CAPÍTULO 15

Susan Calder dijo:

—Desde luego, no es extraño que el Papa quiera venir aquí, señor. Este lugar representa el nacimiento del cristianismo en Inglaterra. El propio san Agustín fundó la catedral.

—¿Es cierto?

Se encontraban en la magnífica nave de la catedral, de estilo gótico, con sus pilares que se elevaban hasta la bóveda. El lugar parecía una colmena, con obreros afanándose por todas partes.

—Es muy espectacular, no cabe duda —reconoció Devlin.

—La catedral fue bombardeada en 1942, durante un ataque a Canterbury. La biblioteca quedó destruida, pero han vuelto a edificarla. Allí, en el crucero del noroeste, es donde Tomás Beckett fue asesinado por tres caballeros hace ochocientos años.

—Creo que el Papa siente una especial afinidad con él —observó Devlin—. Vamos a echar un vistazo.

Avanzaron por la nave hasta el lugar en que Tomás Beckett se convirtió en mártir, tantos años atrás. El punto preciso en el que tradicionalmente se creía que cayó estaba señalado con una pequeña piedra cuadrada. Reinaba una extraña atmósfera. Devlin se estremeció, sintiendo frío de pronto.

—La Punta de la Espada —anunció llanamente la chica—. Así es como la llaman.

—Sí, bueno, parece adecuado, ¿no? Venga, salgamos de aquí. Me apetece un cigarrillo y ya he visto bastante.

Salieron por el pórtico del sur, pasando ante los policías de guardia. También en el exterior había una considerable actividad, con obreros trabajando en las gradas y una abundante presencia policial. Devlin encendió un cigarrillo y, seguido por Susan Calder, bajó a la calzada.

—¿Qué le parece? —le interrogó la joven—. Quiero decir, ni siquiera Cussane podrá entrar aquí mañana. Ya ha visto las medidas de seguridad.

Devlin sacó su cartera y le mostró el pase de seguridad que Ferguson le había proporcionado.

—¿Había visto antes una tarjeta como ésta?

—Creo que no.

—Es muy especial. Me han asegurado que abre todas las puertas.

—¿Y qué?

—Que nadie me la ha pedido todavía. Nos hemos acercado y nos han dejado pasar. ¿Por qué? Porque viste usted uniforme de policía. Y no me diga que es una policía de verdad, porque eso no hace al caso.

—Ya veo a qué se refiere.

Parecía preocupada, y se le notaba.

—El mejor lugar para esconder un árbol es en medio del bosque —prosiguió Devlin—. Mañana, esto estará lleno de policías y dignatarios de la Iglesia. ¿Quién se fijará en un policía o en un sacerdote de más?

En aquel momento, alguien le llamó por su nombre y se volvieron, para descubrir a Ferguson avanzando hacia ellos en compañía de un hombre con abrigo oscuro. Ferguson vestía un gabán de los que solían utilizar los oficiales de la guardia, y portaba un paraguas impecablemente enrollado.

Devlin se apresuró a presentárselo a la muchacha.

—El general de brigada Ferguson.

—En persona —confirmó el general—. ¿Es su chófer?

—Agente de policía Calder, señor —dijo cuadrándose.

—Les presento al superintendente Foster, de la brigada antiterrorista de Scotland Yard —prosiguió Ferguson—. Hemos estado comprobándolo todo. Me parece que la situación está perfectamente controlada.

—Aunque su hombre sea capaz de llegar a Canterbury mañana, le resultará imposible entrar en la catedral —intervino Foster—. Me jugaría mi reputación.

—Esperemos que no sea necesario —respondió Devlin.

Ferguson tiró con impaciencia de la manga de Foster.

—Bien, será mejor que pasemos al interior mientras todavía hay luz. Esta noche me quedaré aquí, Devlin. Ya le llamaré luego a su hotel.

Los dos hombres se dirigieron a la puerta principal, que un policía se apresuró a abrir ante ellos, y entraron en la catedral.

—¿Cree usted que ese policía los conoce? —preguntó amablemente Devlin.

