(El famoso discurso de «Hay algo en Dinamarca que huele a podrido»).

Buenas noches, hermanos americanos.

Esta noche acudo ante vosotros con un mensaje de importancia nacional. Aunque es verdad que no pretendo ofreceros falsas esperanzas menospreciando la naturaleza de la crisis con que se enfrenta nuestra nación en estos momentos, no creo que existan motivos para tanta alarma como la que podéis haber visto u oído en los medios de información por parte de los que critican las decisiones que he tomado en las últimas veinticuatro horas.

Sé que siempre habrá personas que preferirían que adoptásemos una posición débil, cobarde y deshonrosa ante una crisis. Desde luego, tienen derecho a opinar como les plazca. Sin embargo, estoy seguro de que la inmensa mayoría de los americanos estarán de acuerdo en que las acciones que he emprendido en el conflicto entre los Estados Unidos de América y el Estado soberano de Dinamarca, son indispensables para nuestra dignidad, nuestro honor, nuestro idealismo moral y espiritual, nuestra credibilidad internacional, la solidez de nuestra economía, nuestra grandeza, nuestra dedicación a los sueños de nuestros antepasados, el espíritu humano, la dignidad de inspiración divina del hombre, nuestros compromisos internacionales, los principios de las Naciones Unidas, y el progreso y la paz de todos los pueblos. Nadie más consciente que yo de las consecuencias políticas de adoptar una acción resuelta y audaz en beneficio de nuestra dignidad, de nuestro idealismo y de nuestro honor, para elegir sólo tres cualidades. Pero preferiría no ser reelegido para un segundo mandato y tomar estas nobles y heroicas medidas contra el estado de Dinamarca, que ser reelegido por haber aceptado la humillación de manos de una potencia militar de décima categoría. Quiero que esto quede perfectamente claro.

Permitidme ahora que os diga las medidas que he ordenado tomar contra Dinamarca, y las razones de mi decisión (coge su puntero y señala el mapa de Escandinavia).

* * *

Primero: A pesar de la manera traidora con que el gobierno propornográfico de Copenhague ha actuado contra los Estados Unidos, he respondido rápida y eficazmente para conseguir la iniciativa militar. En este mismo instante, la Sexta Flota americana, enviada por mí al Báltico y al Mar del Norte, domina completamente las rutas marítimas de entrada y salida de Dinamarca, tal como se indica en este mapa (señala el Mar Báltico y el Mar del Norte). Portaviones, transportes de tropas y destructores han sido situados en un anillo estratégico alrededor de la península danesa de Jutlandia (señala) y de las numerosas islas danesas adyacentes, todas las cuales veis aquí coloreadas en rojo. Tomados estos territorios en su conjunto, hacen que Dinamarca tenga aproximadamente la extensión (se vuelve al mapa de los Estados Unidos) de los maravillosos estados de Nueva Hampshire y Vermont, famosos por su hermoso follaje de otoño y el delicioso jarabe de arce, y coloreados aquí en blanco.

Permitidme ahora que os diga los resultados de esta acción, ordenada por mí como jefe supremo de las Fuerzas Armadas, en cumplimiento de mis responsabilidades.

Prácticamente, Dinamarca está ahora aislada por un bloqueo tan impenetrable como aquel con el cual evitó el presidente John F. Carisma en 1962, que los misiles nucleares soviéticos entrasen en Cuba y en el hemisferio occidental, que está aquí (señala el mapa del hemisferio occidental). Y éste fue, como todos sabemos muy bien, el momento más glorioso y valeroso de esa Presidencia. Este bloqueo, pues, es exactamente igual que aquél.

Ahora bien, si es verdad que he aislado eficazmente Dinamarca del resto del mundo, me he negado a adoptar para América una posición aislacionista como la que habían aconsejado mis críticos para esta crisis. Porque esto debe quedar bien claro: América no puede vivir en el aislamiento si espera vivir en paz.

Ahora oigo que alguien pregunta: «Señor presidente, ha actuado usted rápida y eficazmente para proteger nuestra dignidad, nuestro idealismo y nuestro honor; pero ¿qué nos dice de nuestra seguridad nacional? ¿Corre también peligro?».

Bueno, es una buena pregunta y merece una meditada respuesta. Todos conocemos la política beligerante y expansionista del estado de Dinamarca, en particular las ambiciones territoriales que alimenta este país desde el siglo XI sobre los Estados Unidos continentales. Como recordaréis, se hicieron en aquella época desembarcos en el continente norteamericano por fuerzas que estaban bajo el mando de Eric el Rojo, y más tarde bajo el mando de su hijo, Leif Ericson. Estos desembarcos por la familia Roja y sus hordas vikingas se realizaron, naturalmente, sin previo aviso y en violación directa de la doctrina de Monroe. Aparte de estas invasiones de naturaleza paramilitar, estos vikingos hicieron también varios intentos frustrados para establecer colonias privilegiadas en nuestra costa oriental, exactamente aquí (señala), muy cerca de Boston, lugar de nacimiento de Paul Revere y su mundialmente famosa incursión nocturna, y escenario del famoso Boston Tea Party[7]

Por eso, cuando me preguntáis si nuestra seguridad nacional está amenazada por los daneses, con su larga historia de franco desprecio de nuestra integridad territorial, creo que debo responder sinceramente que sí. Y por eso he dicho claramente esta noche al gobierno propornográfico de Copenhague que no voy a reaccionar a cualquier ulterior amenaza contra nuestra integridad territorial, nuestro honor o nuestro idealismo, con gemebundas protestas diplomáticas. Y para que no haya equívocos sobre mi posición, he ordenado al Séptimo Ejército americano, destinado en Alemania federal, que se movilice y coloque en posición de ataque aquí (señala), en el paralelo 55, en la frontera entre Alemania y Dinamarca. Y les aseguro, amigos americanos, como le he asegurado al gobierno propornográfico de Copenhague, y como lo habría asegurado al régimen de la familia Roja en el siglo XI si hubiese sido presidente en aquella época, que no vacilaré un instante en ordenar a nuestros valerosos luchadores americanos que crucen esta noche la frontera y penetren en Dinamarca, si ello es necesario para evitar que nuestros hijos tengan que luchar contra los descendientes de Eric el Rojo en las calles de (señalando con el puntero) Portland, Boston, Nueva York, Filadelfia, Baltimore, Washington, Norfolk, Wilmington, Charleston, Savannah, Jacksonville, Miami, Cayo Vizcaíno y, desde luego, las ciudades del Oeste.

Ahora bien, aunque Dinamarca está efectivamente aislada del mundo por la Sexta Flota, y efectivamente amenazada con la ocupación por el Séptimo Ejército, lo cierto es que el pueblo danés todavía no ha visto un solo soldado americano en su suelo. Contrariamente a los absurdos rumores irresponsablemente difundidos por los alarmistas y sensacionalistas en los medios de comunicación, la verdad es que (mira su reloj) en este momento no tenemos tropas dentro de Dinamarca, ni en acción de combate, ni como consejeros militares de la Resistencia Antipornográfica Danesa, considerada por muchos como el legítimo gobierno danés en el exilio.

Cualquier información que hayáis podido oír sobre una invasión americana del territorio danés es categóricamente falsa y constituye una deliberada deformación de los hechos. La verdad es ésta: el desembarco anfibio de un destacamento de mil arrojados infantes de marina americanos que ha tenido lugar hace sólo unas pocas horas, a medianoche, según el horario danés, no ha sido una invasión de territorio danés, sino la liberación de la dominación danesa de un lugar que ha sido sagrado durante siglos para los pueblos de habla inglesa de todo el mundo y en particular para los americanos.

Me refiero a la liberación de la ciudad de Elsimore, donde está la fortaleza popularmente conocida por los turistas como el castillo de Hamlet. Después de siglos de ocupación y de explotación turística por los daneses, la ciudad y el castillo, que deben enteramente su fama a William Shakespeare, el más grande escritor en lengua inglesa de toda la historia, han sido tomados esta noche por soldados americanos, que hablan la lengua del bardo inmortal.

