CAPÍTULO 3

En Dublín estaba lloviendo. Una cortina gris caía sobre el Liffey mientras el taxi que había tomado en el aeropuerto se detenía en una calle lateral que desembocaba en George’s Quay y dejaba a Fox ante su hotel.

El Westbourne era un establecimiento pequeño y pasado de moda, con sólo un bar restaurante. Ocupaba un edificio georgiano y, por consiguiente, su exterior no podía ser retocado. El interior, no obstante, había sido remozado con una tranquila elegancia muy apropiada. La clientela, en términos generales, era de clase media y edad más bien avanzada; gente que llevaba años alojándose allí cada vez que acudía a la ciudad por algunos días. Fox había estado en el Westbourne en numerosas ocasiones, siempre bajo el nombre de Charles Hunt, mayorista de vinos, tema que dominaba lo suficiente como para que resultara una cobertura muy aceptable.

La recepcionista, una joven vestida de negro, le acogió calurosamente.

—Es un placer verle de nuevo, señor Hunt. Le he reservado la número tres en la primera planta. Ya se ha alojado otras veces en esa misma habitación.

—Excelente. ¿Algún mensaje?

—Ninguno, señor. ¿Cuánto tiempo piensa quedarse?

—Una noche, quizá dos. Ya se lo indicaré.

El botones era un anciano canoso, con el rostro triste y arrugado de una persona a la que ya no le quedan ilusiones. Su uniforme verde le venía un poco grande y Fox, como siempre, se sintió un tanto incómodo cuando le vio alzar sus maletas.

—¿Cómo está usted, señor Ryan? —le preguntó mientras subían en el minúsculo ascensor.

—Muy bien, señor. Mejor que nunca. El mes que viene me retiro. Me sacarán a pastar.

Abrió la marcha por el estrecho pasillo.

—Es una pena —respondió Fox—. Echará de menos el Westbourne.

—Mucho, señor. Han sido treinta y ocho años. —Abrió la puerta de la habitación y pasó al interior—. Pero a todos nos llega la hora.

Era una habitación muy agradable, con paredes de damasco verde, camas gemelas, una chimenea Adam de imitación y muebles georgianos de caoba. Ryan dejó el equipaje sobre la cama y descorrió las cortinas.

—El cuarto de baño ha sido renovado después de su última visita, señor. Está muy bien. ¿Le apetece un poco de té?

—Ahora no, señor Ryan. —Fox extrajo de su cartera un billete de cinco libras y se lo tendió—. Si llega algún mensaje, hágamelo saber inmediatamente. Estaré aquí o abajo, en el bar.

Por un instante hubo un brillo extraño en los ojos del anciano; en seguida, sonrió levemente.

—Le encontraré, señor. No tema.

Así era Dublín en aquellos tiempos, se dijo Fox mientras dejaba el abrigo sobre la cama y se aproximaba a la ventana. No se podía estar seguro de nadie, y se hallaban simpatizantes por todas partes. No necesariamente miembros del IRA, desde luego, sino miles de personas normales y corrientes que detestaban la violencia y los atentados, pero que aprobaban las ideas políticas en que estaban fundados.

Sonó el teléfono y al contestar oyó la voz de Ferguson.

—Todo está arreglado. McGuiness acepta verle.

—¿Cuándo?

—Ellos mismos se lo dirán.

La comunicación se cortó, y Fox colgó el auricular. Martin McGuiness, jefe del Comando del Norte del IRA Provisional, entre otras cosas. Por lo menos, se entrevistaría con uno de los miembros más inteligentes del consejo militar.

Al final de la calle se divisaba el Liffey, y la lluvia batía contra los cristales. Se sintió inexplicablemente deprimido. Irlanda, por supuesto. Por un instante, volvió a sentir un penetrante dolor en la mano izquierda, la mano que ya no existía. Todo mental, se dijo, y bajó al bar del hotel.

No había nadie, salvo el joven barman italiano. Fox pidió un whisky escocés con agua y tomó asiento en un rincón, junto a la ventana. Sobre la mesa había diversos periódicos, y estaba hojeando el Times cuando Ryan se materializó como una sombra a sus espaldas.

—Está aquí su taxi, señor.

Fox alzó la mirada.

