La cañada era casi toda parque nacional. Dejaron la carretera y siguieron una pista forestal entre pinares, sin parar de subir a lo largo de un arroyo alimentado por la persistente lluvia. Luego, abandonaron la zona de bosque al comienzo de la cañada y llegaron a una pequeña meseta.
Tocó a la chica en el brazo.
—¡Aquí está bien! —le gritó, sobre el rugido del motor.
La muchacha frenó y paró el motor. Por ambos lados se extendía un panorama de ondulantes colinas que se desvanecían en la lluvia y la niebla. Cussane sacó el mapa y se inclinó para estudiar el terreno. El mapa era muy preciso, como correspondía a un mapa oficial. No le costó mucho localizar Larwick. Glendhu, donde Danny Malone le había dicho que estaba la granja de los Mungo, quedaba a unos tres kilómetros de la aldea. En gaélico, Glendhu significa «la cañada negra», y sólo había indicada una granja. Tenía que ser allí. Se pasó unos minutos estudiando la configuración del terreno, comparándola con el mapa, y finalmente regresó al jeep.
Morag alzó la vista del periódico.
—¿Es verdad lo que pone aquí acerca del IRA?
Cussane volvió a subir al jeep, mojado de lluvia.
—¿Tú qué crees?
—Dice que suele hacerse pasar por sacerdote. ¿Quiere eso decir que no lo es en realidad?
La pregunta le hizo sonreír.
—Ya sabes lo que dicen. Si sale en los periódicos, tiene que ser cierto. ¿Acaso te preocupa estar en compañía de un tipo tan violento?
Ella meneó la cabeza.
—Salvó la vida de Donal en el río, y no tenía por qué hacerlo. Luego me ayudó a mí, me salvó de Murray. —Dobló el periódico y lo arrojó al asiento de atrás, con un leve ceño de incomprensión en la cara—. Está el hombre del que habla el periódico y está usted. Es como si fueran dos personas distintas.
—Casi todos somos tres personas, por lo menos. La persona que yo creo ser es una, y otra es la persona que tú crees que soy.
—Lo cual sólo nos deja la persona que es en realidad.
—Cierto. Pero hay quien sólo puede sobrevivir por medio de un constante adaptación. Se convierte en muchas personas, pero para que eso salga bien debe vivir realmente su papel.
—¿Como un actor?
—Exacto, salvo que, a diferencia de los buenos actores, han de creer de veras en el papel que interpretan en cada situación.
La chica se recostó en el asiento, medio vuelta hacia él y con los brazos cruzados. Escuchaba con gran atención, y Cussane se dio cuenta entonces de que, a pesar de la vida que había llevado y de la carencia de una educación formal, era una muchacha muy inteligente.
—Ya entiendo —dijo Morag—. Entonces, cuando hace de sacerdote, se convierte realmente en un sacerdote.
Lo directo de la aseveración hizo que se turbara.
—Algo por el estilo —admitió. Permanecieron unos instantes en silencio, hasta que Cussane habló con voz suave—: Allí, en el campamento, me salvaste la piel. De no ser por tu ayuda, ahora estaría otra vez esposado.
—¿Otra vez?
—La policía me detuvo ayer. Me llevaban a Glasgow en tren, pero logré soltarme y saltar. Eché a andar por las colinas y me encontré con vosotros.
—Por suerte para Donal —observó ella—. Y también para mí, bien mirado.
—¿Lo dices por Murray? ¿Hace mucho que te molesta?
—Desde que tenía unos trece años —respondió con calma—. Mientras mi madre estuvo con nosotros, no era tan malo. Ella sabía mantenerlo a raya. Pero cuando se fue… —Se encogió de hombros—. Nunca se ha salido con la suya, pero la situación ha ido empeorando. He llegado a pensar en irme.
—¿Escaparte? Pero ¿adónde irías?
—Con mi abuela. La madre de mi madre. Es una auténtica gitana. Se llama Brana, Brana Smith, pero se hace llamar Gypsy Rose.
—Creo haber oído antes un nombre como ése —comentó Cussane, sonriente.