—¡Dios mío, no lo sé! Me hace usted dudar, señor. —Le abrió la portezuela del coche. Devlin montó y ella se sentó al volante y puso el motor en marcha—. Una cosa.

—Dígame.

—Aunque lograra entrar y hacer algo, jamás volvería a salir.

—Pero en eso radica precisamente el problema —le explicó Devlin—. A él no le importa lo que pueda sucederle luego.

—Entonces, ¡que Dios nos ayude!

—Yo no confiaría mucho en su ayuda. Pero no podemos hacer nada, muchacha. Ya no controlamos el juego; es el juego el que nos controla a nosotros. Conque vale más que vayamos tranquilamente a ese hotel y una vez allí la invitaré a la mejor cena que pueda conseguirse. ¿Le había dicho ya que siento una terrible debilidad por las mujeres de uniforme?

Mientras introducía el automóvil en la corriente del tráfico, la joven se echó a reír.

La caravana, grande y espaciosa, estaba muy bien arreglada. La zona destinada a dormitorio era un pequeño compartimiento aislado, con literas gemelas. Cuando Cussane abrió la puerta y miró al interior, le pareció que Morag seguía durmiendo.

Comenzaba a cerrar la puerta cuando ella le llamó.

—¡Harry!

—¿Sí? —Volvió a entrar—. ¿Qué quieres?

—¿Todavía sigue trabajando la abuela?

—Sí.

Se sentó en el borde de la litera. Sentía un intenso dolor. Incluso respirar era doloroso. Algo iba muy mal, y él lo sabía. Morag se incorporó para tocarle el rostro y él se echó un poco hacia atrás.

—¿Te acuerdas del primer día, en el carromato del abuelo? Te pregunté si tenías miedo de que fuera a corromperte.

—Para ser precisos —la corrigió él—, tus palabras exactas fueron: «¿Tiene miedo de que lo corrompa, padre?».

La chica se quedó muy quieta.

—¿Significa eso que eres sacerdote? ¿Un auténtico sacerdote? Creo que siempre lo he sabido.

—Vuelve a dormir.

Ella le sujetó la mano.

—No te irás sin decírmelo, ¿verdad?

Había una verdadera preocupación en su voz. Él respondió suavemente:

—¿Crees que te haría una cosa así? —Se puso en pie y abrió la puerta—. Ahora, duérmete. Nos veremos por la mañana.

Encendió un cigarrillo, abrió la puerta y salió al exterior. La feria de Maidstone era relativamente pequeña: unas cuantas atracciones, diversos puestos, tómbolas y varios tiovivos. Aún había bastante público, ruidoso y animado a pesar de la hora tardía, y la música sonaba con fuerza en el aire de la noche. En un extremo de la caravana estaba el Land Rover que la remolcaba, y en el otro, la tienda roja con el letrero luminoso que rezaba «Gypsy Rose». Mientras la contemplaba, salió una pareja joven, riéndose de buena gana. Cussane vaciló y, por fin, se metió en la tienda.

Brana Smith tendría al menos setenta años, y un pañuelo de vivos colores recogía sus cabellos, apartándolos del moreno rostro apergaminado. Se cubría los hombros con un chal, y un collar de monedas de oro le rodeaba el cuello. La mesa ante la que estaba sentada sostenía una bola de cristal.

—Desde luego, da la imagen —observó Cussane.

—Ésa es la idea. Al público le gusta que una gitana tenga aspecto de gitana. Ponga el cartel de cerrado y déme un cigarrillo. —Él obedeció, volvió junto a la mesa y se sentó ante la mujer como si fuera un cliente, con la bola de cristal entre ambos—. ¿Y Morag? ¿Está dormida?

—Sí. —Respiró profundamente para dominar su dolor—. No debe permitir que regrese nunca a aquel campamento, ¿me entiende?

—No se preocupe. —Su voz era seca y muy tranquila—. Los gitanos nos mantenemos unidos y pagamos nuestras deudas. Haré correr la voz y Murray no tardará en pagar por lo que ha hecho, créame.

Cussane asintió.

—Ha debido de sentirse preocupada al ver que salía su foto en los periódicos. ¿Por qué no ha avisado a la policía?