Miremos de nuevo el mapa. Aquí, en la costa, está Elsinore, aproximadamente a treinta y cinco millas al norte de la capital, Copenhague. Dada su proximidad a la capital, se creía durante siglos que estaba fuertemente custodiada y era invulnerable a cualquier ataque. Indudablemente constituye un gran mérito de nuestro servicio de espionaje y de nuestros arrojados infantes de marina que las fuerzas americanas pudiesen a medianoche, al amparo de la oscuridad, arrojar a los invasores extranjeros del castillo sin disparar un solo tiro.

Me enorgullece informaros de que el guardia de servicio en Elsinore se quedó tan sorprendido cuando lo despertamos llamando a la puerta que vino a ésta en pijama y la abrió de par en par, de modo que nuestros valerosos soldados pudieron dominar y asegurar la fortaleza en cuestión de minutos. El guardia, que era en aquel momento el único invasor extranjero en el lugar, fue puesto bajo custodia, junto con sus guías turísticos, y está siendo ahora interrogado en las famosas mazmorras del castillo, de acuerdo con las normas establecidas en el convenio de Ginebra, del que nuestro país es orgulloso signatario.

Una vez liberado Elsinore, envié un comunicado al gobierno propornográfico de Copenhague dejando bien claro que nuestra acción no ha estado dirigida contra la seguridad de ningún país, incluida Dinamarca. Cualquier gobierno que quiera emplear estas acciones como pretexto para perjudicar las relaciones con los Estados Unidos lo hará bajo su única responsabilidad, y nosotros sacaremos las conclusiones correspondientes.

Diré de paso, a este respecto, que, si el Ejército danés intentase hostigar o desalojar de alguna manera a nuestros soldados del Castillo de Hamlet, sería interpretado por los americanos de toda condición, profesores y poetas, amas de casa y profesionales, como una afrenta directa a nuestra herencia nacional. Y yo no tendría más remedio que tomar represalias contra la estatua de Hans Christian Andersen que se erige en Copenhague, con el más fuerte ataque aéreo lanzado jamás sobre una ciudad europea.

Me doy perfecta cuenta de que, como resultado de mi decisión de liberar Elsinore del yugo extranjero, el pueblo americano tendrá que oír las voces de protesta y de duda de algunos de los más conocidos ideólogos de la nación. Pero yo les digo a estos derrotistas y pusilánimes: si el estado de Dinamarca, hoy o en el futuro, tratase de ocupar el Missouri de Mark Twain o el maravilloso sur de Lo que el viento se llevó, de la misma manera cruel con que han ocupado el Castillo de Hamlet durante todos estos siglos, tampoco vacilaría en enviar al Ejercito a liberar Hannibal, Atmond, Jackson y St. Louis, como los he enviado esta noche a liberar Elsinore. Y creo firmemente que la inmensa mayoría del pueblo americano me respaldaría, como sé que me respalda ahora.

Sin embargo, por fortuna, tengo la convicción de que, no sólo nuestros hijos, sino los hijos de nuestros hijos, nunca tendrán que defender con su sangre los hitos literarios de su tierra natal contra la arremetida del Ministerio danés de turismo, porque nosotros, sus padres, no cumplimos nuestro deber para con ellos en un extraño pueblecito de la costa de un país lejano.

El próximo movimiento será sobre Copenhague. Nuestros adversarios tienen dos alternativas. Pueden brindarnos la cortesía que hemos pedido de ellos de acuerdo con el derecho internacional, o pueden desdeñar nuestra invitación y seguir mostrando la intransigencia, la beligerancia y el desdén que caracterizó su actitud al iniciarse este grave enfrentamiento.

Si, dentro de las próximas doce horas, eligen negociar con nosotros de buena fe y nos conceden todo lo que pedimos, ordenaré inmediatamente el cese del bloqueo de su costa, como John F. Carisma levantó el bloqueo de Cuba en su mejor momento. Más aún, reduciré el número de soldados destinados en sus fronteras a razón de una dieciseisava parte cada año. Por último, el guardia hecho prisionero en Elsinore será devuelto a Copenhague, siempre que el interrogatorio a que está siendo sometido no revele que es un ciudadano danés a sueldo del gobierno danés.

Por el contrario, si Copenhague rehusase negociar de buena fe y darnos lo que queremos, enviaría inmediatamente cien mil soldados americanos armados a suelo danés.

Y ahora, dejad que aclare rápidamente una cosa: esto tampoco constituiría una invasión. En cuanto hubiésemos invadido el país, bombardeado las principales ciudades, asolado el campo, destruido a los militares, desarmado a los ciudadanos, encarcelado a los líderes del gobierno propornográfico e instaurado en Copenhague el gobierno actualmente en el exilio, para que, como dijo Abraham Lincoln, no desaparezca de este mundo, retiraríamos inmediatamente nuestras tropas.

A diferencia de los daneses, nuestro gran país no ambiciona territorios extranjeros. Ni quiere interferir en los asuntos internos de otros países. A pesar de nuestra profunda simpatía por las aspiraciones de la Resistencia Antipornográfica Danesa, hemos mantenido durante muchos años una escrupulosa actitud de espera, con la esperanza de que esos hombres honradísimos e idealistas de la RAD pudiesen lograr el mando político en Copenhague por medios democráticos. Desgraciadamente, el partido propornografía no consintió que esto se realizase, sino que, reiteradamente, en sucesivas elecciones presuntamente libres, prefirió lavar el cerebro al pueblo danés para que votase contra la RAD. Tan perfeccionadas y eficaces fueron estas técnicas de lavado de cerebro que, en definitiva, la RAD no obtuvo un solo voto y, prácticamente, lo mismo habría dado que no presentase a las elecciones. Así se burlaron las fuerzas de la corrupción y de la inmundicia del sistema democrático de Dinamarca.

Hermanos americanos, este desprecio a los derechos de los demás es precisamente lo que desplegaría ahora Copenhague contra los Estados Unidos de América. Pero este país no está dispuesto a ser atropellado y deshonrado por una potencia militar de décima categoría, ni a ver destruida su credibilidad en todas las zonas del mundo donde sólo el poder de los Estados Unidos impide la agresión. Y por esta razón he advertido esta noche a los líderes de Copenhague que, si siguen negándose a lo que les pedimos, emplearé toda nuestra fuerza militar para restaurar en Dinamarca la legítima autoridad de un gobierno que atienda a razones y no a la fuerza, de un gobierno que defienda en vez de la degradación, de un gobierno que sea, como dijo Abraham Lincoln, de, por y para, no sólo el pueblo danés, sino también el pueblo americano y los pueblos buenos de todo el mundo.

¿Qué le pedimos a Copenhague, hermanos americanos? Ni más ni menos que lo que pedimos y recibimos del Reino Unido en 1968, cuando, de acuerdo con las normas del derecho internacional y las costumbres de las naciones civilizadas, aquel país devolvió a nuestras costas al fugitivo de la justicia que fue más tarde condenado por el asesinato de Martin Luther King.

¿Qué le pedimos a Copenhague? Ni más ni menos que lo que le habríamos pedido a la Unión Soviética en 1963, si el asesino del presidente Carisma hubiese intentado refugiarse por segunda vez en aquel país.

¿Qué le pedimos a Copenhague? Sólo que devuelvan a las autoridades americanas competentes el fugitivo de los Washington Senators, de la Liga Americana de Clubs Profesionales de Béisbol, que huyó de este país el 27 de abril de 1971, exactamente una semana antes del levantamiento de los boy scouts en Washington: la persona que responde al nombre de Charles Curtis Flood.

Ahora bien, los acontecimientos se han sucedido con tanta rapidez durante las últimas veinticuatro horas que, para mayor claridad, quisiera recordaros, con todos los detalles pertinentes, el caso de Charles Curtis Flood, que, antes de su desaparición, jugaba al béisbol aquí, en Washington, bajo el sobrenombre de Curt Flood.