—Tiene el don —dijo Morag con seriedad—. Es una gran vidente: lee la palma de la mano, la bola de cristal y el tarot. Tiene una casa en Wapping, en Londres, cerca del río, y vive allí cuando no va de feria en feria.
—¿Te gustaría vivir con ella?
—El abuelo siempre decía que podría ir cuando fuera mayor. —Se enderezó en el asiento—. ¿Y usted? ¿Piensa dirigirse a Londres?
—Tal vez —respondió lentamente.
—Entonces, podríamos ir juntos.
Lo dijo tranquilamente y sin demostrar ninguna emoción, como si fuese la cosa más natural del mundo.
—No —rechazó él resueltamente—. No estoy de acuerdo. Por una parte, sólo serviría para agravar tus problemas. Por otra, debo viajar ligero de equipaje. Cuando he de correr, he de correr muy deprisa. No tengo tiempo de pensar en nadie más que en mí.
Vio algo en los ojos de la chica, algo parecido al dolor, pero Morag no demostró ninguna emoción. Se limitó a bajar del jeep y quedarse a un lado del camino con las manos en los bolsillos.
—Entiendo. Siga usted solo. Yo volveré andando al campamento.
Cussane vio por un instante el miserable campamento, imaginó la lenta e inevitable degradación de los años. Y la chica merecía algo más que eso. Mucho más.
—No seas estúpida —contestó—. ¡Sube!
—¿Para qué?
—¿Quién conducirá el jeep, si no, mientras yo miro el mapa? Hemos de seguir por esa cañada de abajo y cruzar aquella colina del centro. Hay una granja en las afueras de Larwick, en un lugar llamado Glendhu.
Morag subió rápidamente al vehículo, sonriendo.
—¿Tiene amigos en esa granja?
—No exactamente. —Cogió la bolsa, la abrió, tiró del doble fondo y sacó el fajo de billetes—. Les gusta esto. Como a casi todo el mundo, bien mirado. —Separó unos cuantos billetes, los dobló y los embutió en el bolsillo del viejo chaquetón—. Calculo que con esto tendrás bastante para llegar a casa de tu abuela.
El asombro abrió los ojos de la muchacha.
—No puedo aceptarlo.
—Oh, sí. Sí que puedes. Y ahora, pon este cacharro en movimiento.
La chica metió una marcha corta y empezó a descender con cuidado.
—¿Qué pasará cuando lleguemos? Quiero decir, ¿qué pasará conmigo?
—Ya lo veremos. Tal vez puedas tomar un tren. Si vas sola, no creo que tengas dificultades. Es a mí a quien buscan, conque sólo estarás en peligro si vas conmigo.
Morag no respondió, y él se dedicó a estudiar el mapa en silencio. Finalmente, la chica habló de nuevo:
—Ese asunto de Murray y yo… ¿le resulta desagradable? Quiero decir, la maldad del asunto.
—¿Maldad? —Se rió suavemente—. Querida niña, ni siquiera te imaginas cómo es la auténtica maldad, aunque probablemente Murray es lo bastante bestial como para acercarse a ella. Un sacerdote se entera de más pecados en una semana de los que la mayoría de la gente experimenta en toda su vida.
Ella le miró de soslayo.
—Pero creí haberle entendido que sólo se hacía pasar por sacerdote.
—¿Eso he dicho?
Cussane encendió otro cigarrillo y se recostó en el asiento, cerrando los ojos.
Cuando el automóvil de la policía salió del aparcamiento del aeropuerto de Glasgow, el inspector jefe Trent se dirigió al chófer:
—Ya sabe adónde vamos. Sólo tenemos treinta y cinco minutos, conque apresúrese. —Devlin y Fox ocupaban el asiento de atrás, y Trent se volvió hacia ellos—. ¿Han tenido un buen viaje?
—Lo principal es que ha sido rápido —respondió Fox—. ¿Cuál es la situación actual?
—Cussane ha sido visto de nuevo, esta vez en un campamento gitano en las colinas de Galloway. Me lo han comunicado por la radio del coche inmediatamente antes de que llegaran ustedes.
—Imagino que habrá vuelto a desaparecer —observó Devlin.
—Así es.
—Tiene esa mala costumbre.