—¿La policía? Usted bromea. —Se encogió de hombros—. De todos modos, sabía que venía a mí y que se encontraba bien.

—¿Lo sabía? —se extrañó Cussane.

La mujer posó una mano sobre la bola.

—Esto no es más que el decorado, amigo mío. Pero tengo el don, como mi madre antes que yo y la suya antes que ella.

Él asintió.

—Morag me lo dijo. Me leyó el tarot, pero no está segura de sus poderes.

—Oh, también ella tiene el don. —La anciana asintió vigorosamente—. Pero aún no está del todo formado. —Empujó una baraja hacia él—. Corte y devuélvamela con la mano izquierda.

Cussane hizo lo que le decía, y ella volvió a cortar.

—Las cartas no significan nada si no se posee el don. ¿Lo comprende?

Se sentía extrañamente exaltado.

—Sí.

—Tres cartas nos lo dirán todo. —Descubrió la primera. Era la Torre—. Ha sufrido por la fuerzas del destino —anunció—. Otros han controlado su vida.

—Morag sacó esta misma carta. Me digo algo muy parecido.

Descubrió la segunda carta. Mostraba a un joven cabeza abajo, suspendido de una horca por el tobillo izquierdo.

—El Ahorcado. Cuando más duramente lucha, es con su propia sombra. Es dos personas. Él mismo y, sin embargo, no es el mismo. Imposible regresar ahora a la unidad de la infancia.

—Demasiado tarde —confirmó él—. Demasiado tarde.

La tercera carta representaba la Muerte en su imagen tradicional, segando con su guadaña una cosecha de cuerpos humanos.

—Pero ¿de quién? —Cussane se rió demasiado fuerte—. Quiero decir, la muerte. ¿Es la mía o quizá la de otra persona?

—Esta carta tiene un significado mucho más profundo del que refleja su imagen superficial. Es una carta de redención. En la muerte de este hombre está su oportunidad de renacer.

—Sí, pero ¿a quién se refiere? —quiso saber Cussane, inclinándose hacia adelante.

La luz reflejada en la bola de cristal parecía muy brillante. La anciana le tocó la frente, llena de sudor.

—Está usted enfermo.

—Me pondré bien. Necesito descansar, eso es todo. —Se puso en pie—. Dormiré un rato, si no le molesta, y me iré antes de que Morag despierte. Esto es importante, ¿comprende?

—Oh, sí —asintió la gitana—. Le comprendo muy bien.

Salió al frescor de la noche. Para entonces, ya casi todo el público se había retirado, y las atracciones y los diversos puestos estaban cerrando. Le ardía la frente. Subió los escalones de la caravana y se tendió en un banco. Sería mejor tomar la morfina en seguida que aguardar a la mañana. Se levantó, hurgó en la bolsa y sacó una ampolla. La inyección hizo efecto con bastante rapidez y, al poco rato, estaba durmiendo.

Despertó con un sobresalto y con la mente lúcida. Ya era de mañana. Por las ventanas se filtraba la claridad del día, y la anciana estaba sentada ante la mesa, fumando un cigarrillo y contemplándole. Cuando se incorporó, el dolor le pareció tener vida propia. Por un instante creyó que iba a dejar de respirar.

La mujer empujó una taza hacia él.

—Té caliente. Bébalo.

Sabía bien; mejor que cualquier cosa que jamás hubiera probado. Cussane sonrió y, con mano temblorosa, cogió un cigarrillo del paquete de ella.

—¿Qué hora es?

—Las siete.

—¿Morag sigue durmiendo?

—Sí.

—Bien. Me pondré en camino.

—Está usted enfermo, padre Harry Cussane —dijo ella con voz grave—. Muy enfermo.

Cussane sonrió amistosamente.

—Tiene usted el don, de modo que debe de saberlo. —Respiró hondo—. Antes de que me vaya, hay que arreglar unas cuantas cosas. El papel de Morag en todo esto. ¿Tiene un lápiz?

—Sí.

—Bien. Anote este número. —Ella obedeció—. El hombre que contestará se llama Ferguson, general de brigada Ferguson.

—¿Es de la policía?