Como siempre, me esforzaré todo lo posible para que la cosa quede perfectamente clara. Por esta razón me habréis oído decir una y otra vez, en mis discursos, conferencias de prensa y entrevistas, que quiero dejar muy clara una cosa, o dos cosas, o tres cosas, o todas las cosas que tenga anotadas en mi agenda para aclarar. Para daros un pequeño atisbo de lo que es la vida del presidente (sonrisa traviesa y seductora), sabed que mi esposa me dice que incluso hablo de ello en sueños (serio de nuevo). Hermanos americanos, confío en que estaréis de acuerdo conmigo en que el hombre que dice tan a menudo como yo que quiere aclarar las cosas, tanto despierto como en sueños, no tiene, evidentemente, nada que ocultar.

Y ahora, ¿quién es ese hombre que se hace llamar Curt Flood? Para muchos americanos, y en particular para las maravillosas madres de nuestra tierra, este nombre es probablemente tan extraño como el de Eric Starvo Galt, que, como recordaréis, fue el apodo adoptado por James Earl Ray, asesino convicto de Martin Luther King.

¿Quién es Curt Flood? Bien, hasta hace aproximadamente un año, la respuesta habría sido bastante sencilla. Flood era un jugador de béisbol de los St. Louis Cardinals, en la Liga Nacional, fielder central con una marca más que respetable con el bate de 249 de promedio. No una gran estrella, no el mejor jugador de béisbol de los grandes campeonatos, pero sí muy lejos de ser el peor. Muchos creían incluso que sus mejores años no habían llegado aún. Me enorgullece decir que, como acérrimo hincha del béisbol, así como de otros muchos deportes, yo estaba entre ellos.

Entonces se produjo la tragedia. En 1970, sin más aviso que el que dieron los japoneses a Pearl Harbor, Curt Flood, como se hacía llamar, se volvió contra el deporte que le había convertido en uno de los negros mejor pagados de la historia de nuestro país. En 1970 anunció, y esto es una cita exacta de sus propios escritos: «Alguien tiene que levantarse contra el sistema», y entabló una acción legal contra la Federación de Béisbol. Según el propio comisario de béisbol, esta acción destruiría el actual deporte del béisbol si Flood saliese victorioso.

Nadie espera que los ciudadanos corrientes, que se ganan la vida fuera de la profesión legal, sean capaces de seguir los embrollos de un pleito como el que este fugitivo de la justicia ha incoado contra nuestro más grande pasatiempo nacional, con el fin de destruirlo. Por esta razón contrata la gente a los abogados. Sé que por eso me contrataban a mí cuando yo ejercía de abogado, y creo, sin jactancia, que les servía de mucho. Cuando era un joven y esforzado abogado, y Pitter y yo vivíamos con nueve dólares a la semana en Prissier, California, que está exactamente aquí (señala), leía mis libros de texto y estudiaba hasta altas horas de la noche para ayudar a mis clientes, la mayoría de los cuales eran magníficos jóvenes como Pitter y como yo. En aquella época, dicho sea de paso, tenía yo las siguientes deudas:

1000 dólares por nuestra linda casita.

200 dólares a mis queridos padres.

110 dólares a mi fiel y buen hermano.

15 dólares a nuestro buen dentista, afectuoso judío por el que sentía gran respeto.

4,35 dólares a nuestro amable tendero, viejo italiano que siempre tenía una buena palabra para todo el mundo. Todavía recuerdo su nombre. Se llamaba Tony.

75 centavos a nuestro lavandero chino, un tipo esmirriado pero que trabajaba hasta altas horas de la noche con la ropa, igual que hacía yo con mis libros de derecho, para que sus hijos pudieran asistir a una universidad de su elección. Estoy seguro de que ahora serán unos buenos y destacados chino-americanos.

60 centavos al polaco, o Polack, como le llamaría afectuosamente el vicepresidente, que traía el hielo para nuestra anticuada nevera. Era un hombre vigoroso y muy orgulloso de su Polonia natal.

También debíamos dinero por un total de 2'90 dólares a un maravilloso fontanero irlandés, a un maravilloso mandadero japonés-americano y a una maravillosa pareja del sur que era de la misma raza que nosotros y cuyos hijos jugaban con los nuestros en perfecta armonía, a pesar de que eran de otra región.

Me enorgullece decir que con mis largas horas de duro trabajo en mi bufete, pagué hasta el último centavo a esa maravillosa gente. Y esta noche quiero recalcar, hermanos americanos, que, gracias a aquellas largas y duras horas de trabajo, me creo capacitado hoy para comprender, en toda su astucia y retorcidas complicaciones, la acción legal que el fugitivo ha entablado contra el deporte hecho famoso por Babe Ruth, Lou Gehrig, Ty Cobb, Tris Speaker, Rogers Hornsby, Honus Wagner, Walter Johnson, Christy Mathewson y Ted Williams, todos ellos famosísimos y de quienes América puede estar orgullosa.

Y dejad que os diga esto: después de estudiar el caso en todas sus ramificaciones, sólo puedo compartir la autorizada opinión del Comisario de Béisbol cuando dice que una victoria de este fugitivo acarrearía de modo inevitable la muerte del gran deporte que, probablemente, ha contribuido más que cualquier institución docente del país a hacer de los jóvenes americanos unos hombres vigorosos, honrados y cumplidores de la ley. Francamente, no creo que nuestros enemigos tengan una mejor manera de corroer la juventud de esta nación que destruir el deporte del béisbol y todo lo que representa.

Ahora tal vez queráis hacerme esta pregunta: «Señor presidente, si Curt Flood está dispuesto a corroer a la juventud de este país destruyendo el béisbol, ¿dónde podrá encontrar un abogado dispuesto a defender su causa ante los tribunales?».

Voy a contestar esta pregunta con total imparcialidad.

Aunque el noventa y nueve con noventa y nueve por ciento de los abogados de este país son escrupulosos, honrados y seguidores de los principios de la justicia, lamento decir que en mi profesión, como en otra cualquiera, existe un ínfimo porcentaje capaz de hacer y decir cualquier cosa si el premio es lo bastante grande o el precio lo bastante elevado. En la facultad de derecho, nuestros profesores solían llamarles «oportunistas» y «picapleitos». Desgraciadamente, estos hombres no sólo existen en las últimas filas de la profesión, cosa ya de por sí bastante mala, sino que en raras ocasiones logran encaramarse hasta la cima, sí, incluso hasta posiciones de gran responsabilidad y de mucho poder.

No necesito recordaros el escándalo que se produjo aquí, en Washington, durante el mandato del último presidente. Todos recordaréis que un abogado nombrado por mi predecesor para el Tribunal Supremo de los Estados Unidos, o sea el más alto tribunal de toda la nación, tuvo que dimitir de su cargo a causa de irregularidades financieras. Por espantoso que fuese aquel incidente para todo americano honrado, creo que nada ganaría reavivando el sentimiento de ofensa moral que sacudió a la nación aquellos días.

Algunos de vosotros puede que me digáis que, en realidad, fueron dos los hombres que tuvieron que dimitir del Tribunal Supremo, después de haber sido designados magistrados de aquel tribunal por mi predecesor. Pero independientemente de si fueron uno, dos, tres, cuatro o cinco, creo simplemente que no interesa a la unidad nacional insistir sobre los errores, por muy graves que sean, de una administración que vosotros, prudentes electores, repudiasteis hace tres años.

Lo pasado, pasado está; nadie lo sabe mejor que yo. Si os recuerdo ahora los nombres de aquellos dos hombres que creyeron necesario presentar una dimisión sin precedentes en la historia del más alto tribunal del país, es solamente para contestar a vuestra pregunta con la mayor sinceridad de que soy capaz: «¿Qué clase de abogado representaría a Curt Flood?».

Los dos hombres que dimitieron del Tribunal Supremo fueron mister Abe Fortas y mister Arthur Goldberg. Hermanos americanos, el nombre del abogado que representa a Charles Curtis Flood es Arthur Goldberg. G-o-l-d-b-e-r-g.

Y ahora, antes de que me acusen de tratar de impresionar o de alarmar al público americano, dejad que os diga que no me siento en modo alguno impresionado o alarmado por este giro de los acontecimientos. Después de haber servido en el más alto tribunal del país, mister Goldberg conoce indudablemente todos los entresijos de la ley tan bien como el abogado más marrullero de la nación. Además, nadie debe sorprenderse de que un hombre que ha caído del pináculo de su profesión, esté dispuesto a intentarlo todo para llamar de nuevo la atención del público. Antes de que concluya la causa contra Flood, no me sorprendería que mister Abe Fortas se uniese a mister Arthur Goldberg en la defensa de Charles Curtis Flood.

