CAPÍTULO 9

En Cavendish Square, Ferguson estaba sentado ante su escritorio, sosteniendo el teléfono, con rostro preocupado, cuando Harry Fox salió del estudio con un télex en la mano. Ferguson hizo un rápido ademán con la mano.

—Gracias, señor ministro —terminó, y colgó el auricular.

—¿Problemas, señor? —quiso saber Fox.

—Por lo que a mí respecta, sí. El Foreign Office acaba de informarme de que la visita del Papa, a fin de cuentas, sigue en pie. El Vaticano la anunciará oficialmente dentro de unas horas. ¿Qué tiene usted ahí?

—Un télex, señor. Información del frente. La mala noticia es que el HMS Antelope finalmente se ha hundido. Fue atacado ayer por Skyhawks. La buena noticia es que han derribado siete reactores argentinos.

—Me alegraría más si pudiera ver los restos, Harry. Lo más probable es que, en realidad, sólo hayan derribado la mitad de ese número. Igual que en la batalla de Inglaterra.

—Es posible, señor. Con la excitación del momento, todo el mundo cree haber acertado. Resulta difícil saberlo.

Ferguson se puso en pie y encendió uno de sus cigarros.

—No sé; a veces es como si el maldito techo se viniera abajo. El Papa viene a visitarnos, cosa que no me complace en absoluto. Cuchulain sigue moviéndose a sus anchas, y ahora tenemos esta ridícula historia de que los argentinos están tratando de comprar misiles Exocet en el mercado negro de París. ¿Se han dado ya las órdenes para que Tony Villiers sea retirado de su misión tras las líneas enemigas en las Malvinas?

—Efectivamente, señor. Tenía que ser transportado en un submarino hasta Uruguay. Luego, un vuelo directo de Air France desde Montevideo a París. Llegará allí mañana.

—Bien. Tendrá que ir usted a recibirlo. Déle las instrucciones pertinentes y regrese aquí de inmediato.

—¿Bastará con eso, señor?

—¡Dios mío! Ya sabe cómo es Tony una vez se pone en marcha. El infierno sobre ruedas. No se preocupe; él se cuidará de la oposición allí. Usted me hace falta aquí, Harry. ¿Qué hay de la joven Voroninova?

—Como le he dicho, señor, viniendo de Heathrow nos detuvimos en Harrods para que comprara algunas cosas. Sólo tenía lo que llevaba puesto.

—Supongo que no tendrá dinero, naturalmente —comentó Ferguson—. Habrá que recurrir al fondo de emergencia.

—De hecho, creo que eso no será necesario, señor. Al parecer, dispone aquí de una cuenta corriente bastante saneada. Derechos de autor por los discos y cosas por el estilo. Desde luego, no tendrá dificultades para ganarse la vida. Cuando sepan que está disponible, todos los empresarios se pelearán por ella.

—Eso tendrá que esperar. Su llegada quedará en absoluto secreto hasta que yo lo diga. ¿Qué aspecto tiene?

—Muy bonita, señor. La he instalado en la habitación libre y la he dejado tomándose un baño.

—Sí, bien; procure que no se instale demasiado, Harry. Hemos de seguir con este asunto. He hablado con Devlin y parece ser que otro de los pistoleros de McGuiness, el que se encargaba de vigilar a Paul Cherny, ha aparecido muerto en el Liffey. Nuestro amigo no pierde el tiempo.

—Ya veo, señor —respondió Fox—. Entonces, ¿qué sugiere usted?

—La enviaremos a Dublín hoy mismo, esta tarde. Usted la acompañará, Harry. Se la entrega a Devlin en el aeropuerto y luego vuelve aquí inmediatamente. Puede ir a París en el avión de la mañana.

—Quizá ella tenga ganas de descansar un poco —objetó Fox débilmente—. Respirar con calma y todo eso.

—A todos nos gustaría, Harry, y si eso es una forma sutil de indicarme cómo se siente usted, entonces lo único que puedo responder es que habría debido aceptar el empleo que le ofrecieron en el banco comercial de su tío. Un horario fijo, desde las diez hasta las cuatro.

—Y muy, muy aburrido, señor.

En aquel momento, Kim abrió la puerta e introdujo a Tanya Voroninova. Estaba algo ojerosa, pero, por lo demás, presentaba un aspecto asombrosamente bueno, efecto al que contribuía en notable medida el suéter de cachemir azul y la pulcra falda de tweed que había comprado en Harrods. Fox se encargó de las presentaciones.

—Señorita Voroninova, es un gran placer —dijo Ferguson—. Parece que últimamente ha estado usted muy activa. Siéntese, por favor.

Tanya se acomodó en el sofá próximo al hogar.

—¿Tiene noticias de lo que está ocurriendo en París? —preguntó.

—Aún no —respondió Fox—. A la larga, nos enteraremos, pero si quiere conocer mi opinión, le diré que el KGB, en el mejor de los casos, acepta muy mal los fracasos. Si además consideramos el especial interés de su padre adoptivo por este asunto… —Se encogió de hombros—. No me gustaría hallarme en el pellejo de Turkin o de Shepilov.

—Incluso un viejo zorro como Nikolai Belov tendrá dificultades para sobrevivir, tras lo ocurrido —intervino Ferguson.

—Entonces, ¿qué pasará ahora? —volvió a preguntar—. ¿Veré otra vez al profesor Devlin?

—Sí, pero eso significa que deberá ir a Dublín. Ya sé que apenas acaba de poner los pies en el suelo, pero el tiempo es un factor crucial. Me gustaría que fuese esta misma tarde, si no tiene objeción que hacer. El capitán Fox la acompañará hasta Dublín, y avisaremos a Devlin para que la espere en el aeropuerto.

La joven aún se sentía en las nubes, y en cierto modo el viaje a Dublín le parecía que formaba parte de lo que acababa de ocurrirle.

—¿A qué hora salimos?

—El vuelo de media tarde —dijo Devlin—. Claro que iré. No hay problema.

—¿Concertará usted mismo la cita con McGuiness para que la chica pueda ver las fotografías u otros documentos que ellos quieran enseñarle?