—En cierto modo. Le encantaría ponerme las manos encima. Si no estuviera, le dirán cómo comunicarse con él dondequiera que se halle, que probablemente será en Canterbury.

—¿Por qué allí?

—Porque yo voy a ir a Canterbury a matar al Papa. —Sacó la Stechkin de su bolsillo—. Con esto.

La anciana pareció encogerse, retirarse a su interior. Le creía, naturalmente, y se le notaba.

—Pero ¿por qué? —susurró—. Es un buen hombre.

—¿Acaso no lo somos todos? O, al menos, lo hemos sido en algún momento de nuestras vidas. Lo importante es esto: cuando me haya ido, llame a Ferguson. Dígale que pienso ir a la catedral de Canterbury. Dígale también que obligué a Morag a que me ayudara y que usted temía por su vida. Cualquier cosa. —Se echó a reír—. En conjunto, creo que bastará con eso.

Recogió su bolsa y se dirigió a la puerta.

—Está usted muriéndose —observó ella—. ¿No lo sabe?

—Claro que lo sé. —Logró sonreír—. Ha dicho usted que la Muerte, en el tarot, significa redención. En mi muerte me aguarda la oportunidad de renacer. El niño está allí. Eso es lo único que importa. —Abrió la bolsa, sacó el fajo de billetes de cincuenta libras y lo arrojó sobre la mesa—. Déselo a ella. A mí ya no me hará falta.

Salió, cerrando la puerta de golpe. La gitana permaneció sentada, escuchando el ruido del coche al arrancar y luego al perderse en la distancia. Permaneció así largo tiempo, pensando en el propio Harry Cussane. Le gustaba más que la mayoría de los hombres que había conocido, pero llevaba la Muerte en sus ojos. Así lo comprendió desde el primer momento. Y tenía que pensar en Morag.

Oyó un sonido tras la puerta, donde dormía la chica; una leve agitación. La vieja Brana consultó su reloj. Eran las ocho y media. Tomando una decisión, se levantó y salió silenciosamente de la caravana. Luego, cruzó apresuradamente los terrenos de la feria en busca de un teléfono público y marcó el número de Ferguson.

Devlin estaba desayunando con Susan Calder en su hotel de Canterbury cuando le llamaron al teléfono. Regresó al poco tiempo.

—Era Ferguson. Cussane ha aparecido. O, mejor dicho, su amiga. ¿Conoce Maidstone?

—Sí, señor. Está a unos veinticinco kilómetros de aquí; treinta, como máximo.

—Entonces, vamos allá. Verdaderamente, ya no nos queda mucho tiempo a ninguno de nosotros.

En Londres, el Papa había salido muy temprano de la nunciatura para visitar a más de cuatro mil religiosos —monjas, monjes y sacerdotes; católicos y anglicanos— en la escuela normal Digby Stuart. Casi todos pertenecían a órdenes de clausura, y era la primera vez en muchos años que salían. Fue un momento sumamente emotivo para todos cuando renovaron sus votos en presencia del Santo Padre. Después de la ceremonia, el Papa salió hacia Canterbury en el helicóptero puesto a su disposición por British Caledonian Airways.

La mansión llamada Stokely Hall estaba circundada por un elevado muro de ladrillo rojo, un añadido de la época victoriana, cuando la familia aún tenía dinero. La casa del guarda, junto a las grandes verjas de hierro, también era victoriana, aunque el arquitecto había hecho todo lo posible para que armonizara con el estilo Tudor del edificio principal. Cuando Cussane pasó por la carretera, había dos coches de la policía detenidos ante la puerta, y el motorista que había ido tras él durante los dos últimos kilómetros giró para entrar en la finca.

Cussane siguió por la carretera sin detenerse, con el muro bordeado de árboles a su izquierda. Cuando la verja se perdió de vista, comenzó a examinar el lado opuesto de la carretera y, finalmente, descubrió una cancela y una pista sin asfaltar que se internaba en el bosque. Cruzó la carretera, salió del coche, abrió la cancela y disimuló el vehículo entre los árboles. Luego, regresó a la cancela, la cerró y volvió a montar en el automóvil.