Ahora quizás me diréis: «Pero, señor presidente, un hombre que desea destruir el deporte del béisbol y que contrata a unos abogados como éstos en su intento de conseguirlo, no tiene siquiera derecho a ser oído por un tribunal. No sólo se mofa de todo nuestro sistema judicial, sino que nosotros, los contribuyentes americanos, tenemos que pagar para conservar el mismo sistema que él está tratando de aniquilar. Si lo permitimos, también podemos permitir que comunistas declarados enseñen a nuestros hijos en las escuelas. También podemos bajar los brazos en la batalla por la libertad y entregar nuestros colegios y nuestros tribunales a los enemigos declarados de la democracia».

Bueno, os aseguro que estoy completamente de acuerdo. En realidad, estamos ahora estudiando la manera de restablecer la dignidad, la majestad y la santidad antiguas de los tribunales del país. Como sabéis uno de los experimentos que ensayamos con cierto éxito en Washington es el «Programa de Justicia en la Calle». Es un programa según el cual la sentencia y el castigo de los crímenes, así como de los delitos y faltas, se imponen en el sitio y en el acto en que son cometidos o parecen haberse cometido. Gracias al PJC y a los métodos complementarios de acelerar el proceso judicial, confiamos, no sólo en aliviar los calendarios de los tribunales, sino también en barrer todo el sistema de enjuiciamiento criminal antes del día de las elecciones de 1972.

Ahora bien, la eliminación de este sistema reforzará sin duda en gran manera la dignidad de nuestros jueces, que ya no se verán obligados a humillarse tratando con los elementos más indeseables de la población. Nuestros jueces, terriblemente abrumados por el trabajo en la actualidad, ya no tendrán que habérselas con ningún elemento de la población una vez completamente derogado el sistema de enjuiciamiento. Esto les dejará en libertad para la reflexión y para la lectura, tan esenciales para mantener un alto nivel de sabiduría jurídica.

La segunda ventaja derivada de substituir el arcaico y lento sistema procesal por otros métodos judiciales más modernos es el siguiente: las salas de justicia del país volverán a ser un lugar de maravillosa inspiración para los escolares de América que las visiten. En efecto, preveo el día en que los padres podrán enviar a sus hijos a visitar un tribunal sin temor de que tengan que presenciar algo inadecuado o perturbador para los ojos o los oídos de los adolescentes. Preveo el día en que, no sólo los colegiales, sino también las madres con sus bebés, podrán pasear por los tribunales y observar a los jueces en sus maravillosas togas negras, liberados de las cargas consumidoras de tiempo de los procesos y absorbiendo la sabiduría de los siglos encerrada en los textos legales. Preveo el día en que los colegiales y las madres con sus bebés podrán sentarse en el estrado del jurado, como si se estuviese celebrando un verdadero juicio, y experimentar de esta manera, de primera mano, la antigua grandeza de una tradición legal que ha llegado hasta nosotros en toda su gloria desde los tiempos anglosajones.

Pero desde luego no podemos deshacer de la noche a la mañana todo el lío judicial que heredamos de la anterior administración y de las treinta y cinco administraciones que le precedieron. Como resultado de ello, aunque estemos eliminando el sistema procesal que tantos gastos y confusión ha causado a este país, todavía tendremos que actuar en los tribunales con los tipos como Charles Curtís Flood y su equipo de abogados. Afortunadamente, dos tribunales diferentes han fallado ya contra Charles Curtis Flood en su intento de destruir el deporte del béisbol. Estas decisiones, tomadas durante esta administración, estoy seguro de que han contribuido mucho a devolver la con fianza a un público recientemente decepciona de or el veredicto dictado en la Nueva York del alcalde John Lancelot, en el sentido de liberar a trece miembros del partido de los Panteras Negras.

Desde luego no tengo derecho a decirle al alcalde de Nueva York cómo tiene que gobernar su ciudad, de la misma manera que él no lo tiene a decirme cómo tengo que gobernar el país o el mundo. Pero debo decir, sinceramente, que me sentí tan alarmado como la inmensa mayoría de los americanos, primero por aquel veredicto, y después por la decisión del alcalde Lancelot de permitir, de acuerdo con aquel veredicto, que los trece Panteras Negras reanudasen sus actividades políticas en su ciudad. Lo único que le puedo decir como presidente es que confío en que esto no se convertirá en modelo para el trato a dar a los absueltos en otras ciudades de la nación.

No tengo la menor duda de que, si el alcalde de Nueva York se hallase en mi lugar, no vacilaría en declarar una política de abstención en lo tocante a Charles Curtis Flood. Si unos Panteras Negras confesos pueden andar libres por la calle, donde ya no están seguras nuestras esposas y nuestras hijas, ¿por qué preocuparse de llevar ante la justicia a un hombre que no ha confesado ser Pantera Negra? Temo que ésta sería la lógica seguida, si otro hombre estuviese en mi lugar.

Pero como no lo está, como yo soy el presidente legalmente elegido de los Estados Unidos, puedo aseguraros que no nos andaremos con remilgos con un fugitivo que, después de haber evitado los tribunales que destruyese el béisbol y corroyese a la juventud de este país, los propios tribunales decidieron que Charles Curtís Flood había abusado ya bastante de la ley, del orden y de la vida dentro del sistema. No nos andaremos con remilgos con un hombre que pretendió soliviantar y corromper a la juventud de este país con los más insidiosos medios imaginables, con una furia y una depravación ni siquiera igualadas por los más endurecidos traficantes de drogas y los más despreciables pornógrafos.

No, Charles Curtís Flood no quiso poner en práctica su plan de destruir América valiéndose de los jóvenes disolutos, mimados y sin principios de nuestros campus universitarios. Y tampoco llamó a la violencia a los hippies, a la chusma y a los portadores de pancartas de la izquierda.

Entonces, me preguntaréis, ¿a quién trató de corromper?, la respuesta, hermanos americanos, es: a los boy scouts de América. No sólo les incitó Charles Curtís Flood al motín, y deformó su moral, sino que, y esto es aún peor, fue él y sólo él quien arrastró a los boy scouts a la tragedia que se produjo ayer en Washington, DC.

Sin duda la inmensa mayoría de los americanos estará de acuerdo conmigo en que es una tragedia, en todos los sentidos de esta palabra, que los valerosos luchadores de nuestro Ejército tengan que poner en peligro sus vidas en las calles de Washington, DC, en vez de hacerlo en un país extranjero. Pues bien, esto fue lo que ocurrió en la capital de la nación cuando, durante un largo día y una larga noche, nuestros valientes soldados, armados solamente con rifles cargados, bayonetas caladas, bombas de gas lacrimógeno y máscaras de gas, se enfrentaron con una turba de boy scouts, en número de casi diez mil.

Estoy seguro de que todos conocéis ahora la naturaleza de las canciones que aquellos boy scouts cantaban en las calles de la capital de la nación. Estoy seguro de que conocéis la clase de pancartas que hacían ondear ante las cámaras de televisión. No pretendo repetir las palabras de aquellas pancartas. Baste con decir que correspondían al lenguaje y a los intereses de Charles Curtís Flood cuya ciudad predilecta, según sus propios escritos, es Copenhague, Dinamarca, capital mundial de la pornografía.

Las pancartas están actualmente en poder del FRI, cuyos laboratorios han iniciado ya el penoso trabajo de revelar las huellas dactilares en todos y cada uno de los rótulos, y someterlos a análisis de sangre para determinar la relación entre la obscenidad estampada en cada pancarta individual y el tipo sanguíneo del boy scout que enarbolaba el rótulo con tan obscenas palabras. Si tales relaciones pueden establecerse con un grado razonable de exactitud, y confío en que así será, resultarán una gran ayuda para los organismos que velan por imponer la ley. Con nuestro programa de «detención preventiva» podremos encerrar a los que tengan determinados tipos de sangre antes de que otras manifestaciones como ésta puedan incluso iniciarse, evitando así la violación de la decencia de la comunidad y las normas de cortesía, decoro y buen gusto que son sagradas para la inmensa mayoría de los americanos.