—¿Mi taxi? Ah, sí, claro. —Frunció el ceño al advertir el impermeable azul que colgaba del brazo de Ryan—. ¿No es el mío?

—Me he tomado la libertad de subir a buscarlo a su habitación, señor. Le hará falta. Me parece que aún tenemos lluvia para rato.

Nuevamente vio algo en sus ojos, algo casi burlón. Fox dejó que le ayudara a enfundarse en el impermeable y le siguió al exterior, donde había un taxi esperando.

Ryan le abrió la portezuela y, mientras Fox subía al vehículo, le despidió.

—Le deseo una tarde muy agradable, señor.

El taxi se puso en marcha inmediatamente. El conductor era un joven de cabello oscuro y rizado. Llevaba una chaqueta de cuero marrón y una bufanda blanca. No dijo ni una palabra. Se limitó a introducirse en la corriente del tráfico, al final de la calle, y a seguir por el George’s Quay. Junto a una cabina telefónica de color verde esperaba un hombre con una gorra de paño y un chaquetón. El taxi se detuvo junto a la acera; el hombre del chaquetón abrió la portezuela posterior y se instaló rápidamente al lado de Fox.

—En marcha, Billy —le dijo al conductor. Luego se volvió hacia Fox, con aire jovial—. ¡Jesús y María! Creí que iba a ahogarme ahí afuera. Levante los brazos, por favor, capitán. No demasiado. Sólo lo justo. —Cacheó a Fox con habilidad profesional y no encontró nada. Se recostó en el asiento y encendió un cigarrillo. Luego, sacó una pistola del bolsillo y la apoyó en su rodilla—. ¿Sabe lo que es esto, capitán?

—Por su aspecto, diría que una Ceska —contestó Fox—. La versión silenciosa que fabricaron los checos hace unos años.

—Sobresaliente. Acuérdese de ella cuando esté hablando con McGuiness. Como dicen en las películas, un falso movimiento y es usted hombre muerto.

Siguieron bordeando el río entre un denso tráfico, hasta detenerse junto al bordillo, hacia la mitad del Victoria Quay.

—¡Afuera! —ordenó el hombre del chaquetón. Fox obedeció. La lluvia seguía azotando el río, y Fox alzó las solapas de su impermeable para protegerse de ella. El hombre del chaquetón pasó bajo un árbol y movió la cabeza hacia un refugio público junto al muro del muelle—. No le gusta esperar —explicó—. Es un hombre muy ocupado.

Encendió otro cigarrillo y se apoyó contra el árbol, mientras Fox cruzaba la acera y ascendía los peldaños del refugio. En el banco del rincón había un hombre leyendo un periódico. Iba bien vestido, con un impermeable de color ante, sin abrochar, que dejaba ver un bien cortado traje azul oscuro, camisa blanca y una corbata a rayas rojas y azules. Era bastante bien parecido, con una boca móvil e inteligente y penetrantes ojos azules. Resultaba difícil creer que aquel individuo de apariencia más bien agradable hubiera figurado durante casi trece años en la lista de personas más buscadas por el ejército británico.

—¡Ah, capitán Fox! —le saludó McGuiness afablemente—. Es un placer verle de nuevo.

—¿No es la primera vez que nos vemos? —se extrañó Fox.

—Derry, 1972 —le explicó McGuiness—. Usted era corneta. ¿No es así como llaman a los subtenientes en los Blues and Royáis? Había una bomba en un pub de Prior Street. Por entonces, estaba usted destacado en la Policía Militar.

—¡Dios mío! —exclamó Fox—. Ya me acuerdo.

—Toda la calle estaba en llamas. Usted corrió a una casa, al lado de la verdulería, y sacó a una mujer y dos chiquillos. Yo estaba en el terrado de enfrente, en compañía de un hombre con un fusil Armalite, que estaba empeñado en agujerearle la cabeza. No se lo consentí. En aquellas circunstancias, no me pareció justo.

Por un instante, Fox sintió un estremecimiento de frío.

—En aquella época, usted era el responsable del IRA en Derry.

McGuiness sonrió.

—La vida es curiosa, ¿no cree? En realidad, no debería usted estar aquí. Y ahora, ¿qué quiere de mí Ferguson, esa vieja serpiente?

Fox se lo explicó.

