Fox pasó muy mala noche y durmió muy poco, de modo que se sentía desasosegado y de mal humor mientras Billy White conducía hábilmente el automóvil hacia el aeropuerto por entre el tráfico matutino. El joven irlandés estaba lo bastante animado como para seguir el ritmo de la música que sonaba por la radio, tamborileando con los dedos sobre el volante.
—¿Volverá otra vez, capitán?
—No lo sé. Es posible.
—Ah, bueno, ya supongo que no debe de sentir demasiado cariño por el viejo país. —White hizo un ademán, señalando la mano enguantada de Fox—. ¡Después de lo que le ha costado!
—¿Eso cree? —contestó Fox.
Billy encendió un cigarrillo.
—El problema de ustedes, los ingleses, es que nunca son capaces de reconocer que Irlanda es un país extranjero. Sólo porque hablamos inglés…
—Por si le interesa, le diré que mi madre se apellidaba Fitzgerald y procedía del condado de Mayo —le interrumpió Fox—. Trabajó para la Liga Gaélica, fue amiga de Valera toda su vida y hablaba el irlandés a la perfección. Un idioma bastante difícil, según descubrí cuando ella trató de enseñármelo en mi niñez. ¿Habla usted irlandés, Billy?
—Que Dios me perdone, pero no lo hablo, capitán —reconoció Billy, atónito.
—Bien, entonces le aconsejo que tenga la amabilidad de no seguir divagando sobre la incapacidad de los ingleses para entender a los irlandeses.
Contempló detenidamente el tráfico. Un motorista de la policía se situó a su izquierda, una figura siniestra con casco, gafas de conducción y un amplio impermeable para protegerse del chubasco matutino. Miró de soslayo a Fox una sola vez, anónimo tras sus gafas oscuras, y luego se quedó atrás mientras ellos tomaban el desvío que conducía al aeropuerto.
Billy dejó el coche en la zona de estacionamiento por tiempo limitado. Cuando penetraron en la sala principal ya estaban anunciando el vuelo de Fox. Cuchulain, que no les había perdido de vista en todo el recorrido desde el hotel, permaneció junto a la puerta por la que habían entrado, y contempló a Fox mientras adquiría su billete.
Fox y Billy se encaminaron a la puerta de embarque.
—Todavía falta una hora para que aterrice el avión de British Airways —comentó Fox.
—Tiempo suficiente para un buen desayuno —respondió Billy, sonriendo—. Aquí nos separamos, capitán.
—Ya nos veremos otra vez, Billy.
Fox le tendió la mano y Billy White se la estrechó, no sin cierta renuencia.
—Procure que no sea en el lado malo de alguna calle de Belfast. No me gustaría tenerle en mi punto de mira, capitán.
Fox cruzó la puerta y Billy regresó a través de la sala principal hacia las escaleras que conducían a la terraza de la cafetería. Cuchulain lo siguió con la mirada y luego salió al exterior, cruzando de nuevo la calzada hacia el aparcamiento, donde se dispuso a esperar.
Una hora más tarde volvía a encontrarse en el aeropuerto, consultando el panel de llegadas más cercano. El avión de British Airways procedente de Londres estaba aterrizando, y vio a White dirigirse al mostrador de información y cambiar algunas palabras con uno de los empleados. Al poco rato, se oyó un aviso por los altavoces:
—Se ruega el señor Viktor Levin, procedente de Londres, que se persone en la oficina de información.
La achaparrada figura del ruso se destacó de entre la multitud casi inmediatamente. Llevaba una maleta pequeña y se cubría con un sombrero flexible de color negro y un impermeable marrón que le quedaba bastante grande. Cuchulain sintió que era su presa aun antes de verlo hablar con uno de los empleados, que le señaló a White. Los dos hombres se estrecharon la mano. Cuchulain siguió observándolos un poco más, mientras White comenzaba a decir algo, y después se dio la vuelta y salió del aeropuerto.
—De modo que esto es Irlanda, ¿eh? —comentó Levin mientras emprendían el regreso a la ciudad.
—¿Su primera visita? —quiso saber White.
—Oh, sí. Soy ruso. No he viajado mucho por el extranjero.
