarle lo que sentían tan profundamente en sus corazones. Sí, la amarga ironía es ésta: tuvo que morir en una bolsa antes de que los neoyorquinos pudiesen manifestarle aquel amor conquistado a duras penas y que tanto habría significado para él. Pero hoy es un día de ironías amargas. Les ha hablado Ike Irónico, desde una afligida y tal vez arrepentida Quinta Avenida de la ciudad de Nueva York, donde él vivió como un extraño, pero ha muerto como un hijo largo tiempo perdido.

Noticias procedentes de toda la nación confirman las que acaban ustedes de oír de nuestros corresponsales en Chicago, Los Angeles y Nueva York, noticias sobre personas tan abrumadas o afligidas que no pueden reaccionar con lágrimas o convencionales palabras de dolor a la noticia del asesinato del presidente Dixon. No, las muestras ordinarias de dolor no bastan para expresar la emoción que sienten en este momento, y por eso se comportan como si no hubiese sucedido; o ríen entre dientes, aturrullados e incrédulos; o intentan disimular bajo una tosquedad superficial el profundo amor latente por el líder caído.

¿Y qué decir del loco que perpetró este crimen? Para esto, volvemos al cuartel general del FBI en Washington.

—Tiene usted razón, estamos casi seguros de que fue un loco quien perpetró esta acción.

¿Y los scouts? ¿Y el cuchillo? ¿Y el Louisville Slugger?

—Oh, no eliminamos ninguna prueba. Estoy hablando del cerebro que se oculta detrás de todo esto. Mejor dicho, de la falta de cerebro. En realidad, ésta es nuestra primera clave; dejando aparte todo lo demás, lo que le hicieron al presidente fue una estupidez. Sí, fue una estupidez hacerle una cosa así. Si alguien pensó que era una buena broma, bueno, yo no le veo la gracia. No se metió a un cualquiera en una bolsa; metieron al presidente de los Estados Unidos. ¿Cómo no se tuvo en cuenta la dignidad de su cargo? Aun sin respetar al hombre, había que respetar el cargo. Lo que realmente me confunde es esto. Quiero decir, ¿qué creen ustedes que pensarían los enemigos de la democracia si viesen al presidente de los Estados Unidos encogido y desnudo de esa manera? Bueno, yo les diré lo que pensarían: no podrían sentirse más dichosos. Es la clase de propaganda que prefieren para lavar el cerebro a la gente y hacer de ella buenos comunistas.

—Entonces, ¿piensa usted que el asesino era, además de loco, enemigo de la democracia?

—Lo creo. Y, como le he dicho antes, creo que también era un bromista. Afortunadamente, tenemos un archivo completo de todos los locos que son enemigos de la democracia y bromistas, y están bajo constante vigilancia. Por consiguiente, creo que no tendremos ninguna dificultad en encontrar a nuestro hombre o a nuestro loco. Y aunque no le encontremos, tenemos como reserva a los boys scout de Boston que confesaron. Diría, pues, que en conjunto estamos en situación mucho mejor que la última vez y, en realidad, sólo esperamos una señal de la Casa Blanca.

—Tenemos la satisfacción de tener con nosotros en el estudio a uno de los miembros más distinguidos de la Cámara de Representantes, eminente estadista republicano y amigo y confidente del difunto presidente. Congresista Fraude, éste es un día de dolor en nuestra historia nacional.

—Oh, no tengo la menor duda de que es un día que perdurará en la infamia. De hecho, voy a presentar al Congreso un proyecto de ley declarando que el día de hoy perdurará en la infamia y será celebrado como tal en los años venideros. Como decía el inspector Rebuzno del FBI, esto ha sido una absoluta falta de respeto al cargo de presidente. Sabemos, pues, que el asesino es una persona muy irrespetuosa y, probablemente, loca de remate.

¿Tiene usted alguna idea, congresista, de por qué la Casa Blanca sigue negándose a confirmar la noticia del asesinato?

