En la sacristía de la iglesia del pueblo, mientras se revestía para la misa vespertina, Cussane se examinó en el espejo. Igual que un actor preparándose para una representación. Sólo le faltaba empezar a aplicarse maquillaje. «¿Quién soy? —pensó—. ¿Quién soy yo en realidad? ¿Cuchulain, el asesino, o Harry Cussane, el sacerdote?». Mikhail Kelly ya no parecía tener ningún papel. Apenas un eco remoto de su personalidad, semejante a un sueño medio olvidado.
Durante más de veinte años había vivido vidas diversas, pero los distintos personajes jamás habían habitado su cuerpo. Eran papeles que había que representar según dictaba el guión, para ser luego olvidados.
Se colocó la estola sobre los hombros y susurró a su alter ego del espejo:
—En la casa de Dios, soy el sacerdote de Dios.
En seguida, se volvió y salió de la sacristía.
Más tarde, de pie ante el altar, con los cirios parpadeantes y la música del órgano, su voz adquirió una auténtica pasión al gritar:
—Confieso ante Dios Todopoderoso y ante vosotros, hermanos y hermanas, que he pecado por mi propia culpa.
Y cuando se golpeó el pecho, implorando a la bendita Virgen María que intercediera por él ante Dios Nuestro Señor, sus ojos se anegaron repentinamente en lágrimas.
En el aeropuerto Charles de Gaulle, Tony Hunter esperaba junto a la salida de los controles de aduanas e inmigración. Era un hombre alto y cargado de espaldas, de treinta y tantos años de edad. Sus suaves cabellos castaños eran demasiado largos, su traje de lino marrón estaba arrugado y fumaba un cigarrillo Gitane sin quitárselo ni una sola vez de la boca, mientras leía el Paris Soir y mantenía un ojo fijo en la puerta de salida. Devlin apareció al cabo de un rato. Llevaba una trinchera Burberry de color negro y un viejo sombrero de fieltro, también negro, ladeado sobre una oreja. Cargaba con una bolsa de viaje.
Hunter, que había recibido una fotografía y una descripción actual de Devlin, se adelantó a recibirlo.
—¿Profesor Devlin? Soy Tony Hunter. Tengo un coche afuera. —Se dirigieron a la salida—. ¿Ha disfrutado de un vuelo agradable?
—Yo no puedo disfrutar de los vuelos —respondió Devlin—. Hace como un millar de años, volé de Alemania a Irlanda en un bombardero Dornier para cumplir una misión en favor de los enemigos de Inglaterra, y salté en paracaídas desde una altura de casi dos mil metros. Nunca he podido olvidarlo.
Llegaron al aparcamiento, donde aguardaba un Peugeot, y mientras se ponían en marcha, Hunter le anunció:
—Puede pasar la noche en mi casa. Tengo un apartamento en la avenida Foch.
—No le van mal las cosas, hijo, si puede vivir allí. No sabía que Ferguson anduviera repartiendo bolsas de oro.
—¿Conoce París?
—Yo diría que sí.
—El apartamento es mío, particular, no de Ferguson. Mi padre murió el año pasado y me dejó bastante bien acomodado.
—¿Qué sabe de la chica? ¿Se aloja en la embajada soviética?
—¡Dios mío, no! La tienen en el Ritz. Es una especie de estrella, comprenda. Toca muy bien. La otra noche la oí interpretar un concierto de Mozart. No recuerdo cuál, pero estuvo excelente.
—Me han dicho que tiene libertad para moverse a su antojo.
—Oh, sí, por completo. El hecho de ser hija adoptiva del general Maslovsky pesa mucho. Esta mañana he estado siguiéndola por todo París: los jardines de Luxemburgo, un almuerzo en uno de esos barcos que recorren el Sena… Según he oído, su único compromiso para mañana es un ensayo general en el conservatorio, por la tarde.
—Lo cual significa que el momento más indicado para establecer contacto es por la mañana.
—Eso parece. —Para entonces, ya se habían adentrado bastante en París. Estaban pasando ante la Gare du Nord. Hunter añadió—: Ha de llegar un correo de Londres en el primer vuelo de mañana, con los documentos que Ferguson ha preparado. Pasaporte falso y todo lo demás.