—De todos modos, ustedes dijeron que querían ir a la zona de Dunhill. Ahora nos dirigimos a la estación central de Glasgow. La carretera principal está inundada, pero he tomado medidas para que podamos subir al expreso de Glasgow a Londres. Nos dejará en Dunhill. También nos acompañará el idiota que detuvo a Cussane y lo dejó escapar, el sargento Brodie. Por lo menos, conoce bien la región.
—Muy bien —aprobó Devlin—. Parece que ha pensado en todo. Supongo que irá usted armado.
—Sí. ¿Puedo saber adónde vamos?
Le respondió Fox:
—Cerca de Dunhill hay una aldea llamada Larwick. Allí existe una granja que, según nuestras informaciones, sirve de refugio a delincuentes fugitivos. Creemos que nuestro hombre puede estar allí.
—Pero, en ese caso, deberían dejarme pedir refuerzos.
—No —rechazó Devlin—. Tenemos entendido que la granja en cuestión se halla en una zona muy aislada. La presencia de un grupo numeroso sería detectada de inmediato, y más si se trata de agentes de uniforme. Si nuestro hombre está allí, volvería a escapar.
—Pero lo atraparíamos —opinó Trent.
Devlin se volvió hacia Fox, que hizo un gesto afirmativo con la cabeza. El irlandés se dirigió de nuevo a Trent:
—Hace dos noches, tres hombres del IRA Provisional trataron de acabar con él, al otro lado del agua. Los despachó a los tres.
—¡Dios mío!
—Puede estar seguro de que acabaría con unos cuantos de sus agentes antes de que lo detuvieran. Vale más que lo hagamos a nuestra forma, inspector jefe —dijo Harry Fox—. Créame.
Desde la cima de la colina que dominaba Glendhu, Cussane y Morag se agazaparon entre los helechos mojados y echaron una ojeada. La pista se había borrado, pero, de todos modos, a Cussane le había parecido conveniente dejar el jeep fuera de la vista. Si las cosas se ponían mal, siempre era bueno disponer de un as en la manga. Mejor que los Mungo no conocieran la existencia del vehículo.
—No parece gran cosa —observó Morag.
Era una afirmación caritativa, porque en realidad la granja presentaba una imagen deprimente. Un cobertizo carecía de techo, y faltaban tejas en el edificio principal. En el patio, sembrado de agujeros y baches llenos de agua, había un camión sin ruedas y un tractor en mal estado, rojo de óxido.
De pronto, la chica se estremeció.
—Tengo un mal presentimiento. No me gusta este lugar.
Cussane se incorporó, cogió su bolsa y sacó la Stechkin del bolsillo.
—Tengo esto. No te preocupes. Confía en mí.
—Sí —asintió ella, con voz extrañamente apasionada—. Confío en usted.
La chica se colgó de su brazo y comenzaron el descenso hacia la granja por entre los helechos.
Hector Mungo había bajado a Larwick a primera hora de la mañana, principalmente porque se le habían terminado los cigarrillos, aunque, bien mirado, se les había terminado casi todo. Compró bacon, huevos, varias latas de conservas, un cartón de cigarrillos y una botella de whisky, y le dijo a la anciana que atendía la tienda que lo anotara en su cuenta. La anciana lo hizo, más que nada porque temía a Mungo y a su hermano. Todo el mundo los temía. Al salir, como idea de último momento, Hector cogió un ejemplar del periódico de la mañana. Luego se metió en la vieja camioneta y se alejó.
Era un hombre de sesenta y dos años, de facciones angulosas, hosco y taciturno. Llevaba una gastada cazadora de piloto y una gorra de tweed, y su barbilla estaba cubierta por una grisácea barba de tres días. Detuvo la camioneta en el patio y bajó cargado con la caja de cartón donde había metido la compra. Echó a correr bajo la lluvia y abrió la puerta de un puntapié.
La cocina en la que entró estaba indescriptiblemente sucia, con el viejo fregadero de piedra lleno a rebosar de cacharros mugrientos. Su hermano, Angus, permanecía sentado ante la mesa con la cabeza entre las manos, mirando al vacío. Era más joven, de unos cuarenta y cinco años, con el cabello muy corto y un rostro áspero y brutal afeado por la antigua cicatriz que pasaba sobre su ojo derecho, de un color blanco lechoso.
