Morag despertó con un sobresalto. El tren parecía a punto de detenerse. Estaban pasando junto a una especie de muelle de carga, y algunas farolas arrojaban a intervalos su luz al interior del vagón, destacando el rostro de Cussane de la oscuridad circundante. Seguía dormido, con el rostro desprovisto de cualquier expresión. Cuando la chica le tocó suavemente la frente, la halló perlada de sudor. Cussane gruñó y se volvió de lado, cambiando el brazo de lugar. Morag vio que aún aferraba la Stechkin.
Tenía frío. Se subió el cuello del chaquetón, metió las manos en los bolsillos y siguió contemplándolo. Era una chica sencilla y sin complicaciones, a pesar de la vida que había llevado, pero estaba dotada de una mente rápida y de una buena dosis de sentido común.
Nunca había conocido a nadie como Cussane. Y no solamente por la pistola que sostenía en la mano, ni por su fría y rápida violencia. No le tenía miedo. Fuera lo que fuese, no se trataba de un hombre cruel. Y, lo más importante de todo, la había ayudado, y eso era algo a lo que ella no estaba acostumbrada. Incluso su abuelo había tenido dificultades para protegerla de la brutalidad de Murray. Cussane la salvó de eso, y Morag era lo bastante mujer como para saber que también la había salvado de algo mucho peor. El hecho de que ella también le había ayudado, ni siquiera se le ocurrió. Por primera vez en su vida, se sentía embargada por una sensación de libertad.
El vagón dio otra sacudida. Cussane abrió los ojos, se alzó rápidamente sobre una rodilla y consultó su reloj.
—La una y media. Debo de haber dormido mucho tiempo.
—Sí.
Cussane atisbo por un resquicio de la puerta y asintió.
—Creo que estamos en los apartaderos de Penrith. ¿Dónde tengo la bolsa?
Morag la empujó hacia él. Cussane buscó en su interior, sacó el botiquín y se inyectó otra ampolla de morfina.
—¿Cómo va la herida? —inquirió ella.
—Bien —respondió—. No me molesta. Solamente quería asegurarme.
Estaba mintiendo, pues el dolor, al despertar, había sido muy intenso. Abrió la puerta, se asomó un poco, y de la oscuridad surgió un letrero con el nombre de Penrith.
—Tenía razón.
—¿Nos bajamos aquí?
—No sabemos si el tren irá más lejos, y la autopista queda bastante cerca.
—Y luego ¿qué?
—Habrá una estación de servicio, cafeterías, tiendas, coches aparcados, camiones… ¿Quién sabe? —El dolor había desaparecido de nuevo y esbozó una sonrisa—. Un mundo de infinitas posibilidades. Ahora, dame la mano, y cuando el tren vaya a pararse saltaremos.
La autopista quedaba más lejos de lo que Cussane había supuesto, de modo que ya eran las tres cuando llegaron a la primera estación de servicio de la M6 y se aproximaron a la cafetería. Entraron un par de coches procedentes de la autopista y luego un camión, un vehículo tan enorme que Cussane no pudo ver el automóvil de la policía hasta el último momento. Se ocultó tras una camioneta, tirando de Morag hacia sí, y el coche de policía se detuvo, con la luz del techo girando perezosamente.
—¿Qué hacemos ahora? —susurró la chica.
—Esperar y ver.
El conductor permaneció sentado al volante, y su compañero bajó y se metió en la cafetería. Podían verlo perfectamente a través de los amplios ventanales. En el café habría unas veinte o treinta personas, repartidas entre las diversas mesas. El policía se paseó por el local, observándolo todo, y volvió a salir. Se metió en el coche y comenzó a hablar por la radio mientras el chófer arrancaba.
—Nos buscaban a nosotros —observó Morag.
—¿A quién si no? —Le quitó la boina de la cabeza y la arrojó a una papelera cercana—. Mejor así. Se veía demasiado. —Hurgó en su bolsillo y encontró un billete de cinco libras, que le entregó a la chica—. En estos lugares sirven cosas para llevar. Pide té caliente y bocadillos. Yo te esperaré aquí. Así es más seguro.