Devlin se echó a reír.
—¿Acaso cree que sólo he de invitarla para que decida desertar? —Meneó la cabeza—. Ese hombre está loco.
—Quizá dependa de cómo se le plantee la cosa.
—Cierto —admitió Devlin—. Por otra parte, creo que sería mucho más fácil echarle alguna cosa en el té.
Esta vez fue Hunter quien se echó a reír.
—Me gusta usted, profesor. Y eso que al principio le tenía ojeriza.
—¿Y por qué? —quiso saber Devlin, intrigado.
—Serví como capitán en la Rifle Brigade. Belfast, Derry, South Armagh.
—Ah, ya entiendo a qué se refiere.
—Cuatro períodos de servicio entre 1972 y 1978.
—Y usted hubiera preferido no cumplirlos.
—Exactamente. Con franqueza, por lo que a mí respecta, pueden devolver el Ulster a los indios, si quieren.
—La mejor idea que he oído esta noche —respondió jovialmente Devlin, antes de encender un cigarrillo y repantigarse en el asiento, con el sombrero de fieltro inclinado sobre los ojos.
En aquel momento, en su despacho del cuartel general del KGB en la plaza Dzerhinsky, el teniente general Ivan Maslovsky estaba sentado tras su escritorio, pensando en el asunto Cuchulain. El mensaje de Cherny, transmitido por Lubov, había llegado a Moscú apenas un par de horas antes. Por alguna razón, le hizo retroceder a los tiempos de Drumore, en Ucrania, y a la imagen de Kelly bajo la lluvia con una pistola en la mano. Kelly, el hombre que rehusaba hacer lo que se le decía.
La puerta se abrió y entró su asistente, el capitán Igor Kurbsky, portando una taza de café. Maslovsky lo bebió a lentos sorbos.
—Bien, Igor, ¿qué le parece?
—Creo que Cuchulain ha hecho un magnífico trabajo, camarada general, a lo largo de muchos años. Pero ahora…
—Ya sé qué quiere decir. Ahora que la inteligencia británica conoce su existencia, sólo es cuestión de tiempo hasta que logre dar con él.
—Y a Cherny podrían detenerlo en cualquier momento.
Sonó un golpe en la puerta y se presentó un ordenanza con un mensaje. Kurbsky lo recogió y despidió al ordenanza.
—Es para usted, camarada. De Lubov, desde Dublín.
—¡Léamelo! —le ordenó Maslovsky.
Básicamente, el mensaje anunciaba que Devlin se había trasladado a París con la intención de establecer contacto con Tanya Voroninova. Al oír el nombre de su hija adoptiva, Maslovsky se puso en pie y arrancó el papel de las manos a Kurbsky. No era ningún secreto el gran afecto que sentía el general por su hija adoptiva, sobre todo tras la muerte de su esposa. En algunos ambientes se le consideraba un verdugo, pero a Tanya Voroninova la amaba sinceramente.
—Bien —resolvió, dirigiéndose a Kurbsky—. ¿Quién es nuestro mejor hombre en la embajada de París? Belov, ¿no es cierto?
—Sí, camarada.
—Mándele un mensaje en seguida. La gira de Tanya queda cancelada. Sin discusión. Estrictas medidas de seguridad en torno a su persona hasta que pueda ser devuelta a Moscú.
—¿Y Cuchulain?
—Ya ha cumplido su propósito. Es una lástima.
—¿Lo retiramos?
—No, no hay tiempo. La acción debe ser inmediata. Advierta a Lubov sin demora. Quiero que elimine a Cuchulain. También a Cherny, y cuanto antes mejor.
—Si me permite que lo mencione, no creo que Lubov tenga mucha experiencia en esa clase de trabajos.
—Ha recibido la preparación habitual, ¿no? En cualquier caso, ellos no se lo esperan, de modo que debería resultarle fácil.