—Pensaba que no ibas a volver nunca.
Hurgó en la caja que su hermano había dejado en la mesa y encontró la botella de whisky, que abrió inmediatamente para beber un largo sorbo. Luego sacó los cigarrillos.
—¡Cerdo perezoso! —le reprendió su hermano—. Al menos, habrías podido encender el fuego.
Angus no le prestó la menor atención. Bebió otro sorbo de whisky, encendió un cigarrillo y abrió el periódico. Hector se acercó al fregadero y encontró una caja de cerillas para encender el fogoncito de gas Calor. Hizo una pausa y se volvió a contemplar el patio mientras Cussane y Morag lo cruzaban hacia la casa.
—Tenemos visita —anunció.
Angus se levantó a mirar. Se puso rígido.
—Espera un momento. —Recogió el periódico—. Ese tipo me parece idéntico al de la foto de la primera página.
Hector leyó rápidamente la información del diario.
—¡Dios mío, Angus! Es un pistolero del IRA. Un tipo duro.
—Otro pueblerino irlandés recién bajado de la higuera —replicó Angus despectivamente—. Sobra sitio para él en el fondo del pozo, con los demás.
—Es verdad —asintió Hector solemnemente.
—Pero la chica no. —Angus se enjugó los labios con el dorso de la mano—. Me gusta. La chica es para mí, no lo olvides. Ahora, déjalos entrar —añadió, al oír el golpe en la puerta.
—Entonces, ¿conoce usted a los hermanos Mungo, sargento? —le preguntó Fox a Brodie.
Iban los cuatro en el furgón del jefe de tren, en la cola del expreso. Devlin, Fox, Trent y el fornido sargento.
—Son como bestias —respondió Brodie—. Por aquí, todo el mundo les teme. No sé cómo se ganarán la vida allí arriba. Los dos han estado en la cárcel. Hector ha ingresado tres veces, las tres por destilar whisky ilegalmente. Angus tiene una larga serie de faltas de poca importancia, y hace algún tiempo mató a un hombre en una pelea a puñetazos. Le condenaron a cinco años, pero salió en tres. Además, ha sido acusado de violación en dos ocasiones; sin embargo, las mujeres afectadas retiraron las denuncias. La información de que proporcionan refugio a delincuentes no me sorprende, pero no sabía nada de ello y no se menciona en sus expedientes.
—¿Hasta qué distancia de la granja podemos llegar sin que nos vean? —quiso saber Trent.
—A cosa de medio kilómetro. La carretera que sube a Glendhu sólo lleva hasta su casa.
—¿No hay otra salida?
—Supongo que a pie, subiendo a la colina por la cañada.
Intervino Devlin.
—Debemos tener en cuenta un aspecto importante. Si Cussane pensaba ocultarse con los hermanos Mungo, sus planes se han visto muy alterados. El hecho de ser detenido por el sargento Brodie, la fuga del tren, el campamento gitano… Todo esto no entraba en su agenda. Quizá haya cambiado de idea.
—Cierto —admitió Fox—. Y también está la cuestión de la chica.
—Tal vez sigan todavía en las colinas —observó Trent—. Por otra parte, si aún conservan el jeep, tienen que haber pasado por Larwick para llegar a la granja. En una aldea de ese tamaño, alguien debe de haberlos visto.
—Esperemos que sí —dijo Devlin, mientras el tren comenzaba a frenar para detenerse en Dunhill.
—Danny Malone. —Hector Mungo vertió té muy cargado en los sucios tazones y añadió leche—. Ha pasado mucho tiempo desde que Danny estuvo aquí, ¿verdad, Angus?
—Sí, es verdad.
Angus estaba sentado, con un vaso en la mano, sin prestar atención a los otros dos hombres y contemplando fijamente a Morag, que hacía todo lo posible por evitar su mirada.
Cussane ya había comprendido su grave error. El servicio que los hermanos Mungo ofrecían a gente como Danny años antes debía de ser muy distinto del que podían ofrecerle a él en aquellos momentos. Ignoró el té y permaneció sentado, con la mano en la culata de su Stechkin. No estaba seguro de cuál sería su próximo movimiento. El guión parecía estar escribiéndose solo, sobre la marcha.