—Yo cuidaré de eso —asintió Devlin.

—Cuanto antes, mejor —le advirtió Ferguson con firmeza.

—Oigo y obedezco, oh genio de la lámpara —respondió Devlin—. Ahora, déjeme hablar con ella.

Ferguson le tendió el teléfono a Tanya.

—¿Profesor Devlin? ¿Qué hay?

—Acabo de recibir noticias de París. Mona Lisa está sonriendo de oreja a oreja. Hasta pronto.

Mientras tanto, aquella mañana ocurrían en Moscú cosas de suma importancia, acontecimientos que llegarían a afectar a toda Rusia y a la política mundial en general, pues Yuri Andropov, director del KGB desde 1967, era nombrado secretario del Comité Central del Partido Comunista. Por el momento, seguía ocupando su antiguo despacho en la sede central del KGB, en la plaza Dzerhinsky, y fue allí donde convocó a Maslovsky poco después del mediodía. El general esperaba de pie ante el escritorio, totalmente lleno de aprensión, pues Andropov era quizá el único hombre que había conocido capaz de infundirle temor. Andropov escribía, arañando el papel con su pluma. Durante un buen rato ignoró a Maslovsky y, cuando finalmente habló, lo hizo sin levantar la vista.

—Supongo que no vale la pena mencionar la crasa incompetencia de que ha dado pruebas su departamento en el asunto Cuchulain.

—Camarada…

Maslovsky ni siquiera intentó defenderse.

—¿Ha ordenado ya su eliminación y la de Cherny?

—Sí, camarada.

—Cuanto antes, mejor. —Andropov hizo una pausa, se quitó las gafas y se pasó una mano por la frente—. Luego está la cuestión de su hija adoptiva. En estos momentos se encuentra en Londres, gracias a la torpeza de sus hombres.

—Sí, camarada.

—Y el general de brigada Ferguson la trasladará de dicha ciudad a Dublín, donde el IRA está dispuesto a proporcionarle la ayuda necesaria para que identifique a Cuchulain.

—Eso parece —admitió débilmente Maslovsky.

—Por lo que a mí respecta, el IRA Provisional es una organización fascista, irremediablemente contaminada por sus relaciones con la Iglesia católica, y Tanya Voroninova es una traidora a su nación, su partido y su clase. Enviará usted de inmediato un mensaje a Lubov, en Dublín. Debe eliminarla también a ella, además de acabar con Cherny y Cuchulain.

Se puso nuevamente las gafas, tomó la pluma y reanudó la escritura. Maslovsky, con voz ronca, trató de objetar:

—Por favor, camarada, tal vez…

Andropov levantó la cabeza, sorprendido.

—¿Es que mi orden le causa algún problema, camarada general?

Maslovsky, encogiéndose bajo la fría mirada, se apresuró a negar con la cabeza.

—No, claro que no, camarada.

Se volvió para salir, sintiendo apenas un ligerísimo temblor en sus extremidades.

En la embajada soviética de Dublín, Lubov ya había recibido un mensaje informándole de que Tanya Voroninova había escapado de la red. Lubov seguía aún en la sala de radio, digiriendo esta asombrosa noticia, cuando le llegó el segundo mensaje, el de Maslovsky desde Moscú. El operador lo grabó, colocó la cinta en la máquina y Lubov marcó su código personal. Cuando leyó el mensaje, se sintió físicamente enfermo. Regresó a su despacho, se encerró con llave y sacó una botella de escocés del armario. Bebió un vaso, y después otro. Finalmente, telefoneó a Cherny.

—Costello al habla. —Era el nombre clave que utilizaba en tales ocasiones—. ¿Está ocupado?

—No especialmente —respondió Cherny.

—Tenemos que vernos.

—¿En el sitio de costumbre?

—Sí; debo hablar con usted antes. Es muy importante. Pero también ha de concertar una cita con nuestro común amigo para esta misma tarde. En Dun Street estará bien. ¿Puede hacerlo?

—Es muy desacostumbrado.

—Ya le he dicho que se trata de algo muy importante. Vuelva a llamarme para confirmar la cita.

Cherny se quedó sumamente preocupado. Dun Street era el nombre clave de un almacén desocupado en el City Quay que él mismo había alquilado años antes bajo el nombre de una empresa comercial, pero eso no venía al caso. Lo verdaderamente importante era el hecho de que él, Cussane y Lubov no se habían reunido jamás en el mismo lugar. Llamó a casa de Cussane, pero no le contestó nadie, de modo que probó el número del Secretariado Católico, en Dublín. Cussane respondió de inmediato.

—¡Gracias a Dios! —exclamó Cherny—. He estado llamando a tu casa.

—Es que acabo de llegar —dijo Cussane—. ¿Problemas?

—No estoy seguro. Me siento preocupado. ¿Puedo hablar libremente?

—Siempre lo haces, en esta línea.

—Me ha telefoneado nuestro amigo Costello. Quiere que nos veamos a las tres y media.

—¿En el sitio de siempre?

—Sí, pero también quiere que nos reunamos los tres hoy mismo en Dun Street.

—Eso sí que es extraño.

—Ya lo sé. No me gusta.

—Tal vez haya recibido instrucciones de retirarnos —observó Cussane—. ¿Ha dicho algo de la chica?

—No. ¿Tenía que decirme algo?

—Solamente quería saber qué estaba ocurriendo allí. Dile que acudiré a Dun Street a las seis y media. No te preocupes, Paul. Yo cuidaré de todo.

Cortó la comunicación, y Cherny llamó inmediatamente a Lubov.

—A las seis y media. ¿Le parece bien?

—Muy bien —respondió Lubov.

—Me ha preguntado si sabía algo sobre la chica de París.

—No, nada —mintió Lubov—. Nos veremos a las tres y media.

Colgó, se sirvió un whisky y, a continuación, abrió con un llavín el cajón superior de su escritorio, del que sacó un estuche. Lo abrió. Contenía una pistola automática Stechkin y un silenciador. Comenzó a montar el silenciador, con mucho tiento.