Cuando terminó, McGuiness permaneció inmóvil, reflexionando, con las manos en los bolsillos de su impermeable y la mirada perdida más allá del Liffey. Al cabo de un tiempo, observó:

—Ése de ahí es el Wolfe Tone Quay, ¿lo sabía?

—¿No era protestante? —preguntó Fox.

—Lo era. Y también uno de los mayores patriotas irlandeses que jamás hayan existido.

Silbó entre dientes, sin melodía.

—¿Me cree usted? —quiso saber Fox.

—Oh, sí —contestó suavemente McGuiness—. Los ingleses son unos malditos liantes, pero esta vez creo que me ha dicho la verdad, y por una razón muy sencilla. Todo encaja, mi querido capitán. Todas estas acciones, y los problemas que nos han creado, a veces internacionalmente… Yo sé cuántas de ellas no han sido cosa nuestra, y también lo sabe el consejo militar. Pero siempre había creído que eran responsables los idiotas, los cowboys, los incontrolados. —Sonrió torcidamente—. O la inteligencia británica, por supuesto. Nunca se nos había ocurrido pensar que pudieran ser obra de un solo hombre, que respondieran a un plan deliberado.

—En su organización hay unos cuantos marxistas, ¿no es así? —sugirió Fox—. Gente capaz de considerar a los soviéticos como la salvación.

—Olvídelo. —Los ojos azules de McGuiness emitieron un destello de cólera—. Irlanda libre e Irlanda para los irlandeses. Aquí no queremos zarandajas marxistas.

—Entonces, ¿qué va a ocurrir ahora? ¿Hablará con el consejo militar?

—No, creo que no. Hablaré con el jefe del Estado Mayor, a ver qué opina. Después de todo, él me ha enviado aquí. Francamente, cuanto menos gente lo sepa, mejor.

—Es cierto. —Fox se puso en pie—. Cuchulain podría ser cualquiera. Incluso alguien muy cercano al propio consejo militar.

—Ya había pensado en ello. —McGuiness agitó la mano y el hombre del chaquetón salió de detrás del árbol—. Murphy le llevará de vuelta al Westbourne. No se mueva de allí. Tendrá noticias mías.

Fox se alejó unos pasos, se detuvo y volvió la cabeza.

—Lleva usted una corbata de los Guards.

Martin McGuiness sonrió beatíficamente.

—¿Cree que no lo sabía? Sólo trataba de hacerle sentir como en casa, capitán Fox.

Fox llamó a Ferguson desde una cabina pública en el vestíbulo del Westbourne, para que su llamada no pasara por la centralita del hotel. El general de brigada no estaba en su apartamento, de modo que marcó el número privado de su oficina en la Dirección General y le respondió de inmediato.

—Acabo de regresar de la entrevista preliminar, señor.

—Ha sido rápido. ¿Enviaron a McGuiness?

—Sí, señor.

—¿Se lo ha creído?

—Decididamente, señor. Establecerá un nuevo contacto conmigo, quizá esta misma noche.

—Bien. Dentro de una hora estaré en mi apartamento. No pienso salir. Llámeme en cuanto sepa algo nuevo.

Fox se duchó, se cambió y bajó otra vez al bar. Pidió medio escocés con agua y tomó asiento, pensando en varias cosas y particularmente en McGuiness. No cabía duda de que se trataba de un hombre listo y peligroso. No era sólo un pistolero, aunque había matado a bastantes personas, sino también uno de los más importantes líderes que los disturbios habían sacado a la luz. Lo más preocupante era que Fox se daba cuenta, no sin cierta irritación, de que el hombre le agradaba. Eso no era nada conveniente, conque se trasladó al restaurante y tomó una cena temprana, sentado ante un ejemplar del Irish Press.

Cuando terminó tuvo que cruzar de nuevo el bar para regresar al vestíbulo. A aquella hora había dos docenas de personas, todas huéspedes, a juzgar por su apariencia, salvo el conductor del taxi que le había llevado a su cita con McGuiness. Estaba sentado en un taburete al extremo de la barra, con un vaso de cerveza ante él. La única diferencia era que iba vestido con un traje gris bastante elegante. No dio muestras de reconocerle, y Fox siguió su camino hacia el vestíbulo, donde fue abordado por Ryan.

—Si no recuerdo mal, señor, después de cenar prefiere el té al café.