—De hecho, estábamos leyendo un artículo sobre usted cuando ha llamado a la puerta. —Hector Mungo le tendió el periódico por encima de la mesa—. Aunque no dice nada de la chica, ya lo ve.
Cussane ignoró el periódico.
—No hay nada que decir.
—Entonces, ¿qué podemos hacer por usted? ¿Quiere esconderse aquí por algún tiempo?
—Sólo hoy —respondió Cussane—. Esta noche, cuando haya oscurecido, uno de ustedes puede llevarnos hacia el sur en esa camioneta que tienen. La llenan con cosas de la granja y nos escondemos detrás.
Hector asintió gravemente.
—No veo por qué no. ¿Adónde quiere ir? ¿A Dumfries?
—¿Cuánto hay hasta Carlisle, donde empieza la autopista?
—Unos cien kilómetros. Pero le costará bastante.
—¿Cuánto?
Hector miró a Angus de soslayo y se pasó nerviosamente la lengua por los labios resecos.
—Mil. Es peligroso, amigo. Muy peligroso.
Cussane abrió la bolsa, sacó el fajo de billetes de banco y contó diez de cincuenta. Los puso sobre la mesa.
—Quinientas.
—Bueno, no sé… —comenzó Hector.
—No seas estúpido —le recriminó Angus—. Hay más dinero ahí del que has visto junto en los últimos seis meses. —Se volvió hacia Cussane—. Yo mismo le llevaré a Carlisle.
—Entonces, estamos de acuerdo. —Cussane se levantó—. Supongo que tendrán alguna habitación libre.
—No es problema. —Hector parecía ansioso por complacerle—. Y otra para la señorita.
—Con una nos basta —respondió Cussane, mientras el viejo los conducía por el corredor de losas de piedra hacia las desvencijadas escaleras.
Abrió la primera puerta del rellano, que daba a un espacioso dormitorio. Se percibía un olor rancio y desagradable, y el papel floreado tenía manchas de humedad. Había una vieja cama metálica de matrimonio con un colchón que había conocido tiempos mejores. Sobre el colchón se amontonaban unas mantas del ejército.
—El cuarto de baño está al lado —les informó Hector—. Acomódense a su gusto.
Se retiró, cerrando la puerta. Le oyeron descender por las escaleras. La puerta estaba provista de un viejo cerrojo oxidado, y Cussane lo corrió. En el extremo opuesto de la habitación había otra puerta con una llave en la cerradura. La abrió y descubrió una escalera de piedra, adosada a la pared de la casa, que conducía al patio. Cerró la puerta y dio vuelta a la llave.
Se volvió hacia la chica.
—¿Todo bien?
—El tuerto. —Se estremeció—. Es peor que Murray. —Vaciló un instante—. ¿Puedo llamarte Harry?
—¿Por qué no?
Desplegó las mantas y las tendió sobre el colchón.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —quiso saber Morag.
—Descansar —respondió él—. Dormir un rato. No pueden entrar, al menos por ahora.
—¿Crees que nos llevarán a Carlisle?
—No, pero tampoco creo que intenten algo hasta que haya oscurecido y estemos listos para marchar.
—¿Cómo sabes que intentarán algo?
—Porque son de esa clase de hombres. Ahora échate y procura dormir un poco.
Se tendió en la cama sin quitarse el impermeable, manteniendo la Stechkin en su mano derecha. La chica se tendió a su lado. Durante un rato permaneció inmóvil, pero luego se desplazó y se acurrucó contra él.
—Tengo miedo.
—Calla. —La rodeó con su brazo—. No te muevas. Yo estoy aquí. Nadie te hará daño.
La respiración de la muchacha se hizo rítmica y lenta. Cussane siguió sujetándola, pensando en muchas cosas. Morag se había convertido ya en un riesgo adicional, y no sabía durante cuánto tiempo podría permitírselo. Por otra parte, se lo debía. Sí, tenía una deuda moral con ella. Contempló la pureza de su rostro juvenil, no tocado aún por la vida. Algo bueno en un mundo malo. Cerró los ojos, pensando en ella, y finalmente se durmió.