En su oficina del Secretariado, Harry Cussane estaba de pie ante la ventana, contemplando la calle. Había escuchado la conversación de Devlin con Ferguson antes de salir de su casa y sabía que Tanya Voroninova iba a llegar aquella tarde. Era inconcebible que Lubov no se hubiera enterado, por París o por Moscú. Entonces, ¿por qué no había dicho nada?

La reunión en Dun Street ya era bastante desacostumbrada de por sí, pero, si iba a celebrarse, ¿por qué citar previamente a Cherny en la última fila del cine? ¿Qué necesidad había? No encajaba de ninguna manera, y el instinto de Cussane, afinado por los años de clandestinidad, se lo decía a gritos. Una cosa podía tener por cierta: fueran los que fuesen los motivos de Lubov para organizar la reunión, no era para hablar con ellos.

Paul Cherny iba a ponerse el impermeable cuando sonó un golpe en la puerta de sus habitaciones. Al abrirla vio a Harry Cussane esperando en el umbral. Llevaba un oscuro sombrero flexible y un impermeable de los que solían utilizar los sacerdotes, y parecía agitado.

—¡Gracias a Dios que te encuentro, Paul!

—¿Por qué? ¿Qué ocurre? —preguntó Cherny.

—¿Recuerdas al hombre del IRA que iba siguiéndote, el que eliminé yo el otro día? Ahora hay otro. Ven conmigo.

Los aposentos de Cherny estaban en el primer piso del antiguo edificio universitario de piedra gris. Cussane trepó ágilmente por las escaleras hasta el piso de arriba y se dirigió sin detenerse hacia el siguiente tramo.

—¿Adónde vamos? —gritó Cherny.

—Ahora verás.

En el último rellano, la alta ventana gregoriana del extremo tenía abierta su parte inferior. Cussane se asomó.

—Allí —dijo—. Al otro lado del patio.

Cherny estudió las losas de piedra y el verde césped del patio.

—¿Dónde? —inquirió.

Notó la mano que se posaba sobre sus riñones y el súbito empujón. Logró proferir un grito, pero sus piernas tropezaron con el bajo alféizar y cayó de cabeza hacia las losas situadas veinticinco metros más abajo.

Cussane corrió por el pasillo y bajó a toda prisa la escalera posterior. En cierto sentido, no le había engañado: era cierto que McGuiness había sustituido a Murphy por un nuevo guardián —o, mejor dicho, por dos—, que en aquellos momentos esperaban sentados dentro de un Ford Escort verde, aparcado ante la entrada principal. Aunque ya no iba a servirles de mucho su vigilancia.

Lubov tenía la última fila del cine para él solo. De hecho, sólo había cinco o seis personas en la sala, según alcanzaba a distinguir en la penumbra. Había llegado deliberadamente temprano, y palpaba con la mano húmeda de sudor la Stechkin con silenciador que guardaba en su bolsillo. Llevaba un frasco de petaca, y en aquel momento lo sacó para beber un largo sorbo. Más whisky para obtener el coraje que le hacía falta. Primero Cherny, y luego Cussane. Suponía que el segundo le resultaría más fácil, si llegaba antes al almacén y le tendía una emboscada. Volvió a beber del frasco y acababa de guardarlo en su bolsillo cuando advirtió un movimiento en la oscuridad y alguien se sentó junto a él.

—¿Paul?

Volvió la cabeza. Un brazo se deslizó en torno a su cuello y una mano le cerró la boca. En el instante que tardó en reconocer el pálido rostro de Cussane bajo el ala del sombrero negro, la aguzada punta del estilete que el otro sujetaba en su mano derecha se introdujo por debajo de sus costillas, y le llegó al corazón. Ni siquiera tuvo tiempo de resistirse. Una especie de luz cegadora, ningún dolor, y luego solamente oscuridad.

Cussane limpió cuidadosamente la hoja en la chaqueta de Lubov y apoyó su cuerpo en el respaldo como si estuviera dormido. Encontró la Stechkin en el bolsillo del muerto y la guardó en el suyo. Había tenido razón, como siempre. La prueba era incontrovertible. Su impermeable negro le hacía parecer una sombra cuando se puso en pie, recorrió el pasillo y salió del local.

Al cabo de media hora volvía a hallarse en la oficina del Secretariado, y acababa de sentarse cuando llegó monseñor Halloran, muy alegre y visiblemente emocionado.

—¿Se ha enterado? El Vaticano acaba de confirmarlo: el Papa nos visita.

—Conque por fin se han decidido. ¿Irá usted a Inglaterra?

—Desde luego. Tengo un asiento reservado en la catedral de Canterbury. Es una ocasión histórica, Harry. Algo que la gente podrá contar a sus nietos.

—Aquéllos que los tengan —respondió Cussane, con una sonrisa.

Halloran se echó a reír.

—Exactamente: ése no es nuestro caso. Ahora debo irme. Tengo que organizar una docena de cosas.

Cussane permaneció sentado, reflexionando sobre su situación. Luego recogió el impermeable de la silla en que lo había dejado y extrajo el puñal de su vaina de cuero, para guardarlo en un cajón del escritorio. A continuación, sacó la Stechkin. Había sido una estúpida falta de profesionalidad por parte de Lubov utilizar un arma de fabricación rusa. Pero constituía la prueba que necesitaba. Significaba que para sus superiores no sólo era prescindible, sino que se había convertido en un peligro.

—¿Y ahora qué, Harry Cussane? —se preguntó en voz baja—. ¿Qué vas a hacer ahora?

Tenía la extraña costumbre, cuando hablaba consigo mismo, de dirigirse a Cussane por su nombre completo. Era como si le hablara a otra persona, lo cual, en cierto modo, era cierto. Sonó el teléfono, y al descolgarlo oyó la voz de Devlin.

—Por fin te encuentro.

—¿Dónde estás?

—En el aeropuerto de Dublín. He venido a esperar a una invitada, una chica muy atractiva. Creo que te gustará. Había pensado que podríamos cenar los tres juntos.

—Eso suena muy bien —contestó Cussane con calma—. Pero hoy me he comprometido a decir la misa vespertina en la iglesia del pueblo. Terminaré hacia las ocho. ¿Te va bien así?