Se quitó el impermeable, la chaqueta y la camisa, dificultosamente a causa del brazo lesionado. Al desnudarse, notó inmediatamente el mal olor, el hedor enfermizo de la corrupción. Se rió tontamente y se dijo en voz baja:

—¡Dios mío, Harry! Estás cayéndote a pedazos.

Sacó de la bolsa el chaleco negro y el alzacuello y se los puso. Finalmente, la sotana. Le parecía que había transcurrido un montón de años desde que la dobló para guardarla en el fondo de la bolsa, allá en Kilrea. Insertó un cargador lleno en la Stechkin, se la metió en el bolsillo y cogió otro cargador de repuesto. Acto seguido, se metió en el coche mientras empezaba a lloviznar. Nada de morfina. El dolor le mantendría alerta. Cerró los ojos y se juró que no perdería el control.

Brana Smith estaba sentada ante la mesa de su caravana, rodeando con su brazo a Morag, que no dejaba de sollozar.

—Dígame exactamente cuáles fueron sus palabras —le pidió Liam Devlin.

—Abuela… —comenzó la chica.

La anciana meneó la cabeza.

—Calla, pequeña. —Se volvió hacia Devlin—. Me dijo que pensaba matar al Papa. Me enseñó la pistola. Después, me dio un número de teléfono de Londres y me dijo que llamara a un tal Ferguson.

—¿Y qué tenía que decirle?

—Que estaría en la catedral de Canterbury.

—¿Eso es todo?

—¿No es bastante?

Devlin se volvió hacia Susan Calder, de pie junto a la puerta.

—Bien; será mejor que volvamos.

La agente de policía abrió la puerta. Brana Smith preguntó:

—¿Qué me dice de Morag?

—Eso es cosa de Ferguson. —Devlin se encogió de hombros—. Ya veré qué puedo hacer.

Se disponía a salir cuando la anciana le llamó:

—Señor Devlin. —El irlandés se volvió—. Está muriéndose.

—¿Muriéndose? —repitió Devlin.

—Sí, por una herida de bala.

Salió, ignorando la curiosa multitud de trabajadores de la feria, y se instaló en el asiento delantero junto a Susan. Mientras se alejaban, llamó por radio a la central de policía de Canterbury y solicitó que lo conectaran con Ferguson.

—Aquí no hay nada nuevo —informó al general de brigada—. El mensaje es para usted, y muy sencillo. Piensa acudir a la catedral de Canterbury.

—¡Cerdo desvergonzado! —exclamó Ferguson.

—Otra cosa. Está muriéndose. Supongo que se le habrá comenzado a gangrenar la herida que recibió en la granja de los Mungo.

—¿La que usted le produjo?

—Exactamente.

Ferguson aspiró hondo.

—De acuerdo. Vuelva aquí inmediatamente. El Papa no tardará en llegar.

Stokely Hall era una de las mejores mansiones Tudor de Inglaterra, y los Stokely habían sido una de las contadas familias aristocráticas inglesas que mantuvieron su catolicismo después de Enrique VIII y la Reforma. El detalle más característico de Stokely Hall era la capilla familiar situada en el bosque, a la que se accedía desde la mansión a través de un túnel. Numerosos especialistas la consideraban, en efecto, como la iglesia católica más antigua de Inglaterra. El Papa había expresado su deseo de orar en ella.

Cussane se recostó en el asiento del coche, reflexionando. El dolor era casi insoportable. Su cara estaba fría como el hielo, y aun así chorreaba sudor. Logró encontrar un cigarrillo e iba a encenderlo cuando, a lo lejos, oyó ruido de motores en el firmamento. Se apeó y escuchó atentamente. Al cabo de unos instantes, el helicóptero azul y blanco pasó sobre su cabeza.

—No parece contento, señor —observó Susan Calder.

—Anoche era Liam a secas. Y no estoy contento. La conducta de Cussane carece de sentido.

—Anoche era anoche, y ahora es ahora. ¿Qué le preocupa?

—Harry Cussane, mi mejor amigo durante más de veinte años. El mejor jugador de ajedrez que jamás he conocido.

—¿Y qué era lo más notable de él?