La muchacha subió por la rampa y entró en la cafetería. La vio vacilar al extremo del mostrador y, finalmente, tomar una bandeja. En aquel momento descubrió un banco adosado a un muro bajo y medio oculto por un camión grande. Tomó asiento, encendió un cigarrillo y esperó, pensando en Morag Finlay.
Era curioso que le pareciera tan adecuado pensar en ella. Reflexionó acerbamente, con la habitual costumbre sacerdotal de autoexaminarse, que no debería hacerlo. No era más que una niña. Llevaba más de veinte años de celibato, sin que jamás hubiera tenido el menor problema para vivir sin mujeres. ¡Qué absurdo resultaría, al final de su carrera, enamorarse de una gitanilla de dieciséis años!
La chica regresó a su lado con una bandeja de plástico que depositó sobre el banco.
—Té y bocadillos de jamón —anunció—. ¿Qué te parece esto? Salimos en el periódico. Hay un puesto de revistas al lado de la puerta.
Sorbió con cuidado el té hirviente de una de las tazas de plástico y desplegó el periódico sobre sus rodillas, leyéndolo bajo la escasa iluminación que arrojaba la cafetería sobre el aparcamiento. Era un periódico local, publicado en Carlisle la noche anterior. Cussane aparecía en primera página, junto a una foto de Morag.
—Pareces más joven —comentó.
—Es una foto que me hizo mi madre el año pasado. La tenía el abuelo en la pared de su carromato. Han debido de quitársela, porque él jamás se la habría dado.
—Si un periódico local las tenía ayer por la tarde, supongo que saldrán también en la primera edición de la mañana de todos los diarios nacionales.
Se produjo un profundo silencio. Cussane encendió otro cigarrillo y permaneció sentado, fumando sin decir nada.
—Vas a dejarme, ¿verdad? —preguntó Morag.
Él sonrió con dulzura.
—¡Dios mío, parece que tengas un millar de años! Sí, voy a dejarte. No nos queda otra opción.
—No tienes por qué explicarme nada.
Pero él se lo explicó.
—Para la inmensa mayoría de la gente, las fotografías de los periódicos carecen de significado. Sólo les llama la atención lo que se sale de lo corriente, como tú y yo juntos. Si viajas sola, tienes muy buenas posibilidades de llegar a donde quieras. ¿Todavía tienes el dinero que te di?
—Sí.
—Entonces, vete a la cafetería. Estarás mejor allí. Espera a que llegue un autobús. Sé que para aquí, porque el otro día tomé uno en dirección contraria. Si sacas billete a Birmingham, desde allí podrás llegar a Londres sin problemas.
—¿Y tú?
—No te preocupes por mí. Si te cogen, les dices que te obligué a ayudarme. Habrá bastantes que estén dispuestos a creérselo, así que aceptarán tu explicación. —Tomó su bolsa y acarició el rostro de la chica—. Eres una persona muy especial. No dejes nunca que nadie vuelva a abusar de ti. ¿Me lo prometes?
—Sí.
Ahogó un sollozo, se acercó para besarle la mejilla y echó a correr. Había aprendido a no llorar en una dura escuela, pero cuando entró en la cafetería tenía una sensación cálida y hormigueante en sus ojos. Pasó rozando una mesa. Una mano la cogió de la manga y, al volverse, vio a dos jóvenes motoristas vestidos de cuero negro, dos jóvenes de aspecto duro y malvado, con el cabello rapado. El que la sujetaba de la manga llevaba una Cruz de Hierro nazi sobre su pecho.
—¿Qué te pasa, preciosa? Nada que no pueda arreglarse con un buen paseo en moto, seguro.
Morag se desasió sin llegar siquiera a sentirse molesta, fue a pedir una taza de té y tomó asiento en una mesa. Cussane había entrado en su vida, había vuelto a salir de ella y ya nada sería igual que antes. Comenzó a llorar con lentas y amargas lágrimas, las primeras que vertía en muchos años.