—¿De Rusia? —dijo Billy—. ¡Jesús! Estoy seguro de que esto le parecerá muy distinto.
—¿Y esto es Dublín? —inquirió Levin cuando entraron en la ciudad mezclados con el tráfico.
—Sí. Kilrea, adónde nosotros vamos, queda al otro lado.
—Una ciudad con mucha historia, tengo entendido —observó Levin.
—¡Eso es poco decir! —respondió White—. Le llevaré por Parnell Square; nos viene de camino. Parnell fue un gran patriota, a pesar de ser protestante. Y luego la calle O’Connell, y la Oficina General de Correos, donde los muchachos resistieron contra todo el maldito ejército británico, en 1916.
—Magnífico. Todo esto me parece muy interesante.
Levin se recostó en su asiento y contempló la cambiante escena con gran atención.
En Kilrea, Liam Devlin cruzó el jardín detrás de su casa, franqueó la verja y corrió hacia la entrada posterior del hospicio, mientras la llovizna arreciaba hasta convertirse en un repentino aguacero. La hermana Anne-Marie estaba atravesando el vestíbulo en compañía de dos jóvenes internos de bata blanca, prestados por el University College de Dublín.
—Era una mujer fina y menuda, en muy buena forma para sus setenta años, y llevaba una bata corta de color blanco sobre su hábito de monja. Se había doctorado en medicina por la Universidad de Londres y era miembro del Real Colegio de Médicos. Una dama notable. Devlin y ella eran viejos adversarios. Anteriormente había sido francesa, pero, como a él le gustaba recordarle, de eso hacía mucho tiempo.
—¿Y qué podemos hacer por usted, profesor? —preguntó.
—Lo dice como si fuera el diablo el que hubiera entrado por esa puerta —respondió Devlin.
—Una observación notablemente perspicaz.
Empezaron a subir las escaleras.
—¿Cómo esta Danny Malone? —quiso saber Devlin.
—Muriéndose. Pacíficamente, espero. Responde bien al tratamiento de analgésicos, lo cual significa que los dolores son sólo intermitentes.
Llegaron a la primera de las salas abiertas. Devlin preguntó:
—¿Cuándo?
—Esta tarde, mañana…, tal vez la semana que viene. —La monja se encogió de hombros—. Es un gran luchador.
—Eso es cierto —asintió Devlin—. Danny ha dedicado toda su vida a la causa.
—El padre Cussane viene todas las noches. Le hace compañía y le escucha hablar de su violento pasado. Creo que, ahora que se acerca a su fin, todo eso le preocupa: el IRA, las muertes…
—¿Podría hablar un rato con él?
—Media hora —respondió la hermana con firmeza, y se alejó seguida por los internos.
Malone parecía dormido, con los ojos cerrados y la piel tirante sobre los huesos del rostro, amarilla como el pergamino. Sus dedos aferraban fuertemente el extremo de la sábana.
Devlin se sentó a su lado.
—¿Estás ahí, Danny?
—Ah, padre… —Malone abrió los ojos, enfocó su mirada con esfuerzo y frunció el ceño—. ¿Eres tú, Liam?
—En persona.
—Pensaba que eras el padre Cussane. Estábamos hablando…
—Eso fue anoche, Danny. Debes haberte dormido. Ya sabes que durante el día está en Dublín, trabajando en el Secretariado.
Malone se pasó la lengua sobre los labios resecos.
—¡Dios mío! ¡Lo que daría por una taza de té!
—Voy a ver si puedo conseguir una.
Devlin se puso en pie. Mientras lo hacía, se produjo una repentina conmoción en la planta baja, con gritos y ruidos de carreras. Devlin frunció el ceño y se dirigió deprisa hacia las escaleras.
Billy White se desvió de la carretera principal por el angosto camino bordeado de abetos que conducía a Kilrea.
—Ya no falta mucho.
Volvió un poco la cabeza para dirigirse a Levin, en el asiento posterior, y por la ventanilla trasera divisó un motorista de la Gardai que abandonaba la carretera principal en pos del automóvil. Comenzó a reducir la velocidad.
—¿Qué ocurre? —preguntó Levin.