—Creo que es inútil decir que estamos aquí en un terreno muy delicado y, en consecuencia, se andan con muchas precauciones. Pienso que, antes que nada, quieren valorar la reacción pública en nuestro país; después, naturalmente, habrá que considerar la reacción en todo el mundo. De una parte, tenemos a nuestros aliados, que dependen de nuestro apoyo, y por otro lado, tenemos a nuestros enemigos siempre al acecho de alguna grieta en nuestra armadura. Teniendo todo esto en cuenta, creo que estará usted de acuerdo en que, a la larga, lo que probablemente interesará más a nuestra integridad y a nuestra credibilidad será echar tierra sobre todo el asunto. Yo diría que un razonamiento por este estilo debe de estarse haciendo entre bastidores en la Casa Blanca.

¿Se ha notificado el hecho a la primera dama?

—Desde luego.

¿Cuál ha sido su reacción?

—Bueno, de momento se mostró comprensiblemente abrumada. Pero como sabe usted, es una mujer muy digna, incluso en momentos de gran emoción. En consecuencia, su reacción inmediata fue observar que la manera en que el asesino perpetró su acción fue de un mal gusto extraordinario. Dejando aparte lo de la bolsa, piensa que al menos hubiesen debido matar al presidente cuando llevase puesto su traje, con camisa y corbata, como John F. Carisma. Dice que había un traje recién llegado de la tintorería en el armario del hospital, y que el presidente tenía que aparecer adecuadamente ataviado en todo momento; demuestra que es una persona muy mal educada. Dijo que no podía dejar de causarle asombro la educación de una persona capaz de olvidar una cosa así. Dijo que no quería culpar a la familia del asesino hasta que conociese todos los hechos, pero saltó a la vista que pensaba que en el hogar donde vivió el asesino hubiesen debido prestar mayor atención a su buena crianza.

—Congresista Fraude, se ha especulado en el sentido de que el asesinato del presidente es una represalia por la destrucción, que tuvo lugar ayer, de la ciudad de Copenhague. ¿Qué piensa de esta idea?

—No mucho.

¿Quiere explicarse?

—Bueno, no tiene sentido. El propio presidente apareció en la televisión y explicó al pueblo americano la situación de Dinamarca y el motivo que nos había obligado a destruir Copenhague. No tenía por qué hacerlo, pero lo hizo porque quería que el pueblo conociese todos los hechos. Por consiguiente, no comprendo que se le pueda culpar a este respecto. Y debo decir, en honor de este gran país, que aquí, en Wisconsin, a excepción de unos pocos viejos, que desde luego resultaron ser de origen danés y carentes por tanto de objetividad en este asunto, a excepción de unos pocos manifestantes irresponsables que gritaron obscenidades en danés, la inmensa mayoría de las personas tomaron la destrucción de Copenhague con la maravillosa ecuanimidad y solidaridad que estamos acostumbrados a esperar de ellas en cuestiones como ésta. No, no puedo imaginar que alguien asesine al presidente por una decisión política tan sensata como ésta, y esto cuenta también para los locos. No; nuestro pueblo, incluidos los lunáticos, le había autorizado para hacer lo que hizo.

¿Y también el Congreso?

—Bueno, ya sabe usted que desgraciadamente hay unos pocos congresistas y senadores, supongo que empeñados en llamar la atención de los periódicos, que son capaces de hacer un problema político del bombardeo de un pueblecillo olvidado de Dios en cualquier parte, en una encrucijada de la que nadie había oído hablar y seguramente no volverá a ser mencionada después del bombardeo; por consiguiente, puede usted imaginarse el ruido que van a armar con la destrucción nuclear de una ciudad como Copenhague. Sin embargo, permítame decir en su honor que ni siquiera ellos serían capaces de asesinar al presidente por una diferencia de opinión sobre una cosa como bombardear ciudades. Quiero decir que nadie es perfecto. Un presidente elige un objetivo y otro presidente elige otro; pero afortunadamente tenemos en este país un sistema político que puede acomodarse a esta clase de discrepancia sin recurrir al asesinato. Y creo que puede usted decir sin reparos que, en definitiva, los errores de juicio se eliminan por sí solos, y sólo destruimos los lugares que deben ser destruidos. Yo diría, en efecto, en lo tocante a la destrucción de Copenhague, que incluso los más contumaces críticos del presidente en el Senado, comprendieron que una decisión de tal magnitud no podía haberse tomado a la ligera o arbitrariamente. Creo que la mayoría de los miembros del Congreso realmente responsables piensan, igual que yo, que después de la gran exhibición de fuerza que hemos hecho en Escandinavia, no vamos a quedarnos atascados allí como nos quedamos en el sur de Asia.