A Cussane se le abrían dos posibilidades: arriesgarse a hacer autostop o robar un coche. La segunda le permitía una mayor libertad y más control de sus movimientos, pero únicamente le serviría si el robo no era denunciado hasta pasado algún tiempo. Al otro lado de la autopista había un motel. Los automóviles aparcados allí pertenecerían a gente que se había quedado a pasar la noche. En el peor de los casos, eso le daba un margen de tres o cuatro horas hasta que se descubriera la ausencia del vehículo, y para entonces él ya estaría lejos.
Subió las escaleras del paso elevado, pensando en Morag Finlay y en lo que podía sucederle. Pero eso no era problema suyo. Lo que le había explicado era cierto. Juntos, se hacían notar demasiado. Se detuvo en el puente, encendió otro cigarrillo y contempló los camiones que pasaban siseando por la autopista, bajo sus pies. Todo perfectamente razonable y lógico. ¿Por qué, pues, le hacía sentirse tan mal?
—¡Dios mío, Harry! —se dijo en voz baja—. Estás dejándote corromper por la sinceridad, la decencia y la inocencia. No es posible pervertir a esa chica. Siempre permanecerá inmune a la podredumbre de la vida.
Pero, aun así…
Alguien se detuvo a su lado y una voz amable preguntó:
—¿Estás bien, chiquilla? ¿Puedo ayudarte en algo?
Era un antillano —Morag lo vio en seguida— de cabello crespo y oscuro, con toques de gris en los aladares. Debía de tener unos cuarenta y cinco años, vestía un grueso chaquetón de chófer con cuello de piel, muy manchado de grasa, y llevaba una fiambrera de plástico y un termo. El hombre sonrió, y su sonrisa convenció a Morag de que no le causaría problemas. El hombre tomó asiento.
—¿Qué te preocupa?
—La vida.
—Oye, eso es muy profundo para una chica tan joven como tú. —Pero la sonrisa seguía siendo amable—. ¿Puedo hacer algo por ti?
—Estoy esperando el autobús.
—¿Adónde quieres ir?
—A Londres.
Él meneó la cabeza.
—Todos los chicos queréis ir a Londres cuando os escapáis de casa.
—Mi abuela vive en Londres —le explicó cansadamente—. En Wapping.
El hombre asintió y frunció el ceño, como si estuviera estudiando el asunto. Finalmente, se puso en pie.
—Muy bien. Soy tu hombre.
—¿Qué quiere decir?
—Soy camionero y trabajo para una empresa de Londres. No voy directamente, te lo advierto, porque cuando lleguemos a Manchester tendré que desviarme por la autopista de Pennine hasta Leeds, para dejar una carga, pero aun así creo que llegaremos a Londres a primera hora de la tarde.
—No sé… —vaciló.
—El autobús no pasará hasta dentro de cinco horas, de modo que no tienes nada que perder. Por si te sirve de algo, de diré que tengo tres hijas, las tres mayores que tú, y que me llamo Earl Jackson.
—De acuerdo —respondió, decidiéndose en un instante, y salió de la cafetería junto a él.
Bajaron por la rampa y echaron a andar a través del aparcamiento. Su camión también arrastraba un enorme remolque.
—Aquí estamos —anunció—. Todas las comodidades del hogar.
Oyeron ruido de pasos y, al volverse, el motorista rubio apareció por detrás de otro camión. Se acercó a ellos y se detuvo, poniendo los brazos en jarras.
—Chica mala —comenzó—. Te invité a viajar en mi moto y ¿qué veo ahora? Quieres desaparecer en compañía de ese moreno. Eso no puedo consentirlo de ninguna manera.
—¡Cielos! —exclamó Earl Jackson—. ¡Si habla y todo! Seguramente también se mea si le das agua.
Se agachó para dejar la fiambrera y el termo en el suelo y el segundo motorista salió por debajo del camión y le pegó un puntapié que le hizo trastabillar y perder el equilibrio. El rubio le dio un rodillazo en la cara. El que estaba a espaldas de Jackson lo levantó en vilo y le rodeó el cuello con un brazo, mientras el otro abría y cerraba los puños, ajustándose los guantes.
—Espera un poco, Sammy. Quiero darle una lección.
