El D15, la sección del servicio de inteligencia británico que se ocupa del contraespionaje, las actividades de los agentes secretos y la subversión en el interior del Reino Unido, oficialmente no existe, pero sus oficinas pueden hallarse en un espacioso edificio de ladrillo rojo y blanco no lejos del hotel Hilton de Londres. El D15 se encarga de las investigaciones, pero carece de poderes para efectuar detenciones. De ellas se encargan los funcionarios de la Sección Especial de Scotland Yard.
Sin embargo, el auge del terrorismo internacional y sus efectos en Gran Bretaña, especialmente a causa del problema irlandés, llegó a exceder la capacidad de Scotland Yard, y en 1972 el director general del D15, con el respaldo del número 10 de Downing Street, creó una sección denominada Grupo Cuatro, cuyos poderes emanaban directamente del primer ministro. Dicha sección debía cuidarse de coordinar el tratamiento de todos los casos de terrorismo y subversión.
Diez años después, el general de brigada Charles Ferguson aún seguía al frente. Hombre corpulento y de aspecto engañosamente amable, su corbata regimental era el único indicio que revelaba un pasado militar. Los arrugados trajes grises que solía utilizar y sus gafas para leer se combinaban con su despeinada cabellera gris para darle el aspecto de un profesor de segunda fila en una universidad de provincias.
Aunque disponía de una oficina en la Dirección General, prefería trabajar en su piso de Cavendish Square. La decoración había corrido a cargo de su segunda hija, Ellie, dedicada al diseño de interiores. La chimenea Adam era auténtica, al igual que el fuego. Ferguson era un hombre «de fuego». En el resto de la habitación, también de estilo georgiano, todo armonizaba a la perfección, incluyendo los pesados cortinajes.
Se abrió la puerta y su asistente, un naik exgurja llamado Kim, entró con una bandeja de plata que depositó junto al hogar.
—¡Ah, el té! —exclamó Ferguson—. Dígale al capitán Fox que se reúna conmigo.
Llenó de té una de las tazas de porcelana y tomó el Times. Las noticias de las Malvinas no eran malas. Las fuerzas británicas habían desembarcado en Pebble Island y destruido once aviones argentinos, además de un depósito de municiones. Dos Sea Harrier habían bombardeado buques mercantes en el Falkland Sound.
Se abrió la puerta forrada de paño verde que comunicaba con el estudio, y Fox entró en la habitación. Era un hombre elegante, con un traje de franela azul cortado por Huntsman, de Savile Row. También lucía una corbata regimental, pues en otro tiempo había sido capitán de los Blues and Royal, hasta que un desdichado incidente con una bomba durante su tercer período de servicio en Belfast le había privado de su mano izquierda. Posteriormente le instalaron una prótesis muy avanzada que, gracias a los milagrosos microchips, le servía casi tan bien como la mano perdida. El ajustado guante de cuero hacía difícil notar la diferencia.
—¿Té, Harry?
—Gracias, señor. Veo que ya han publicado la historia de Pebble Island.
—Sí, todo muy pintoresco —respondió Ferguson, mientras le servía una taza—. Pero, francamente, usted sabe mejor que nadie que ya tenemos bastantes problemas sin esta guerra de las Malvinas. Después de todo, Irlanda no va a desaparecer del mapa, y luego está la visita del Papa. Su llegada está prevista para el veintiocho, de modo que sólo nos quedan once días. Y se expone demasiado. Después del atentado de Roma, cualquiera habría supuesto que tomaría mayores precauciones.
—A un hombre como él no le preocupa un atentado, ¿cierto, señor? —Fox tomó un sorbo de té—. Por otra parte, tal y como están las cosas, es muy posible que suspenda su visita. Las relaciones con Sudamérica son de gran importancia para la Iglesia católica, y allí nos consideran los malos en este asunto de las Malvinas. No quieren que venga, y el discurso que pronunció ayer en Roma parecía dar a entender que no lo haría.
—Eso no me incomodaría en lo más mínimo —respondió Ferguson—. Me aliviaría de la responsabilidad de garantizar que ningún loco trate de pegarle un tiro mientras permanezca en suelo inglés. Aunque, por otra parte, varios millones de católicos británicos se sentirían sumamente decepcionados.