Como todos sabéis por los titulares de los periódicos, sólo fue necesario matar a dos o tres boy scouts, de los diez mil que se reunieron en Washington durante los dos días de motín para amenazar las vidas de nuestros bravos soldados, y ello para mantener la ley y el orden. Esto representa un scout y medio muerto por día, mientras que nueve mil novecientos noventa y ocho y medio siguieron vivos y activos al terminar el primer día, y nueve mil novecientos noventa y siete, al terminar el segundo.

Ahora bien, yo diría que, a juicio de cualquiera, un índice de mortalidad del tres por diez mil en una crisis como ésta constituye un maravilloso tributo a la gran moderación que pudimos demostrar al enfrentarnos con lo que podía haber sido una terrible tragedia para nuestros soldados. Ciertamente, esto debería tranquilizar a todos los que detestan el derramamiento de sangre tanto como yo, y desmentir de una vez para siempre la falsa acusación de que fueron los militares y no los scouts los responsables de la violencia. Por otra parte, pienso que el hecho de que hubiesen muerto tres scouts al terminar la segunda jornada es una buena indicación de la necesaria firmeza con que siempre trato de equilibrar nuestro gran comedimiento.

Desde luego, estoy seguro de que la inmensa mayoría de los americanos se da cuenta de que siempre habrá una pequeña y vocinglera minoría de descontentos y críticos, que nunca estarán satisfechos, por mucho que se equilibren el comedimiento y la firmeza con que combatimos los alborotos civiles de esta clase. Aunque sólo hubiese una persona muerta en un período de dos días, o sólo media persona muerta al día; aunque, en un período de dos días, resultase una sola persona ligeramente mutilada, estos críticos empezarían a hablar como si la tragedia no fuese el tremendo peligro a que estuvieron sometidos decenas de millares de nuestros bravos soldados, sino la mutilación de una sola persona entre diez mil, probablemente un forastero que, a diferencia de nuestros bravos soldados, sólo tenía que quedarse en casa para librarse de todo daño.

Bueno, a esta pequeña minoría parlanchina, voy a decirle claramente una cosa:

También yo compadezco profundamente a las familias de los tres boy scouts que murieron aquí en Washington. Soy padre y sé perfectamente lo importantes que pueden ser los hijos para la carrera de un hombre; y también la esposa, dicho sea de paso, en condiciones como éstas. En realidad, mi esposa y yo y nuestros maravillosos hijos teníamos preparados mensajes de condolencia para muchos más de los tres que murieron aquí, y estábamos dispuestos a enviarlos a la primera noticia. Durante toda la crisis mantuve continuo contacto con el depósito de cadáveres de Washington, como los mantengo con todos los depósitos de Cadáveres del país, mediante una línea especial de urgencia, y si hubiese sido necesario telegrafiar, no tres, sino tres mil mensajes, os aseguro que mi familia y yo habríamos cuidado de que estas palabras de condolencia saliesen de la Casa Blanca antes de que los cadáveres se hubiesen enfriado. Me enorgullece decir que mi esposa y mis hijas estaban dispuestas a trabajar hasta altas horas de la noche para que las familias menos afortunadas que la nuestra pudiesen tener un pequeño consuelo en su aflicción. Tampoco olvidaremos a esa gente cuando se acerque la Navidad.

Pero que nadie me interprete mal: si soy rápido en compadecer a las familias inocentes, también lo soy en condenar a estos tres scouts culpables. Y digo «culpables» porque si no lo fuesen no estarían muertos. Nuestro país es así.

Ya sé que hay defensores del levantamiento de los boy scouts que han intentado despertar simpatía por los tres scouts culpables, señalando, que si uno de ellos había alcanzado el grado de eagle scout, los otros dos «sólo» eran novatos. Yo hice hincapié en que un eagle scout es un joven perfectamente adiestrado y disciplinado, capaz de actuar como guerrillero insurrecto, gracias a las diversas tácticas de supervivencia que ha tenido que dominar para alcanzar su posición clave en la infraestructura scout. Pero ¿y los dos novatos?, me preguntan. ¿Cómo podían representar dos pequeños novatos una amenaza tan grave para nuestra seguridad nacional que fuese necesario matarlos?

Bueno, dejad que conteste esta pregunta, amigos americanos, mostrándoos las armas que fueron encontradas ocultas, colgando de los cinturones de los «dos pequeños novatos», cuando sus cadáveres fueron registrados por el FBI, el Servicio Secreto, la CIA, la policía militar, la patrulla de costas, la oficina del fiscal del gobierno ante el tribunal supremo, la fuerza de policía del Capitolio, la fuerza de policía del distrito de Columbia y también oficiales encargados de hacer cumplir la ley llamados de todo el país para garantizar la pureza y la minuciosidad de la investigación.

Estoy seguro de que todos recordamos todavía, con corazón triste y dolido, el rifle italiano de 6,5 milímetros comprado por 12,78 dólares a una empresa de Chicago de ventas por correspondencia, por el asesino del presidente Carisma, Lee Harvey Oswald, al que ya he mencionado anteriormente en relación con James Earl Ray y Charles Curtís Flood. Probablemente aquel rifle no se hizo constar en el registro de Correos como más peligroso que el arma que voy a mostraros en seguida, ni más capaz de variar el curso de la historia. Y sin embargo, ninguno de nosotros olvidará jamás el impacto que tuvo sobre la vida del presidente Carisma y sobre la mía propia. Sé que para muchos de vosotros el objeto que tengo en mi mano derecha parece tan inocente e inofensivo como debía parecer aquel rifle de 12,78 dólares en el registro de Correos. Pero no nos engañemos: es tan eficaz como éste, o tal vez más.

Primero: así como el rifle que acabó con la carrera política del presidente Carisma medía cuarenta pulgadas en total, este cuchillo mide, con las hojas dobladas, sólo cuatro pulgadas y seis décimas. Esto hace de él un arma ideal para ser empleada en lugares públicos, al contrario que un rifle de cuarenta pulgadas que podría llamar la atención en un autobús escolar o en un supermercado o en cualquiera de los cien lugares donde vosotros y vuestros seres queridos podéis encontraros en el curso de un día corriente.

Segundo: es un arma mucho más cruel que un rifle ordinario, e inútil decir que mucho más inhumana que una sencilla bomba de mil libras, por no hablar de un artefacto nuclear. Todos sabéis que, habiéndome educado como cuáquero, siento un interés particularmente fuerte en mostrarme humano. Por esto, desde que asumí el cargo, he hecho todo lo posible para que el Congreso conceda los créditos necesarios para un adecuado sistema de armamentos que nos convierta en el número uno mundial en este sector. Sin duda no hay razón para que un país con nuestros recursos científicos y tecnológicos no pueda crear armas de fuerza destructora tan total e inmediata que pueda garantizar a todos los hombres, mujeres y niños del planeta lo que hasta ahora estuvo reservado a los pocos afortunados que mueren durante el sueño, y es la satisfacción de pasar de esta vida a la otra sin darse cuenta. Es la clase de muerte con la que viene soñando la gente desde tiempo inmemorial, y que no se diga que Trick E. Dixon careció de idealismo moral y espiritual para adherirse a este sueño.

Pero ahora dejad que os pregunte una cosa, hermanos americanos: ¿Qué puede estar más lejos de la muerte indolora por la que trabaja esta administración con tanto empeño, que la que sufre la víctima de un cuchillo como el que tengo en la mano? No sólo es necesario producir de cinco a diez horribles y dolorosas heridas para matar a alguien con un arma tan pequeña como ésta, sino que, para conseguirlo, el asesino debe mostrar una crueldad inflexible, una fría determinación de matar que, os lo aseguro, impresionaría y espantaría a un piloto veterano de un bombardero B-52 tanto como a vosotros y a mí.

