Cuando sonó el teléfono, Devlin estaba mirando una película en la sesión nocturna de la televisión. La voz le llegó con sorprendente claridad, tanto, que al principio creyó que se trataba de una llamada local.
—¿Profesor Devlin?
—Sí.
—Soy Tanya, Tanya Voroninova.
—¿Dónde está usted? —inquirió Devlin.
—En la Gare du Nord, en París. Sólo dispongo de un par de minutos. Voy a tomar el tren de Rennes.
—¿Rennes? —Devlin estaba desconcertado—. ¿Y qué diablos va a hacer allí?
—Cambiar de tren para ir a St. Malo. Llegaré a la hora del desayuno. De allí sale un hidroplano hacia Jersey, que es como decir Inglaterra. Una vez allí, estaré a salvo. Tomaré un avión hacia Londres. He tenido unos pocos minutos para darles esquinazo, y supongo que las demás rutas que me indicó su gente de Londres estarán vigiladas.
—De modo que ha cambiado de idea. ¿Por qué?
—Digamos que me he dado cuenta de que usted me gusta y ellos no. Eso no significa que odie mi país. Sólo a ciertas personas. Ahora debo irme.
—Me comunicaré con Londres —dijo Devlin—. Llámeme desde Rennes y ¡buena suerte!
Se cortó la comunicación. Devlin permaneció inmóvil, con el teléfono en la mano y una leve sonrisa irónica en sus labios, como maravillado.
—Vaya, vaya. ¿Qué te parece? —musitó suavemente—. He aquí una chica que cualquiera querría presentar a su madre.
Marcó el número de Cavendish Square y le contestaron casi al instante.
—Ferguson al habla.
Parecía irritado.
—¿No estaría por casualidad sentado en la cama, viendo una vieja película de Bogart por televisión? —quiso saber Devlin.
—¡Dios mío! ¿Es que ahora se dedica a la clarividencia?
—Pues ya puede saltar de la cama y apagar el televisor. El juego está en marcha otra vez.
La voz de Ferguson cambió.
—¿Qué está diciendo?
—Que Tanya Voroninova se ha fugado. Acaba de llamarme desde la Gare du Nord. Toma el tren de Rennes. Luego, St. Malo y, por la mañana, Jersey. Temía que las otras rutas estuvieran vigiladas.
—Chica lista —gruñó Ferguson—. Harán lo que sea para dar con ella.
—Volverá a llamarme en cuanto llegue a Rennes. Supongo que será hacia las tres y media o las cuatro.
—No se aleje del teléfono —respondió Ferguson—. Volveré a llamarle.
En su apartamento, Harry Fox iba a darse una ducha antes de acostarse cuando sonó el teléfono. Fue a descolgarlo, maldiciendo para sí. Había sido un día muy duro. Necesitaba dormir.
—¿Harry?
El tono de voz de Ferguson le hizo ponerse alerta de inmediato.
—¿Sí, señor?
—Venga aquí rápidamente. Tenemos trabajo.
Cussane estaba en su estudio, preparando la homilía del domingo, cuando se activó el avisador conectado a los aparatos del altillo. Para cuando llegó arriba, Devlin ya había colgado el teléfono. Rebobinó la cinta y la escuchó con gran atención. Al terminar, siguió sentado un rato, reflexionando sobre las implicaciones de cuanto acababa de oír. Todas eran malas.
Bajó otra vez al estudio y telefoneó a Cherny.
—Soy yo —anunció en cuanto el profesor atendió la llamada—. ¿Estás solo?
—Sí. Iba a acostarme. ¿Desde dónde llamas?
—Desde mi casa. Tenemos un grave problema. Escúchame bien.
Cuando terminó, Cherny observó:
—Cada vez peor. ¿Qué quieres que haga?
—Comunícate inmediatamente con Lubov. Dile que se ponga en contacto con Belov, en París, sin pérdida de tiempo. Quizá aún puedan detenerla.
—¿Y si no pueden?
—Entonces, tendré que encargarme yo en cuanto llegue aquí. Volveré a llamar, conque no te alejes del teléfono.
Se sirvió un vaso de whisky y se detuvo ante el fuego. Era extraño, pero, aun después de tantos años, seguía viendo a Tanya como una niña demacrada de pie bajo la lluvia.
Alzó su vaso y brindó en voz baja.
—A tu salud, Tanya Voroninova. A ver si eres capaz de echarles una buena carrera a esos bastardos.
Al cabo de cinco minutos, Turkin empezó a sospechar que algo andaba muy mal, entró en el tocador de señoras y descubrió la puerta del retrete cerrada. El silencio que respondió a su imperiosa llamada le indujo a derribar la puerta. El retrete vacío y la ventana abierta se lo dijeron todo. Saltó por la ventana, fue a dar al patio y salió a la rue de Madrid. No se veía ni rastro de ella, conque rodeó el conservatorio y volvió a entrar por la puerta principal, hirviendo de negra furia. Por culpa de aquella maldita mujer su carrera estaba arruinada y hasta su misma vida peligraba.
Belov estaba tomando otra copa de champaña, enfrascado en una conversación con el ministro de Cultura, cuando Turkin le tocó suavemente un hombro.
—Lamento interrumpirle, coronel. ¿Me permite unas palabras?
Se lo llevó hacia el rincón más cercano y allí le comunicó la mala noticia.
Nikolai Belov había comprobado siempre que las adversidades eran su mejor acicate. Nunca fue de los que lloran por la leche derramada. En su despacho de la embajada, sentado tras el escritorio, contemplaba a Natasha Rubenova. Shepilov y Turkin permanecían de pie junto a la puerta.