Fox, que acababa de sentarse, respondió:

—Así es.

—Me he tomado la libertad de subir una bandeja a su habitación, señor. He supuesto que preferiría tener un poco de tranquilidad.

Sin más, se volvió y echó a andar hacia el ascensor. Fox le siguió la corriente, esperando quizá otro mensaje, pero el anciano no volvió a abrir la boca, y cuando llegaron al primer piso le acompañó por el pasillo y abrió la puerta de su cuarto.

Martin McGuiness estaba siguiendo las noticias por televisión. Murphy permanecía de pie junto a la ventana. Al igual que el hombre del bar, vestía un traje bastante conservador, esta vez de estambre azul marino.

McGuiness apagó el televisor.

—Ah, veo que ya ha llegado. ¿Ha probado el pato a la naranja? Aquí suelen prepararlo bastante bien.

Sobre la mesa había un servicio de té con dos tazas.

—¿Quiere que lo sirva, señor McGuiness? —preguntó amablemente Ryan.

—No hace falta. Ya nos arreglaremos.

McGuiness tomó la tetera, y mientras Ryan se retiraba de la habitación comentó:

—El viejo Patrick, como habrá comprendido, es uno de los nuestros. Puedes esperar fuera, Michael —añadió.

Murphy salió sin pronunciar palabra.

—Dicen que ningún caballero echaría la leche antes que el té, pero supongo que, en realidad, ningún auténtico caballero se preocuparía por semejante estupidez. ¿No es eso lo que les enseñan en Eton?

—Algo por el estilo. —Fox tomó la taza que le ofrecía—. No esperaba volver a verle tan pronto.

—Queda mucho por hacer y disponemos de muy poco tiempo. —McGuiness bebió un sorbo de té y emitió un suspiro de satisfacción—. Está bien. He hablado con el jefe del Estado Mayor y se muestra de acuerdo conmigo en que usted y su ordenador han dado con algo que merece ser investigado.

—¿Conjuntamente?

—Eso depende. En primer lugar, está decidido a no discutirlo con el consejo militar; al menos por ahora. Ha de quedar entre él y yo.

—Lo encuentro razonable.

—Además, no queremos que intervenga la policía de Dublín, o sea que deberán mantener a la Sección Especial fuera del asunto, y también a la inteligencia militar.

—Estoy seguro de que el general Ferguson aceptará esta condición.

—Tendrá que aceptarla, como tendrá que aceptar el hecho de que no pensamos transmitirle ninguna información general acerca de miembros del IRA, antiguos o actuales. Ningún material que pueda ser utilizado con otros fines.

—Muy bien —dijo Fox—. Lo comprendo, pero eso plantea un grave problema. ¿Cómo vamos a cooperar si no intercambiamos nuestros recursos?

—Hay un modo. —McGuiness se sirvió una segunda taza de té—. Lo he discutido con el jefe del Estado Mayor y, si ustedes aceptan, él está dispuesto a aceptar. Podemos utilizar un mediador.

—¿Un mediador? —Fox frunció el ceño—. Temo no entender.

—Alguien que resulte aceptable para los dos bandos. De quien ambos podamos fiarnos.

Fox se echó a reír.

—Ese animal no existe.

—¡Oh, sí! Existe. Liam Devlin. Y no me diga que no sabe quién es.

—Conozco muy bien a Liam Devlin —respondió Harry Fox lentamente.

—Naturalmente. Faulkner y usted hicieron que el SAS lo raptara en el año 79, para que les ayudara a sacar a Martin Brosnan de aquella prisión francesa y así dar caza al perro rabioso de Frank Barry.

—Está usted muy bien informado.

—Sí. Bueno, ahora Liam está aquí, en Dublín. Es profesor en el Trinity College y tiene una casa en un pueblo llamado Kilrea, a una hora en coche de la ciudad. Vaya a verle. Si está dispuesto a ayudar, hablaremos de nuevo.

—¿Cuándo?

—Ya se lo haré saber, o quizá aparezca de improviso como hoy. Así es como me he mantenido siempre un paso por delante del ejército británico durante todos los años pasados en el Norte. —Se puso en pie—. Abajo, en el bar, tenemos un hombre. Puede que lo haya visto.

—El conductor del taxi.