—Entonces, ¿no ve usted ninguna relación entre el discurso de «Hay algo en Dinamarca que huele a podrido» y el asesinato?

—No, no. Francamente no creo que el asesinato del presidente tenga nada que ver con lo que ha dicho o hecho alguna vez, incluidas sus valerosas observaciones en favor de los fetos y de la santidad de la vida humana. No, esto ha sido un acto salvaje y absurdo, según lo define el FBI; la obra de un loco y, como sugiere la primera dama, de un loco muy mal educado. A mí me parece que cualquier intento de encontrar un motivo político racional a algo tan chocante y tosco como meter al presidente de los Estados Unidos, desnudo y en posición fetal, en una bolsa llena de agua, es un esfuerzo inútil. Se trata de un acto de violencia y falta de respeto, totalmente carente de sentido y de razón, y que sólo puede despertar la justa indignación de los hombres sensatos y razonables de todas partes.

—… los hirsutos, los huecos, ya me entienden, los de la hoz y el martillo, los hiperpornógrafos, los hedonistas, los «Hell's Angels», los hastiados de Dios porque están hastiados de sí mismos, los hermafroditas, los sabihondos, los hurtadores de vehículos, los hippies, los Hisses, los homosexuales, la hez de todas las razas, los heroinómanos, los hipócritas…

—Sí, ha empezado el tributo, el tributo al hombre al que amaban más de lo que pensaban. Llegan en tren, en autobús, en coche, en avión, en silla de ruedas y a pie. Algunos llegan con muletas y bastones, y algunos con miembros artificiales. Pero llegan impávidos, como peregrinos de ayer y de antaño, para honrar a aquel a quien amaron sin darse plena cuenta. Segado por la cruel segadora antes del tiempo de la cosecha, nos reúne al fin a todos como prometió que haría un día. Y lo está haciendo. Pues vienen todos, la gente sencilla, su gente, barberos, carniceros, corredores de bolsa y pregoneros, magnates y taxidermistas, y los taciturnos que aran la tierra. Es, me atrevo a decir, una manifestación como el hombre segado por la cruel segadora, ¡ay!, no había presenciado nunca. No, durante su breve estancia en el planeta Tierra y en los tres años que pasó en la Casa Blanca, se habían manifestado, no para honrarle, sino para humillarle; no para rendirle homenaje de respeto, sino para gritarle obscenidades y manifestarle su falta de respeto. Pero no son los vociferadores y los irrespetuosos quienes se reúnen aquí esta noche junto a las orillas del Potomac, unas orillas tan viejas como la propia República, y bajo los cerezos floridos que él adoraba, y en la ensimismada grandeza de esta ciudad que encarna aquello por lo que gustosamente habría dado la vida este hombre prematuramente arrancado del mundo, si se lo hubiesen pedido, en vez de ser cruelmente eliminado de noche y metido en una bolsa por un loco mal educado. Sin embargo, siempre ha habido locos y siempre los habrá, y la nación ha sobrevivido; y me atrevo a decir que sobrevivirá, aunque los locos pasen por los corredores del poder y las salas de justicia y los recintos de virtud y los montacargas de dignidad y los sótanos de idealismo, dejándonos al fin, si no más fuertes, más prudentes; y, si no más prudentes, más fuertes; y si, ¡ay!, ninguna de ambas cosas, las dos. Aquí, Erecto Severo, con un convincente análisis de la actualidad en la capital de la nación.