En París, la máquina cifradora de la sección de inteligencia de la embajada soviética comenzó a funcionar. La operadora esperó hasta que todo el mensaje hubo pasado línea a línea por la pantalla. En seguida, retiró cuidadosamente la cinta magnética que había registrado el mensaje y la llevó al supervisor nocturno.
—Es un mensaje personal del KGB de Moscú para el coronel Belov.
—No está en la ciudad —respondió el supervisor—. Creo que ha ido a Lyon. Debe regresar mañana por la tarde. Tendrá que guardárselo hasta que vuelva, de todos modos. Para descifrarlo es precisa su clave personal.
La operadora registró la cinta, la guardó en su archivo y regresó al trabajo.
En Dublín, Dimitri Lubov había estado disfrutando de una velada en el Abbey Theatre, donde asistió a una excelente representación de The Hostage, de Brendan Behan. La subsiguiente cena en un conocido restaurante de los muelles, especializado en pescados, hizo que llegara a la embajada y descubriera el mensaje de Moscú cuando ya era más de medianoche.
Aun después de leerlo por tercera vez, el mensaje seguía pareciéndole increíble. No sólo debía eliminar a Cherny, sino también a Cussane, y en el plazo de veinticuatro horas. Sus manos estaban sudorosas y le temblaban ligeramente, lo cual no era de extrañar, ya que, a pesar de sus años de servicio en el KGB y de la preparación recibida, la sencilla verdad era que Dimitri Lubov no había matado a nadie en toda su vida.
Tanya Voroninova acababa de salir del cuarto de baño de su suite en el Ritz cuando el camarero le presentó la bandeja del desayuno: té, tostadas y miel, que era exactamente lo que ella había pedido. Iba vestida con un mono verde caqui y botas de suave piel marrón, combinación que le confería un aspecto vagamente militar. Era una joven morena, baja, de cuya personalidad emanaba fuerza. Llevaba una desordenada cabellera negra que constantemente apartaba de sus ojos. Se contempló con desagrado en el espejo situado sobre la chimenea y recogió sus cabellos formando un moño en la nuca. Luego, se sentó y empezó a desayunar.
Sonó una llamada en la puerta y entró Natasha Rubenova, la secretaria de la gira. Era una mujer agradable, de más de cuarenta años, con los cabellos grises.
—¿Cómo te encuentras esta mañana?
—Perfectamente. He dormido muy bien.
—Me alegro. Has de estar en el conservatorio a las dos y media. Repaso completo.
—No es problema —respondió Tanya.
—¿Vas a salir esta mañana?
—Sí, me gustaría pasar un rato en el Louvre. Esta gira es tan apretada que quizá no tenga otra oportunidad.
—¿Quieres que te acompañe?
—No, gracias. No será necesario. Volveré a la una, para el almuerzo.
Hacía una agradable mañana cuando salió del hotel y descendió los escalones de la entrada principal. Devlin y Hunter esperaban en el Peugeot, al otro lado del bulevar.
—Parece que piensa ir andando —observó Hunter.
Devlin asintió.
—Sígala un poco y lo comprobaremos.
Tanya llevaba una bolsa de lona colgada de su hombro izquierdo y caminaba a paso bastante rápido, disfrutando del ejercicio. Aquella noche tenía que interpretar el concierto de piano n.º 4, de Rachmaninov. La pieza en cuestión era una de sus composiciones preferidas, de modo que no sentía la tensión nerviosa que en otras ocasiones había experimentado, como la mayor parte de los artistas, antes de un concierto importante.
También era cierto que ella ya podía considerarse una veterana en ese juego. Tras los éxitos alcanzados en Leeds y en el festival Chaikovsky, había ido forjándose una amplia reputación internacional, pero no le quedó mucho tiempo para otras cosas. La única vez que se enamoró fue lo bastante imprudente como para elegir a un joven médico militar destinado en una brigada aerotransportada. El médico murió en combate, en Afganistán, hacía ahora un año.