—Que siempre iba con tres jugadas de adelanto. Que tenía el talento de hacer que uno se concentrara en su mano derecha cuando lo verdaderamente importante lo estaba haciendo con la izquierda. En las actuales circunstancias, ¿qué le sugiere todo esto?

—Que no tiene ninguna intención de presentarse en la catedral de Canterbury. Ahí es donde se concentra toda la atención, donde todo el mundo está esperándole.

—De modo que atacará en otro lugar. Pero ¿cómo? ¿Dónde está el programa para hoy?

—En el asiento de atrás, señor.

Lo cogió y leyó en voz alta.

—Comienza en la escuela normal Digby Stuart. De ahí, en helicóptero a Canterbury. —Frunció el ceño—. Un momento. Se detendrá en un lugar llamado Stokely Hall para visitar una capilla católica.

—Hemos pasado por delante cuando íbamos a Maidstone —le informó ella—. Está a unos cinco kilómetros de aquí. Pero esa visita no figura en el programa. Ninguno de los periódicos la ha mencionado. ¿Cómo podría haberse enterado Cussane?

—Antes estaba a cargo de la oficina de prensa del Secretariado Católico de Dublín. —Devlin se descargó un puñetazo en el muslo—. Eso es. Tiene que serlo. Apriete el gas a fondo y no se detenga por nada.

—¿Y Ferguson?

Devlin asió el micrófono de la radio.

—Trataré de localizarlo, pero es demasiado tarde para que pueda hacer algo. Llegaremos en cuestión de minutos. Todo depende de nosotros.

Sacó la Walther del bolsillo, la amartilló y puso el seguro mientras el automóvil ganaba rápidamente velocidad.

La carretera estaba despejada cuando Cussane la atravesó. Buscó el refugio de los árboles y avanzó a lo largo del muro. Llegó ante una vieja puerta de hierro, estrecha y oxidada, firmemente fijada en el muro, y mientras la comprobaba oyó rumor de voces al otro lado. Se ocultó detrás de un árbol y esperó. Entre los barrotes distinguía un sendero y arbustos de rododendros. Casi inmediatamente, aparecieron dos monjas.

Les dio tiempo para que se alejaran y después se dirigió a un punto bajo los árboles donde el terreno se elevaba considerablemente, dejándole casi a la misma altura que el muro. Se colgó de una rama que salía del interior. De no haber sido por la herida, la entrada le habría resultado ridículamente fácil. El dolor era muy intenso, pero se arremangó la sotana para tener mayor libertad de movimientos y se encaramó sobre el muro, deteniéndose apenas un instante antes de saltar al suelo.

Se quedó unos momentos apoyado sobre una rodilla, tratando de recobrar el aliento, y luego se puso en pie y se pasó una mano por los cabellos. A continuación, echó a andar por el sendero, oyendo las voces de las monjas por delante, hasta que giró en torno a una antigua fuente de piedra y les dio alcance. Las religiosas se volvieron hacia él, sorprendidas. Una de ellas era muy anciana, y la otra, más joven.

—Buenos días, hermanas —las saludó con energía—. ¿Verdad que esto es muy hermoso? No he podido resistir la tentación de dar un paseíto.

—Tampoco nosotras, padre —respondió la de más edad.

Siguieron caminando juntos hasta donde terminaban los arbustos, y salieron a una amplia extensión de césped. El helicóptero estaba parado a unos cien metros de ellos, con los tripulantes esperando a su lado. Delante de la casa había varias limusinas y dos coches de la policía. Una pareja de agentes cruzó el césped sujetando la correa de un alsaciano. Pasaron ante Cussane y las monjas sin decir palabra, y siguieron su camino hacia los arbustos.

—¿Es usted de Canterbury, padre? —preguntó la monja de más edad.

—No, hermana…

Hizo una pausa.

—Agatha. Y mi compañera es la hermana Anne.

—Yo pertenezco al Secretariado de Dublín. Es maravilloso haber recibido esta invitación para ver a Su Santidad. Durante su viaje a Irlanda no tuve ocasión de verle.

Susan Calder salió de la carretera y se detuvo ante la puerta principal. Cuando se les acercaron dos policías, Devlin les mostró su pase de seguridad.