—Aquí, Brad Cursi. Estoy ahora en las calles de Washington, y lo que contemplo es una visión conmovedora y desgarradora. Desde que se supo la noticia de que el presidente había sido encontrado muerto dentro de una bolsa en el Walter Reed Hospital, el pueblo de este gran país, su país, ha acudido a la capital desde toda la nación. Son miles y miles los que están plantados en las calles aledañas de la Casa Blanca, gachas las cabezas, visiblemente impresionados y conmovidos. Muchos lloran abiertamente, y no pocos de ellos son hombres mayores. Aquí hay un hombre sentado en el bordillo, con la cabeza entre las manos y sollozando en silencio. Voy a pedirle que nos diga de dónde viene.

—Vengo de aquí, vengo de Washington.

—Está usted sentado en el bordillo, sollozando en silencio entre sus manos. ¿Puede decirnos por qué? ¿Puede expresarlo con palabras?

—Culpa.

—¿Quiere usted decir que experimenta un sentimiento de culpa personal?

—Sí.

¿Por qué?

—Porque he sido yo.

—¿Ha sido usted? ¿Usted ha matado al presidente?

—Sí.

—Bueno, fíjese bien, porque esto es importante. ¿Se lo ha dicho usted a la policía?

—Se lo he dicho a todo el mundo. A la policía. Al FBI. Incluso traté de llamar a Pitter Dixon para decírselo. Pero sólo me respondieron que era muy amable al pensar en ellos en unos momentos como éstos, y que la señora Dixon agradecía mi condolencia y la encontraba de muy buen gusto; y colgaron. Hubiesen tenido que detenerme. Ahora aparecería mi retrato en los periódicos, bajo grandes titulares: «EL ASESINO DE DIXON». Pero nadie me cree. Aquí están las libretas en que estuve trazando mis planes durante meses. Aquí están las grabaciones de mis conversaciones telefónicas con amigos. Y aquí, fíjese en esto: ¡una confesión firmada! Y no la escribí coaccionado. Estaba en una hamaca. Tenía plena conciencia de mis derechos constitucionales. En realidad, mi abogado estaba conmigo. Estábamos tomando unas copas. Mire y lea: explico mis razones y todo lo demás.

—Señor, su historia es muy interesante, pero tenemos que seguir adelante. Debemos recorrer esta enorme multitud… Aquí hay una joven muy atractiva, llevando en brazos a un niño dormido. Está de pie en la acera, mirando la Casa Blanca con ojos inexpresivos. Sólo Dios sabe la angustia que se oculta en esta mirada. Señora, ¿quiere usted decir a los televidentes lo que está pensando al contemplar la Casa Blanca?

—Él ha muerto.

—Parece hallarse usted en un estado de shock.

—Lo sé. No pensé que podría hacerlo.

—Hacer ¿qué?

—Matar. Asesinar. Él me dijo: «Voy a poner una cosa perfectamente en…», y antes de que pudiese decir «claro», lo metí en la bolsa. Tendría que haber visto usted la cara que puso cuando hice girar el pequeño cierre.

¿La cara que puso el presidente cuando usted?

—Sí. Nunca había visto tanta rabia en mi vida. Nunca había visto tanta ira y tanto furor. Pero entonces él se dio cuenta de que lo estaba mirando fijamente a través de la bolsa, y de pronto adoptó la misma expresión que pone en la televisión, todo seriedad y responsabilidad, y abrió la boca, supongo que para decir «claro» y nada más. Debió creer que la escena estaba siendo televisada.

—Y… bueno, ¿estaba su pequeña con usted, cuando según dice…?

—Oh, sí, sí. Desde luego, ella es demasiado pequeña para recordar exactamente lo ocurrido. Pero quiero que cuando sea mayor pueda decir: «Yo estaba allí cuando mi madre asesinó a Dixon». Imagínese, mi hijita va a crecer en un mundo donde nunca tendrá que oír a alguien diciendo una vez más que va a poner algo perfectamente en claro. O bien: «¡No lo interpreten mal!». O bien: «Soy cuáquero y por eso odio tanto la guerra». Nunca más, nunca más, nunca más. Y yo lo hice. De veras lo hice. Se lo aseguro. Todavía no puedo creerlo. Yo lo ahogué. En agua fría. ¡Yo!