Sammy lanzó un chillido cuando sintió el puñetazo en sus riñones. Se retorció de dolor, dejando libre a Jackson, y Cussane le golpeó de nuevo, haciéndole caer de rodillas.
En seguida, pasó junto a Jackson para enfrentarse al otro motorista.
—Verdaderamente, no habrías debido salir de debajo de tu piedra.
El joven se llevó la mano al bolsillo y, mientras Morag lanzaba un grito de advertencia, abrió con un chasquido la hoja de su navaja automática, que destelló bajo la escasa iluminación. Cussane dejó caer la bolsa, se echó a un lado y le aferró la muñeca con ambas manos, retorciendo hacia atrás el brazo del rubio y aplastándole la cara contra el camión. El joven se desplomó de rodillas, con el rostro ensangrentado. Cussane lo alzó de un tirón y extendió una mano hacia el otro, que ya se había incorporado. Los atrajo a ambos hacia sí.
—Podría obligaros a usar muletas durante un año, pero pienso que quizá prefiráis marcharos ahora mismo.
Los jóvenes retrocedieron horrorizados, y se alejaron a toda prisa. Entonces Cussane comenzó a sentir de nuevo el dolor, tan intenso que le hizo sentir náuseas. Se dio la vuelta, sujetando la lona que cubría el remolque, y Morag corrió hacia él y lo rodeó con su brazo.
—¿Estás bien, Harry?
—Pues claro; no te preocupes.
Earl Jackson se dirigió a él.
—Me ha salvado la piel, hombre. Estoy en deuda con usted. —Luego se volvió hacia Morag—. Creo que no me lo habías contado todo.
—Estábamos juntos y nos separamos. —Miró de soslayo a Cussane—. Ahora volvemos a estar juntos.
—¿También quiere ir a Londres? —inquirió Jackson.
Ella asintió.
—¿Sigue en pie su oferta?
—¿Por qué no? —Sonrió—. Sube a la cabina. Detrás del asiento, verás que hay un panel deslizante. Es un invento mío. Dentro hay una litera, con mantas y todo. Lo hice para poder dormir en los aparcamientos y ahorrarme las cuentas de hotel.
Morag trepó a la cabina. Cussane iba a seguirla cuando Jackson lo sujetó por la manga.
—Oiga, no sé qué arreglo tienen, pero es una buena chica.
—No tiene por qué preocuparse —respondió Cussane—. Yo también opino lo mismo.
Y subió al camión.
Acababan de dar las ocho de una hermosa y radiante mañana cuando el reactor de Alitalia que había transportado al Papa Juan Pablo desde Roma aterrizó en el aeropuerto de Gatwick. El Pontífice descendió por la escalerilla, saludando con la mano a la entusiasmada muchedumbre. Su primer acto fue arrodillarse y besar el suelo inglés.
Devlin y Ferguson estaban de pie ante la balaustrada, mirando hacia abajo.
—En momentos como éste lamento no estar ya retirado —dijo el general de brigada.
—Enfréntese con la realidad —replicó Devlin—. Si un asesino dispuesto a todo, incluso a perder la vida, toma como blanco al Papa, a la reina de Inglaterra o a quien sea, todas las probabilidades están a favor suyo.
Por debajo de ellos, el Papa era recibido por el cardenal Basil Hume y por el duque de Norfolk, en nombre de la reina. El cardenal pronunció un discurso de bienvenida, y el Papa le respondió. A continuación, se dirigieron hacia los coches que les esperaban.
—¿Qué viene ahora? —quiso saber Devlin.
—Una misa en la catedral de Westminster. Después del almuerzo, una visita a Su Majestad en el palacio de Buckingham. Luego, la catedral de San Jorge, en Southwark, para ungir a los enfermos. Temo que vamos a tener mucho movimiento. —Ferguson no estaba contento, y se le notaba—. ¡Maldita sea, Liam! ¿Dónde puede estar? ¿Dónde estará ese cerdo de Cussane?
—Por ahí —contestó Devlin—. Seguramente, más cerca de lo que suponemos. Lo único cierto es que saldrá a la superficie en las próximas veinticuatro horas.
—Y entonces lo atraparemos —añadió Ferguson, mientras comenzaban a retirarse.