—Gardai —le explicó Billy—. La policía. Un kilómetro por encima del límite y esos cerdos te ponen una multa.
El motorista de la policía se situó a su altura y les hizo gestos para que se detuvieran. Con sus gafas oscuras y el casco, White no podía distinguir su rostro en absoluto. Se detuvo a un lado de la carretera, furioso.
—¿Y qué diablos puede querer ahora este tipo? No iba ni un centímetro por encima de los cincuenta kilómetros por hora.
En cuanto salió del coche, el instinto animal que había protegido su vida durante muchos años de violencia, le hizo desconfiar lo suficiente como para posar su mano sobre la culata del revólver que guardaba en el bolsillo izquierdo del impermeable. El policía dejó la moto, sosteniéndose sobre su caballete, se quitó los guantes y se volvió. Su impermeable estaba muy mojado.
—¿En qué podemos serle útiles, agente, esta espléndida mañana? —preguntó Billy con insolencia.
La mano del policía salió del bolsillo derecho de su impermeable sujetando una Walther con un silenciador Carswell enroscado al extremo del cañón. White vio todo esto en el último instante de su vida de violencia, mientras trataba desesperadamente de sacar su revólver. La bala le perforó el corazón y lo arrojó contra el automóvil. Luego, su cuerpo rebotó y cayó de bruces sobre la carretera.
En el asiento posterior, Levin había quedado paralizado por el horror. Sin embargo, no estaba asustado, pues veía una inevitabilidad en lo que estaba ocurriendo que, de algún modo, hacía que pareciera algo predeterminado. El policía abrió la portezuela y atisbo en el interior. Tras una breve pausa, se subió las gafas.
Levin se lo quedó mirando con incredulidad.
—¡Santo Dios! —susurró en ruso—. ¡Eres tú!
—Sí —respondió Cuchulain en el mismo idioma—. Me temo que sí.
Y le pegó un tiro en la cabeza, sin que su Walther produjera más ruido que una especie de tos furiosa. Volvió a guardar el arma en su bolsillo, regresó a la moto, plegó el caballete, montó y se alejó. No habían transcurrido más de cinco minutos cuando un camión cargado de pan para repartir en el pueblo pasó por el escenario de la matanza. El conductor y su ayudante se apearon y se acercaron al automóvil muy agitados. El conductor se agachó para mirar a White. Oyó un leve gruñido en el interior del coche, y rápidamente se abalanzó hacia la portezuela.
—¡Dios mío! —exclamó—. Aquí dentro hay otro, y todavía vive. Coge el camión y vete al pueblo tan deprisa como puedas. Avisa al hospicio para que venga la ambulancia.
Cuando Devlin llegó al vestíbulo, estaban introduciendo a Viktor Levin tendido en una camilla.
—La hermana Anne-Marie está ahora en la sala tres. Bajará en seguida —oyó que le decía uno de los camilleros a la hermana de guardia.
El chófer del camión del pan estaba parado, con aire de impotencia. Había manchas de sangre en una manga de su mono de trabajo, y temblaba de pies a cabeza. Devlin encendió un cigarrillo y se lo entregó.
—¿Qué ha pasado?
—¡Dios sabe! Encontramos un coche en la carretera, a unos tres kilómetros de aquí. Había un muerto junto al coche, y este hombre en el asiento de atrás. Ahora traen al otro.
Mientras Devlin, embargado por una horrible premonición, se abalanzaba hacia la puerta, los camilleros entraron el cadáver de Billy White con la cara descubierta. La joven hermana de guardia salió de la sala de ingresos y corrió a comprobar el estado de White. Devlin entró rápidamente en la sala y se acercó a la camilla en la que Levin seguía tendido, quejándose débilmente, con la sangre coagulándose sobre la terrible herida de la cabeza.
Devlin se inclinó sobre él.
—Profesor Levin, ¿puede oírme? —Levin abrió los ojos—. Soy Liam Devlin. ¿Qué ha pasado?
Levin trató de hablar, extendió una mano y sujetó la solapa de la chaqueta de Devlin.
—Lo he reconocido. Está aquí.