—Vuelvo a preguntárselo, camarada. —Se dirigía a Natasha—. ¿Le dijo algo? Seguramente usted, entre todas las personas, debía de tener alguna idea acerca de sus intenciones.
Natasha estaba llorosa y asustada sin necesidad de fingirlo, y esto la ayudó a mentir con convicción.
—Estoy tan a oscuras como usted, camarada coronel.
Belov suspiró y le hizo una señal a Turkin, que avanzó hacia ella y la obligó a sentarse en una silla. Luego, se quitó el guante derecho y le apretó el cuello, pellizcándole un nervio que mandó una oleada de penetrante dolor por todo su cuerpo.
—Vuelvo a preguntárselo —dijo Belov amablemente—. Por favor, sea razonable. Detesto esta clase de cosas.
Natasha, llena de dolor, rabia y humillación, tuvo el gesto más valeroso de su vida.
—¡Por favor! ¡Camarada, le juro que no me dijo nada! ¡Nada!
Volvió a gritar cuando el dedo de Turkin presionó de nuevo el nervio. Belov agitó la mano.
—Basta. Creo que dice la verdad. ¿Por qué habría de mentirnos?
Ella se acurrucó en la silla, sollozando, y Turkin preguntó:
—¿Y ahora qué, camarada?
—Hemos cubierto los aeropuertos. No ha tenido tiempo de tomar ningún avión.
—¿Y Calais y Boulogne?
—Nuestros hombres se dirigen allí por carretera. Llegarán mucho antes de que salga el primer transbordador de la mañana.
Shepilov, que rara vez hablaba, preguntó en tono comedido:
—Discúlpeme, camarada coronel, pero ¿ha tomado en cuenta la posibilidad de que haya ido a refugiarse en la embajada británica?
—Naturalmente —contestó Belov—. Desde junio pasado, y por razones evidentes, tenemos un equipo de vigilancia que controla la entrada durante las horas de la noche. No ha acudido allí, por el momento, y si lo hace…
Se encogió de hombros.
Se abrió la puerta y entró apresuradamente Irana Vronsky.
—Un mensaje para usted, camarada. Es de Lubov, en Dublín, y muy urgente. Los de la sala de radio lo han conectado a su teléfono. Línea uno.
Belov tomó el auricular y escuchó atentamente. Cuando volvió a colgarlo, estaba sonriendo.
—Buenas noticias. Está viajando en el tren de Rennes. Vamos a ver el mapa. —Señaló a Natasha con la cabeza—. Llévatela de aquí, Irana.
—¿Por qué a Rennes? —se extrañó Turkin.
Belov localizó la población en el mapa mural.
—Para cambiar de tren rumbo a St. Malo. Una vez allí, podrá tomar el hidroplano hasta Jersey, en las islas del Canal.
—¿Territorio británico?
—Exacto. Jersey, mi querido Turkin, es un lugar pequeño, pero posiblemente se trate de una de las bases financieras más importantes del mundo. Tiene un aeropuerto de primera, con varios vuelos diarios a Londres y a muchos otros sitios.
—De acuerdo —asintió Turkin—. Entonces, tendremos que llegar a St. Malo antes que ella. Iré a buscar el coche.
—Un momento. Consultemos la guía Michelin. —Belov encontró la guía de tapas rojas en el cajón superior izquierdo de su escritorio y comenzó a hojearla—. Ah, aquí está, St. Malo. A seiscientos kilómetros de París, y buena parte de ellos a través de la campiña bretona. Imposible llegar a tiempo en coche. Vaya a la Oficina Cinco, Turkin, y vea si tienen a alguien en St. Malo que pueda encargarse del trabajo. Y usted, Shepilov, dígale a Irana que necesito toda la información que tenga acerca de Jersey. El aeropuerto, el puerto, horarios de barcos y de aviones, todo. Y deprisa.
En Cavendish Square, Kim estaba preparando el fuego en el salón mientras Ferguson, envuelto en un viejo albornoz, trataba de abrirse camino entre la masa de papeles que atestaba su escritorio.
El gurja se puso en pie.
—¿Café, sahib?
—¡Dios mío, no, Kim! Té recién hecho y en abundancia, y también algunos emparedados. Lo dejo en tus manos.
Kim se retiró y entró Harry Fox desde el estudio.
—Bueno, señor, aquí está el programa. Tendrá que esperar en Rennes durante casi dos horas. De ahí a St. Malo hay ciento doce kilómetros. Llegará a las siete y media.
—¿Y el hidroplano?
—Sale a las ocho y cuarto. La travesía dura aproximadamente una hora y cuarto. Hay un cambio de horario, por supuesto, de modo que llegará a Jersey hacia las ocho y media, hora local. Hay un vuelo a Londres, aeropuerto de Heathrow, que sale de Jersey a las diez y diez. Tendrá tiempo de sobra para tomarlo. Se trata de una isla pequeña, señor. Apenas si hay quince minutos en taxi desde el muelle del transbordador al aeropuerto.
—No podemos dejarla sola, Harry. Quiero que haya alguien esperándola. Tendrá que irse usted allí. Debe de haber algún vuelo a primera hora.
—Lamentablemente, no llega a Jersey hasta las nueve y veinte.
—¡Maldición! —exclamó Ferguson, descargando un puñetazo sobre su escritorio, en el mismo momento en que Kim hacía su aparición con una bandeja ocupada por el servicio del té y un plato de emparedados recién preparados, que desprendían el inconfundible aroma del bacon a la parrilla.
—Queda una posibilidad, señor.
—¿Cuál?