La experiencia, aunque angustiosa, no la había destrozado. La noche en que le llegó la noticia ofreció una de sus mejores interpretaciones, pero no cabía duda de que, a partir de entonces, se había apartado de los hombres. El dolor era demasiado intenso, y no habría hecho falta un psiquiatra particularmente perspicaz para averiguar la razón. A pesar del éxito, la fama y la privilegiada vida que su posición le permitía disfrutar; a pesar de tener constantemente a su lado la influyente presencia de Maslovsky, ella seguía siendo, en muchos sentidos, la niñita arrodillada bajo la lluvia junto al padre que le había sido arrebatado con tanta crueldad.
Siguió avanzando a buen paso por los Campos Elíseos, hasta llegar a la plaza de la Concordia.
—Se nota que le gusta el ejercicio —comentó Devlin.
Luego, la joven se sumergió en la fresca quietud del jardín de las Tullerías, y Hunter asintió.
—Imaginaba que lo haría. Tengo la sensación de que se dirige al Louvre. Sígala usted a pie desde aquí. Entretanto, yo daré la vuelta en el coche y lo dejaré aparcado. Le esperaré ante la entrada principal.
En el jardín de las Tullerías había una exposición de Henry Moore. Ella se entretuvo un rato contemplándola y Devlin permaneció apartado, pero pronto resultó evidente que nada de lo que allí se veía tenía mucho atractivo para ella, y terminó de cruzar los jardines hasta el palacio del Louvre.
Tanya Voroninova era selectiva, sin lugar a dudas. Pasaba de galería en galería, interesándose únicamente por las obras de reconocido genio, mientras Devlin la seguía a una discreta distancia. De la Victoria de Samotracia, en la parte superior de la escalinata Daru, junto a la entrada principal, se dirigió a la Venus de Milo. Dedicó algún tiempo a la galería Rembrandt, en la primera planta, y luego se detuvo a contemplar la que posiblemente sea la pintura más famosa del mundo: la Mona Lisa de Leonardo da Vinci.
Devlin la abordó allí.
—¿Le parece a usted que está sonriendo? —comenzó en inglés.
—¿Qué quiere decir? —replicó ella en el mismo idioma.
—Oh, hay una vieja leyenda en el Louvre acerca de que algunas mañanas no sonríe.
Ella se volvió a mirarlo.
—Eso es absurdo.
—Pero veo que usted tampoco sonríe —observó Devlin—. ¡Dulce Jesús! ¿Acaso tiene miedo de romper la cámara?
—Todo esto no tiene pies ni cabeza —dijo ella, pero esbozó una sonrisa.
—Cuando trata de mostrarse digna, las comisuras de los labios se le tuercen hacia abajo. No le sienta muy bien.
—¿Se refiere a mi aspecto? Me es indiferente.
Devlin permaneció inmóvil, las manos en los bolsillos de su trinchera Burberry negra, el sombrero negro de fieltro ladeado sobre una oreja y los ojos del azul más vivido que ella jamás hubiera visto. Tenía un aire de insolente buen humor y, al mismo tiempo, parecía burlarse de sí mismo de un modo que resultaba bastante atractivo, a pesar de que por lo menos debía de doblarle la edad. La joven sintió una repentina excitación difícil de controlar, y respiró hondo para sosegarse.
—Discúlpeme —dijo, y se alejó.
Devlin le concedió cierto margen y volvió a seguirla. Una chica encantadora y, por algún motivo, asustada. Sería interesante averiguar la causa.
Tanya se dirigió a la gran galería y, finalmente, se detuvo ante el Descendimiento del Greco. Allí pasó algún tiempo admirando la enflaquecida y mística figura, sin dar muestras de advertir la presencia de Devlin cuando éste se situó a su lado.
—¿Qué le dice a usted este cuadro? —preguntó él suavemente. ¿Ve amor en él?
—No —respondió ella—. Una especie de rabia contra el hecho de morir, diría yo. ¿Por qué anda siguiéndome?
—¿La sigo?
—Desde el jardín de las Tullerías.
—¿De veras? Bueno, si es cierto, no debo de ser muy hábil.
—No necesariamente. Es usted una persona de las que llaman la atención.