—¿Has visto qué fajo de billetes? —inquirió Hector.
—Sí —respondió Angus—. Lo he visto.
—Ha cerrado por dentro. Lo he oído.
—Pues claro que ha cerrado. No es tan idiota. Pero da igual. Tiene que salir tarde o temprano, y entonces será nuestro.
—Bien —aprobó Hector.
Su hermano se sirvió otro whisky.
—Y no lo olvides: la chica es mía.
Devlin, Fox, Trent y Brodie subieron a Larwick desde Dunhill en una vieja camioneta Ford de color azul que el sargento había pedido prestada en un garaje local. La detuvo ante la tienda del pueblo y entró mientras los demás le esperaban fuera. Salió al cabo de cinco minutos y se instaló al volante de la camioneta.
—Hector Mungo ha venido esta mañana a comprar algunas cosas. La vieja de la tienda lleva también el pub local por las noches. Dice que los dos hermanos están en la granja, pero no ha visto a ningún forastero. Y en un pueblo como éste las caras nuevas no pasan inadvertidas.
Devlin atisbo por las ventanillas de la puerta trasera de la camioneta. De hecho, sólo había una calle, una hilera de casas de granito con un pub, la tienda donde se vendía toda clase de artículos y las empinadas colinas que rodeaban la aldea.
—Ya entiendo a qué se refiere.
Brodie puso el motor en marcha y se dirigió hacia una angosta carretera que se abría entre muros de piedra gris.
—Es la única carretera que hay. Termina en la granja. —Al cabo de unos minutos, anunció—: Bueno, ya no podemos ir más lejos sin peligro de que nos vean.
Aparcó bajo unos árboles y salieron todos al exterior.
—¿A qué distancia está? —quiso saber Trent.
—A menos de medio kilómetro. Síganme.
Abrió la marcha por entre los árboles que rodeaban la carretera, por un terreno cubierto de helechos, y se detuvo cautamente al llegar a la cresta de la colina.
—Ahí está.
La granja quedaba por debajo, en una hondonada a pocos centenares de metros de distancia.
—Un lugar miserable —murmuró Devlin.
—Sí, eso parece —asintió Fox—. No hay señales de vida.
—Lo más importante es que tampoco está el jeep —dijo Devlin—. Tal vez me haya equivocado, después de todo.
En aquel momento, los dos hermanos Mungo salieron por la puerta de la cocina y cruzaron el patio.
—Seguramente son ellos. —Fox se sacó del bolsillo unos gemelos Zeiss y los enfocó sobre la pareja—. ¡Vaya unos tipos! —añadió, mientras los hermanos entraban en el cobertizo.
Un instante después, apareció Morag Finlay.
—¡Es la chica! —dijo Trent, excitado—. Ha de serlo. Chaquetón, boina de punto… Coincide exactamente con la descripción.
—Jesús, María y José —musitó Devlin—. Entonces, tenía razón. Harry debe de estar en la casa.
—¿Cómo vamos a manejar esto? —inquirió Trent.
—¿Llevan los dos sus radios portátiles? —preguntó Fox.
—Desde luego.
—Bien. Déme una. Devlin y yo rodearemos la granja y nos aproximaremos desde atrás. Con un poco de suerte, los tomaremos por sorpresa. Ustedes vuelvan a la camioneta. Cuando les dé la señal, suban por la carretera como un tren expreso.
—Entendido.
Trent y Brodie regresaron hacia la carretera. Devlin sacó de su bolsillo una Walther PPK y metió una bala en la recámara. Fox hizo lo mismo.
El irlandés sonrió.
—Ten presente una cosa: Harry Cussane no es hombre al que pueda darse la menor oportunidad.
—No te preocupes —dijo Fox en tono amenazador—. No pienso dársela.
Echó a andar cuesta abajo, por entre los helechos mojados, y Devlin le siguió.