—Mi primo Alex, señor. Alexander Martin. En realidad, es un primo segundo. Vive en Jersey. Trabaja en algo relacionado con el mundo de las finanzas y está casado con una chica de allí.
—¿Martin? —Ferguson frunció el entrecejo—. Ese nombre me resulta conocido.
—Sí, señor. Ya le hemos utilizado antes. Cuando trabajaba en un banco comercial de la city, viajó mucho para nosotros: Ginebra, Zurich, Berlín, Roma…
—¿No está en la lista activa?
—No, señor. Lo utilizamos principalmente como correo, aunque hubo un incidente en Berlín oriental hace cosa de tres años. La situación se complicó un tanto, y el hombre se comportó bastante bien.
—Sí, ya lo recuerdo —asintió Ferguson—. Estaba citado con una mujer para recoger unos documentos y, cuando supo que la habían descubierto, la sacó por Checkpoint Charlie en el maletero de su coche.
—Exactamente, señor. Ése es Alex. Una breve comisión de servicio en los Welsh Guards y tres períodos de servicio en Irlanda. Es un gran aficionado a la música, y toca el piano notablemente bien. Está como una cabra. Típicamente gales.
—¡Hable con él! —exclamó Ferguson—. ¡Ahora mismo! —Tenía un presentimiento acerca de Martin, y eso le animó considerablemente. Tomó uno de los emparedados de bacon—. Diría que esto tiene muy buen aspecto.
Alexander Martin tenía treinta y siete años y era un hombre alto y bastante apuesto, con una apariencia engañosamente perezosa. Era muy propenso a sonreír con tolerancia, cosa que le resultaba muy conveniente en la profesión de agente de inversiones, que había adoptado al trasladarse a Jersey dieciocho meses antes. Como le había comentado a su esposa, Joan, en más de una ocasión, el problema del negocio de inversiones era que le obligaba a frecuentar la compañía de los ricos, los cuales, considerándolos en conjunto, le disgustaban profundamente.
Aun así, la vida tenía sus compensaciones. Era un pianista notable, ya que no genial. De haberlo sido, la vida habría podido ser muy distinta. En aquellos momentos estaba sentado al piano en la sala de estar de su agradable vivienda en St. Aubin, con vistas al mar, tocando una pieza de Bach, una composición fría y brillante que exigía una total concentración. Vestía de esmoquin, con el lazo de la corbata negra deshecho en torno al cuello. El teléfono estuvo sonando un buen rato antes de que él se diera cuenta. Frunció el ceño, pensando en lo avanzado de la hora, y lo descolgó.
—¿Diga?
—¿Alex? Soy Harry, Harry Fox.
—¡Dios mío! —exclamó Alex Martin.
—¿Cómo están Joan y los pequeños?
—Han ido a pasar una semana en Alemania, en casa de su hermana. Está casada con un comandante de vuestras fuerzas. Detmold.
—¿De manera que estás solo? Supuse que ya te habrías ido a la cama.
—Acabo de llegar de un concierto. —Martin se sentía del todo despierto, pues su experiencia anterior le advertía que no se trataba de una simple llamada amistosa—. Muy bien, Harry. ¿De qué se trata?
—Te necesitamos, Alex, y mucho. Pero no como las otras veces. Ahí mismo, en Jersey.
Alex Martin se echó a reír, asombrado.
—¿En Jersey? ¿Estás de broma?
—Se trata de una chica llamada Tanya Voroninova. ¿Has oído hablar de ella?
—Pues claro que he oído hablar de ella —respondió Martin—. Una de las mejores pianistas de concierto que ha aparecido en los últimos años. La vi tocar en el Albert Hall durante la pasada temporada. Mi oficina recibe los periódicos de París todos los días. Ahora está allí, dando una serie de conciertos.
—No, ya no está en París —le contradijo Fox—. En estos momentos debe de estar a mitad de camino de Rennes, en el tren de la noche. Se pasa a nuestro bando, Alex.
—¿Qué has dicho?
—Con un poco de suerte, estará en el hidroplano de St. Malo que llega a Jersey a las ocho y media. Viaja con un pasaporte británico a nombre de Joanna Frank.
Martin empezó a comprenderlo todo.
—Y tú quieres que vaya a esperarla.
—Exactamente. La llevas directamente al aeropuerto y la metes en el avión de Heathrow de las diez y diez. Eso es todo. Nosotros nos cuidaremos de recibirla aquí. ¿Algún problema?
—En absoluto. Conozco su cara. De hecho, todavía conservo el programa de su concierto en el Albert Hall, y viene su fotografía.
—Muy bien —respondió Fox—. Cuando llegue a Rennes, ha de telefonear a un contacto nuestro. Le diremos que estarás esperándola.
Se oyó la voz de Ferguson.
—Déme el aparato. Al habla Ferguson.
—Hola, señor —dijo Martin.
—Le estamos muy agradecidos.
—No vale la pena, señor. Sólo hay una cosa. ¿Qué me dice de la oposición?
—No esperamos que haya ninguna. El KGB controlará los puntos de salida más evidentes, como el aeropuerto Charles de Gaulle, Calais o Boulogne, pero es muy improbable que se le ocurra esta ruta. Lo dejo otra vez con Harry.
—Nos mantendremos en contacto, Alex —prosiguió Fox—. Si se presenta algún problema, llama a este número.
Martin no anotó.
—Parece cosa hecha. Me distraerá de la rutina del negocio de las inversiones. Ya te llamaré.
Para entonces, se sentía completamente despierto y muy animado. Era inútil que pensara en dormir. Le esperaba una mañana interesante. Se preparó un vaso de vodka con tónica y volvió con su Bach, ante el piano.