—Excelente. Te esperaremos.

Cussane colgó. Podía huir, por supuesto, pero ¿adónde? ¿Y con qué fin? En todo caso, su instinto de actor le decía que aún quedaba un acto para que terminara la obra.

—No tienes ningún refugio, Harry Cussane —se dijo suavemente.

Cuando Harry Fox y Tanya cruzaron la puerta de la sala de llegada, Devlin estaba esperándoles apoyado en una columna, fumando un cigarrillo. Vestía la trinchera negra y el sombrero de fieltro, y se adelantó hacia ellos sonriendo.

Cead mile failte —exclamó, estrechando las manos de la joven—. En irlandés, eso significa cien mil bienvenidas.

Go raibh maith agat —respondió Fox siguiendo el ritual.

—Deja de pavonearte. —Devlin recogió la bolsa de la chica—. Su madre era una respetable irlandesa, gracias a Dios.

El rostro de Tanya estaba resplandeciente.

—Me siento muy emocionada. Todo esto es tan… tan increíble.

—Bien —dijo Fox—, ahora queda en buenas manos. Yo me voy. El vuelo de regreso sale dentro de una hora y aún he de confirmar la reserva. Nos mantendremos en contacto, Liam.

Se perdió entre la multitud, mientras Devlin tomaba a Tanya del brazo y la conducía hacia la salida.

—Una buena persona —comentó ella—. ¿Qué pasó con su mano?

—Una noche, en Belfast, cogió una bolsa con una bomba y no la arrojó lo bastante deprisa. Pero se arregla muy bien con la maravilla electrónica que le han colocado.

—Lo dice muy tranquilamente —observó Tanya mientras cruzaba la calzada hacia el aparcamiento.

—A él no le gusta que le compadezcan. Eso se debe a su formación en Eton y en los Guards. Les enseñan a aceptarlo todo sin llorar. —La ayudó a instalarse en su viejo deportivo Alfa Romeo—. Harry pertenece a un tipo especial, como el viejo bastardo de Ferguson. Lo que suelen llamar un caballero.

—¿Cosa que usted no es?

—¡Dios nos libre! Mi anciana madre se revolvería en su tumba si la oyera —respondió, poniendo el coche en movimiento—. Conque al final cambió de idea, después de irme yo de París… ¿Qué ocurrió?

Se lo contó todo: Belov, la conversación telefónica con Maslovsky, Shepilov y Turkin y, para terminar, la actuación de Alex Martin en Jersey.

Cuando hubo concluido, Devlin tenía el ceño fruncido reflexivamente.

—¿Ha dicho que la perseguían? ¿Que la esperaban en Jersey? ¿Y cómo diablos pudieron enterarse?

—Pregunté los horarios de los trenes en la recepción del hotel —contestó ella—. No di mi nombre ni el número de mi habitación, de modo que me pareció seguro hacerlo. Tal vez Belov y los suyos pudieron averiguarlo de alguna forma.

—Tal vez. Sea como fuere, ahora está aquí. Se alojará en mi casa, en Kilrea. No queda lejos. Debo hacer una llamada cuando lleguemos. Con suerte, quizá pueda concertar una cita para mañana. Tendrá que examinar montones de fotos.

—Espero que sirva de algo.

—Todos lo esperamos. Por lo demás, hoy tendrá una noche tranquila. Yo prepararé la cena, y nos acompañará un viejo amigo.

—¿Una persona interesante?

—Un tipo de persona que no abunda mucho allá, en su tierra. Un sacerdote católico. El padre Harry Cussane. Creo que le gustará.

Telefoneó a McGuiness desde su estudio.

—La chica está aquí. Se alojará en mi casa. ¿Para cuándo puedes preparar el encuentro?

—Olvídate de eso —respondió McGuiness—. ¿Sabes lo de Cherny?

Devlin se puso en tensión.

—No.

—Esta tarde ha sufrido una caída desde una ventana muy elevada, en el Trinity College. La cuestión es si cayó o fue empujado.

—Supongo que podríamos decir que su fin fue fortuito —aventuró Devlin.

—Para una persona únicamente —replicó McGuiness—. ¡Dios mío! ¡Me gustaría ponerle las manos encima a ese cerdo!

—En ese caso, organiza la cita con la chica —dijo Devlin—. Tal vez logre reconocerlo.

—Volvería otra vez a confesarme si creyera que eso iba a servir de algo. De acuerdo; déjalo en mis manos. Ya te llamaré.

En la sacristía, Cussane se revistió para la misa, muy tranquilo, muy frío. Ya no representaba una obra teatral. Más bien estaba realizando una improvisación en la que los mismos actores creaban el argumento. No tenía la menor idea de lo que iba a suceder.

Los cuatro acólitos que le esperaban eran muchachos del pueblo, sencillos, limpios y angelicales, con sus sotanas escarlata y sus albas. Se puso la estola en torno al cuello, cogió su misal y se volvió hacia ellos.

—Hoy haremos que sea una misa especial, ¿de acuerdo?

Pulsó un timbre situado junto a la puerta. Al momento, comenzó a sonar el órgano. Uno de los muchachos abrió la puerta y salieron todos en procesión hacia la minúscula iglesia.

Devlin se afanaba en la cocina, preparando la carne. Tanya abrió la puerta-ventana e instantáneamente percibió la música de órgano que llegaba hasta el jardín desde el otro lado del muro. Regresó a la cocina y se dirigió a Devlin:

—¿Qué es eso?

—Al otro lado del jardín hay un hospicio y un convento. Su capilla es la iglesia del pueblo. Harry Cussane debe de estar celebrando la misa. Ya no tardará en llegar.

Volvió a la sala de estar y se detuvo junto al ventanal, escuchando la música. Era agradable, y comunicaba una sensación de serenidad. El organista tocaba bastante bien. Cruzó el césped y abrió la verja. La capilla, a un lado del convento, parecía pintoresca y acogedora, con la luz suave que salía por sus ventanales. Recorrió el sendero y abrió la puerta de roble.