Y dejad que os diga cómo ejercitan aquella inflexible crueldad. A diferencia de nuestros pilotos en Vietnam, cuya satisfacción consiste únicamente en realizar su trabajo del modo más rápido y eficaz, y que se desinteresan de los gritos y los gemidos de aquellos que no mueren al instante en la explosión, los que emplean armas como ésta son evidentemente sádicos que disfrutan viendo manar la sangre de sus víctimas e, incidentalmente, escuchando los alaridos de la persona físicamente atormentada. ¿Por qué, si no, emplearían un arma que necesita al menos media hora para realizar el trabajo que hacen nuestros pilotos en una fracción de segundo y sin la espectacularidad de los gemidos y la sangre?

Miremos ahora atentamente el cuchillo. Voy a desplegar las hojas una a una y a explicaros el objeto y función de cada una de ellas. No debéis dejaros engañar por su tamaño de cuatro pulgadas y seis décimas, y pensar que es simplemente un instrumento destinado a matar. Como otras muchas armas usadas por los guerrilleros de todo el mundo, tiene múltiples usos, de los que el asesinato en su forma sádica y cruel no es más que uno.

Empecemos por la más pequeña de las cuatro hojas. En la jerga de los que emplean estas armas, es un «abridor de botellas». Dentro de un momento os diré de dónde le viene este nombre. Observaréis que tiene un gancho en la punta y mide una pulgada y doce centésimas. Durante los interrogatorios de los prisioneros, se emplea principalmente para saltarles un ojo o los dos. También se usa en las plantas de los pies, que se rajan así, con la punta del gancho. Por fin, y aunque esto no es lo menos importante, se inserta a veces en la boca del prisionero que no quiere hablar, para sajar la carne de la parte superior de la laringe, entre las cuerdas vocales. Esta abertura de aquí es la glotis, y «abridor de botellas» es un derivado de «abridor de glotis», nombre dado en un principio a la hoja por sus más crueles practicantes.

Esta segunda hoja, más grande, mide una pulgadas y tres cuartos, es afilada y probablemente os parecerá una bayoneta en miniatura. No os dejéis engañar por las apariencias. No tiene nada que ver con las bayonetas que nuestros bravos soldados tuvieron que fijar en sus rifles, en defensa propia, durante el levantamiento que duró dos días de los boy scouts. Esta hojita se llama «punzón del pellejo», y lejos de ser un instrumento de autodefensa, es otro aparato de tortura, como el abridor de botellas. Como su nombre indica, se emplea para hacer agujeros en la carne humana o «pellejo», según llaman a la carne los revolucionarios, que consideran que sus enemigos no son más que animales. No os sorprenderá saber que suele clavarse en las palmas de las manos, a la manera de los clavos en la película The Greatest Story Ever Told (La más grande historia jamás contada).

Ahora, esta tercera hoja, un octavo de pulgada más larga que el punzón, es también más ancha y menos afilada, y su extremo es más plano que puntiagudo. Le llaman «el sacacorchos». Tradicionalmente, se inserta en el surco que queda entre la uña y la carne y se le imprime un movimiento de rotación, de esta manera. Sin embargo, sabemos por informes del servicio secreto que el sacacorchos puede introducirse también en orificios del cuerpo, de los que, por ser ésta una emisión televisada de ámbito nacional, sólo mencionaré las fosas nasales y los conductos auditivos. Algunos de mis adversarios políticos pueden pensar de otra manera (y tienen perfecto derecho a discrepar de mi actitud), pero yo no he creído nunca necesario usar palabras soeces para confirmar mis tesis, y no tengo intención de emplear esta clase de táctica en una importante alocución a la nación.

La última hoja de las cuatro es probablemente aquella con que os habéis familiarizado más en vuestras pesadillas. De dos pulgadas y tres cuartos de longitud, y nueve dieciseisavos de pulgada en su parte más ancha, tiene un filo muy cortante, como os demostraré con este trozo de papel.

A propósito, no es casualidad que en este trozo de papel estén impresos el preámbulo de la Constitución, la Declaración de Derechos y los tan a menudo citados y reverenciados Diez Mandamientos, con sus famosos «No harás esto o aquello». Como recordaréis, estos mismos Diez Mandamientos proporcionaron el maravilloso e inspirador argumento de otra película de gran valor espiritual que estoy seguro de que gustó a la inmensa mayoría de las familias americanas tanto como a la mía propia. Pienso que no me paso de la raya si digo que lo que veis impreso en este trozo de papel (primer plano del papel) es aquello que más apreciamos y en lo que más creemos como pueblo.

Quiero que os fijéis bien mientras demuestro lo que esta hoja puede hacer, en cuestión de segundos, a lo que os es más querido (corta la hoja de papel en tiras de una pulgada y las levanta para que las vea el público).

Desde luego, podéis mondar manzanas con una hoja como ésta, podéis cortar patatas para freirías después, y podéis cortar también pepinos, rábanos, tomates, cebollas y apio, para hacer ensalada. Y estoy seguro de que los que quisieran exonerar a estos tres scouts sostendrán que sólo para preparar una deliciosa ensalada como la que he descrito llevaban estas armas en sus cinturones y las habían llevado durante cientos de millas y a través de la frontera del Estado hasta la capital. Temo que, mientras haya boy scouts portadores de cuchillos o comunistas militantes, siempre habrá un puñado de apologistas dispuestos a salir en su defensa.

Hermanos americanos, quiero que seáis vosotros, y no los apologistas, quienes decidáis. Os pido que observéis este cuchillo, con sus cuatro hojas desplegadas, unas hojas capaces de infligir tormentos físicos de una clase que se remonta a la Crucifixión y más atrás. Os pido que observéis este instrumento de tortura de cuatro púas. Os pido que recordéis lo que una sola de estas hojas pudo hacer al preámbulo de la Constitución, a la Declaración de Derechos y a los apreciados Diez Mandamientos. Y ahora os pregunto si pensáis que puede alegarse algo en defensa de tres boy scouts que introdujeron estos cuchillos en la capital de la nación.

De paso os diré, a este respecto, que no eran solamente tres los boy scouts que llevaban, en Washington, armas ocultas en sus cinturones. Estos tres fueron los que resultaron muertos. Pero en total, se confiscaron ocho mil cuatrocientos sesenta y tres cuchillos, iguales a éste en sus menores detalles, durante los dos días en que los scouts estuvieron aquí. Esto significa un total de treinta y tres mil ochocientas cincuenta y dos hojas, o sea las suficientes para torturar simultáneamente a todos los residentes en Chevy Chase, Maryland, incluidas las mujeres y los niños.

Ahora os pregunto: ¿cómo evitamos que este baño de sangre se produjese en Chevy Chase? La respuesta es: estableciendo un campo de concentración para los scouts que no resultaron muertos. La respuesta es: desviando su atención de la violencia y del quebrantamiento de la ley, dándoles oportunidad de demostrar por la noche sus habilidades de exploradores, en un medio salvaje, sin comida ni cobijo.

Y dejad que os diga algo más, en honor del movimiento de exploradores de este país: en cuanto conseguimos sacar a estos chicos de la calle y ponerlos en una situación de tosca acampada, y debemos agradecer a la policía su ayuda voluntaria para llevar a todos los muchachos allí, se mostraron todos ellos dignos, en todos los sentidos, de su famoso lema: «Estad alerta».

Echemos un vistazo a algunas de sus realizaciones:

Primero: a falta de artículos de tocador, realizaron un gran trabajo para deshacerse de sus excrementos y de las hojas que emplearon para su higiene personal.

Segundo: se repartieron de un modo admirable la poca agua que llevaban en sus cantimploras, según parece desprenderse del hecho de que ni uno solo de los casi diez mil muchachos murió de sed. Tampoco cometieron el error de beber, y ni siquiera se atrevieron a bañarse en el estanque del campamento, pues conocían muy bien las peligrosas señales de residuos y de contaminación.

Todo el mundo que tenga algún conocimiento del adiestramiento de los boy scouts podía esperar que fuesen capaces de emplear sus pañuelos como torniquetes para atajar las sangrías, pero pocos creímos que pudiesen realizar la labor casi profesional de hacer tablillas con ramas, enredaderas y jirones de camisa.