Resultaba curioso, pero de pronto le entraron ganas de llorar. Quería refugiarse en la increíble calidez de aquella voz. Él la tomó del brazo y le dijo con suavidad:
—Tenemos todo el tiempo del mundo, niña. Todavía no me ha dicho qué le sugiere el Greco.
—No he sido educada en el cristianismo —explicó ella—. No veo al Salvador en la cruz, sino a un gran ser humano atormentado por hombrecillos. ¿Y usted?
—Me encanta su acento —comentó Devlin—. Me recuerda las películas de Greta Garbo que vi de chiquillo, pero eso fue como un siglo antes de su época.
—Greta Garbo no me es desconocida —respondió ella—, y me siento debidamente halagada. Sin embargo, todavía no me ha dicho lo que le sugiere a usted.
—Una profunda cuestión, teniendo en cuenta qué día es hoy. A las siete de la mañana se ha celebrado una misa bastante especial en la basílica de San Pedro, en Roma. El Papa junto con los cardenales de Gran Bretaña y Argentina.
—¿Servirá de algo?
—No ha impedido que el ejército británico siga alegremente su rumbo ni que los Skyhaks argentinos ataquen.
—Lo cual ¿qué significa?
—Que el Todopoderoso, si es que en verdad existe, nos está jugando una broma pesada. Tanya frunció el ceño.
—Su acento me tiene intrigada. No es usted inglés, ¿verdad?
—Irlandés, encanto.
—Tenía entendido que los irlandeses eran sumamente religiosos.
—Y así es. Mi anciana tía Hannah tenía callos en las rodillas de tanto rezar. Solía llevarme a misa tres veces por semana, cuando era un chiquillo en Drumore.
Tanya Voroninova se quedó muy quieta.
—¿Dónde ha dicho?
—Drumore. Es una pequeña ciudad de mercado en el Ulster. La iglesia se llamaba del Santo Nombre. Recuerdo muy bien a mi tío y a sus amigotes, que nada más salir de misa se iban directamente al bar selecto de Murphy.
Ella se volvió. Estaba muy pálida.
—¿Quién es usted?
—Bueno, querida, una cosa es segura. —Pasó cariñosamente los dedos sobre la oscura cabellera de la joven—. No soy Cuchulain, el último de los héroes anónimos.
Los ojos de ella se abrieron todavía más y tironeó con furia de su trinchera negra.
—¿Quién es usted?
—En cierto sentido, Viktor Levin.
—¿Viktor? —Parecía desconcertada—. Pero Viktor está muerto. Murió en algún lugar de Arabia hace cosa de un mes. Mi padre me lo dijo.
—¿El general Maslovsky? Es lógico que le dijera eso. En realidad, Viktor escapó. Desertó, diría usted. Fue a Londres y luego a Dublín.
—¿Se encuentra bien?
—Ha muerto —respondió Devlin brutalmente—. Asesinado por Mikhail Kelly, o Cuchulain, o el maldito héroe anónimo o como quiera usted llamarle. El mismo hombre que mató de un tiro a su padre hace ya veintitrés años, en Ucrania.
La joven estuvo a punto de desplomarse. Devlin la sostuvo, rodeándola con un brazo fuerte y confiado.
—Apóyese en mí. Vaya poniendo un pie delante del otro y yo la sostendré hasta el exterior, para que le dé el aire.
Tomaron asiento en un banco del jardín de las Tullerías. Devlin extrajo su vieja pitillera de plata y le ofreció un cigarrillo.
—¿Fuma?
—No.
—Bien hecho. Es malo para el crecimiento, y aún tiene la primavera de la vida por delante.
En algún lugar, mucho, mucho tiempo antes, había pronunciado aquellas mismas palabras. Se las dijo a otra chica, muy parecida a la que se sentaba a su lado. No era hermosa, al menos en un sentido convencional, pero siempre despertaba el impulso de volverse a mirarla por segunda vez. El recuerdo era doloroso a pesar de los años transcurridos.
—Es usted extraño —observó ella—, tratándose de un agente secreto. Supongo que ésa es su profesión, ¿no?