—Billy White. Con cualquiera de las dos manos es capaz de matar una mosca de un disparo. Mientras permanezca usted aquí, es suyo.

—No hace falta.

—¡Oh, sí! —McGuiness tomó su abrigo—. En primer lugar, no me gustaría que le ocurriera nada, y en segundo lugar es útil saber dónde está usted. —Abrió la puerta y, más allá, Fox vio a Murphy esperándole—. Me mantendré en contacto, capitán.

McGuiness le saludó burlonamente y la puerta se cerró a sus espaldas.

Ferguson observó:

—Supongo que es razonable, pero no sé si Devlin querrá volver a trabajar para nosotros después de aquel asunto de Frank Barry. Se llevó la impresión de que Brosnan y él habían sido utilizados del modo más abusivo.

—Y recuerdo que lo fueron, señor —respondió Fox—. Del modo más abusivo.

—De acuerdo, Harry, no hace falta que me lo explique. Llame por teléfono, a ver si está en casa. Si está, vaya a verlo.

—¿Ahora, señor?

—¿Por qué no? Sólo son las nueve y media. Si está en casa, dígamelo y ya hablaré yo con él. Voy a darle su número. Anótelo.

Fox bajó al bar y cambió un billete de cinco libras en monedas de cincuenta peniques. Billy White permanecía sentado en el mismo lugar, leyendo un periódico de la tarde. El vaso de cerveza parecía intacto.

—¿Puedo invitarle a una copa, señor White? —preguntó Fox.

—Nunca toco el alcohol, capitán. —White sonrió jovialmente y vació el vaso de un largo sorbo—. Después de la cerveza, un Bushmills sienta estupendamente.

Fox pidió que le sirvieran un Bushmills.

—Es posible que quiera desplazarme a un pueblo llamado Kilrea. ¿Lo conoce?

—No hay problema —respondió White—. Lo conozco bien.

Fox se metió en la cabina telefónica y cerró la puerta. Permaneció un rato sentado, pensando en lo que iba a decir, y en seguida marcó el número que Ferguson le había dado. La voz que respondió le resultó conocida de inmediato. Era la voz del hombre quizá más notable que había conocido.

—Devlin al habla.

—¿Liam? Soy Harry Fox.

—¡Madre de Dios! —exclamó Liam Devlin—. ¿Desde dónde llama?

—Desde Dublín. Me alojo en el hotel Westbourne. Me gustaría hacerle una visita.

—¿Ahora mismo?

—Si a usted no le molesta.

Devlin se rió.

—De hecho, en estos momentos estaba perdiendo una partida de ajedrez, hijo, y eso es algo que no me gusta nada. Su intervención podría considerarse muy oportuna. Supongo que se trata de lo que podríamos denominar una visita de negocios, ¿no es así?

—Sí. Ahora debo llamar a Ferguson para decirle que está usted en casa. Quiere hablarle personalmente.

—De modo que el viejo bastardo sigue funcionando, ¿eh? Bien, bien. ¿Ya sabe dónde vivo?

—Sí.

—Entonces, le espero dentro de una hora en Kilrea. No tiene pérdida. La casa está al lado del convento.

Cuando Fox salió de la cabina, tras llamar a Ferguson, White estaba esperándole.

—¿Vamos a salir, capitán?

—Sí —respondió Fox—. Vamos a una casa llamada Kilrea Cottage, en Kilrea. Al parecer, está junto a un convento. Voy a buscar mi impermeable.

White esperó a que se metiera en el ascensor y entonces pasó a la cabina y marcó un número. Al otro extremo de la línea, la respuesta fue instantánea.

—Salimos hacia Kilrea inmediatamente —anunció—. Parece que va a entrevistarse con Devlin esta misma noche.

Mientras dirigía el automóvil a través de las calles barridas por la lluvia, White comentó, como sin darle importancia:

—Sólo para que ambos sepamos dónde nos encontramos, capitán, debo decirle que estuve sirviendo como teniente en la Brigada North Tyrone del IRA Provisional el año en que perdió usted su mano.

—Debía de ser muy joven.

—Yo ya nací viejo, gracias a los de la Sección Especial y a los cabrones del Royal Ulster Constabulary. —Encendió un cigarrillo con una sola mano—. Usted conoce bien a Liam Devlin, ¿verdad?