La Oficina Cinco era la sección de la embajada soviética en París que se ocupaba de las relaciones con el Partido Comunista francés, la infiltración en los sindicatos y cosas por el estilo. Turkin se pasó media hora estudiando su fichero de la región de St. Malo, pero no encontró nada.
—El problema, camarada —le dijo a Belov cuando regresó a su despacho—, es que el Partido Comunista francés resulta muy poco fiable. A la hora de la verdad, los franceses suelen anteponer la nación al partido.
—Ya sé —admitió Belov—. Se debe a una creencia innata en su propia superioridad. —Señaló los papeles esparcidos sobre su escritorio—. He estudiado Jersey bastante a fondo. La solución es muy sencilla. ¿Recuerda ese pequeño aeropuerto en las afueras de París que hemos utilizado en otras ocasiones?
—¿Croix? —preguntó Turkin—. ¿El servicio de taxis aéreos de Lebel?
—Eso mismo. El aeropuerto de Jersey abre temprano. Podrían aterrizar allí a las siete, con tiempo suficiente para esperarla en el muelle. Disponen del habitual surtido de pasaportes. Podrían viajar como hombres de negocios franceses.
—¿Y cómo la traemos de vuelta? —quiso saber Turkin—. Si tomamos un avión en el aeropuerto de Jersey, tendremos que pasar controles de aduanas e inmigración. Le resultaría demasiado fácil crear un escándalo.
—Discúlpeme, camarada coronel —intervino Shepilov—, pero ¿es absolutamente necesario que la traigamos con nosotros? Tengo la impresión de que en este asunto lo único que hace falta es asegurarnos su silencio, ¿o acaso me equivoco?
—Se equivoca por completo —respondió Belov fríamente—. No importan las circunstancias ni las dificultades: el general Maslovsky la quiere de vuelta. No me gustaría hallarme en su lugar, Shepilov, si tuviera que informar que se vio obligado a matarla. Pero creo que hay una solución fácil. Según estos folletos, en el puerto de St. Helier hay un club náutico donde alquilan embarcaciones. ¿No era la navegación a vela uno de sus pasatiempos favoritos, Turkin?
—Sí, camarada.
—Bien. En tal caso, estoy seguro de que será capaz de hacer en un bote de motor la travesía de Jersey a St. Malo. Una vez allí, puede alquilar un coche y traerla por carretera.
—Muy bien, coronel.
Irana se presentó con el café en una bandeja.
—Excelente —aprobó Belov—. Ahora, lo único que nos queda es sacar a Lebel de la cama. Tenemos el tiempo justo.
Para su propia sorpresa, Tanya logró dormir durante la mayor parte del trayecto, y tuvo que ser despertada por dos jóvenes estudiantes que habían viajado junto a ella desde la salida de París. Eran las tres y media y, aunque había dejado de llover, en el andén de la estación de Rennes hacía mucho frío. Los estudiantes conocían un café cerca de la estación, en el bulevar Beaumont, que no cerraba en toda la noche, y la acompañaron hasta allí. Era un lugar cálido y acogedor, no muy lleno de gente. Pidió café y una tortilla, y se dirigió al teléfono público para llamar a Devlin. Devlin, que había estado esperando nerviosamente su llamada, preguntó:
—¿Está bien?
—Muy bien. Incluso he dormido en el tren. No se preocupe. Es imposible que sepan dónde estoy. ¿Cuándo volveremos a vernos?
—Pronto —le aseguró Devlin—. Pero antes hemos de conseguir que llegue a Londres sin problemas. Ahora, escúcheme. Cuando llegue a Jersey, habrá un hombre llamado Martin esperándola en el muelle. Alexander Martin. Al parecer se trata de un admirador suyo, de modo que la reconocerá fácilmente.
—Entiendo. ¿Algo más?
—De momento, no.
Cortó la comunicación y Devlin colgó. Una chica de valía, se dijo mientras iba hacia la cocina. En su vivienda, Harry Cussane ya estaba llamando a Paul Cherny.
Croix, un minúsculo aeropuerto con una torre de control, dos hangares y tres barracones, era la sede de un aeroclub, pero también lo utilizaba Pierre Lebel como base para su servicio de taxis aéreos. Lebel era un hombre moreno y taciturno que jamás hacía preguntas si el precio le parecía correcto. Ya había trabajado anteriormente para Belov y conocía bien a Turkin y Shepilov, aunque ni siquiera imaginaba que fueran rusos. Siempre había supuesto que andaban en algo ilegal, pero mientras no hubiera drogas de por medio y el precio fuese adecuado, él no tenía nada que objetar. Cuando llegaron ambos pasajeros, él ya estaba esperándolos y abrió la puerta del hangar principal para que pudieran meter el coche dentro.
—¿Qué avión vamos a usar? —inquirió Turkin.
—El Chieftain. Es más rápido que el Cessna y vamos a tener el viento de cara durante todo el vuelo hasta el golfo de St. Malo.
—¿Cuándo salimos?
—Cuando ustedes quieran.
—Creía que el aeropuerto de Jersey estaba cerrado al tráfico hasta las siete.
—Quien se lo dijo no estaba bien informado. Oficialmente, es hasta las siete y media para los aerotaxis. Sin embargo, se abre a las cinco y media para el avión del papel.
—¿El avión del papel?
—Los periódicos de Inglaterra, el correo y cosas por el estilo. Normalmente no suelen denegar una solicitud de aterrizaje antes de la hora, sobre todo si es de alguien a quien conocen. Cuando llamaron, me dio la impresión de que esta vez tenían un poco de urgencia, ¿no es así?
—La tenemos —le aseguró Turkin.