—¿Ha pasado alguien por aquí en los últimos minutos?

—No, señor —respondió uno de los agentes—. Pero han venido muchísimos invitados antes de que llegara el helicóptero.

—¡En marcha! —ordenó Devlin.

Susan recorrió el camino de acceso a bastante velocidad.

—¿Qué le parece?

—¡Está aquí! —contestó Devlin—. Me jugaría la vida.

—¿Ha visto ya a Su Santidad, padre? —inquirió la hermana Anne.

—Todavía no. Acabo de llegar de Canterbury con un mensaje para él.

Cruzaron el camino de grava, pasando ante los policías de pie junto a los automóviles, subieron los escalones y entraron por la enorme puerta de roble bajo la mirada de los dos guardias de seguridad uniformados. El vestíbulo era espacioso y una escalinata central subía hasta un rellano. A la derecha, una puerta de dos hojas abierta de par en par dejaba ver una amplia sala de recepción llena de invitados, muchos de ellos dignatarios de la Iglesia.

Cussane y las dos monjas se dirigieron hacia allí.

—¿Dónde está la célebre capilla de Stokely? —quiso saber—. No he tenido ocasión de verla.

—Oh, es hermosísima —respondió la hermana Agatha—. ¡Tantos años de oración! La entrada está abajo, en el vestíbulo. ¿Ve donde está el monseñor?

Se detuvieron a la entrada de la sala de recepción y Cussane dijo:

—Si me disculpan unos instantes, tal vez pueda darle mi mensaje a Su Santidad antes de que se una a la recepción.

—Le esperaremos aquí, padre —decidió la hermana Agatha—. Creo que preferiríamos entrar en su compañía.

—Naturalmente. No tardaré.

Cussane pasó ante el arranque de la escalinata y se dirigió al rincón del vestíbulo donde estaba el monseñor, resplandeciente de negro y escarlata. Era un anciano de cabellos plateados, y hablaba con acento italiano.

—¿Qué desea, padre?

—Quiero ver a Su Santidad.

—Imposible. Está orando.

Cussane tapó la boca del anciano, abrió la puerta y lo empujó al interior. Una vez dentro, cerró de nuevo la puerta con un pie.

—Lo siento muchísimo, padre.

Golpeó el cuello del viejo sacerdote con el canto de su mano y lo depositó suavemente en el suelo.

Ante él se abría un túnel largo y angosto, escasamente iluminado. Al otro extremo, unos cuantos peldaños conducían a una puerta de roble. El dolor era terrible, insoportable. Pero eso ya no tenía importancia. Se detuvo unos instantes, esforzándose por recobrar el aliento, y luego sacó la Stechkin del bolsillo y se adelantó por el corredor.

Susan Calder frenó al pie de los escalones y salió en pos de Devlin, que había saltado del coche antes de que se hubiera detenido por completo. Cuando un sargento se dirigió hacia él ya tenía el pase de seguridad en la mano.

—¿Ha ocurrido algo anormal? ¿Algún visitante inesperado?

—No, señor. Muchos invitados antes de que llegara el Papa. Acaban de pasar dos monjas y un sacerdote.

Devlin entró corriendo en el vestíbulo, con Susan Calder pisándole los talones. Se detuvo para mirar en torno: la recepción a la derecha, las dos monjas junto a la puerta. «Y un sacerdote», había dicho el sargento.

Se dirigió a las hermanas Agatha y Anne:

—¿Han llegado ustedes hace poco, hermanas?

Por detrás de ellas, los invitados conversaban animadamente, mientras los camareros circulaban entre ellos.

—Así es —asintió la hermana Agatha.

—¿No iba un sacerdote con ustedes?

—Oh, sí, el buen padre de Dublín.

A Devlin se le hizo un nudo en el estómago.

—¿Y dónde está?

—Traía un mensaje de Canterbury para Su Santidad, pero le dije que el Santo Padre se hallaba en la capilla y fue a hablar con el monseñor, allí en la puerta. —La hermana Agatha le condujo hasta la entrada de la capilla y se detuvo, sorprendida—. Vaya, parece que monseñor ya no está.