Él se rió abiertamente, tan alto que Tony Hunter, sentado en un banco al otro lado de la exposición de Henry Moore, con un periódico ante los ojos, alzó bruscamente la cabeza.
—¡Dios nos guarde! —Devlin sacó su cartera y le tendió un pedacito de cartulina—. Mi tarjeta. Estrictamente para ocasiones formales, se lo aseguro.
Ella la leyó en voz alta.
—Profesor Liam Devlin, Trinity College, Dublín. —Alzó la mirada—. Profesor ¿de qué?
—De literatura inglesa. Utilizo el término con bastante amplitud, como suelen hacer los académicos, para que incluya a Oscar Wilde, Shaw, O’Casey, Brendan Behan, James Joyce, Yeats. Un cajón de sastre. Católicos y protestantes, pero todos irlandeses. ¿Puede devolverme la tarjeta, de paso? No me quedan muchas…
Volvió a guardarla en su cartera.
—Entonces, ¿cómo es que un profesor de una antigua y célebre universidad se ha visto mezclado en un asunto como éste?
—¿Ha oído hablar del IRA? ¿El Ejército Republicano Irlandés?
—Por supuesto.
—He sido miembro de esta organización desde que tenía dieciséis años, aunque ya no estoy en activo, como decimos. Tengo grandes reservas acerca del modo en que los provisionales han estado llevando la campaña actual.
—No me lo diga, deje que lo adivine. —La chica sonrió—. Creo que en el fondo es usted un romántico, profesor Devlin.
—¿Eso cree?
—Solamente un romántico podría usar algo tan maravillosamente absurdo como ese sombrero negro. Pero hay más, desde luego. Nada de bombas en los restaurantes llenos de mujeres y niños. En cambio, podría dispararle a un hombre sin vacilar. Y aceptaría enfrentarse cara a cara con soldados bien entrenados, aun sabiendo que sus posibilidades de sobrevivir serían prácticamente nulas.
Devlin comenzaba a sentirse claramente inquieto.
—¿Está hablando en serio?
—Oh, sí, profesor Devlin. Vea usted, creo que ahora empiezo a conocerlo. El auténtico revolucionario, el romántico fracasado que en realidad no quiere que termine.
—¿Qué es exactamente lo que no quiero que termine?
—El juego, naturalmente. El loco, peligroso y apasionante juego que es lo único capaz de dar sentido a la vida de un hombre como usted. Oh, es posible que le guste la vida tranquila de las aulas, o que usted se haya convencido de que le gusta, pero a la primera ocasión de oler la pólvora…
—¿Me concede una tregua para recobrar el aliento?
—Y lo peor de todo —prosiguió ella implacablemente— es su necesidad de reconciliar los opuestos. Quiere toda la diversión, pero también una revolución limpia y bonita en la que no resulte herido ningún espectador inocente.
Hizo una pausa, con los brazos cruzados ante ella en un gesto inimitable, como si estuviera conteniéndose, y Devlin preguntó:
—¿Eso es todo? ¿No ha olvidado nada?
Ella sonrió con los labios apretados.
—A veces me pongo muy tensa, como un muelle de reloj, y me contengo hasta que el muelle salta.
—Y entonces estalla y da comienzo a su imitación de Freud —añadió él—. Apuesto a que eso encaja a la perfección con la vodka y las fresas después de cenar, en la dacha veraniega del viejo Maslovsky.
Sus facciones se contrajeron.
—No le consiento que haga bromas sobre él. Se ha portado muy bien conmigo. Es el único padre que he conocido.
—Quizá —admitió Devlin—. Pero no siempre ha sido así.
Ella lo miró con ira.
—Muy bien, profesor Devlin. Basta ya de esgrima. Creo que es hora de que me explique por qué está aquí.
Devlin no omitió nada, comenzando con Viktor Levin y Tony Villiers en el Yemen y terminando con el asesinato de Billy White y Levin en las afueras de Kilrea. Cuando hubo acabado, ella permaneció largo rato inmóvil, sin decir nada.
—Levin dijo que usted recordaba Drumore y los acontecimientos que condujeron a la muerte de su padre —añadió suavemente Devlin.