—Pasemos ahora a usted, joven. No hace más que andar arriba y abajo por delante de la Casa Blanca, como si hubiese perdido algo. ¿Puede decirnos, en pocas palabras, lo que está buscando?

—Un guardia. Un policía.

¿Por qué?

—Quiero entregarme.

Aquí Brad Cursi, desde las calles de Washington, donde se ha reunido la afligida multitud para rezar, para llorar, para lamentarse, para esperar. Devuelvo la conexión a Erecto Severo.

—Aquí Erecto, en lo alto del monumento a Washington, con el jefe de la Fuerza de Policía a Washington. Jefe Grilletes, ¿cuántas personas calcula que habrá ahora allá abajo?

¡Oh! Sólo alrededor del monumento tenemos unas veinticinco o treinta mil, y diría que hay el doble frente a la Casa Blanca. Y desde luego, van llegando más a cada hora que pasa.

¿Puede describir a esas personas? ¿Son los acostumbrados manifestantes que tienen ustedes en Washington?

—¡Oh, no, no! Esa gente no quiere provocar disturbios. Yo diría que desean colaborar con las autoridades. Al menos por ahora.

¿Qué quiere usted decir, con este «por ahora»?

—Bueno, todavía no hemos practicado ninguna detención. Tenemos orden de la Casa Blanca de no detener a nadie bajo ninguna circunstancia. Como puede imaginarse, esto le produce cierto estado de tensión en mis hombres, sobre todo porque todos los que están ahí abajo parecen haber venido con la intención de hacerse detener. No había visto cosa igual en mi vida. Muchos de ellos se ponen de rodillas para suplicar que les encierren, y casi no hay un Tom, un Dick o un Harry, que no traiga documentos, fotografías o huellas dactilares que demuestran que él es el asesino del presidente. Desde luego, nada de esto vale el papel en que ha sido estampado. Algunas pruebas son irrisorias, obra de aficionados y realizadas evidentemente en el último momento. Pero a pesar de todo, hay que hacer honor a su entereza. Agarran a mis hombres como si llevasen tesoros encima, y tratan de esposarse a los agentes con sus propias esposas y de ser llevados de este modo a la cárcel. No podemos aparcar un coche patrulla en cualquier sitio sin que media docena de ciudadanos salten al asiento de atrás, chillando: «Llevadme a presencia de J. Edgard Rebuzno… y de prisa». Sabido es que no se puede detener a nadie sin tomar las medidas procesales adecuadas, ¡pero trate de explicárselo a una muchedumbre como ésa! Sin embargo, tratamos de seguirles la corriente lo mejor que podemos y, a los que no se dejan convencer, les decimos que esperen sentados y que volveremos más tarde a recogerlos. Nuestro mayor deseo es que se desencadene una tormenta durante la noche, una de esas tormentas que lo disuelven todo. Quizás si están el tiempo suficiente bajo la lluvia, comprenderán que nadie va a detenerles, por muchas pruebas que presenten, y se marcharán a casa.

—Pero, jefe Grilletes, supongamos que no llueva, supongamos que sigan llenando las calles mañana por la mañana. ¿Qué harán los empleados que traten de entrar en las oficinas del gobierno?

—Bueno, temo que tendrán que aguantarse. Porque no voy a exponer a mis hombres a que les acusen de detención ilegal, sólo para que unos cuantos puedan llegar a su oficina a tiempo para la hora del café. Además, están las órdenes de la Casa Blanca.

—Entonces ¿está usted convencido de que todas y cada una de esas personas son inocentes?