Puso los ojos en blanco. Hubo un ronquido en su garganta y, mientras soltaba la chaqueta, entró la hermana Anne-Marie apresuradamente. La hermana echó a Devlin a un lado y se inclinó sobre Levin para tomarle el pulso. Al poco rato, se irguió de nuevo.
—¿Conoce a este hombre?
—No —respondió Devlin, diciendo en cierto modo la verdad.
—Aunque lo conociera, daría lo mismo —prosiguió la hermana—. Está muerto. Es un milagro que no muriera instantáneamente, con una herida como ésta.
Pasó rozando a Devlin y se metió en la sala contigua, adónde habían llevado a White. Devlin se quedó contemplando a Levin, pensando en lo que Fox le había contado del anciano, de todos los años de espera para poder huir. Y así era como había terminado. Sintió un arrebato de cólera contra el brutal humor negro de la vida, que permitía que ocurrieran tales cosas.
Harry Fox acababa de llegar a Cavendish Square y apenas si terminaba de quitarse el abrigo cuando sonó el teléfono. Ferguson escuchó, con rostro grave, y en seguida colocó una mano sobre el micrófono.
—Es Liam Devlin. Parece que el coche de su amigo, Billy White, sufrió una emboscada en las afueras de Kilrea mientras transportaba a Levin. White murió en el acto y Levin un poco más tarde, en el hospicio de Kilrea.
—¿Pudo Liam hablar con él? —preguntó Fox.
—Sí. Levin le dijo que había sido Cuchulain. Lo reconoció.
Fox arrojó el abrigo sobre la silla más próxima.
—No lo comprendo, señor.
—Tampoco yo, Harry. —Ferguson habló por el aparato—. Volveré a llamarle, Devlin.
Colgó el auricular y se volvió, extendiendo ambas manos hacia el fuego.
—No tiene sentido —observó Fox—. ¿Cómo ha podido enterarse?
—Ha de haber alguna filtración entre los del IRA. Nunca son capaces de mantener cerrada la boca.
—La cuestión es, señor, ¿qué vamos a hacer ahora al respecto?
—Lo más importante es qué vamos a hacer con Cuchulain —replicó Ferguson—. Ese caballero está comenzando a irritarme.
—Pero, ahora que Levin ha muerto, no veo que podamos hacer gran cosa. Después de todo, él era el único que conocía la cara de ese bastardo.
—En realidad, eso no es del todo exacto —dijo Ferguson—. Olvida usted a Tanya Voroninova, que en este preciso momento se halla en París. Diez días, cuatro conciertos, y eso abre unas posibilidades muy interesantes.
Aproximadamente al mismo tiempo, Harry Cussane estaba sentado ante su escritorio, en la oficina de prensa del Secretariado Católico de Dublín, hablando con monseñor Halloran, el responsable de las relaciones públicas.
Desde su confortable butaca, Halloran observó:
—Es horrible que un acontecimiento histórico de tanta magnitud como la visita del Santo Padre a Inglaterra se vea amenazado de este modo. Piénselo, Harry: Su Santidad en la catedral de Canterbury. El primer Papa que la visita. Y ahora…
—¿Cree usted que se suspenderá el viaje? —inquirió Cussane.
—Bueno, en Roma aún prosiguen las conversaciones, pero ésa es la impresión que yo tengo. ¡Vaya! ¿Acaso sabe usted algo que yo ignoro?
—No —respondió Cussane. Tomó una hoja mecanografiada—. He recibido esto de Londres. Es el itinerario previsto, conque todavía siguen actuando como si fuera a venir. —Recorrió el papel con la vista—. Llega al aeropuerto de Gatwick el día 28 de mayo por la mañana. Misa en la catedral de Westminster, en Londres. La Reina lo recibe en el palacio de Buckingham por la tarde.
—¿Y Canterbury?
—Al día siguiente, el sábado. El programa comienza temprano, con una audiencia para religiosos en una facultad de Londres. Principalmente, sacerdotes y monjas de órdenes de clausura. Luego el viaje a Canterbury en helicóptero, con una parada intermedia en Stokely Hall. Esta visita no es oficial.
—¿Por qué motivo?