—Tengo entendido que los arzobispos de Liverpool y Glasgow han viajado hoy al Vaticano para intentar disuadirle —observó Fox.
—Sí, bueno, esperemos que fracasen miserablemente.
Sonó el timbre del teléfono rojo sobre el escritorio de Ferguson, un aparato reservado exclusivamente para comunicaciones clasificadas como de alta seguridad.
—Vea de qué se trata, Harry, por favor.
Fox alzó el auricular.
—Fox al habla. —Permaneció unos instantes a la escucha y en seguida se volvió con rostro grave y le tendió el aparato—. Es del Ulster, señor, de los cuarteles del ejército en Lisburn. Y no nos dan buenas noticias.
Había comenzado aquella misma mañana poco antes de la siete, en las afueras de la aldea de Kilgannon, a unos quince kilómetros de Londonderry. Patrick Leary llevaba quince años repartiendo el correo por la zona, y su furgoneta del servicio postal era de todos conocida.
Su programa era siempre el mismo. Se presentaba en la central de Londonderry a las cinco y media en punto, recogía el correo, ya clasificado para el primer reparto por el personal del turno de noche, llenaba el depósito de gasolina y partía hacia Kilgannon. Y diariamente, a las seis y media, paraba en un sendero arbolado junto al puente de Kilgannon para leer el periódico de la mañana, comer los emparedados del desayuno y tomar una taza de café de su termo. Era una rutina que, lamentablemente para Leary, no había pasado inadvertida.
Cuchulain estuvo observándole durante diez minutos, esperando pacientemente a que diera fin a su desayuno. Luego, Leary salió de la furgoneta, como hacía siempre, y se internó un poco en el bosque. A sus espaldas sonó el leve crujido de una rama al quebrarse. No había terminado de volverse, alarmado, cuando Cuchulain emergió de entre los árboles.
Su aspecto era impresionante, y Leary se sintió instantáneamente aterrorizado. Cuchulain llevaba un anorak oscuro y un pasamontañas negro que únicamente dejaba al descubierto sus ojos, nariz y boca. En la mano izquierda sostenía una pistola PPK semiautomática con un silenciador Carswell enroscado al extremo del cañón.
—Haz lo que te diga y vivirás —dijo Cuchulain.
Su voz era suave, con un acento del sur de Irlanda.
—Lo que sea —gimió Leary—. Por favor…, tengo familia.
—Quítate la gorra y el impermeable y déjalos en el suelo.
Leary siguió sus instrucciones y Cuchulain alzó la mano derecha para que viera claramente la gran cápsula blanca que albergaba en la enguantada palma.
—Ahora, trágate esto como un buen chico.
—¿Quiere envenenarme?
Leary estaba sudando.
—Estarás inconsciente unas cuatro horas, no más —le tranquilizó Cuchulain—. Es mejor así. —Alzó la pistola—. Mejor que esto.
Leary tomó la cápsula con mano temblorosa y la engulló. Sus piernas parecieron convertirse en goma, todo cobró un aura de irrealidad y, de pronto, una mano se posó en su hombro y lo empujó hacia abajo. Sintió el frescor de la hierba contra su rostro y luego sólo hubo oscuridad.
El doctor Hans Wolfgang Baum era un hombre notable. Nacido en Berlín en 1950, hijo de un destacado industrial, a la muerte de su padre, en 1970, había heredado una fortuna equivalente a diez millones de dólares, además de amplios intereses comerciales. En su lugar, mucha gente se habría dedicado a una vida de placer. Y eso hizo también Baum, con la importante salvedad de que él obtenía su placer del trabajo.
Se había doctorado en ingeniería por la Universidad de Berlín, tenía un título de derecho de la London School of Economics y era master de Harvard en administración de empresas. Todos estos conocimientos, bien aplicados, le permitieron expandir y multiplicar sus diversas factorías en Alemania Occidental, Francia y Estados Unidos, de modo que su fortuna personal llegó a superar los cien millones de dólares.