—Es como una pesadilla que de vez en cuando sale a la superficie de la conciencia. Es extraño, pero parece como si estuviera ocurriéndole a otra persona, y yo viera desde lo alto a la niñita arrodillada bajo la lluvia junto al cuerpo de su padre.
—¿Y recuerda a Mikhail Kelly, o Cuchulain?
—Le recordaré mientras viva —respondió, con voz desprovista de emoción—. Era un rostro muy extraño, el rostro de un joven santo estragado. Además, se mostró tan amable conmigo, tan cariñoso… Eso fue lo más extraño de todo.
Devlin la tomó del brazo.
—Vamos a dar un paseo. —Echaron a andar por el sendero—. ¿Le ha hablado en alguna ocasión Maslovsky de estos acontecimientos?
—No.
El brazo que sujetaba con su mano empezó a ponerse rígido.
—Calma, niña —le dijo amablemente—. Lo más importante: ¿ha tratado usted alguna vez de discutirlos con él?
—¡No, maldito sea!
Desasió su brazo y se dio la vuelta, con el rostro lleno de furia.
—No, claro. Es comprensible. Sería como abrir una lata de gusanos con ansias de venganza.
Ella volvió la cara hacia él, nuevamente contenida.
—¿Qué pretende de mí, profesor Devlin? ¿Quiere que deserte como Viktor? ¿Que examine millares de fotografías con la leve esperanza de reconocerlo entre ellas?
—Ha expresado usted muy razonablemente el absurdo propósito que me ha traído hasta aquí. La gente del IRA, de Dublín, no está dispuesta a permitir que el material de que dispone caiga en otras manos, ya comprende.
—¿Por qué habría de hacerlo? —Se sentó en un banco cercano y tiró de Devlin hacia el asiento—. Deje que le diga una cosa. Ustedes, los occidentales, cometen un grave error al dar por supuesto que todos los rusos llevan un collar al cuello y lo único que anhelan es una oportunidad para fugarse. Yo amo a mi país. Me gusta. Me siento bien en él. Soy una artista respetada. Puedo moverme a mi gusto, incluso aquí, en París. No hay agentes del KGB ni hombres de gabardina vigilando todos mis pasos. Voy a donde quiero.
—Con un padre adoptivo que es teniente general del KGB y responsable, entre otras cosas, del Departamento V, me sorprendería que no fuera así. Antes se llamaba Departamento 13, por cierto. Muy desafortunado para según qué personas. Luego Maslovsky lo reorganizó en 1968. Podría muy bien definirse como una oficina de asesinatos, pero es verdad que ninguna organización eficiente puede pasarse sin un departamento así.
—¿Como su IRA, por ejemplo? —Se inclinó hacia adelante—. ¿Cuántos hombres ha matado usted, profesor, por la causa en que creía?
Él sonrió dulcemente y le tocó la mejilla en un extraño gesto de intimidad.
—Touché. Veo que estoy haciéndole perder su tiempo. Pero antes de irme voy a darle una cosa.
Extrajo de su bolsillo un sobre marrón bastante abultado, el que le había entregado aquella misma mañana el correo de Ferguson, y lo depositó sobre el regazo de la joven.
—¿Qué es? —quiso saber.
—La gente de Londres, que no pierde nunca las esperanzas, le regala un pasaporte británico con una nueva identidad. La foto es asombrosa. También hay dinero en efectivo, francos franceses e información sobre rutas alternativas para llegar a Londres.
—No lo necesito.
—Bien, ahora es suyo. Y esto. —Volvió a sacar su tarjeta de la cartera y se la entregó—. Volveré a Dublín esta misma tarde. No hay motivo para que siga en París.
Esto no era del todo cierto, pues el correo de Londres le había entregado algo más que el paquete con el falso pasaporte. También había un mensaje personal de Ferguson para Devlin. McGuiness y el jefe del Estado Mayor estaban locos de cólera. Por lo que ellos sabían, la filtración no era cosa suya. Querían abandonar el asunto, y Devlin tendría que restañar las heridas.
No de muy buena gana, la chica guardó el sobre y la tarjeta en su bolsa.