Únicamente había un puñado de aldeanos, dos enfermos en sillas de ruedas que no podían ser más que pacientes del hospicio, y varias monjas. La hermana Anne-Marie tocaba el órgano. No era un instrumento excepcional, y la humedad de la atmósfera resultaba perjudicial para las lengüetas, pero la hermana sabía tocar. Antes de sentir la llamada del Señor y consagrarse a la vida religiosa, había pasado un año estudiando en el conservatorio de París.

La iluminación era muy tenue, pues casi toda procedía de los cirios, y la iglesia era un lugar de sombras y paz en el que resonaban dulcemente las voces de las monjas cantando el ofertorio: Domine Jesu Christ, Rex Floriae… Frente al altar, Harry Cussane oraba por todos los pecadores del mundo, cuyos actos eran lo único que los separaba del infinito amor y de la misericordia de Dios. Tanya, conmovida por aquella atmósfera, tomó asiento a un lado, ella sola. Lo cierto era que jamás había asistido a una ceremonia religiosa como aquélla en toda su vida. No distinguía bien el rostro de Cussane. Para ella no era más que el personaje principal que oficiaba ante la penumbra del altar, tan fascinante con sus ropajes como todo cuanto le rodeaba.

La misa siguió su curso y la mayoría de los presentes se acercaron al presbiterio para recibir el cuerpo y la sangre de Cristo. Tanya contempló al sacerdote, que pasaba de una a otra persona inclinando la cabeza para musitar la fórmula ritual, y sintió nacer en ella una extraña inquietud. Era como si hubiese visto antes a aquel hombre, como si algo en sus ademanes le resultara conocido.

Cuando terminó la misa, después de la bendición final, el sacerdote se detuvo en las gradas para dirigirse a los fieles:

—En vuestras plegarias de los próximos días, me gustaría que tuvierais un recuerdo especial para el Santo Padre, que pronto visitará Inglaterra en estos difíciles momentos. —Se adelantó un poco y la luz de los cirios bañó su rostro—. Rogad por él para que vuestras oraciones, unidas a las suyas, le concedan la fuerza suficiente para cumplir su misión.

Recorrió con la vista a todos los congregados y por un instante fue como si estuviera mirándola directamente. Tanya quedó paralizada de horror, sometida a la más terrible conmoción que hubiera sufrido en su vida. Cuando el sacerdote pronunció las palabras de la bendición, fue como si sus labios se movieran sin sonido. ¡El rostro, el rostro que la había asediado en sus sueños durante muchos años! Con más edad, naturalmente, e incluso más amable; pero no cabía ninguna duda de que era el rostro de Mikhail Kelly, el hombre al que llamaban Cuchulain.

Lo que sucedió a continuación fue extraño, aunque quizá no tanto, considerando las circunstancias. La conmoción había sido tan intensa que pareció consumir todas sus fuerzas, y Tanya permaneció sentada en la semipenumbra de la iglesia mientras los fieles salían y Cussane y los monaguillos desaparecían hacia la sacristía. En la iglesia reinaba un profundo silencio y ella siguió sentada en el banco, tratando de hallar un sentido a lo que había visto. Cuchulain era el padre Harry Cussane, el amigo de Devlin, y eso explicaba muchas cosas. «¡Dios mío! —pensó—. ¿Qué voy a hacer?». Y entonces se abrió la puerta de la sacristía y salió Cussane.

En la cocina, casi todo estaba preparado. Devlin echó una ojeada al horno, silbando suavemente para sí, y preguntó:

—¿Ha puesto ya la mesa?

No hubo contestación. Salió a la sala de estar. No sólo la mesa estaba sin poner, sino que no había rastro de Tanya. Entonces se fijó en la puerta-ventana, abierta de par en par, y se quitó el delantal para salir al jardín.

—¿Tanya? —llamó, y en el mismo momento vio que la verja en el muro del jardín estaba abierta.

Cussane vestía un traje negro con alzacuello. Se detuvo un instante, consciente de la presencia de la chica. La había visto durante la misa, nada más entrar. Su condición de extranjera la hubiera hecho destacar de todos modos, pero, en aquellas circunstancias, su identidad resultaba evidente. Y eso evocaba el fantasma de la niña, la niña que aquel día en Drumore, tantos años antes, se debatía mientras la estrechaba en sus brazos. Los ojos no cambiaban nunca, y él siempre había recordado aquellos ojos.

Se volvió ante el presbiterio para hacer la genuflexión y Tanya, muy asustada, se puso en pie y echó a andar por el pasillo, movida por el pánico. La puerta de uno de los confesionarios estaba parcialmente abierta, y se ocultó en su interior. Cuando la cerró, sonó un leve chirrido. Tanya le oyó avanzar por el pasillo, con pasos lentos que resonaban claramente sobre las losas. Los pasos se aproximaron. Se detuvieron.

Cussane le habló suavemente, en ruso:

—Sé que estás ahí, Tanya Voroninova. Ya puedes salir.

Salió y se quedó de pie, estremeciéndose por el intenso frío que sentía. Él se mostraba muy tranquilo y su expresión era grave.

—Ha pasado mucho tiempo —añadió, también en ruso.

—Entonces, ¿me matarás como mataste a mi padre? ¿Cómo has matado a muchos otros?

—Tenía la esperanza de que no fuera necesario. —La recorrió con la mirada, las manos embutidas en los bolsillos de la chaqueta, y de pronto sonrió dulcemente y con una especie de tristeza—. He oído tus discos. Tienes un gran talento.

Ella empezaba a sentirse más fuerte.

—También tú lo tienes, para la muerte y la destrucción. Te eligieron bien. Mi padre adoptivo sabía qué estaba haciendo.

—Eso no es del todo cierto —protestó él—. Las cosas no resultan nunca tan sencillas. Yo estaba disponible: la herramienta adecuada en el momento adecuado.

Tanya respiró hondo.

—¿Qué va a suceder ahora?

—Creía que íbamos a cenar los tres juntos: tú, Liam y yo —contestó.

La puerta de la iglesia se abrió sonoramente y Devlin entró en el templo.

—¿Tanya? —preguntó y, en seguida, hizo una pausa—. ¡Oh, estás ahí! Veo que ya os conocéis.