Con todo, el proyecto que más le atraía personalmente era el desarrollo de una fábrica de tractores y maquinaria agrícola en las afueras de Londonderry, cerca de Kilgannon. Baum Industries habría podido instalarse en cualquier otro lugar, y así lo recomendaba el consejo de administración. Lamentablemente para el consejo y para las exigencias de la lógica comercial. Baum era un verdadero hombre de bien, de los que no abundan en este mundo, así como un ferviente cristiano. Miembro de la Iglesia Luterana de Alemania, había hecho todo lo posible para convertir la fábrica en una actividad conjunta de católicos y protestantes. Tanto él como su esposa estaban totalmente dedicados a la comunidad, y sus tres hijos asistían a escuelas locales.
Era un secreto a voces que había tenido tratos con el IRA Provisional: algunos decían, incluso, que con el legendario Martin McGuiness en persona. Cierto o no, el IRA Provisional no actuó contra su fábrica, y ésta prosperó hasta proporcionar trabajo a más de un millar de obreros católicos y protestantes que anteriormente se encontraban en paro.
A Baum le gustaba mantenerse en forma. Cada mañana se levantaba a la misma hora —las seis en punto— sin molestar a su esposa, y se enfundaba en un chándal y se calzaba unas zapatillas deportivas. Eileen Docherty, la joven doncella, ya estaba en la cocina preparando el té, aunque todavía en bata.
—Desayuno a las siete, Eileen —le anunció—. Lo de costumbre. Esta mañana he de comenzar temprano. A las ocho y media tengo una reunión en Derry con el comité de obras.
Salió por la puerta de la cocina, cruzó el parque corriendo, saltó por encima de una verja de poca altura y giró hacia el bosque. Corría, más que trotar, a un paso rápido y casi profesional, siguiendo una red de senderos mientras su mente se ocupaba en el trabajo previsto para aquel día.
A las siete menos cuarto, tras completar su recorrido, abandonó la zona boscosa y corrió hacia su casa sobre la hierba que bordeaba la carretera. Como siempre, vio la furgoneta postal de Pat Leary que avanzaba por la carretera en sentido contrario. La furgoneta se detuvo a esperarle y, a través del parabrisas, distinguió la figura de Leary con su gorra de uniforme inclinada sobre un fajo de cartas.
Baum se inclinó hacia la abierta ventanilla.
—¿Qué hay para mí esta mañana, Patrick?
El rostro era el de un extraño, con tranquilos ojos oscuros y una fuerte estructura ósea. No había en él nada temible, y sin embargo era la Muerte que había venido a llevárselo.
—Lo lamento sinceramente —dijo Cuchulain—. Es usted un hombre bueno.
Y la Walther de su mano izquierda se acercó hasta tocar a Baum entre ambos ojos. Tosió una vez y el alemán salió despedido hacia la cuneta, salpicando la hierba de sangre y trozos de cerebro.
Cuchulain puso en marcha la furgoneta y se alejó inmediatamente. Al cabo de cinco minutos llegaba al sendero junto al puente donde había dejado a Leary. Se quitó la gorra y el impermeable, los arrojó al lado del cartero inconsciente y echó a correr por entre los árboles. Pocos minutos después, saltó sobre una verja de madera junto a un angosto camino rural invadido por la hierba. Allí le esperaba una motocicleta, una vieja BSA 350 cc preparada para todo terreno, con neumáticos de tacos. Era una máquina muy utilizada por los granjeros de ambos lados de la frontera para pastorear sus ovejas. Se puso un viejo casco de seguridad con el visor rayado, subió a la moto e hizo arrancar el motor de un golpe de pedal. Con un rugido, empezó a alejarse de aquellos lugares. Por el camino sólo se cruzó con un vehículo, la camioneta de la leche, en las afueras del pueblo.
En la carretera principal comenzó a llover, y seguía lloviendo sobre el rostro vuelto hacia el cielo de Hans Wolfgang Baum cuando, treinta minutos después, la camioneta de la leche se detuvo a su lado. En aquel preciso instante, Cuchulain dirigía la BSA por un camino rural al sur de Clady y cruzaba la frontera hacia la seguridad de la República de Irlanda.
Diez minutos más tarde paró ante una cabina telefónica, marcó el número del Belfast Telegraph, preguntó por la redacción y se atribuyó la responsabilidad de la muerte de Hans Wolfgang Baum en nombre del IRA Provisional.