—Los Stokely fueron una de las grandes familias católicas que lograron sobrevivir a Enrique VIII y se mantuvieron fieles a su fe a lo largo de los siglos. Actualmente, la casa forma parte del patrimonio nacional, pero posee una característica única: la capilla privada de la familia. Es la iglesia católica más antigua de toda Inglaterra. Su Santidad desea orar en ella. A continuación, Canterbury.
—Por el momento, todo esto sólo es sobre el papel —objetó Halloran.
Sonó el teléfono y Cussane lo atendió.
—Oficina de prensa. Al habla Cussane. —Su rostro se ensombreció—. ¿Puedo hacer yo algo? —Una pausa—. Nos veremos luego, entonces.
—¿Problemas? —quiso saber Halloran.
Cussane colgó el aparato.
—Un amigo de Kilrea. Liam Devlin, del Trinity College. Parece que ha habido un tiroteo en las afueras del pueblo. Han llevado dos hombres al hospicio. Los dos muertos.
Halloran se persignó.
—¿Cuestión política?
—Uno de ellos era un conocido miembro del IRA.
—¿Es necesaria su presencia allí? Vaya, si considera que debe hacerlo.
—No hace falta. —Cussane sonrió amargamente—. Lo que ahora necesitan es un forense, monseñor, no un sacerdote. Y aquí hay mucho por hacer.
—Sí, desde luego. Bien, lo dejo en sus manos.
Halloran salió y Cussane encendió un cigarrillo, se puso en pie y se detuvo ante la ventana, contemplando la calle. Finalmente, se volvió, regresó a su escritorio y se enfrascó en su trabajo.
Paul Cherny tenía su alojamiento en el Trinity College, que, al estar en el centro de Dublín, servía perfectamente a sus propósitos. Aunque, bien mirado, todo le favorecía en aquella ciudad extraordinaria.
Su deserción se había producido siguiendo órdenes estrictas de Maslovsky. No se discutía con un general del KGB. Tenía que huir a Irlanda, ése era el plan. Una de las universidades le admitiría en su claustro; su reputación internacional lo garantizaba. Y entonces se encontraría en la situación más idónea para actuar como control de Cuchulain. Al principio había sido más difícil, pues los soviéticos no tenían embajada en Dublín, y era preciso trabajar siempre por mediación de Londres, pero este problema ya se había resuelto, y sus contactos del KGB en la embajada de Dublín le proporcionaban un enlace directo con Moscú.
Sí, habían sido unos buenos años, y Dublín era el tipo de paraíso con el que siempre había soñado. Libertad intelectual, compañía interesante y la ciudad, que había llegado a amar. Iba pensando en estas cosas cuando salió aquella tarde del Trinity, cruzó College Green y se encaminó hacia el río.
Michael Murphy le seguía a una discreta distancia, y Cherny, sin advertir que era vigilado, anduvo a buen paso por la ribera del Liffey hasta llegar al Usher’s Quay. Allí había una iglesia victoriana bastante fea, con fachada de ladrillo rojo, y Cherny escaló los peldaños y se metió en ella. Murphy se detuvo a examinar el tablón, del que ya se desprendía la pintura dorada, y que decía: «Nuestra Señora, Reina del Universo». Más abajo estaba el horario de misas. Confesión a la una y a las cinco los días laborables. Murphy empujó la puerta y entró.
Era la clase de lugar sobre el que se había derramado el dinero de los comerciantes en la época próspera de los muelles, en el siglo XIX. Había grandes vidrieras de colores y falsas gárgolas, y la atmósfera estaba impregnada con el habitual olor a cirios e incienso. Media docena de personas esperaban junto a un par de confesionarios, y Paul Cherny se unió a ellas, tomando asiento en el extremo de un banco.
—¡Jesús! —musitó Murphy, sorprendido—. Este bicho ha debido de ver la luz.
Se situó detrás de una columna y esperó. Pasaron quince o veinte minutos antes de que le tocara el turno a Cherny. Se introdujo en el confesionario de roble, cerró la puerta y aproximó su cabeza a la rejilla.
—Bendígame, padre, porque he pecado —comenzó, en ruso.
