Eran las seis de una mañana gris, con el cielo preñado de nubes de lluvia, cuando Susan Calder cruzó en su pequeño automóvil la verja del cementerio católico de St. Joseph, en Highgate. Era un lugar de aspecto pobre, con numerosos monumentos góticos de una época obviamente más próspera, pero todo invadido por las hierbas y sumido en la mayor decadencia.

No vestía de uniforme. Llevaba botas de piel y un impermeable ceñido por un cinturón azul, y se cubría la cabeza con un pañuelo oscuro. Se detuvo ante la oficina del guarda y vio a Devlin bajar de un taxi. Se cubría con su acostumbrada Burberry negra, se tocaba con su sombrero de fieltro también negro, y llevaba el brazo derecho en un cabestrillo asimismo negro. La joven salió del coche y Devlin se aproximó a ella.

—Lamento el retraso —se disculpó—. El tráfico. ¿Han empezado ya?

—Sí. —Devlin sonrió irónicamente—. Creo que Harry habría apreciado la situación. Como un mal decorado para una película de la serie B. Hasta la lluvia contribuye al tópico —añadió, mientras comenzaban a caer gruesos goterones.

Le pidió al taxista que esperase y se internó por el sendero entre las lápidas, en compañía de Susan.

—No es un lugar muy distinguido —observó ella.

—En alguna parte tenían que meterlo. —Cogió un cigarrillo con la mano buena y lo encendió—. Ferguson y los del Ministerio del Interior pensaban que se merece usted una condecoración por su valentía.

—¿Una medalla? —Su rostro reflejó un auténtico disgusto—. Pueden quedársela. Había que detenerlo, desde luego, pero eso no significa que me gustara hacerlo.

—De todas formas, han decidido no concedérsela, para evitar la publicidad. Habría que dar alguna explicación, y eso es imposible. En eso queda la intención de Harry de cargarle las culpas al KGB.

Llegaron a la tumba y se detuvieron a cierta distancia, debajo de un árbol. Había dos sepultureros, un sacerdote, una mujer con un abrigo negro y una chica.

—¿Tanya Voroninova? —inquirió Susan.

—Sí, y la chica es Morag Finlay —añadió Devlin—. Las tres mujeres más importantes en la vida de Harry Cussane se han reunido para despedirlo. En primer lugar, aquélla a la que tan grave daño causó cuando era niña, y luego la niña que salvó aún a costa de exponerse a un riesgo cierto. Resulta irónico. Harry el redentor.

—Y, por último yo: su verdugo, aunque jamás le había visto siquiera.

—Sólo una vez —precisó Devlin—, y bastó. Es extraño: las personas más importantes de su vida fueron mujeres, y al final le causaron la muerte.

El sacerdote roció con agua bendita la tumba y el ataúd, y agitó el inciensario. Morag se echó a llorar y Tanya Voroninova la rodeó con su brazo mientras el sacerdote alzaba su voz en una plegaria.

—Jesucristo, Nuestro Señor, Salvador del mundo, te encomendamos el alma de tu siervo y rogamos por él.

—¡Pobre Harry! —exclamó Devlin—. Finalmente ha caído el telón y le ha faltado el público.

Cogió a la chica del brazo y juntos se volvieron y se alejaron bajo la lluvia.