—Sí, Liam, desde hace mucho, mucho tiempo —respondió Harry Cussane, mientras su mano derecha salía del bolsillo de la chaqueta sosteniendo la Stechkin que le había quitado a Lubov.

En un cajón de la cocina encontró un rollo de cuerda.

—La carne huele muy bien, Liam. Será mejor que apaguemos ya el horno.

—¿Se da usted cuenta? —le preguntó Devlin a la joven—. Este hombre piensa en todo.

—Es la única razón por la que he podido llegar tan lejos —observó Cussane tranquilamente.

Pasaron a la sala. No los ató, sino que les indicó con un gesto que se sentaran en el sofá, junto al fuego. Se aproximó al hogar, tanteó con la mano en el interior de la chimenea y encontró la Walther suspendida de un clavo que Devlin conservaba siempre allí, en previsión de una emergencia.

—Para que no caigas en la tentación, Liam.

—Conoce todos mis pequeños secretos —dijo Devlin—. Pero es lógico. Quiero decir, hace ya veinte años que somos amigos.

Había amargura en su voz y un temblor de cólera. Abrió la caja situada encima de la mesa y cogió un cigarrillo sin pedir permiso. Cussane se sentó ante la mesa de la cena, un tanto apartado de ellos, y alzó la Stechkin.

—Estas cosas hacen muy poco ruido, viejo amigo. Nadie lo sabe mejor que tú. Nada de trucos, y olvida tu quijotesca galantería. Detestaría tener que matarte.

Depositó la Stechkin sobre la mesa y encendió un cigarrillo.

—¿Amigo, dices? —respondió Devlin—. Tienes tanto de amigo como de sacerdote.

—Amigo —insistió Cussane—. Y he sido un buen sacerdote. Pregúntale a cualquiera de los que me conocieron en Falls Road, en Belfast, el año 69.

—Espléndido —dijo Devlin—. Sólo que, a veces, hasta un idiota como yo puede sumar dos y dos y obtener cuatro. Tus años te pusieron en cobertura profunda, y esta cobertura fue estudiar para sacerdote. ¿Tendría razón si digo que elegiste aquel seminario en las afueras de Boston porque yo estaba allí como profesor de inglés?

—Por supuesto. Entonces tú eras un importante miembro del IRA, Liam. Las ventajas que tal relación ofrecía de cara al futuro eran obvias, pero nos hicimos amigos y amigos hemos sido. No puedes cambiar este hecho.

—¡Dios mío! —Devlin meneó la cabeza—. ¿Quién eres, Harry? ¿Quién eres en realidad?

—Mi padre era Sean Kelly.

Devlin lo miró, atónito.

—Pero yo conocí bien a Sean… Estuvimos juntos en la Brigada Lincoln, en la guerra civil española. Un momento… Recuerdo que se casó con una chica rusa a la que conoció en Madrid.

—Mi madre. Mis padres regresaron a Irlanda, donde yo nací. Luego, en 1940, mi padre fue ahorcado en Inglaterra por su participación en la campaña de atentados con explosivos que el IRA llevó a cabo en aquella época. Mi madre y yo vivimos en Dublín hasta 1953, en que me llevó a Rusia.

—Los del KGB debieron caer sobre ti como sanguijuelas —comentó Devlin.

—Algo parecido.

—Descubrieron sus grandes aptitudes —intervino Tanya—. Para el asesinato, por ejemplo.

—No —respondió Cussane sin enfadarse—. La primera vez que fui examinado por los psicólogos, Paul Cherny aseguró que mi mayor talento era para el escenario.

—Conque un actor, ¿eh? —dijo Devlin—. Bien, parece que conseguiste un empleo adecuado.

—No del todo. Me falta el público, ya lo ves. —Cussane se volvió hacia Tanya—. No creo que haya matado a más personas que Liam. ¿Qué nos hace diferentes?

—Él luchaba por una causa.

—Exactamente. Yo soy un soldado, Tanya. Lucho por mi país… nuestro país. Y, ya que hablamos de ellos, no soy agente del KGB. Soy teniente coronel de la inteligencia militar. —Le dirigió una sonrisa a Devlin, como disculpándose—. Han ido ascendiéndome todo el tiempo.

—Pero todo lo que has hecho… Las matanzas… —señaló Tanya—. Era gente inocente.

—No puede haber inocencia en este mundo, mientras el hombre viva en él. Eso nos dice la Iglesia. Siempre habrá iniquidad en esta vida; la vida es injusta. Hemos de enfrentarnos al mundo tal y como es, no como podría haber sido.

—¡Dios mío! —exclamó de nuevo Devlin—. En un instante eres Cuchulain y al siguiente vuelves a ser un sacerdote. ¿Sabes tú mismo quién eres en realidad?

—Cuando soy sacerdote, lo soy —contestó Cussane—. Es un hecho inamovible. La Iglesia sería la primera en reconocerlo, a pesar de todo lo que yo pueda haber hecho. Pero mi otro yo lucha por su patria. No tengo por qué disculparme de nada. Estamos en guerra.

—Muy cómodo —opinó Devlin—. Entonces, tu justificación ¿te la da la Iglesia o el KGB? ¿O acaso no hay diferencia?

—¿Importa algo?

—¡Maldito seas, Harry! Dime una cosa. ¿Cómo has sabido que íbamos a por ti? ¿Cómo supiste lo de Tanya? ¡Ha sido por culpa mía! —estalló—. Pero ¿cómo?

—Quieres decir que comprobaste tu línea telefónica, como de costumbre, ¿no es eso? —Cussane se dirigió el armario de las bebidas, la Stechkin en su mano. Llenó tres vasos de Bushmills, los llevó en una bandeja hasta la mesita próxima al sofá, cogió él uno y se apartó—. En el desván de mi casa tengo un montón de aparatos especiales. Un micrófono direccional y cosas así. No me he perdido mucho de todo lo que haya podido decirse aquí.

Devlin respiró hondo, pero, cuando levantó el vaso, su mano no temblaba.

—En eso queda la amistad. —Tomó un sorbo de whisky—. ¿Qué piensas hacer ahora?