—Según eso —dijo Ferguson—, parece que nuestro hombre sería el motorista que vio el repartidor de la leche.
—Sin descripción, naturalmente —le indicó Fox—. Llevaba un casco integral.
—No tiene sentido —observó Ferguson—. Baum era apreciado por todos y la comunidad católica local le respaldaba por completo. Para instalar la fábrica en Kilgannon tuvo que enfrentarse con todo su consejo. Ahora probablemente la trasladarán, dejando más de un millar de parados reavivando el odio entre católicos y protestantes.
—Pero ¿no es eso exactamente lo que quieren los provisionales, señor?
—Yo diría que no, Harry. No en este caso. Ha sido una jugada sucia; el cruel asesinato de un hombre bondadoso y respetado por los católicos. Lo único que ganarán los provisionales es la malevolencia de su propia gente. Eso es lo que no entiendo. Ha sido un acto muy estúpido. —Dio unos golpecitos sobre el expediente de Baum que Fox le había presentado—. Baum se reunió con Martin McGuiness en secreto, y McGuiness le garantizó la buena voluntad de los provisionales. De McGuiness se pueden decir muchas cosas, pero hay que reconocer su inteligencia. Demasiado inteligente, en realidad, pero ésa es otra cuestión. —Sacudió la cabeza—. No; esto no encaja.
Sonó el teléfono rojo. Atendió la llamada.
—Ferguson al habla. —Escuchó durante unos instantes—. Muy bien, señor ministro. —Colgó el auricular y se puso en pie—. Era el secretario de Estado para Irlanda del Norte, Harry. Quiere verme de inmediato. Siga con lo de Lisburn. Hable con la sección de inteligencia del ejército… Lo que a usted se le ocurra. Averigüe todo cuanto pueda.
Regresó poco más de una hora después. Estaba quitándose el abrigo cuando entró Fox.
—No ha tardado mucho, señor.
—Breve y agradable. No está satisfecho, Harry, y tampoco la primera ministra. Está enfurecida, y ya sabe lo que eso significa.
—¿Quiere resultados, señor?
—Pero los quiere para ayer, Harry. Las cosas se han puesto calientes en el Ulster. Los políticos protestantes andan de gira. Paisley dice que ya lo había advertido, como de costumbre. Ah, y el canciller de Alemania Occidental ha visitado Downing Street. Con franqueza, la cosa no podría andar peor.
—Yo no estaría muy seguro de ello, señor. Según la inteligencia militar de Lisburn, los del IRA Provisional están furiosos por este asunto. Aseguran que no han tenido nada que ver.
—Pero se atribuyeron la responsabilidad.
—Como usted sabe, señor, desde que reformaron su estructura de mando se han convertido en una organización muy disciplinada. McGuiness, entre otras cosas, sigue siendo jefe del Comando del Norte, y desde Dublín insisten en que él niega categóricamente la participación de sus hombres. De hecho, está tan disgustado como el que más. Parece que tenía un alto concepto de Baum.
—¿Le parece que podría ser cosa del INLA?
En el pasado, el Frente de Liberación Nacional de Irlanda se había mostrado dispuesto a actuar más implacablemente que los provisionales, cuando consideraba que la situación lo exigía.
—Inteligencia dice que no, señor. En lo que respecta al INLA, tiene una buena fuente muy próxima a la cumbre.
Ferguson se calentó ante el fuego.
—¿Sugiere entonces que la responsabilidad hay que buscarla en el otro bando? ¿La UVF o la Mano Roja del Ulster?
—Los de Lisburn también tienen buenas fuentes en estas dos organizaciones, señor, y la respuesta es decididamente negativa. Ninguna organización protestante ha tenido nada que ver.
—Oficialmente.
—Oficialmente, señor, nadie sabe nada. Por supuesto, siempre quedan los cowboys. Dementes que han visto demasiadas películas por la televisión y terminan queriendo matar a quien sea.
Ferguson encendió un cigarro y tomó asiento tras su escritorio.
—¿Es ésa su opinión, Harry?
—No, señor —respondió Fox con calma—. Solamente estaba considerando las preguntas obvias que nos plantearán los lunáticos de la prensa.