En cuanto a la comida, me enorgullece decir que a la mañana siguiente habían descubierto raíces y bayas comestibles que nosotros no sabíamos siquiera que estuviesen allí. En cuanto al calor, ya podéis imaginaros que encendieron por la noche varias fogatas a la manera clásica de los boy scouts, o sea, frotando dos palos.

En resumidas cuentas, lo que podía haber sido una pesadilla para los ciudadanos de Chevy Chase, Maryland, se convirtió en una maravillosa experiencia para los propios muchachos, una experiencia que tengo la seguridad de que recordarán durante mucho tiempo. Sé que cuando las furgonetas de la policía volvieron esta mañana para llevárselos, muchos de los chicos se mostraron reacios a abandonar el campamento. Tan ansiosos estaban algunos de ellos de pasar otra noche bajo las estrellas y lejos de las llamadas «comodidades» de la civilización, tales como cuidados médicos, abogados, teléfonos y comida, que la policía tuvo necesidad de perseguirlos y sacarlos a rastras de allí para meternos en las furgonetas que esperaban. Con las cada vez más escasas oportunidades que tiene nuestra juventud para «endurecerse», esta administración se enorgullece naturalmente de lo que pudimos hacer la noche pasada por estos jóvenes. Más aún, les hemos asegurado que, si vuelven alguna vez a Washington, nos esforzaremos en proporcionarles las mismas condiciones, o incluso otras aún más primitivas, si podemos encontrarlas.

Ahora sé que muchos de vosotros os estaréis preguntando, en todo el país, por qué tenía que hacer un ofrecimiento tan generoso a los scouts, por qué alabo su comportamiento en el campamento, por qué estoy dispuesto a perdonar a esos jóvenes y a darles otra oportunidad de empezar honradamente su vida. Aquellos de vosotros que vieron a los scouts enarbolando sus pancartas en las calles de la capital de la nación, pancartas ofensivas e insultantes no sólo para mí, sino, lo que es peor, para mi inocente familia, deben pensar que yo, más que nadie, tengo derecho a sentir rencor contra esos diez mil boy scouts, y en particular contra los tres que ahora están muertos y nunca podrán acudir a mí como jóvenes responsables y disculparse por tratar de mancillar mi reputación. ¿Por qué, podéis preguntar, me muestro tan compasivo, circunspecto, caritativo, tolerante y prudente, cuando era mi propia carrera política la que podía ser más perjudicada por aquellas consignas? Bueno, son unas preguntas acertadas e inteligentes. Trataré de contestarlas con la mayor sinceridad.

Hermanos americanos, la cuestión es muy sencilla (pasa rápidamente una esponja sobre su labio superior y la introduce de nuevo en el bolsillo superior de su chaqueta): preferiría no ser reelegido a guardar rencor a unos chiquillos americanos de doce o trece años. Seguramente, otra persona trataría de sacar ventajas políticas de un escarmiento de esos jovenzuelos, llamándoles vagabundos, gamberros y manzanas podridas, pero yo estoy por encima de esto. Por lo que a mí atañe, esos chicos han aprendido la lección, según demostraron en el campamento; y esto puede aplicarse también a los tres scouts muertos. Aunque no puedan venir a disculparse, para mí es algo que pertenece al pasado y estoy dispuesto a olvidarlo y a perdonar. No debéis interpretarme mal: si es verdad que me opongo firmemente a la lenidad, soy igualmente contrario a la venganza. No creo que haya que castigar excesivamente al delincuente, como no suscribo la filosofía liberal que permite que un criminal siga tranquilamente su camino después de haber cometido un crimen.

Pero, y esto es aún más importante, pienso que nunca curaremos una enfermedad tratando uno solo de sus síntomas. Debemos atacar, más bien, la causa de la dolencia. Y ciertamente sabéis tan bien como yo que la causa de los problemas de América no son los boy scouts americanos. Nadie lo creería, y por eso no intento siquiera sostenerlo.

No, los boy scouts de América, y creo que esto será un alivio para todos vosotros no son más culpables que vosotros o que yo. Sólo son un grupo de jóvenes americanos que han sido presa de esa pequeña y activa banda de descontentos y revolucionarios que se han empeñado en destruir nuestro país destruyendo nuestro más importante recurso natural: nuestra maravillosa juventud. Y a menos que cortemos estas fuentes de contagio de nuestra sociedad, con la misma rapidez y profundidad con que extirparíamos un cáncer de un cuerpo vivo, y sé que todos compartimos la misma oposición al cáncer, tanto demócratas como republicanos, esta enfermedad que ha contagiado incluso a los boy scouts crecerá en virulencia hasta que infecte al último niño del país, incluidos los vuestros. Y mientras yo sea presidente, no permaneceré ocioso cuando los niños de esta nación caen víctimas del cáncer, de la leucemia o, dicho sea a propósito de esto, de distrofia muscular.

No, no deben ser los boy scouts de América, sino el hombre que les incitó a esta algarada corroyendo su moral, quien debe sufrir el castigo merecido por todos aquellos que corrompen a la juventud de nuestra nación. Y este hombre, amigos americanos, es el fugitivo a quien el gobierno propornográfico de Copenhague presta amparo en este momento.

No puedo ahora divulgar por esta televisión de ámbito nacional las abrumadoras pruebas acumuladas por el Departamento de Justicia y por el FBI, que relacionan a Charles Curtís Flood con el levantamiento de los boy scouts. Aparte de esto, todos sabemos la tremenda influencia que ejercen los grandes jugadores de béisbol sobre las mentes y los corazones de los muchachos de esta nación. Estoy seguro de que todos los que recuerdan cómo se sintieron subyugados por los grandes beisbolistas de su juventud, no necesitarán siquiera pruebas para comprender cómo ha podido Charles Curtís Flood descaminar a esos muchachos para sus propios fines subversivos.

Lamento no poder decir más esta noche sobre las pruebas que demuestran la culpabilidad de Flood. Como practicante de la abogacía, conozco perfectamente los derechos constitucionales que asisten a todo acusado. Y ciertamente no pretendo menguar las posibilidades de una condena dando la impresión de que estoy juzgando a ese fugitivo por televisión. Cuando sea devuelto a América, tendrá derecho a un juicio justo, a pesar de lo que ha hecho, y por un jurado que no haya sido influido contra él por una persona tan augusta como el presidente de los Estados Unidos de América.

En este momento, como presidente, mi deber es hacer todo lo posible para que este fugitivo de la justicia sea devuelto a nuestro país. Desde luego, nunca hemos esperado que Flood abandone voluntariamente su refugio en Dinamarca, dados los placeres que un hombre de su clase puede proporcionarse libremente en un país cuyas costumbres difieren tanto de las nuestras. Y si Flood es incapaz de arrancarse a tales placeres y enfrentarse con las consecuencias de sus malas acciones, tampoco el gobierno propornográfico de Copenhague ha hecho nada para obligarle a entregarse a las autoridades competentes para su extradición. Por el contrario, ha rechazado inmediatamente todos los legítimos requerimientos que le hemos dirigido. Incluso ahora, con el Ejército americano plantado en sus fronteras, la Marina americana bloqueando su costa y los soldados americanos firmemente establecidos en el «Castillo de Hamlet», sigue dándole la misma protección legal que brinda a los pornógrafos y mercaderes de basura de todo el mundo.

Sé que, ante un desprecio tan profundo del poder y el prestigio americanos, la inmensa mayoría de nuestros ciudadanos pensará que no tenemos más remedio que ordenar a nuestras tropas que invadan el suelo danés, a fin de establecer en él la RAD como gobierno libremente elegido en Copenhague. Sin embargo, quiero deciros esto: precisamente porque soy cuáquero, he hecho, hace solamente dos horas, un último y denodado esfuerzo para lograr una solución pacífica de nuestras diferencias con Dinamarca. Terminaré mi alocución de esta noche refiriendo con algún detalle la naturaleza de este esfuerzo. Es una acción de valentía y de amor al país de la que se sentirán orgullosos todos los americanos. Es una acción que convencerá a todo el mundo de lo lejos que ha llegado esta gran nación en su intento de evitar el enfrentamiento armado que el Estado de Dinamarca parece empeñado en imponernos.