—¿Contigo?

—No, estúpido, contigo mismo. ¿Adónde irás, Harry? ¿De regreso a la vieja Madre Rusia? —Meneó la cabeza y se volvió hacia Tanya—. Pensándolo bien, Rusia no es su hogar.

Cussane no sentía cólera ni estaba desesperado. Durante toda su vida representó el papel que correspondía en cada momento, cultivando aquella frialdad profesional que resultaba indispensable para lograr una actuación bien equilibrada. No había quedado mucho espacio en su vida para la auténtica emoción. Todos sus actos, hasta los buenos, habían sido meras reacciones ante una situación determinada, una parte esencial de la representación. O así se lo decía él mismo. Y, sin embargo, apreciaba verdaderamente a Devlin; siempre lo había apreciado. ¿Y la chica? Contempló a Tanya. No quería hacerle daño a la chica.

Devlin, como si percibiera todo esto, le preguntó con mucha suavidad:

—¿Adónde piensas ir, Harry? ¿Queda algún lugar al que puedas ir?

—No —respondió Harry Cussane sin alterarse—. No tengo adónde ir. Tus amigos del IRA me matarían sin vacilar por lo que les he hecho. Ferguson, desde luego, no querrá verme vivo. No puede ganar nada con eso; solamente sería un peligro.

—¿Y los tuyos? Si regresas a Moscú, es indudable que te mandarán al Gulag. A fin de cuentas, has fracasado, y eso a ellos no les gusta.

—Cierto —asintió Cussane—, salvo en un detalle. Ni siquiera desean que regrese, Liam. También quieren que muera. Ya han intentado eliminarme. Para ellos, me he convertido en un estorbo.

Hubo un silencio después de estas palabras. Finalmente, Tanya inquirió:

—Pero ¿qué va a ocurrir? ¿Qué harás?

—¡Dios sabe! —contestó él—. Soy un muerto ambulante, querida. Liam lo comprende bien. Tiene razón: no puedo ir a ninguna parte. Hoy, mañana, la semana que viene… Si me quedo en Irlanda, McGuiness y sus hombres acabarán conmigo. ¿No estás de acuerdo, Liam?

—Desde luego.

Cussane se puso en pie y comenzó a pasear por la sala, sujetando la Stechkin junto a su rodilla. Se volvió hacia Tanya.

—¿Tú crees que la vida fue cruel con una niña allá en Drumore, bajo la lluvia? ¿Sabes cuántos años tenía yo? Veinte. La vida fue cruel cuando colgaron a mi padre. Cuando mi madre aceptó volver a Rusia conmigo. Cuando Paul Cherny me seleccionó, a los quince años, como un ejemplar con interesantes posibilidades para el KGB. —Se sentó de nuevo—. Si mi madre y yo nos hubiéramos quedado en Dublín, quién sabe qué habría podido hacer con el único gran talento que tenía. ¿El Abbey Theatre, Londres, el Old Vic, Stratford? —Se encogió de hombros—. En cambio…

Devlin advirtió su gran tristeza, y por unos instantes lo olvidó todo, todo salvo que durante muchos años había apreciado a aquel hombre más que a la mayoría.

—Así es la vida —comentó con simpatía—. Siempre hay algún entrometido diciéndote qué has de hacer.

—¿Viviendo nuestra vida por nosotros, quieres decir? —preguntó Cussane—. ¿Como los maestros de escuela, los policías, los dirigentes sindicales, los políticos, los padres?

—Y hasta los sacerdotes —añadió Devlin.

—Sí, creo que empiezo a comprender a qué se refieren los anarquistas cuando dicen «Mata hoy una figura autoritaria». —El periódico de la tarde estaba sobre una silla, con grandes titulares que anunciaban la visita del Papa a Inglaterra. Cussane lo recogió—. Como el Papa, por ejemplo.

—Una broma sin gracia —dijo Devlin.

—¿Y por qué habría de estar bromeando? —replicó Cussane—. ¿Sabes qué instrucciones me dieron al principio, Liam? ¿Sabes cuál me dijo Maslovsky que era mi tarea? Crear caos, desorden, miedo e inseguridad en Occidente. He contribuido a agravar el conflicto irlandés atacando blancos contraproducentes, que han perjudicado por igual a la causa protestante y a la católica; he golpeado al IRA y a la UVF. Pero esto… —Alzó el periódico con la fotografía del Papa Juan Pablo en primera plana—. ¿No crees que resultaría el blanco más contraproducente de la historia? ¿Cómo sentaría eso en Moscú? —Volvió la cabeza hacia Tanya—. Supongo que habrás llegado a conocer bien a Maslovsky. ¿Te parece que le gustaría?

—Estás loco —susurró ella.

—Es posible. —Lanzó un pedazo de cuerda en su dirección—. Átale las muñecas por la espalda, Tanya. Y nada de trucos, Liam.

Se mantuvo a una distancia segura, cubriéndolos a ambos con la Stechkin. Devlin no tenía más remedio que obedecer. La chica le ató las manos torpemente. Cussane hizo que se tendiera boca abajo, junto al fuego.

—Échate a su lado —le ordenó a Tanya.

Le sujetó ambas manos y se las ató firmemente, y luego los tobillos. A continuación, comprobó las ataduras de Devlin y le ató también los tobillos.

—¿No piensas matarnos, pues? —quiso saber Devlin.

—¿Por qué habría de hacerlo?

Cussane se enderezó, cruzó la sala y, con un tirón brusco, arrancó de la pared el cable del teléfono.

—¿Adónde piensas ir?

—A Canterbury —contestó Cussane—. Aunque no directamente, por supuesto.

—¿A Canterbury?

—El Papa ha de estar allí el sábado. Todo el mundo estará allí: los cardenales, el arzobispo de Canterbury, el príncipe Carlos… Estoy bien enterado, Liam. Recuerda que dirijo la oficina de prensa del Secretariado.

—Por favor, sé razonable —le rogó Devlin—. Nunca conseguirás acercarte a él. Lo último que desean los ingleses es el Papa muerto en sus manos. Establecerán unas medidas de seguridad en Canterbury de las que incluso el Kremlin podría aprender algo.