Morag despertó y se quedó mirando el cielorraso sin comprender, hasta que recordó dónde estaba y se volvió para contemplar a Cussane. El hombre dormía tranquilamente, respirando con suavidad, y su rostro estaba calmado y en reposo. Seguía sujetando la Stechkin en su mano derecha. La chica se incorporó, procurando no hacer ruido, y se desperezó. Luego, se acercó a la ventana. Hector y Angus Mungo estaban cruzando el patio en dirección al cobertizo. Abrió la puerta y se detuvo en la parte superior de la escalera de piedra, escuchando el ruido de un motor que acababa de ponerse en marcha. Frunció el ceño, con gran atención, y en seguida bajó rápidamente las escaleras y atravesó el patio.
En el dormitorio, Cussane se agitó, se desperezó y abrió los ojos, despertando instantáneamente como era su costumbre. Advirtió de inmediato la ausencia de la chica y se levantó en una fracción de segundo. Entonces vio la puerta abierta.
El cobertizo estaba impregnado de olor agridulce de la malta remojada, pues era allí donde los Mungo tenían instalada su destilería clandestina. Hector conectó el viejo motor de gasolina que les proporcionaba electricidad y echó un vistazo a la cuba.
—Hace falta más azúcar —decidió.
Angus asintió.
—Voy a buscarla.
Abrió una puerta que conducía a una choza construida contra la pared del cobertizo. Allí guardaban los ingredientes imprescindibles para su trabajo ilegal, y varios sacos de azúcar. Iba a coger uno de ellos cuando, por un resquicio entre los tablones, vio a Morag Finlay atisbando por una ventana del cobertizo. Sonrió con deleite, dejó el saco en el suelo y salió sigilosamente.
Morag no advirtió que se le acercaba. Una mano le tapó la boca, sofocando su grito, y unos robustos brazos la alzaron y la transportaron, pataleando y forcejeando, al interior del cobertizo.
Hector dejó de remover el contenido de la cuba.
—¿Qué ocurre?
—Una pequeña fisgona que necesita aprender buenos modales —respondió Angus.
La dejó en el suelo, y ella le golpeó furiosamente. Angus le dio un bofetón con el dorso de la mano y un segundo golpe con la fuerza suficiente como para hacerla caer sobre un montón de sacos. Luego, dio unos pasos hacia ella y comenzó a desabrocharse el cinturón.
—Modales —repitió—. Eso es lo que voy a enseñarte.
—¡Angus! —gritó Cussane desde el umbral—. ¿Eres un cerdo de nacimiento o has de esforzarte para serlo?
Permaneció inmóvil ante la puerta, con las manos despreocupadamente metidas en el bolsillo del impermeable, y Angus se volvió hacia él. En seguida, se agachó para recoger una pala.
—¡Estúpido de mierda! ¡Voy a romperte la cabeza!
—En el IRA aprendí una cosa —comentó Cussane—. Un castigo especial para los cerdos especiales como tú.
Sacó la Stechkin del bolsillo. Sonó un ruido sordo y apagado y una bala destrozó la rótula derecha de Angus Mungo. El hombre lanzó un aullido, se desplomó sobre el motor de gasolina y rodó a un lado, sujetándose la rodilla con ambas manos. Por entre sus dedos manaba un chorro de sangre. Hector Mungo emitió un horrible alarido de pánico, se volvió y echó a correr hacia la puerta lateral, con los brazos alzados en un inútil gesto de protección. Se lanzó sobre la puerta y desapareció.
Cussane ignoró a Angus y ayudó a Morag a ponerse en pie.
—¿Estás bien?
Ella desvió la mirada hacia Angus, llena de rabia y humillación.
—No gracias a él.
Cussane la tomó del brazo y salieron al patio para volver a la cocina. La chica estaba abriendo la puerta de la cocina cuando Harry Fox gritó:
—¡Quieto ahí, Cussane!
Y salió de su escondite tras la camioneta de los Mungo.
Cussane reconoció su voz instantáneamente. En un solo movimiento, lanzó a la muchacha al interior de la cocina, se volvió y disparó. Fox cayó sobre la camioneta, soltando la pistola. En el mismo instante, Devlin dio la vuelta a la esquina y disparó dos veces. La primera bala desgarró la manga izquierda de Cussane y la segunda le dio en el hombro, haciéndolo girar sobre sí mismo. Cussane se lanzó de cabeza hacia la puerta de la cocina, la cerró de un puntapié, se volvió y corrió el cerrojo.