Ferguson se lo quedó mirando, con el ceño fruncido.
—Usted sabe algo, ¿verdad?
—No exactamente, señor. Pero podría haber una explicación a todo esto, una respuesta fantástica que no va a gustarle en absoluto.
—Dígame.
—Muy bien, señor. El hecho de que el Belfast Telegraph recibiera una llamada atribuyendo el atentado a los provisionales sin duda va a hacer quedar a los provos en muy mal lugar.
—Concedido.
—Supongamos que precisamente fuera éste el propósito de la acción.
—En tal caso, eso significaría que lo había hecho una organización protestante.
—No necesariamente. Si permite que me explique, creo que estará de acuerdo conmigo. En cuanto usted salió, señor, recibí el informe completo desde Lisburn. El asesino es un profesional, de eso no hay duda. Frío, implacable y sumamente organizado, pero no mata indiscriminadamente.
—Sí, yo también había pensado en eso. Al cartero, Leary, le dio una cápsula. Una especie de somnífero.
—Eso me pareció curioso, de modo que acudí al ordenador. —Fox abrió una carpeta que sujetaba bajo el brazo—. En los cinco primeros asesinatos de esta lista hubo un testigo al que se obligó a punta de pistola a que tomara una cápsula. La primera vez que ocurrió fue en Omagh, en 1975.
Ferguson examinó la lista y volvió a alzar la mirada.
—Pero veo que en dos ocasiones las víctimas fueron católicas. Acepto que el asesino debe de ser el mismo, pero eso invalida su teoría de que el propósito de la muerte de Baum consistía en desprestigiar al IRA Provisional.
—Espere un poco más, señor, por favor. La descripción del asesino es idéntica en todos los casos. Pasamontañas negro y anorak oscuro. Armado siempre con una Walther PPK. En tres ocasiones se le vio escapar en moto de la escena del crimen.
—¿Entonces?
—He introducido todos estos datos en el ordenador separadamente, señor. Asesinatos en que ha intervenido una moto, uso de una Walther, aunque no necesariamente la misma arma, por supuesto, y descripción del individuo.
—¿Y ha obtenido algún resultado?
—Ciertamente, señor. —Fox extrajo dos hojas—. Al menos treinta probables asesinatos desde 1975, todos relacionados con los factores citados. Hay otros diez posibles.
Ferguson leyó rápidamente la lista.
—¡Dios mío! —exclamó—. Católicos y protestantes por igual. No lo comprendo.
—Tal vez lo comprenda si toma en consideración a las víctimas, señor. En todos los casos en que los provisionales se atribuyeron la responsabilidad, la acción fue contraproducente y les hizo quedar muy mal.
—¿Y lo mismo cuando fueron organizaciones extremistas protestantes las implicadas?
—Lo mismo, señor, aunque el IRA Provisional está más implicado que nadie. Y otra cosa: si se fija en las fechas en que fueron cometidos los asesinatos, verá que, por lo general, corresponden a momentos en que las cosas estaban en calma o tendían a mejorar, o bien cuando tenía lugar alguna iniciativa política. Uno de los posibles casos en que nuestro hombre pudo estar implicado se remonta a julio de 1972, cuando, como sabe, una delegación del IRA se reunió secretamente con William Whitelaw, aquí en Londres.
—Es cierto —asintió Ferguson—. Se llegó a un alto el fuego. Una auténtica oportunidad para cimentar la paz.
—Oportunidad que se perdió porque alguien comenzó un tiroteo en la finca de Lenadoon, en Belfast. No hizo falta más para que la olla comenzara a hervir de nuevo.
Ferguson continuó sentado, repasando con rostro inexpresivo las listas. Al cabo de un rato, dijo:
—Así pues, usted sugiere que nos enfrentamos a un loco dispuesto a todo con tal de agravar el maldito problema.
—Precisamente, señor, pero no creo que se trate de un loco. Yo diría que se limita a aplicar las teorías del marxismo-leninismo sobre la guerrilla urbana: caos, terror, desorden… Son los factores indispensables para la destrucción de cualquier tipo de gobierno organizado.
—¿Convirtiendo al IRA en el principal objetivo de la campaña de desprestigio?