—Un auténtico desafío —respondió Cussane con calma.

—¡Por el amor de Dios, Harry! ¡Matar al Papa! ¿Con qué fin?

—¿Y por qué no? —Cussane se encogió de hombros—. Porque está ahí. Porque no puedo ir a ninguna parte. Si tengo que morir, que sea haciendo algo espectacular. —Le dirigió una sonrisa—. Y siempre puedes tratar de impedírmelo, Liam. Tú y McGuiness y Ferguson y sus agentes de Londres. Hasta el KGB removería cielo y tierra para detenerme, si pudiera. Sin duda tendrá que dar un montón de explicaciones.

Devlin estalló.

—¿Así es como tú lo ves, Harry? ¿Solamente como un juego?

—El único juego interesante —admitió Cussane—. Durante años he sido manipulado por otras personas. Una verdadera marioneta. Esta vez mando yo. Será un cambio agradable.

Se alejó, y Devlin oyó el ruido de la puerta-ventana al abrirse y volverse a cerrar. Hubo un silencio.

—Se ha ido —dijo Tanya por fin.

Devlin asintió y se retorció hasta quedar sentado. Forzó las muñecas contra la cuerda, pero era perder el tiempo y él lo sabía.

—Liam —preguntó Tanya—, ¿cree que estaba hablando en serio cuando decía que iba a matar al Papa?

—Sí —respondió hoscamente Devlin—. Creo que sí.

Una vez en su vivienda, Cussane trabajo rápida y meticulosamente. De una pequeña caja fuerte oculta tras los libros de su estudio, extrajo un pasaporte irlandés con su identidad habitual. También había dos pasaportes británicos con distintos nombres. En uno de ellos seguía siendo sacerdote; en el otro figuraba como periodista. Había además dos mil libras en billetes de diversos valores. Billetes ingleses, no irlandeses.

En su armario ropero encontró una bolsa de lona de un tipo muy utilizado por los oficiales del ejército, y la abrió. La bolsa tenía un doble fondo. Allí guardó casi todo el dinero, los pasaportes falsos, una Walther PPK con un silenciador Carswell y varios cargadores, un bloque de plástico explosivo y dos detonadores de tiempo. Como idea de último momento, añadió un par de paquetes de vendas del ejército y varias ampollas de morfina, que fue a buscar al botiquín del cuarto de baño. Como el soldado que él creía ser, debía estar preparado para todo. Cerró el doble fondo, plegó una de sus sotanas negras y la colocó encima. Luego, un par de camisas y lo que él consideraba corbatas de paisano, calcetines y artículos de aseo. El libro de oraciones lo puso automáticamente, al igual que la hostia en su copón de plata y los santos óleos. Como sacerdote, hacía muchos años que los llevaba en todos sus viajes.

Bajó al salón y se enfundó en su impermeable negro. A continuación, sacó del armario uno de sus dos sombreros de fieltro negro y se dirigió al estudio. En el interior del sombrero había fijado dos pinzas de plástico. Abrió un cajón de su escritorio y extrajo un revólver Smith & Wesson calibre 38 con cañón de cinco centímetros. El arma encajaba perfectamente en las pinzas. Guardó el sombrero en la bolsa y se metió la Stechkin en el bolsillo del impermeable.

Conque ya estaba preparado. Paseó la mirada por el estudio de la casita que durante tanto tiempo había sido su hogar y, en seguida, se dio la vuelta y se fue. Cruzó el patio en dirección al garaje, abrió la puerta y encendió la luz. Su moto, una antigua BSA de 350 cc, en magnífico estado, se hallaba dispuesta junto al coche. Aseguró la bolsa detrás del sillín, tomó el casco que pendía de un gancho en la pared, y se lo ajustó.

Cuando accionó el pedal, el motor arrancó inmediatamente con un poderoso rugido. Permaneció unos instantes sentado, haciendo los últimos arreglos y, por fin, se santiguó y se puso en marcha. El ruido del motor se desvaneció a lo lejos y, al cabo de un rato, sólo quedó el silencio.

En aquel momento, en Dublín, Martin McGuiness estaba contemplando a uno de sus hombres que acababa de colgar el teléfono.

—No hay línea, eso es seguro.

—Eso es muy extraño, hijo —respondió McGuiness—. Vamos a hacerle una visita a Liam, y rápido.

McGuiness, con un par de hombres, tardó unos cuarenta minutos en llegar allí. Mientras sus hombres liberaban a Devlin y a la chica, permaneció de pie mirando y meneando la cabeza.

—¡Dios mío, Liam! Sería divertido ver al gran Liam Devlin liado como un pollito si no fuera tan malditamente trágico. ¿Qué ha pasado? Dime que ha ocurrido aquí.

Devlin y él pasaron a la cocina, y Devlin le explicó lo sucedido. Cuando terminó, McGuiness estalló:

—¡El astuto hijo de perra! En Falls Road de Belfast City lo recuerdan como un santo, y resulta que era un condenado agente ruso que se fingía sacerdote.

—No creo que el Vaticano se sienta muy satisfecho —replicó Devlin.

—¿Y sabes lo peor de todo? ¿Lo que más se me atraganta? Que no es ningún jodido ruso, a fin de cuentas. ¡Dios mío, Liam! Su padre murió por la causa en una horca inglesa. —McGuiness había comenzado a temblar de rabia—. Voy a arrancarle las pelotas.

—¿Y cómo piensas conseguirlo?

—Déjalo en mis manos. Conque el Papa en Canterbury, ¿eh? Rodearé toda Irlanda con una red tan estrecha que ni siquiera una rata podría atravesarla.

Se lanzó hacia la puerta, llamando a sus hombres, y se marchó. Tanya entró en la cocina, pálida y agotada.

—¿Qué va a pasar ahora?

—Ponga la tetera al fuego y nos tomaremos una buena taza de té. Ya sabe lo que dicen: que antiguamente solían ejecutar al mensajero portador de malas noticias. Gracias a Dios que existe el teléfono. Si me disculpa unos minutos, iré a llamar a Ferguson desde una cabina.