—Si usted lo dice… —respondió Devlin, por todo comentario.
El patio del almacén de Hunslet, en Leeds, bastante próximo a la autopista, estaba lleno de camiones. Cussane abrió el panel deslizante y Jackson le advirtió:
—Procure que no le vean, hombre. Los pasajeros están estrictamente verboten. Podría perder mi licencia.
Bajó del camión para supervisar el desenganche del remolque, y luego se dirigió a la oficina de fletes para que le firmaran el recibo.
El empleado le saludó desde su escritorio.
—Hola, Earl. ¿Has tenido buen viaje?
—No ha sido malo.
—Me han dicho que había diversión en la M6. Uno de los chicos ha llamado desde las afueras de Manchester, por una avería. Dijo que había un montón de policías por las carreteras.
—No me he dado cuenta —contestó Jackson—. ¿Ha ocurrido algo?
—Andan buscando a un tipo relacionado con el IRA. Dicen que viaja con una chica.
Jackson consiguió ocultar su sobresalto mientras firmaba las hojas.
—¿Algo más?
—No, eso es todo, Earl. Hasta la vista.
Jackson salió. Se detuvo junto al camión, vacilante, pero decidió seguir con su idea original y, abandonando el patio, se dirigió a la cafetería, al otro lado de la carretera. Le dio su termo a la camarera para que lo llenara, pidió unos bocadillos de bacon y compró un periódico que fue leyendo lentamente mientras regresaba hacia el camión.
Trepó a la cabina y les pasó el termo y los bocadillos.
—El desayuno y algo para leer mientras comen.
Las fotos eran idénticas a las publicadas por el periódico de Carlisle, y el artículo venía a decir lo mismo. No había mucha información sobre la chica. Solamente que viajaba en su compañía.
Cuando tomaron el desvío de acceso a la autopista, Cussane preguntó:
—¿Y bien?
Jackson no apartó la vista de la carretera.
—Es un asunto serio, hombre. De acuerdo, estoy en deuda con usted, pero no tanto. Si los encuentran…
—Tendría usted problemas.
—No puedo permitírmelo —explicó Jackson—. Tengo antecedentes. He estado dos veces en la cárcel. Me dedicaba a los coches, hasta que senté la cabeza. No quiero problemas, y puede estar seguro de que no deseo volver a ver Pentonville por dentro.
—En ese caso, lo mejor que puede hacer es seguir conduciendo —le aseguró Cussane—. Una vez en Londres, nos bajamos y usted se va a sus cosas. Nadie se enterará nunca.
Era la única solución, y Jackson lo sabía.
—De acuerdo. —Suspiró—. Supongo que será lo mejor.
—Lo siento, señor Jackson —le dijo Morag.
El conductor le dirigió una sonrisa a través del espejo.
—No te preocupes, chiquilla. Hubiera tenido que pensarlo mejor. Ahora, métete dentro y cierra ese panel —añadió, mientras el camión se introducía en la autopista.
Devlin estaba telefoneando al hospital de Dumfries cuando Ferguson salió del estudio.
Cuando hubo terminado, el general de brigada comentó:
—Me gustaría recibir una buena noticia. Acaban de informarme que una sección de paracaidistas al mando del coronel H. Jones atacó un lugar llamado Goose Green, en las Malvinas. Resultó que había el triple de soldados argentinos de los que ellos creían.
—¿Y qué pasó?
—Oh, ganaron la batalla, pero me temo que Jones ha muerto.
—Los informes sobre Harry Fox son tranquilizadores —anunció Devlin—. Esta tarde lo traerán en avión desde Glasgow. Dicen que está en buena forma.
—Gracias a Dios —dijo Ferguson.
—He hablado con Trent. No han podido sacar nada en claro de esos quincalleros. Nada que nos sea útil, por lo menos. El abuelo dice que no tiene ni idea de adónde puede haber ido la chica. Su madre está en Australia.
—Esos quincalleros son peor que gitanos —observó Ferguson—. Los conozco bien; recuerde que provengo de Angus. Son gente extraña. Aunque se odien entre sí, aún odian más a la policía. No le dirían ni cómo llegar a unos lavabos públicos.