—Muy divertido, Paul —llegó la respuesta del otro lado de la rejilla, en el mismo idioma—. Ahora veremos si te quedan ganas de sonreír cuando hayas oído lo que voy a decirte.
Cuando Cuchulain terminó, Cherny quiso saber:
—¿Qué vamos a hacer?
—No te dejes dominar por el pánico. No saben quién soy, y no es fácil que lo averigüen ahora que he eliminado a Levin.
—Pero ¿y yo? —insistió Cherny—. Si Levin les ha hablado de Drumore, debe de haberles contado el papel que yo desempeñé en todo aquello.
—Por supuesto. Te vigila el IRA, no la inteligencia británica, conque yo, en tu lugar, de momento no me preocuparía. Ponte en contacto con Moscú. Maslovsky debe saber lo que está ocurriendo. Quizá decida retirarnos. Volveré a llamarte esta noche. Y no empieces a preocuparte por el que te sigue. Yo me encargaré de él.
Cherny se retiró del confesionario, y Cuchulain atisbo por una rendija mientras Michael Murphy abandonaba su refugio tras la columna y reanudaba la persecución. La puerta de la sacristía se cerró con estrépito y una mujer de la limpieza, de bastante edad, avanzó por el pasillo al tiempo que el sacerdote salía del confesionario, con el alba y una estola violeta sobre su sotana negra.
—¿Ya ha terminado, padre?
—Sí, Ellie.
Harry Cussane se volvió, dirigiéndole una sonrisa llena de encanto, se quitó la estola de los hombros y comenzó a plegarla.
Pensando que Cherny se limitaría a regresar al Trinity College, Murphy se mantuvo a cierta distancia por detrás de él. Cherny se detuvo en una cabina telefónica. No permaneció mucho tiempo en ella, y Murphy, que se había parado bajo un árbol como para resguardarse de la lluvia, reemprendió la marcha.
Un automóvil subió al bordillo por delante de él y su conductor, un sacerdote, salió y se quedó mirando el neumático delantero. En seguida, se volvió y, viendo a Murphy, le interpeló:
—¿Tiene un minuto, por favor?
Murphy, reduciendo el paso, protestó:
—Lo siento, padre, tengo una cita.
De pronto, la mano del sacerdote sujetó su brazo y Murphy sintió que el cañón de la Walther se clavaba dolorosamente en su costado.
—Tranquilo, chico. Sigue andando.
Cussane lo condujo hacia el arranque de una escalera de piedra que descendía a un desvencijado embarcadero de madera. Avanzaron sobre los estropeados tablones, oyendo resonar sus pisadas. Había un cobertizo para botes, con el techo roto y agujereado en el suelo. Murphy no tenía miedo; antes bien, estaba dispuesto a actuar, esperando su oportunidad.
—Aquí está bien —anunció Cussane.
Murphy se detuvo de espaldas a él, con una mano en la empuñadura de la automática que guardaba en el bolsillo de su impermeable.
—¿Es usted un sacerdote de verdad? —quiso saber.
—¡Oh, sí! —respondió Cussane—. No muy bueno, me temo, pero completamente auténtico.
Murphy se volvió lentamente. Su mano salió del bolsillo, pero ya era demasiado tarde. La Walther escupió dos veces. La primera bala dio a Murphy en el hombro y lo volteó. La segunda le hizo caer de cabeza por un irregular agujero en el suelo, y se sumergió en las oscuras aguas del río.
Dimitri Lubov, teóricamente agregado comercial de la embajada soviética, era en realidad un capitán del KGB. Al recibir el mensaje de Cherny, cuidadosamente redactado, abandonó su oficina y se metió en un cine del centro. Además de la oscuridad, el lugar ofrecía la ventaja de una relativa intimidad, pues poca gente acudía al cine por la tarde. Tomó asiento en la última fila y se dispuso a esperar. Cherny llegó veinte minutos más tarde.
—¿Es muy urgente, Paul? —inquirió Lubov—. No solemos vernos fuera de los días fijos.
—Lo bastante urgente —respondió Cherny—. Han descubierto a Cuchulain. Maslovsky debe ser informado lo antes posible. Tal vez quiera retirarnos.