—De tal modo que resulte cada vez más improbable que los protestantes lleguen a un acuerdo político con esa organización, al igual que nuestro propio gobierno.
—Con lo cual se logra que la lucha se prolongue año tras año, sin llegar jamás a una solución. —Ferguson asintió lentamente—. Una teoría interesante, Harry. ¿Cree usted en ella?
Le dirigió una mirada inquisitiva. Fox se encogió de hombros.
—Todos los datos estaban en el ordenador. Nunca habíamos planteado las preguntas correctas, eso es todo. De haberlo hecho, la explicación habría emergido antes. Hace mucho que dura este asunto, señor.
—Sí, creo que muy bien puede estar usted en lo cierto.
Ferguson siguió reflexionando un rato más, y luego Fox observó suavemente:
—Ese hombre existe, señor. Es real, estoy seguro de ello. Y hay otra cosa. Algo que podría aclarar mucho las cosas.
—Adelante, dígame ya lo peor.
Fox sacó otra hoja de su carpeta.
—Mientras se hallaba usted en Washington, la semana pasada, Tony Villiers regresó de Omán.
—Sí, he oído comentar sus aventuras.
—En su informe, Tony narra una historia muy interesante acerca de un judío ruso disidente llamado Viktor Levin, al que trajo consigo. Un cuadro fascinante acerca de un extraordinario centro de entrenamiento del KGB en Ucrania.
Se aproximó al fuego y encendió un cigarrillo, esperando a que Ferguson terminara de leer el informe. Al cabo, Ferguson le preguntó:
—¿Sabía que Tony Villiers está ahora en las Malvinas?
—Sí, señor, en una misión del SAS tras las líneas enemigas.
—¿Y ese Levin?
—Un ingeniero muy notable. Nos hemos encargado de buscarle ocupación en una de las facultades de Oxford. En estos momentos se encuentra en una casa segura en Hampstead. Me he tomado la libertad de mandarlo llamar, señor.
—¿Eso ha hecho, Harry? No sé cómo me las arreglaría sin usted.
—Yo diría que muy bien, señor. Ah, todavía hay otra cosa. El psicólogo que se cita en el informe, Paul Cherny, huyó de Rusia en 1975.
—¿Cómo? ¿A Inglaterra? —quiso saber Ferguson.
—No, señor. A Irlanda. Fue allí en julio de ese año, para asistir a una conferencia internacional, y solicitó asilo político. Actualmente es profesor de Psicología Experimental en el Trinity College de Dublín.
Viktor Levin parecía sano y en forma, muy bronceado aún por su estancia en Yemen. Vestía un traje gris de tweed, camisa blanca y corbata azul, y usaba unas gafas de bibliotecario, de montura negra, que alteraban radicalmente su aspecto. Estuvo hablando durante un buen rato, respondiendo pacientemente a las preguntas de Ferguson.
Durante una breve pausa, inquirió:
—¿Debo suponer, caballeros, que ustedes creen que ese Kelly, o Cuchulain, para darle su nombre en clave, está actualmente activo en Irlanda? Quiero decir que, después de todo, han pasado veintitrés años.
—Pero ésa era la idea, ¿no? —replicó Fox—. Un topo bajo cobertura profunda. Preparado para entrar en acción cuando Irlanda estallara. Tal vez incluso contribuyó a que ocurriera.
—Y, al parecer, es usted la única persona, aparte de los suyos, que conoce su rostro. Tendremos que pedirle que eche un vistazo a algunas fotografías. Muchas fotografías —añadió Ferguson.
—Como ya he dicho, ha pasado mucho tiempo —objetó Levin.
—Pero tenía un rostro muy característico —dijo Fox.
—Eso es cierto, bien lo sabe Dios. Un rostro como el del mismo diablo, cuando mataba. Por otra parte, no es exacto que yo sea el único que lo conoce. Está también Tanya, Tanya Voroninova.
—La niña cuyo padre murió a manos de Kelly mientras hacía de policía, señor —explicó Fox.
—No tan niña ya. Ahora ha de tener treinta años. Es una mujer encantadora, y ¡habrían de oírla tocar el piano! —intervino Levin.