—¿Qué hacemos ahora?
—Iremos a la catedral de San Jorge a ver qué hace Su Santidad, y luego quizá pueda usted llegarse hasta Canterbury. Le he adjudicado un coche de la policía con chófer. Creo que contribuirá a darle un aspecto lo más oficial posible.
Morag estaba sentada en un extremo de la litera, con la espalda contra la pared.
—¿Por qué volviste, allá en Penrith? Todavía no me lo has dicho.
Cussane se encogió de hombros.
—Supongo que decidí que no estabas preparada para arreglártelas sola, o algo por el estilo.
Ella meneó la cabeza.
—¿Por qué tienes tanto miedo de mostrar tu afecto?
—¿Eso crees?
Encendió un cigarrillo y la contempló mientras ella sacaba de su bolsillo un viejo mazo de cartas y procedía a barajarlas. Era un tarot.
—¿Sabes interpretarlas?
—Mi abuelo me enseñó hace años, cuando era muy pequeña. No sé si verdaderamente tengo el don. Es difícil saberlo.
Barajó otra vez las cartas.
—Es posible que la policía esté esperándote en casa de tu abuela —observó Cussane.
Ella se interrumpió, con la sorpresa reflejada en su rostro.
—¿Por qué habrían de esperarme? Ni siquiera saben que ella existe.
—Pero sin duda han estado haciendo preguntas en el campamento, y alguien debe de haberles dicho algo. Si no tu abuelo, Murray.
—Nunca —negó tajantemente—. Ni siquiera Murray haría una cosa así. En tu caso era distinto, porque no eres uno de nosotros, pero yo… No; imposible.
Volvió la primera carta. Era la torre, un edificio sobre el que caía un rayo mientras dos cuerpos se desplomaban desde lo alto.
—El individuo sufre a causa de la acción desarrollada por las fuerzas del destino en el mundo —explicó Morag.
—Ese soy yo. Oh, sí, no cabe duda —respondió Harry Cussane, y se echó a reír sin poder evitarlo.
Susan Calder era una chica menuda, de veintitrés años, innegablemente atractiva con su pulcro uniforme de policía de color azul marino, con la banda ajedrezada alrededor de la gorra. Tenía estudios de magisterio, pero tres cursos le habían bastado. Se presentó voluntaria a la Policía Metropolitana y fue aceptada. Llevaba poco más de un año de servicio. De pie junto al coche de policía, ante la puerta del edificio de Cavendish Square, ofrecía una imagen de lo más agradable, y el corazón de Devlin se alegró. Estaba limpiando el polvo del parabrisas cuando él descendió los últimos peldaños.
—Buenos días tenga usted, a colleen, y que Dios la proteja.
Ella contempló la gabardina Burberry negra, el sombrero de fieltro ladeado sobre la oreja, e iba a dirigirle una respuesta equívoca cuando recapacitó.
—¿No será usted el profesor Devlin, por casualidad?
—Desde que era pequeño. ¿Y usted?
—Agente de policía Susan Calder, señor.
—¿Le han dicho que es usted mía hasta mañana?
—Sí, señor. Tenemos reservas de hotel en Canterbury.
—Habrá comentarios en la comisaría, no lo dude. Bueno, ¿nos vamos ya? —Abrió la portezuela de atrás y subió al automóvil. Ella se instaló al volante y puso el motor en marcha mientras Devlin, recostado en su asiento, seguía contemplándola—. ¿Le han dicho de qué se trata?
—Lo único que sé es que pertenece usted al Grupo Cuatro, señor.
—¿Sabe qué es el Grupo Cuatro?
—Inteligencia antiterrorista, una misión distinta de la que desempeña la brigada antiterrorista de Scotland Yard.
—Sí. El Grupo Cuatro puede emplear a personas como yo sin que nadie haga objeciones. —Frunció el ceño—. En las próximas dieciséis horas, este asunto se resolverá de un modo u otro, y usted estará a mi lado en todo momento.
—Si usted lo dice, señor…
—Seguramente considera que tendría que estar mejor informada.