—Naturalmente —asintió Lubov, alarmado—. Transmitiré la información en cuanto vuelva, pero ¿no sería mejor que me dieras todos los detalles?
Devlin estaba trabajando en el estudio de su vivienda, corrigiendo una tesis sobre T. S. Eliot presentada por uno de sus alumnos, cuando sonó el teléfono.
—Es un maldito enredo —dijo Ferguson—. Alguien ha tenido que irse de la lengua, ahí en Irlanda. Sus amigos del IRA no son muy de fiar, que digamos.
—Las recriminaciones no le servirán de nada —replicó Devlin—. ¿Qué quiere?
—Tanya Voroninova —contestó Ferguson—. ¿Le habló Harry de ella?
—La niña de Drumore que luego fue adoptada por ese tipo, Maslovsky. ¿Qué hay con ella?
—Actualmente se encuentra en París, donde va a dar unos recitales de piano. Como hija adoptiva de un general del KGB, goza de bastante libertad. Quiero decir que está considerada como una persona de mínimo riesgo. Había pensado que tal vez usted quisiera ir a verla. Esta tarde hay un vuelo de Air France directo de Dublín a París. Sólo son dos horas y media.
—¿Y qué diablos quiere que haga yo? ¿Que la convenza para que se pase a Occidente?
—Nunca se sabe. Quizá quiera hacerlo en cuanto conozca toda la historia. Pero véala de todos modo, Liam. Eso no hará ningún daño.
—De acuerdo —aceptó Devlin—. Es posible que el aire de Francia me siente bien.
—Sabía que lo comprendería —dijo Ferguson—. Preséntese en el mostrador de Air France en el aeropuerto de Dublín. Tienen una reserva a su nombre. Cuando llegue a Charles de Gaulle, le recibirá uno de mis muchachos de París. Un individuo llamado Hunter, Tony Hunter. Él se cuidará de todo.
—No lo dudo —respondió Devlin, y colgó.
Preparó a toda prisa una bolsa de viaje con sus cosas, sintiéndose inexplicablemente alegre, y estaba poniéndose el abrigo cuando el teléfono sonó de nuevo. Era Martin McGuiness.
—Un feo asunto, Liam. ¿Qué ocurrió exactamente?
Devlin se lo dijo, y cuando terminó McGuiness estalló:
—¡Así que es cierto que ese bastardo existe!
—Eso parece, pero, desde tu punto de vista, lo más inquietante es cómo pudo saber que venía Levin. Precisamente el único hombre capaz de identificarle.
—¿Por qué me lo preguntas a mí?
—Porque Ferguson está seguro de que la filtración es culpa vuestra.
—¡A la mierda Ferguson!
—Yo no me lo tomaría así, Martin. Escucha, tengo que irme. He de alcanzar el avión de París.
—¿París? ¡Por el amor de Dios! ¿Qué vas a hacer allí?
—Hay una chica llamada Tanya Voroninova que quizá pueda identificar a Cuchulain. Me mantendré en contacto.
Colgó el teléfono. Estaba recogiendo la bolsa cuando oyó un suave golpecito en el ventanal. Abrió para dejar entrar a Harry Cussane.
—Lo siento, Harry —se excusó Devlin—. He de salir corriendo si no quiero perder el avión.
—¿Adónde vas? —quiso saber Cussane.
—A París. —Devlin sonrió y abrió la puerta de la calle—. Champaña, mujeres fáciles, comida de primera. ¿No crees, Harry, que quizá elegiste mal tu carrera?
Cerró la puerta de golpe. Cussane oyó el motor del coche, se dio la vuelta y salió de nuevo por la puerta-ventana, dirigiéndose a su casita al lado del hospicio. Subió a toda prisa las escaleras hasta el cuartito secreto, tras los depósitos de agua, donde tenía el material de escucha. Sin entretenerse, rebobinó la cinta y escuchó las diversas conversaciones que Devlin había sostenido aquel día, hasta llegar a la importante.
Para entonces, naturalmente, ya era demasiado tarde. Maldijo en voz baja, se dirigió al teléfono y marcó el número de Paul Cherny.