—¿Por qué lo pregunta? —inquirió Fox cansadamente.

—¿Acaso no vamos a verle? ¡Jesús, capitán! ¡Todo el mundo conoce la dirección de Liam Devlin!

—Supongo que es como una leyenda para ustedes.

—¿Una leyenda, dice? Ese hombre escribió el libro. Ahora bien; no crea que actualmente tiene mucho peso en el movimiento. Es lo que podría denominarse un moralista. No soporta las bombas y demás.

—¿Usted sí?

—¿Acaso no estamos en guerra? Ustedes bombardearon el Tercer Reich hasta que entro en razón. Nosotros les bombardearemos a ustedes hasta que entren en razón, si no hay otro remedio.

Lógico, pero deprimente, pensó Fox. ¿Cuál podía ser el final? Solamente un osario lleno de cadáveres. Su expresión era cruda. Se estremeció.

—A propósito de Devlin —empezó White, cuando salían de la ciudad—, en cierta ocasión me contaron una historia sobre él. Me pregunto si usted podría decirme qué hay de cierto en ella.

—Cuéntemela.

—Dicen que durante los años treinta se fue a España, luchó contra Franco y cayo prisionero. Luego fue entregado a los alemanes y éstos le utilizaron como agente suyo en la gran guerra.

—Es verdad.

—También me dijeron que luego fue enviado a Inglaterra, para algo relacionado con un intento alemán de secuestrar a Churchill en 1943. ¿Hay algo de verdad en eso?

—Más bien me parece el argumento de una novela —contestó Fox.

White suspiró.

—Eso pensaba yo. —Su voz era pesarosa—. Aun así, no deja de ser un hombre excepcional.

Se recostó en el asiento y devolvió su atención al automóvil.

Hablando de Devlin, pensó Fox sentado en la penumbra, decir excepcional era quedarse corto. A los dieciséis años ingresó en el Trinity College de Dublín, donde se distinguió como estudiante, y se graduó a los diecinueve con las máximas calificaciones. Era un erudito, escritor, poeta y uno de los más peligrosos pistoleros del IRA durante los años treinta, cuando aún no había terminado sus estudios.

Casi todo lo que White había dicho era cierto. Fue a España para luchar contra los fascistas y trabajó para el Abwehr en Irlanda. ¿Y el asunto de Churchill? Se había comentado en susurros, pero ¿era cierto? Bueno, habrían de pasar años antes de que aquellos archivos confidenciales se abrieran al público.

Durante el período de posguerra, Devlin ejerció como profesor en un seminario católico llamado Todos los Santos, en las afueras de Boston. Había participado en la abortada campaña del IRA a finales de los años cincuenta y regresó al Ulster en 1969, cuando empezaban a estallar los actuales conflictos. Aunque había sido uno de los fundadores del IRA Provisional, la campaña de atentados con explosivos le disgustaban cada vez más, hasta el punto de que acabó retirando su apoyo activo al movimiento. Desde 1976, ocupaba un cargo en la Facultad de Inglés del Trinity College.

Fox no le había visto desde 1979, cuando Ferguson le coaccionó —chantajeándole, incluso— para que cooperase activamente en la búsqueda de Frank Barry, un antiguo activista del IRA convertido en terrorista internacional a sueldo. Devlin accedió por diversos motivos, principalmente porque había creído las mentiras de Ferguson. ¿Cómo iba a reaccionar a su propuesta?

Habían penetrado en un larga calle de pueblo. Fox volvió al presente con un sobresalto cuando White le anunció:

—Ya hemos llegado. Estamos en Kilrea. Aquello es el convento y ahí está la casa de Devlin, tras el muro que da a la carretera.

Hizo girar el coche por un camino de grava y paró el motor.

—Esperaré aquí, capitán. ¿De acuerdo?

Fox descendió del vehículo y recorrió un sendero enlosado que discurría entre rosales hasta un porche pintado de verde. La casa era agradable, de estilo Victoriano, y conservaba casi todo el maderamen original y los aleros del tejado. Se veía una luz tras las cerradas cortinas de una ventana en arco. Hizo sonar el timbre. En el interior sonaron voces, ruido de pisadas y, en seguida, la puerta se abrió y Liam Devlin se detuvo bajo el dintel, observándole.