—Absolutamente convencido. Si fuesen culpables, se opondrían a la detención. Echarían a correr o algo parecido. Chillarían reclamando la asistencia de sus abogados y el respeto a sus derechos. Quiero decir que éste es el primer síntoma de culpabilidad. Pero toda esa gente dice: «He sido yo; detenedme». ¿Qué agente de la autoridad va a detener a una persona por algo así?

—Aquí Brad Cursi. La violencia ha estallado en Pennsylvania Avenue, justo delante de las puertas de la Casa Blanca, donde más de treinta mil ciudadanos afligidos se han reunido para despedirse de un líder caído. Precisamente cuando el jefe de policía Grilletes encomiaba a la multitud por su obediencia a la autoridad y su respeto a la ley, ha estallado una reyerta entre un grupo de quince caballeros vestidos de hombres de negocios. Aunque tuvo que intervenir la policía, no se practicó ninguna detención. Tengo a mi lado a uno de los caballeros que se vieron envueltos en el violento episodio, y a juzgar por las apariencias está todavía bastante trastornado. Señor, ¿cómo empezó la trifulca?

—Bueno, yo estaba de pie aquí, pensando en mis cosas, tratando de confesar a un agente que había matado al presidente, cuando apareció ese petimetre en un coche de lujo y llevando una flor en el ojal, y se interpuso entre los agentes y yo para decir que había sido él. Entonces, el chófer bajó del automóvil, me empujó y me dijo que dejase hablar a su jefe, y éste lo hizo y dijo que estaba muy ocupado y no tenía tiempo que perder, y que quién me figuraba yo que era, hablando tan fuerte y con tanta altanería. Entonces llegó un tipo de color, y conste que yo no tengo nada contra la gente de color, pero éste era realmente desvergonzado y empezó a decir que estábamos hartos de aquello, vaya si lo dijo, y el chófer le respondió que se pusiese en la cola y esperase su turno, y aquí empezó realmente el follón, y un momento después había quince tipos arreándose mamporros, sosteniendo cada cual que había sido él. Bueno, de no haber sido por el agente, y no lo digo en broma, alguien habría resultado herido. Habría podido ser horrible.

—Así pues, ¿alaba usted a la policía?

—Bueno, sí… hasta cierto punto. Quiero decir que el agente puso fin a la reyerta en un periquete, pero cuando ésta hubo terminado, se negó a practicar ninguna detención. En realidad, cuando nos hubo separado, desapareció como solía hacerlo el Llanero Solitario. No lo encuentro por ninguna parte. Algunos de los otros tipos también quisieran encontrarlo. Mire usted, confesamos y le dimos todas aquellas pruebas, ¿y sabe qué hizo con ellas? Las rompió, mientras se alejaba a la carrera. Afortunadamente, hice que mi secretaria copiase todos mis documentos en la oficina, y por eso conservo una copia en casa, pero muchos de los otros fueron lo bastante estúpidos para darle al agente el único ejemplar que tenían de sus confesiones. Casi lo único bueno que salió de todo esto fue la posibilidad de que, como éramos quince los que fuimos sorprendidos juntos en esta calle, atizándonos, nos detengan por confabulación. Bueno, esto si podemos hallar a un policía. Pero trate usted de encontrar a un policía, aunque sea de paisano, cuando lo necesita. ¡Oiga! ¿No estará usted autorizado a practicar detenciones, por su emisora o por lo que sea?