—¿La ha visto desde entonces? —preguntó Ferguson.
—Muchas veces. Me explicaré. Conseguí convencerles de que me había arrepentido de mis errores pasados, de modo que me rehabilitaron y me dieron trabajo en la Universidad de Moscú. Tanya fue adoptada por el coronel Maslovsky, del KGB, cuya esposa tomó un gran cariño a la niña.
—Actualmente, Maslovsky es general, señor —precisó Fox.
—Resultó que la niña tenía un gran talento para el piano. A los veinte años ganó el premio Chaikovsky en Moscú.
—Un momento —le interrumpió Ferguson, pues la música clásica constituía su mayor disfrute—. Tanya Voroninova, la pianista de concierto. Estuvo particularmente bien en el festival de Leeds de hace dos años.
—Exacto. La señora Maslovsky murió el mes pasado. Tanya dedica la mayor parte de su tiempo a hacer giras por el extranjero. Como es hija adoptiva de un general del KGB, se la considera de bajo riesgo.
—¿La ha visto recientemente?
—Hace seis meses.
—¿Le habló de los acontecimientos que, según usted nos ha dicho, tuvieron lugar en Drumore?
—Oh, sí. Me explicaré. Es una mujer muy inteligente y equilibrada, pero ha conservado la memoria de lo ocurrido. Es como si constantemente tuviera que revivirlo. En una ocasión le pregunté por qué.
—¿Y qué respondió ella?
—Que jamás olvidaría a Kelly porque se había mostrado muy amable con ella. Pero no lograba comprenderlo, por lo que sucedió luego. Dijo que a menudo soñaba con él.
—Sí, pero no creo que pueda sernos de gran ayuda, dado que se halla en Rusia.
Ferguson se puso en pie.
—¿Le importaría esperar un momento en la habitación de al lado, señor Levin?
Fox abrió la puerta forrada de tela verde y el ruso cruzó el umbral.
—Una persona agradable —comentó Ferguson—. Me gusta. —Anduvo hacia la ventana y miró a la plaza. Al cabo de un tiempo, prosiguió—: Hemos de acabar con él. Harry. No creo que hayamos tratado nunca un asunto más importante.
—De acuerdo.
—Es curioso. El IRA precisa tanto como nosotros que Cuchulain sea desenmascarado.
—Sí, señor, ya había pensado en ello.
—¿Le parece que ellos podrían verlo de la misma forma?
—Es posible, señor.
El estómago de Fox se tensó por la excitación, como si supiera qué vendría a continuación.
—Muy bien —dijo Ferguson—. Dios sabe que ya ha sacrificado usted bastante por Irlanda, Harry. ¿Estaría dispuesto a arriesgar la otra mano?
—Si usted lo cree necesario, señor…
—Bien. Vamos a ver si, por una vez, muestran algo de buen sentido. Quiero que vaya usted a Dublín a entrevistarse con el consejo militar del IRA Provisional, o con quienquiera en quien la organización delegue para hablar con usted. Yo me cuidaré de hacer las llamadas necesarias para concertar la entrevista. Alójese en el Westbourne, como de costumbre. Y quiero decir hoy mismo. Yo me ocuparé de Levin.
—Entendido, señor —respondió Fox tranquilamente—. En tal caso, si me disculpa, saldré ahora mismo.
Se dirigió hacia la puerta. Ferguson regresó ante la ventana y contempló la lluvia. Desde luego, la idea de una colaboración entre el IRA y la inteligencia británica era ridícula, pero en esta ocasión parecía justificada. La cuestión era si lo verían así aquellos salvajes de Dublín.
A sus espaldas se abrió la puerta del estudio y apareció Levin. Se aclaró la garganta, como disculpándose.
—General, ¿me necesita todavía?
—Pues claro, mi querido amigo —contestó Charles Ferguson—. Ahora mismo le acompañaré a mi oficina. Fotos, temo que muchas fotos. —Tomó su sombrero y su gabán y abrió la puerta para dejar pasar a Levin—. Pero ¿quién sabe? Puede que identifique a nuestro hombre.
Él mismo no lo creía posible, ni por un instante, pero se guardó de confesárselo a Levin mientras descendían en el ascensor.