—Bien. Entonces, será mejor que subamos al despacho y dejemos arreglado el aspecto comercial del asunto.
El despacho estaba al final de un desvencijado tramo de escalera. Era un cuarto pequeño y atestado, con un escritorio desordenado y una sola bombilla que pendía del techo. Turkin le entregó un sobre a Lebel.
—Cuéntelo.
—Lo haré, no se preocupe —respondió el francés.
En aquel momento sonó el teléfono. Contestó y, en seguida, le tendió el auricular a Turkin.
—Es para usted.
La llamada era de Belov.
—Ha llamado a Devlin desde Rennes. Hay otra complicación. En Jersey la espera un hombre llamado Alexander Martin.
—¿Un profesional? —quiso saber Turkin.
—No tenemos ninguna información sobre él. Nunca habría supuesto que tuvieran agentes en un lugar como Jersey, pero…
—No se preocupe —le tranquilizó Turkin—. Nos encargaremos de él.
—Buena suerte.
Turkin colgó el aparato y se volvió hacia Lebel.
—Muy bien, amigo. Cuando usted quiera.
Cuando aterrizaron en el aeropuerto de Jersey eran las seis en punto de una despejada y ventosa mañana, y el firmamento comenzaba a iluminarse hacia el este con un resplandor anaranjado sobre el horizonte. El funcionario a cargo de los trámites de aduana e inmigración era un hombre agradable y cortés. No había motivo para que no lo fuera, pues sus papeles estaban en orden y en Jersey estaban acostumbrados a recibir miles de visitantes franceses todos los años.
—¿Se queda usted aquí? —le preguntó a Lebel.
—No, vuelvo inmediatamente a París —contestó el francés.
—¿Y ustedes, caballeros?
—Tres o cuatro días. Negocios y placer —respondió Turkin.
—¿Llevan algo que declarar? ¿Han leído el cartel?
—Nada en absoluto.
Turkin le tendió su bolsa de viaje, pero el funcionario la rechazó con un ademán.
—Nada más, caballeros. Les deseo una estancia agradable.
Se despidieron de Lebel con un apretón de manos y pasaron a la sala de llegadas, que a tan temprana hora se encontraba desierta. En el exterior había uno o dos coches aparcados, pero la parada de taxis estaba vacía. Había un teléfono público adosado a la pared, pero cuando Turkin iba a utilizarlo, Shepilov le dio un golpecito en el codo y señaló con el dedo un taxi que llegaba al aeropuerto. Se detuvo ante la puerta y descendieron dos azafatas. Los rusos esperaron y el taxi avanzó hacia ellos.
—Empiezan temprano el día, señores —observó el taxista.
—Sí, es cierto —asintió Turkin—. Acabamos de llegar de París en un vuelo privado.
—Oh, ya veo. ¿Adónde quieren que los lleve?
Turkin, que había pasado la mayor parte del viaje examinando la guía de Jersey que Irana le había entregado, y en particular el mapa de St. Helier, respondió:
—Al Weighbridge. ¿No se llama así? Junto a los muelles.
El taxi se puso en movimiento.
—¿No necesitan un hotel, entonces?
—Estamos citados con unos amigos para más tarde. Ellos se cuidarán de todo eso. Ahora queríamos desayunar algo.
—Allí estarán bien. Cerca del Weighbridge hay un café que abre temprano. Yo les llevaré.
A aquella hora, el tráfico era más bien escaso y el recorrido hasta Bel Royal y a lo largo de Victoria Avenue les llevó poco más de diez minutos. Estaba saliendo el sol y el panorama de la bahía de St. Aubin era espectacular, con la marea alta rodeando por completo de agua la roca sobre la que se alzaba el Elizabeth Castle. Ante ellos se extendían la ciudad y el rompeolas del puerto, con sus grúas que se alzaban hacia el cielo.
El conductor se metió en el aparcamiento de automóviles al final del paseo marítimo.
—Ya hemos llegado, señores. El Weighbridge. Allí está la oficina de turismo. Si necesitan alguna información, abrirá dentro de un rato. El café queda al otro lado de la calle, detrás de aquella esquina. Digamos que son tres libras.
Turkin, que había recibido de Irana varios centenares de libras en moneda inglesa, sacó de su cartera un billete de cinco.
—Quédese con el cambio. Ha sido usted muy amable. ¿Cómo se llega al club náutico?
El taxista se lo señaló.
—Al otro extremo del muelle. Pueden ir andando.
Turkin volvió la cabeza hacia el rompeolas que se introducía en la bahía.
—¿Y los barcos atracan ahí?
—Exacto. En el Albert Quay. Desde aquí se ve la rampa para los automóviles del transbordador. Los hidroplanos atracan un poco más lejos.
—Bien —respondió Turkin—. Muchas gracias.
Salieron del taxi, que volvió a ponerse en marcha. Había unos lavabos públicos a escasos metros de distancia; sin decir palabra, Turkin echó a andar hacia ellos y Shepilov le siguió. Turkin abrió su bolsa de mano y, hurgando bajo la ropa que contenía, abrió el doble fondo que ocultaba un par de pistolas. Una la metió en su bolsillo, y la otra se la dio a Shepilov. Ambas eran automáticas, provistas de silenciador.
Turkin cerró la cremallera de la bolsa.
—De momento, todo va bien. Vamos a echarle un vistazo al club náutico.
En el club náutico había amarradas varios centenares de embarcaciones de todas las formas y tamaños: yates, balandros, cruceros de motor. No les costó mucho encontrar las oficinas de una firma de alquiler de embarcaciones, pero aún no estaba abierta.
—Es demasiado temprano —observó Turkin—. Vamos abajo, a observar los botes amarrados.