—… y siguen llegando. Y ahora nos han dicho por qué. Vienen, no como vinieron a Washington para llorar la muerte del presidente Carisma. Ni como fueron a Atlanta, para seguir el ataúd del asesinado Martin Luther King. Ni como acudieron a la estación para despedir el trágico tren que llevó a su última morada el cuerpo del asesinado Robert Carisma. No; la muchedumbre que ha venido esta noche a Washington, no lo ha hecho con la inocencia y el pasmo de los niños privados de su padre. Lo ha hecho embargada por la culpa, para confesar, para decir «Yo soy el culpable» a la policía y al FBI. Es un espectáculo conmovedor y profundo, y nos da una prueba concluyente, si tal prueba fuese necesaria, de que la nación ha alcanzado su mayoría de edad. Pues ¿qué es la madurez, en los hombres o en las naciones, sino la voluntad de llevar la carga y la dignidad de la responsabilidad? Y sin duda es responsable, es madura, la nación que en su hora más negra puede mirar profunda mente dentro de su turbada y angustiada bla bla bla bla bla bla bla la culpabilidad de todos, Desde luego, están los que quieren buscar un chivo expiatorio, pues siempre los habrá, al no ser la naturaleza humana lo que debería ser, Habrá los que se erguirán justicieros y gritarán: «yo no, yo no». Pues no son culpables, nunca son culpables. Siempre hay otro que lo es: Bundy y Kissinger, Bonnie and Clyde, Calley y Capone, Manson y McNamara; sí, es interminable la lista de aquellos a quienes harían responsables de sus propios crímenes. Y esto es lo que hace que esta manifestación colectiva de culpa en Washington sea tan bla bla bla bla bla bla bla bla bla bla. El bla bla del espíritu y el bla bla bla bla bla bla bla por el que murieron nuestros hijos bla bla bla bla bla bla razón y dignidad bla bla bla bla bla dignidad y razón. No, no censuréis a los que se reúnen aquí, en Washington, para confesarse autores del asesinato del presidente. Alabadles más bien por su valor, su bla bla bla, su bla y su bla bla bla, pues bla bla bla sois vosotros y soy yo. Todos somos culpables. Y solamente a riesgo de bla bla bla bla bla bla bla bla bla bla olvidaremos. Aquí, Erecto Severo, del bla bla bla de la nación.

—… los masoquistas, los narcómanos, las minorías que piensan que son mayorías, los enamorados, los masturbadores, los mentecatos, los misántropos, los niños de mamá, los de mucho ruido y pocas nueces, los memos…

—Caballeros, en vista del creciente interés de todo el país por la situación de Washington, hemos decidido movernos un poco más de prisa de lo que habíamos proyectado al principio, y mostrarles esta noche la radiografía de la otra cadera. Confiamos en que con la presentación de las radiografías de ambas caderas del presidente, la derecha virtualmente pocas horas después de la izquierda, podremos restablecer una perspectiva adecuada de toda la situación.

¿Quiere usted decir el asesinato, señor Pico de Oro?

—Considero que en estos momentos no debe emplearse una palabra tan fuerte como ésta. Quizás no haga que se vendan más periódicos, pero de momento y para ser exacto, prefiero ceñirme a la palabra «situación».

—Dicho en otros términos, admite usted ahora que existe «una situación».

—Nunca lo hemos negado.

¿Y qué nos dice del entierro, señor Pico de Oro?

—Atengámonos primero a la situación y después pasaremos al entierro. ¿Alguna otra pregunta?

¿Dónde está ahora el cuerpo del presidente?

—Descansando.

¿Descansando dentro de la bolsa o fuera de la bolsa?

—No me apremien, caballeros. Está descansando cómodamente. Esto es lo importante.

¿Será enterrado dentro de la bolsa, señor Pico de Oro? Se dice que la primera dama ha resuelto, dada la defensa hecha por su marido de los derechos de los fetos, que el entierro dentro de la bolsa sería lo más digno y adecuado. Como el cadáver del rey transportado por una comitiva de mulas.

—Estoy seguro de que cualquier cosa que resuelva la primera dama será del gusto más delicado.

¿Qué nos dice del señor Como-se-llame, señor Pico de Oro? Todavía está en la tribuna diciendo que no ha pasado nada, que todo es una sarta de mentiras. ¿Tiene alguna idea de lo que quiere decir?

—Sin comentarios.

—¿Es verdad que el vicepresidente ha jurado ya en secreto el cargo, durante un intervalo en sus discursos, y que es actualmente presidente?

—¿Por qué teníamos que hacer una cosa así? Lo niego rotundamente.