Hermanos americanos, sólo dos horas antes de aparecer en la televisión para dirigirme a vosotros, he dado la orden, como jefe supremo de las Fuerzas Armadas y en cumplimiento de mi deber, de que una escuadrilla de helicópteros aterrice por sorpresa en la gran isla danesa de Seeland, en un punto situado aquí (señala), sólo a veinte millas náuticas de la capital, Copenhague.

Me di cuenta de lo peligroso que podía ser un esfuerzo tan valiente y humanitario. También se dieron cuenta los arrojados Boinas Verdes y los soldados de asalto que voluntariamente se ofrecieron para realizarlo. No sólo tendrían que volar a la altura de las copas de los árboles para evitar ser detectados por el sistema de radar danés, sino que no había manera exacta de saber la importancia real del arsenal que Flood hubiese podido reunir, con la aprobación, si no con la asistencia descarada, del gobierno danés. ¿Recurriría a los gases venenosos? ¿Se atrevería a emplear armas nucleares tácticas? No había medio de que nuestro servicio fotográfico aéreo penetrase en el cerebro de aquel hombre para ver lo lejos que llegaría en la violación de las normas de guerra escritas y consuetudinarias.

Pero el reconocimiento por satélite, así como por aviones tripulados, había establecido sin sombra de duda que éste era el lugar donde se escondía el fugitivo; y como ello confirmó que la única manera de obligar al gobierno danés a entregar a Flood a los Estados Unidos era el conflicto armado que tanto me repugna como cuáquero di la orden de que se realizase la incursión.

La misión, consistente en capturar a Flood, llevarlo en helicóptero a Elsinore y de allí en jet militar a América, fue bautizada por mí con el nombre de Operación Valor, y encomendada a la Fuerza Conjunta de Acciones Especiales.

Y ahora puedo informaros con orgullo, hermanos americanos, de que la Operación Valor ha sido realizada a la perfección, exactamente de acuerdo con el plan meticulosamente trazado de antemano.

En primer lugar, el peligroso vuelo desde Elsinore hasta el lugar de aterrizaje se efectuó en veintidós minutos y catorce segundos, según Jo previsto en el plan. Después, la azarosa búsqueda en la casa de campo, los edificios auxiliares y los cobertizos, se realizó en treinta y cuatro minutos y dieciocho segundos; en otras palabras, dos segundos menos de lo previsto. Los delicados procedimientos de evacuación requirieron precisamente los siete minutos consignados en el plan, y el arriesgado vuelo de regreso a Elsinore, al nivel de las copas de los árboles, se efectuó en veintidós minutos exactos. Esto es, no sólo cuatro segundos menos del tiempo previsto, sino también, y lo digo con orgullo, un nuevo record de esta distancia en Dinamarca para un vuelo en helicóptero. Además, nuestras fuerzas regresaron sanas y salvas, sin haber sufrido una sola baja. Como en Elsinore, el enemigo fue completamente pillado por sorpresa y no pudo disparar un solo tiro.

También me satisface deciros que la actuación del servicio secreto en la Operación Valor fue tan notable como la exacta cronología con que se desarrolló esta peligrosa misión.

Primero: las siete mujeres rubias, captadas por las fotografías aéreas cuando entraban o salían de la casa de campo a todas horas del día, estaban allí en el momento del aterrizaje. Fueron encontradas, como se esperaba, en sendas camas distribuidas por toda la casa, y detenidas para ser interrogadas por los Boinas Verdes, lo mismo que la pareja que dijo ser su «padre» y su «madre». Las rubias encontradas en las camas, en varios grados de desnudez, tenían de siete a dieciocho años.

Segundo: los objetos obscuros y redondos captados por las cámaras aéreas e identificados positivamente por el servicio de información como sandías, no estaban ya en el campo, o «trozo de tierra», en el momento del aterrizaje, ni había rastro de las respectivas plantas. Esto llevó al servicio secreto a la conclusión de que, unas pocas horas antes de la incursión, las presuntas sandías habían sido arrancadas y sustituidas por las piedras y las patatas corrientes encontradas allí en el momento del aterrizaje. Salta a la vista que esto constituyó un desesperado intento de última hora, por parte del fugitivo, de evitar ser descubierto desde el aire.

En cuanto a un objeto grande y obscuro, identificado como el propio Charles Curtís Flood, fue reemplazado en el último minuto por una enorme perra negra de Labrador. Esto fue comprobado cuando se encontró a la perra triscando en los mismos campos donde las fotografías tomadas la noche anterior mostraban al fugitivo haciendo gimnasia a la luz de la luna.

Hay que decir, en honor del comandante encargado de la Operación Valor, cuya abnegación y pericia no tienen parangón, que, en estricto cumplimiento del plan, consiguió que la perra fuese detenida exactamente dentro del tiempo previsto para capturar a Flood. Después, atada y fuertemente custodiada, fue transportada en el helicóptero del mando al «Castillo de Hamlet» en Elsinore. Sin embargo, en cuanto hubieron aterrizado sin novedad los helicópteros, ordené inmediatamente desde la Casa Blanca que se aplazase el interrogatorio y que la perra fuese desatada y dejada en libertad, aunque sujeta por una correa, de rondar a su antojo por un herboso patio del recinto del castillo.

Hermanos americanos, puedo aseguraros que el amistoso trato que la perra está recibiendo de los soldados americanos contrasta vivamente con la crueldad y el cinismo con que obligó el fugitivo a un animal indefenso a servirle de «doble» mientras él huía una vez más de la justicia.

Yo esperaba poder presentarme esta noche ante vosotros para deciros que Flood estaba ya bajo custodia de los funcionarios americanos y que sería innecesario tomar nuevas medidas contra el recalcitrante e irrespetuoso gobierno danés para asegurarnos de su entrega. Y que esto quede bien claro: si no tuviésemos que habérnoslas con un hombre tan cruel que prefiere arriesgar la vida de una perra inocente a poner en peligro la suya propia, sin duda habría actuado de tal suerte.

En todo caso, aunque mis hombres no consiguieron esta vez aprehender al fugitivo, quiero aprovechar esta ocasión para rendir tributo a la habilidad, el arrojo y la abnegación con que la Fuerza Conjunta de Acciones Especiales desarrolló la Operación Valor. La manera impecable en que cumplieron esta delicada misión secreta debe ser fuente de inspiración para todos los americanos. Y seguramente debe ser considerada como la más triunfal operación de esta clase desarrollada hasta ahora durante la crisis danesa. Sólo el disgusto que hemos causado a Copenhague, al revelar las deficiencias de su sistema de radar, tendrá inevitablemente un profundo efecto sobre la moral del pueblo danés y de sus fuerzas armadas.

Hermanos americanos, voy a terminar mi alocución con las palabras de un hombre muy grande. Fueron escritas por el bardo inmortal y renombrado humanista William Shakespeare. Sí, fueron escritas con una pluma de ave sobre un trozo de pergamino hace cientos y cientos de años, pero probablemente nunca fueron tan ciertas como esta noche. Lo que dijo Shakespeare fue: «Hay algo en Dinamarca que huele a podrido». Poco sabía entonces el bardo inmortal lo proféticas que serían sus palabras en siglos venideros.

Hermanos americanos (aquí se levanta Tricky del sillón y se sienta en el borde de la mesa), algo huele a podrido en Dinamarca: no os dejéis engañar acerca de esto. Y si ahora corresponde a los jóvenes americanos intervenir y erradicar la podredumbre que los jóvenes daneses son incapaces de atajar y erradicar, sé que no vacilarán en hacerlo (levanta un puño). Porque no permitiremos que la antaño gloriosa patria de Hamlet caiga en el sumidero de la depravación (mira hacia abajo). En vez de esto, con toda la fuerza que nos da la justicia de nuestra causa (mira devotamente al techo) y con la ayuda de Dios, purgaremos a Dinamarca de la corrupción, de una vez para siempre (mira un momento a la eternidad, sin parpadear).

Muchas gracias, y buenas noches.