Echaron a andar por uno de los oscilantes pontones, con embarcaciones atracadas a ambos lados, y, tras una pausa, continuaron hacia otro. A Turkin siempre le habían salido bien las cosas. Tenía una gran fe en su destino. La tontería de Tanya Voroninova le había supuesto un lamentable revés en su carrera, pero estaba seguro de que pronto quedaría arreglado. Y entonces, el destino intervino en el juego.
Al extremo del pontón había amarrada una embarcación de motor, de una deslumbradora blancura, con una franja azul sobre la línea de flotación. El nombre pintado en la popa era L’Alouette, matrícula de Granville, una población costera cercana a St. Malo. Una pareja salió a cubierta hablando en francés. El hombre era alto y barbudo, y usaba gafas. Llevaba un chaquetón oscuro. La mujer vestía tejanos y un chaquetón similar, y un pañuelo le envolvía la cabeza.
Mientras el hombre la ayudaba a cruzar la pasarela, Turkin le oyó decir:
—Iremos andando hacia la terminal de autobuses. Allí podremos encontrar un taxi que nos lleve al aeropuerto. El avión de Guernsey sale a las ocho.
—¿A qué hora volveremos? —preguntó ella.
—En el vuelo de las cuatro. Nos dará tiempo a desayunar en el aeropuerto.
Se alejaron por el embarcadero. Shepilov quiso saber:
—¿Qué es Guernsey?
—La isla de al lado —respondió Turkin—. Lo he leído en la guía. Hay varios vuelos diarios entre isla e isla. Un trayecto de quince minutos. Muchos turistas los usan para hacer excursiones de un día.
—¿Estás pensando lo mismo que yo? —inquirió Shepilov.
—Es una buena embarcación —contestó Turkin—. Podríamos estar en Francia, de camino a París, horas antes de que regresen esos dos. —Sacó un paquete de cigarrillos franceses y le ofreció uno a su compañero—. Démosles tiempo para que se alejen y echaremos un vistazo.
Siguieron paseando por los embarcaderos y, al cabo de unos diez minutos, regresaron y subieron a bordo. La puerta de la escalera de cámara que conducía bajo cubierta estaba cerrada con llave. Shepilov extrajo una fina navaja automática y forzó con habilidad la cerradura. Abajo había dos camarotes pulcramente amueblados, un salón y una cocina. Subieron de nuevo a cubierta y probaron la timonera. Tenía la puerta abierta.
—Falta la llave del encendido —observó Shepilov.
—No importa. Dame tu cuchillo. —Turkin se agachó bajo el cuadro de mandos y arrancó diversos cables. Sólo tardó un momento en establecer el contacto correcto, y cuando pulsó el botón de arranque, el motor se puso en marcha al primer intento. Verificó el indicador de combustible—. Tres cuartos de depósito. —Desconectó los cables—. ¿Sabes, Ivan? Creo que hoy es nuestro día —le dijo a Shepilov.
Regresaron pausadamente al otro extremo de los muelles y giraron por la parte superior del Albert Quay, deteniéndose a contemplar el amarradero del hidroplano.
—Excelente. —Turkin consultó su reloj—. Ahora ya sólo hemos de esperar. Vamos a esa cafetería a desayunar algo.
En St. Malo, el hidroplano Condor pasó ante la Mole des Noires, a la salida del puerto. Iba casi lleno, principalmente de turistas franceses con intención de pasar el día en Jersey, a juzgar por los fragmentos de conversación que Tanya pudo oír. Una vez fuera del puerto, el hidroplano comenzó a elevarse, ganando velocidad, y ella se dedicó a contemplar la mañana, sintiéndose eufórica. Lo había conseguido. Había vencido. Una vez en Jersey, estaría tan segura como en Londres. Se recostó sobre el respaldo de la cómoda butaca y cerró los ojos.
Alex Martin condujo su amplio Peugeot hacia el Albert Quay y siguió avanzando hasta que encontró un lugar apropiado para aparcar, cosa que no le resultó fácil, porque acababa de llegar el transbordador para automóviles procedente de Weymouth y había bastante movimiento. No había dormido en absoluto y comenzaba a notar los efectos de la falta de sueño, a pesar de un buen desayuno y una ducha fría. Vestía pantalones azul marino, un polo del mismo color y una chaqueta deportiva de tweed azul celeste diseñada por Yves St. Laurent. En parte, éste atuendo se debía a su deseo de causar buena impresión a Tanya Voroninova. Su arte significaba mucho para él, y la oportunidad de conocer a la pianista que tanto admiraba era más importante para él de lo que Ferguson o Fox hubieran podido imaginar.
Sus cabellos aún estaban algo húmedos y se los peinó con los dedos, súbitamente inquieto. Abrió la guantera del Peugeot y sacó la pistola que guardaba allí. Era una Smith & Wesson Special calibre 38, el modelo Airweight con cañón de cinco centímetros, un arma muy utilizada por la CIA. Seis años antes, en Belfast, se la había quitado al cadáver de un terrorista protestante, miembro de la ilegal UVF. El hombre había intentado matar a Martin y casi lo había conseguido, pero finalmente Martin lo había matado a él. Lo más extraño era que eso jamás le preocupó: nada de remordimientos, nada de pesadillas.
—Vamos, Alex —se reprendió suavemente—. Esto es Jersey.
Pero la sensación no se desvanecía: un toque de inquietud como si volviera a estar en Belfast. Recordando un viejo truco de sus días en la clandestinidad, deslizó la pistola bajo su cinturón, a la altura de los riñones. Muchas veces, incluso un cacheo personal pasaba por alto esa zona del cuerpo.