—Señor presidente, ¿puede usted decirnos por qué prestó en secreto el juramento del cargo, entre dos discursos, de modo que era ya el nuevo presidente mientras pregonaba que las noticias sobre el asesinato del presidente Dixon eran mentiras inventadas por los enemigos del país?

—Pienso que la respuesta es evidente, caballeros. No puede haber un país sin presidente como no puede haber un huevo sin una gallina o, dicho de otra manera, un caludio sin una predención prepregoratoria. Desde luego, los perendangos y los pachichis y los dripícos darían los dientes de los ojos para que fuese de otra manera, pero la juramentada esbagatela de este sirigible, y la truncación de nuestra veracidad, no serán pisoteadas y desgarradas mientras yo, como presidente, avente esta vindicación con el vapuleo de los vengadores.

—Presidente Como-se-llame, circula un feo rumor en el sentido de que si negó usted todo conocimiento del asesinato del presidente fue porque temía que le considerasen sospechoso. ¿Tiene algo que decir sobre este feo rumor?

—Sí, tengo algo que decir y lo diré para que no pueda caber duda sobre mis sentimientos en este asunto. Si los rastreros y los cobardes que crucifican al crelinio, golpe trae golpe, y que además, y tenemos pruebas de ello, han catapultado a los credalios desde que los primeros triquitraques lanzaron su cruzada por la causa de la califonía, si se imaginan que pueden cayular y castigar y salirse con la suya, habrá tal cacofonía de tracas y matracas y crinóleo en todo el tric y trac de este país, que los criptocalistanos y los cuasiclapiformes se echarán a temblar antes de colaborar con esos criminales.

—Señor, ya que hablamos de feos rumores, ¿puede usted comentar uno que sugiere que la razón de que insistiese usted en que el presidente estaba vivo, cuando sabía que estaba muerto, era que temía que un golpe por parte del gabinete o una rebelión armada del pueblo impedirían que asumiese el cargo, si hubiese anunciado claramente su intención de hacerlo? ¿Temía que no le dejasen ser presidente por falta de condiciones para ello?

—No era miedo, sino que sentí un filaría frostificación de la proliferante fístula con que el fatum me ha feductivamente fastinguido.

¿Quiere usted comentar, señor, la decisión de la señora Dixon de enterrar al presidente en el interior de su bolsa en Prissier? ¿Fue usted consultado sobre esto? Y, en caso afirmativo, ¿significa que su administración defenderá también los derechos de los no nacidos, la santidad de la vida humana, etcétera?

—Bueno, desde luego, no solamente yo, sino culones y culones de nuestros ciudadanos, zapes de nuestros cilpagos y cikones de nuestros cikenitas…

—Así el bla bla bla bla del Estado ha transcurrido. Bla bla bla bla bla bla bla ha terminado, y la República que bla bla bla bla bla razón bla bla bla bla. Pesados son nuestros bla bla bla bla bla bla bla bla bla corredores bla bla bla que él amaba. Y los cerezos floridos. Bla bla bla bla bla. Bla bla bla bla. Bla bla bla bla bla a menos que bla bla bla bla bla nuestra civilización con ello. No podemos permitirlo. Bla bla bla bla bla vuelta a la normalidad bla bla bla bla. Bla bla bla bla bla bla bla bla bla. Bla bla bla bla de América, desde el más humilde ciudadano hasta el bla bla bla bla. ¿Bla bla 1776 bla bla? Bla. ¿Bla bla 1812 bla bla bla? Bla bla. ¿Bla bla 1904-1907? ¡Bla! Bla bla bla bla bla bla bla razón y dignidad. Bla bla bla bla razón. Bla bla bla bla bla dignidad. Bla bla bla bla bla bla realización de la Améribla bla bla bla bla bla. Bla bla bla hace cien años. Bla bla bla bla de Galilea. Y aún hay quienes renunciarían a la esperanza bla bla bla bla bla. Bla bla bla bla cerezos floridos. Bla bla bla bla bla bla bla bla bla bla antes que él. Bla bla bla la República. Bla bla bla el pueblo. Bla bla bla bla bla la capital de la nación.