—Lo siento. Ha hecho un largo viaje para nada.
—Tiene mi teléfono —respondió él—. Llame cuando quiera. —Se puso en pie—. ¡Quién sabe! Es posible que comience a hacerse preguntas.
—No lo creo, profesor Devlin. —Le tendió la mano—. Adiós.
Devlin la sostuvo unos instantes y en seguida se alejó por el jardín hacia el banco en que Tony Hunter le esperaba.
—¡Vamos! ¡En marcha!
Hunter se incorporó y echó a andar detrás de él.
—¿Qué ha pasado?
—Nada —respondió Devlin cuando llegaron al coche—. Nada en absoluto. No ha querido escuchar. Lléveme a su apartamento, para que pueda recoger mi equipaje, y luego déjeme en el aeropuerto Charles de Gaulle. Con un poco de suerte, todavía podré alcanzar el vuelo de la tarde.
—¿Vuelve a Dublín?
—Sí, vuelvo a Dublín —contestó Liam Devlin, hundiéndose en el asiento y echándose el ala del sombrero sobre los ojos.
Tras ellos, Tanya Voroninova los vio partir y mezclarse con el tráfico de la rué de Rivoli. Los siguió con la vista, pensando unos instantes, y luego abandonó los jardines y echó a andar por la acera, reflexionando sobre los extraordinarios acontecimientos de aquella mañana. Liam Devlin era un hombre peligrosamente atractivo, no cabía duda de ello, pero, más importante todavía, sus palabras la habían alterado profundamente y los sucesos del pasado, que tal vez fuera mejor olvidar, no cesaban de llamarla como desde una gran distancia.
Se fijó en un coche que subía al bordillo por delante de ella, un Mercedes negro. Cuando llegó a su altura, se abrió la portezuela de atrás y Natasha Rubenova la miró desde el interior. Parecía agitada. No; más que eso: asustada.
—¡Tanya!
Tanya se volvió hacia ella.
—¡Natasha! ¿Qué diablos estás haciendo aquí? ¿Qué ha pasado?
—Por favor, Tanya. Sube.
Había un hombre sentado junto a ella, joven y con un rostro duro e implacable. Vestía un traje azul, camisa blanca y corbata azul oscuro. También llevaba guantes de piel negra. El hombre que ocupaba el asiento al lado del conductor hubiera podido ser su hermano gemelo. Parecían empleados de una firma de pompas fúnebres de alta categoría, y Tanya se sintió un tanto inquieta.
—Pero ¿qué diablos está ocurriendo?
En menos de un segundo, el joven sentado junto a Natasha había salido del coche y sujetaba a Tanya por encima del codo izquierdo, suavemente pero con firmeza.
—Me llamo Turkin; Peter Turkin, camarada. Mi colega es el teniente Ivan Shepilov. Somos oficiales del GRU y tiene usted que acompañarnos.
¡La inteligencia militar soviética! Tanya se sentía algo más que inquieta. Tenía miedo, y trató de desasirse.
—Por favor, camarada. —Su apretón se hizo más firme—. Así sólo conseguirá hacerse daño, y ha de dar un concierto esta noche. No queremos decepcionar a sus admiradores.
Había algo en sus ojos, un matiz de crueldad o perversidad, que resultaba muy perturbador.
—¡Déjeme en paz! —Intentó pegarle, pero el hombre bloqueó el golpe con facilidad—. Tendrá que responder de esto. ¿No sabe quién es mi padre?
—El teniente general Ivan Maslovsky, del KGB, cuyas órdenes directas estoy cumpliendo ahora, de modo que pórtese como una buena chica y haga lo que le dicen.
El sobresalto fue tan intenso que le quitó toda voluntad de resistirse. Sin saber cómo, se encontró sentada al lado de Natasha, que parecía al borde de las lágrimas. Turkin subió por el lado opuesto.
—¡A la embajada! —le ordenó al chófer.
Cuando el Mercedes arrancó, Tanya sujetó con fuerza la mano de Natasha. Por vez primera desde que era niña, se sintió verdaderamente asustada.