Esperó, fumando un cigarrillo y escuchando Radio Jersey en el aparato del automóvil, hasta que vio el hidroplano embocar el puerto. Aun entonces, no se movió. Faltaban las formalidades de rigor: aduana y demás. Siguió esperando hasta que aparecieron los primeros pasajeros en la salida de la terminal, y entonces salió del coche y se aproximó a la puerta. Reconoció a Tanya de inmediato, con su mono negro y la trinchera sobre los hombros como si fuera una capa.
Se adelantó a recibirla.
—¿Señorita Voroninova? —Tanya lo examinó precavidamente—. ¿O tal vez debería decir señorita Frank?
—¿Quién es usted?
—Alexander Martin. He venido para acompañarla hasta que suba usted a su avión. Tiene una reserva en el vuelo de las diez y diez con destino a Londres. Nos queda tiempo de sobra.
Ella apoyó una mano en su brazo, completamente tranquilizada, sin advertir a Turkin y Shepilov al otro lado de la calzada, situados junto a una pared y parcialmente vueltos de espaldas.
—No se imagina usted lo agradable que resulta ver una cara amiga.
—Por aquí. —La condujo hacia el Peugeot—. El año pasado la vi tocar en el Albert Hall. Fue algo extraordinario.
La acomodó en el asiento al lado del conductor, rodeó el coche y se instaló ante el volante.
—¿Usted también toca? —le preguntó intuitivamente.
—Oh, sí. —Accionó la llave de contacto—. Pero no como usted.
A sus espaldas, se abrieron las portezuelas traseras de ambos lados y los dos rusos subieron al interior, Turkin detrás de Tanya.
—No discuta. Tenemos pistolas con silenciador apuntando a su espalda y a la de ella. Estos asientos no son precisamente a prueba de balas. Podemos matarlos a los dos sin hacer el menor mido.
Tanya se puso rígida. Alex Martin le preguntó calmadamente.
—¿Conoce a estos hombres?
—GRU. Inteligencia militar.
—Entiendo. Y ahora ¿qué? —inquirió, dirigiéndose a Turkin.
—Ella vuelve con nosotros, si podemos llevárnosla. Si no, la matamos. Lo único que nos importa es que no hable con ciertas personas. Cualquier estupidez por su parte y ella será la primera en morir. Conocemos nuestro trabajo.
—No lo dudo.
—Porque nosotros somos fuertes y los suyos son débiles, niño bonito —añadió Turkin—. Por eso acabaremos ganando nosotros. Entraremos en el palacio de Buckingham.
—No es buen momento, viejo —replicó Alex—. Ahora la reina está en Sandringham.
Turkin torció el gesto.
—Muy divertido. Y ahora, ponga este cacharro en marcha. Nos vamos al club náutico.
Recorrieron el pontón andando hacia L’Alouette. Martin sujetaba el codo de la chica y los dos rusos caminaban tras ellos. Martin ayudó a Tanya a cruzar la pasarela. La chica estaba temblando.
Turkin abrió la puerta de la escalera de cámara.
—¡Abajo los dos! —Les siguió de cerca, con la pistola en la mano—. ¡Alto! —les ordenó cuando llegaron al salón—. Usted, apóyese en la mesa con las piernas bien separadas. Y usted siéntese —le dijo a Tanya.
Shepilov permaneció a un lado, pistola en mano. Tanya estaba al borde del llanto. Alex le aconsejó con suavidad:
—Sonría; siempre es bueno.
—Ustedes los ingleses son el colmo —observó Turkin mientras lo registraba concienzudamente—. Inglaterra ya no pinta nada. Espere a que los argentinos les hundan la flota en el Atlántico Sur. —Alzó el faldón de la chaqueta de Martin y descubrió el Airweight oculto en la espalda—. ¿Has visto esto? —le preguntó a Shepilov—. Un aficionado. En la cocina hay un rollo de cuerda. Tráela.
Shepilov no tardó en regresar.
—Y, una vez en alta mar, viaje a las profundidades, ¿no? —inquirió Martin.
—Algo por el estilo. —Turkin se volvió hacia Shepilov—. Átalo bien. Quiero zarpar lo antes posible. Voy a poner el motor en marcha.
Subió por la escalera. Tanya había dejado de temblar, tenía el rostro pálido, y su mirada reflejaba rabia y desesperación. Martin movió ligeramente la cabeza, y Shepilov le aplicó un doloroso rodillazo en la espalda.
—¡Manos a la espalda, rápido! —Martin sentía la boca del silenciador sobre su columna vertebral. El ruso se dirigió a Tanya—: Átele las muñecas.
—¿Es que no les han enseñado nada? —preguntó Martin—. Es muy peligroso acercarse tanto.
Giró bruscamente, desplazándose hacia la izquierda, fuera de la línea de tiro. La pistola escupió una vez, abriendo un agujero en el mamparo. Su mano derecha atrapó la muñeca del ruso y la retorció hacia arriba, rígida como una barra de acero. Shepilov gruñó y soltó su arma. El puño izquierdo de Martin cayó sobre su brazo como un martillo y se lo quebró.
Shepilov lanzó un grito y cayó sobre una rodilla. Martin se agachó y recogió la pistola mientras el ruso, inesperadamente, le atacaba con la otra mano, en la que destellaba la hoja de la navaja automática. Martin bloqueó el golpe, sintiendo un repentino dolor cuando la hoja desgarró la manga de su chaqueta, haciendo brotar la sangre, y le pegó a Shepilov un potente puñetazo en la mandíbula. Acto seguido, mandó la navaja bajo el asiento de un puntapié.
Tanya se había levantado, pero ya sonaban pasos apresurados en la cubierta.