Devlin echó a correr, con la Walther en la mano mientras abría la puerta de un empujón y tropezaba con el monseñor tendido en el suelo. Advirtió que Susan Calder le seguía, y distinguió aún con mayor claridad al sacerdote de sotana negra que subía los peldaños del extremo del túnel y asía la manija de la puerta.

—¡Harry! —gritó Devlin.

Cussane se volvió y disparó sin la menor vacilación. La bala se hundió en el antebrazo de Devlin, arrojándolo contra la pared. La Walther de Devlin se deslizó de entre sus dedos, y Susan lanzó un grito y se pegó al muro.

Cussane permaneció inmóvil con la Stechkin en su mano derecha, pero no volvió a disparar. En vez de ello, esbozó una sonrisa cadavérica.

—No te metas en esto, Liam —le advirtió—. ¡Último acto!

A continuación, se dio la vuelta y abrió la puerta del oratorio.

Devlin se sentía mareado y presa de las náuseas, a causa del shock. Buscó a tientas la Walther con su mano izquierda, la empuñó y volvió a dejarla caer mientras trataba de incorporarse. En seguida, lanzó una furiosa mirada a la chica.

—¡Recoja el arma! ¡Deténgalo! ¡Todo depende de usted!

Susan Calder no sabía nada de armas, más allá de lo aprendido durante un par de horas de prácticas en el transcurso de su preparación. Había disparado algunos cartuchos con un revólver en la sala de tiro, y eso era todo. Pero recogió la Walther sin dudarlo y corrió por el pasadizo. Devlin se levantó dificultosamente y fue tras ella.

La capilla era un lugar de sombras sacrilizadas por los siglos, sin más iluminación que la lamparilla del sagrario. Su Santidad el Papa Juan Pablo II, con sus albas vestiduras, estaba arrodillado ante el sencillo altar. La detonación de la Stechkin silenciada, amortiguada por la puerta, no le había alertado, pero los gritos, sí. Estaba levantándose, mirando hacia la puerta, cuando ésta se abrió violentamente y Cussane hizo su aparición.

Se detuvo en el umbral, con el rostro perlado de sudor. Con su sotana negra, la Stechkin sujeta contra el muslo, parecía una figura extrañamente medieval.

—Usted es el padre Harry Cussane —afirmó con seguridad Juan Pablo.

—Se equivoca. Soy Mikhail Kelly. —Cussane se echó a reír salvajemente—. Una especie de actor ambulante.

—Usted es el padre Harry Cussane —insistió Juan Pablo, inexorablemente—. Sacerdote una vez, sacerdote para siempre. Dios no le abandona.

—¡No! —gritó Cussane, en una especie de agonía—. ¡Me niego!

Alzó la Stechkin y Susan Calder se precipitó a través de la puerta cayendo de rodillas, con la falda alzada hasta los muslos y la Walther sujeta entre ambas manos. Le disparó dos veces a la espalda, destrozándole la columna vertebral. Cussane lanzó un grito de dolor y cayó de rodillas ante el Papa. Por un instante permaneció inmóvil, y a continuación se desplomó sobre un costado sin soltar la Stechkin.

Susan se quedó arrodillada, bajando la Walther hacia el suelo y contemplando cómo el Pontífice cogía con suavidad la Stechkin de la mano de Cussane.

Oyó que el Papa le decía, en inglés:

—Quiero que haga un acto de contrición. Repita conmigo: «Oh, Dios mío, infinitamente bondadoso…».

—Oh, Dios mío… —balbuceó Harry Cussane, y entonces murió.

El Papa, de rodillas, empezó a rezar con las manos unidas.

Por detrás de Susan, Devlin entró en la capilla y se sentó en el suelo con la espalda apoyada en la pared, sujetando el brazo herido con sus dedos ensangrentados. Susan dejó caer la pistola y se acurrucó a su lado, como para darle calor.

—¿Se siente siempre lo mismo? —le preguntó ásperamente—. ¿La misma vergüenza y suciedad?

—Bienvenida al club, chiquilla —respondió Liam Devlin, rodeándola con el brazo bueno.