—¿No debería usted explicarme la situación, señor? —le preguntó con calma.
—No debería, pero voy a hacerlo.
Sería un modo de aclarar sus propias ideas. Comenzó a contárselo todo desde un principio, sin omitir nada, haciendo especial hincapié en lo tocante a Harry Cussane.
Cuando terminó, la joven observó:
—Es toda una historia.
—Y eso es decir poco.
—Pero debo decirle una cosa, señor.
—¿De qué se trata?
—A mi hermano mayor lo mataron en Belfast hace tres años, mientras servía allí como teniente de los marines. Un francotirador le disparó desde un lugar llamado apartamentos Dilvis.
—¿Significa eso que represento un problema para usted? —quiso saber Devlin.
—En absoluto, señor. Sólo quería que lo supiera —respondió ella fríamente, dirigiendo el coche hacia la carretera principal que conducía hacia el río.
Cussane y Morag descendieron a la tranquila calle en las afueras de Wapping y contemplaron el camión hasta que se perdió de vista tras una esquina.
—¡Pobre Earl Jackson! —comentó Cussane—. Estaba impaciente por librarse de nosotros. ¿Cuál es la dirección de tu abuela?
—El muelle de Cork Street. Pero hace cinco o seis años que no vengo por aquí. Temo no recordar el camino.
—Lo encontraremos.
Se encaminaron hacia el río, porque parecía lo más adecuado. Volvía a dolerle el brazo y tenía jaqueca, pero no deseaba que la chica se diera cuenta. Cuando llegaron ante una verdulería, en una esquina, la chica entró a preguntar.
Volvió a salir en seguida.
—No queda lejos. Sólo está a un par de calles.
Reanudaron la marcha hacia el muelle que bordeaba el río y, unos cien metros más adelante, vieron un cartel que rezaba «Cork Street».
—Ve tú a la casa —dijo Cussane—. Yo me quedaré aquí por si acaso hay visitas.
—No tardaré.
Echó a correr calle abajo y Cussane cruzó una puerta rota que daba a un patio medio cubierto de escombros, disponiéndose a esperarla allí. Le llegaba el olor del río. Había pocas embarcaciones en el que, en otro tiempo, fuera el mayor puerto del mundo. Ahora se había convertido en un cementerio de grúas oxidadas que se erguían hacia el cielo como monstruos primitivos. Se encontraba muy mal y, cuando encendió un cigarrillo, vio que le temblaban las manos. Oyó pasos apresurados y Morag llegó ante él.
—No está en casa. He hablado con los vecinos de al lado.
—¿Dónde está?
—Se ha ido con una feria ambulante. Esta semana estará en Maidstone.
Y Maidstone sólo está a cincuenta kilómetros de Canterbury.
Las cosas parecían sucederse inevitablemente. Tras una breve pausa, Cussane sugirió:
—Será mejor que nos pongamos en marcha, entonces.
—¿Me acompañarás?
—¿Por qué no?
Se dio la vuelta y comenzó a caminar por la calle.
Al cabo de veinte minutos encontró lo que estaba buscando: un aparcamiento de pago.
—¿Por qué te interesaba tanto? —inquirió ella.
—Porque los clientes pagan por adelantado las horas de aparcamiento que necesitan y dejan el resguardo en un sitio visible a través del parabrisas. Es una gran ayuda para los ladrones de coches. Así se puede saber cuánto tiempo va a pasar antes de que echen de menos el coche.
Morag comenzó a explorar entre los automóviles.
—Aquí hay uno que dice seis horas.
—¿A qué hora ha llegado? —Lo comprobó y, acto seguido, sacó su navajita de bolsillo—. Éste nos servirá. Todavía quedan cuatro horas. Y para entonces ya habrá oscurecido.
Introdujo la navaja por el borde de la luneta, la forzó y metió la mano para abrir la portezuela desde el interior. Luego, buscó los cables por debajo del tablero y los arrancó.
—No es la primera vez que lo haces —observó ella.
—Tienes razón. —El motor arrancó con un rugido—. Muy bien. Vámonos de aquí.
Apenas Morag se acomodó en el asiento de al lado, salió del aparcamiento.