—¿Ivan? —gritó Turkin.
Martin se llevó un dedo a los labios, pasó rozando a la chica y se metió en la cocina. Una escala conducía desde allí a la escotilla de proa. La abrió y salió a cubierta mientras oía descender a Turkin por la escalera de cámara.
Había empezado a caer una fina llovizna que venía del mar. Cruzó silenciosamente la cubierta hasta la puerta de la escalera. Turkin había llegado abajo y permanecía de pie, con la pistola preparada, atisbando con cautela hacia el interior del salón. Martin no hizo el menor ruido, no le concedió la menor oportunidad. Se limitó a alzar su arma, y al primer tiro le atravesó limpiamente el brazo derecho. Turkin lanzó un quejido, dejó caer su pistola y entró tambaleándose en el salón mientras Martin bajaba por la escalera.
Tanya se colocó a su lado. Martin se agachó para recoger la pistola de Turkin y se la guardó en el bolsillo. Turkin se apoyó sobre la mesa, sujetándose el brazo herido y mirándole con furia. Shepilov comenzaba a incorporarse y se dejó caer en el banco con un gemido. Martin hizo girar a Turkin y le registró los bolsillos hasta encontrar su propio revólver.
—He apuntado con mucho cuidado —le dijo—. No morirá de ésta. No sé quién es el dueño de la embarcación, pero es evidente que pensaban irse en ella, usted y su colega. Yo en su lugar seguiría adelante con la idea. Para nosotros sólo serían un estorbo, y estoy seguro de que en Moscú se alegrarán de volver a verlos. Creo que podrán manejarla bien entre los dos.
—¡Bastardo! —gritó Peter Turkin con desesperación.
—No hable así. Hay una dama presente —le reconvino Alex Martin. Señaló la escalera Tanya Voroninova y se volvió de nuevo hacia el ruso—: Por si le interesa, le diré que ninguno de ustedes dos sobreviviría a una mala noche de sábado en Belfast.
Acto seguido, subió hacia cubierta detrás de la joven. Cuando llegaron al Peugeot, Martin se quitó la chaqueta con mucho cuidado. La manga de la camisa estaba manchada de sangre. Le tendió su pañuelo a Tanya.
—¿Le importa ver qué puede hacer con esto?
Ella lo anudó firmemente por encima del corte.
—¿Qué clase de hombre es usted?
—Bueno, mis preferencias se inclinan hacia Mozart —contestó Alex Martin mientras volvía a ponerse la chaqueta—. Mire allí. ¿Lo ve usted?
A lo lejos, en la embocadura del club náutico, L’Alouette estaba saliendo del puerto.
—Se van —observó Tanya.
—¡Pobres diablos! —exclamó Martin—. Probablemente, su próximo destino será en el Gulag. —La ayudó a acomodarse en el asiento y sonrió alegremente mientras se ponía al volante—. Y ahora, al aeropuerto. ¿Le parece?
En la terminal uno del aeropuerto de Heathrow, Harry Fox estaba sentado en la oficina de seguridad, bebiendo una taza de té y fumando un cigarrillo en compañía del sargento de guardia. Sonó el teléfono, y el sargento, después de responder, se lo pasó.
—¿Harry? —dijo Ferguson.
—Señor.
—Lo ha logrado. Está en el avión. Acaba de despegar de Jersey.
—¿Algún problema, señor?
—No, salvo que un par de gorilas del GRU la raptaron, junto a Martin, en el Albert Quay.
—¿Qué ha pasado? —quiso saber Fox.
—Ha pasado que nuestro hombre se los ha quitado de encima. Tendremos que utilizarlo otras veces. ¿Dijo usted que era de los Welsh Guards?
—Sí, señor. Gales.
—Lo suponía. Siempre se nota —respondió jovialmente Ferguson, antes de colgar.
—No, madame, no hay que pagar nada —le dijo el camarero a Tanya mientras el vuelo uno once se remontaba hacia el firmamento, alejándose de Jersey—. Las bebidas son gratuitas. ¿Qué desea tomar? ¿Vodka con tónica, naranjada con ginebra…? También tenemos champaña.
Champaña gratis. Tanya asintió y tomó la copa helada que le ofrecía. «Por la nueva vida», pensó, y a continuación dijo en voz baja:
—Por ti, Alexander Martin.
Y vació la copa de un largo sorbo.
Por fortuna, la asistenta tenía el día libre. Alex Martin se deshizo de la camisa arrojándola al cubo de la basura y ocultándola debajo de todos los desperdicios. Luego pasó al cuarto de baño para lavarse la herida. En realidad, habrían tenido que aplicarle algunos puntos, pero acudir al hospital significaba preguntas, y no quería preguntas. Unió los bordes del tajo con cruces de esparadrapo, un viejo truco de soldado, y se puso una venda por encima. A continuación, se enfundó en un albornoz, se sirvió una generosa medida de whisky y se fue a la sala de estar. Acababa de sentarse cuando sonó el teléfono.
—Cariño —comenzó su esposa—, he llamado a la oficina y me han dicho que hoy te habías tomado el día libre. ¿Ocurre algo? No volviste a quedarte trabajando por la noche, ¿verdad?
Su mujer no sabía nada de los trabajos que había realizado para Ferguson en el pasado, y no deseaba inquietarla entonces. Sonrió con tristeza, contemplando el desgarrón en la manga de la chaqueta de Yves St. Laurent sobre una silla próxima.
—Claro que no —protestó—. ¿No me conoces? Lo mío es la vida reposada. Hoy tengo trabajo para hacer en casa, eso es todo. Ahora dime: ¿cómo están los niños?