—¡Te han dado! —exclamó Morag.
La obligó a moverse ante él.
—¡No te preocupes por eso! ¡Salgamos de aquí! —La empujó hacia la escalera que conducía al dormitorio—. Coge la bolsa —le ordenó, mientras corría hacia la puerta aún abierta y echaba una mirada al exterior.
La camioneta, con Fox y Devlin, estaba al otro lado del edificio. Se llevó un dedo a los labios, le hizo a Morag una señal con la cabeza y comenzó a bajar en silencio por los peldaños de piedra, con la chica detrás. Una vez abajo, abrió la marcha hacia el huerto posterior, agazapado tras el muro, y echó a andar por el sendero entre helechos que conducía al comienzo de la cañada.
Devlin abrió la camisa de Fox y examinó la herida, debajo mismo de la tetilla izquierda. Fox respiraba dificultosamente, con ojos llenos de dolor.
—Tenías razón —susurró—. Es muy bueno.
—No te apures —dijo Devlin—. Ya he llamado a Trent y Brodie.
Se oyó el motor de la camioneta Ford que se aproximaba.
—¿Sigue aún en la casa? —quiso saber Fox.
—Lo dudo.
Fox suspiró.
—La hemos hecho buena, Liam. Nos costará caro. Lo teníamos en nuestras manos y se ha escapado.
—Tiene esa mala costumbre —observó Devlin una vez más, mientras la camioneta llegaba al patio y se detenía cerca de ellos.
Cussane iba sentado de lado en el asiento del jeep, desnudo de cintura para arriba. La herida no sangraba mucho, pero tenía un feo aspecto. Sabía que ésa era una mala señal, pero no ganaba nada diciéndoselo a la chica. Morag le aplicó cuidadosamente sulfamida en polvo de la que llevaba en el pequeño botiquín y, siguiendo sus instrucciones, le vendó cuidadosamente la herida.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó con inquietud.
—Bien —mintió, pues una vez superado el shock inicial comenzaba a sentir un intenso dolor.
Cogió una de las ampollas de morfina. Eran del tipo que se utiliza en los campos de batalla. Se la inyectó y el dolor comenzó a remitir en seguida.
—Bien. Ahora, pásame una camisa limpia. Creo que aún ha de quedar una.
Ella le ayudó a ponérsela, y luego la chaqueta y el impermeable.
—Tendría que verte un médico.
—¡Oh, sí! —exclamó Cussane—. «Por favor, doctor. Tengo una bala en el hombro». ¡Tiempo le iba a faltar para avisar a la policía!
—Entonces, ¿qué hacemos? Ahora empezará realmente la persecución. Bloquearán todas las carreteras.
—Ya lo sé. Deja que le eche un vistazo al mapa. —Al cabo de un rato, añadió—: Nos separa de Inglaterra el Solvay Firth. Sólo hay una carretera hasta Carlisle, pasando por Dumfries y Annan. No necesitarán muchos controles.
—¿Quieres decir que estamos atrapados?
—No necesariamente. Queda el ferrocarril. Quizá ahí tengamos alguna posibilidad. Vamos a averiguarlo.
—Es un desastre —observó Ferguson—. No podría haber ido peor. ¿Cómo está Harry Fox?
—Dicen que vivirá. Al menos, ésa es la opinión del médico local. Lo han internado en el hospital general de Dumfries.
—Me encargaré de que sea trasladado a Londres lo antes posible. Quiero que reciba los mejores cuidados. ¿Desde dónde me llama?
—Desde el cuartel general de la policía de Dumfries. Me acompaña Trent. Están movilizando a tantos hombres como pueden. Controles de carreteras y todo lo demás. El tiempo no nos ayuda mucho. Todavía sigue lloviendo a mares.
—¿A usted qué le parece, Liam?
—Me parece que se ha escapado.
—Entonces, ¿no cree que vuelvan a pescarlo antes de que salga de Escocia?
—No existe la más mínima posibilidad.
Ferguson suspiró.
—Sí, francamente, ésa es también la impresión que yo tengo. Quédese un poco con Harry, sólo para asegurarse, y vuelva aquí en seguida.
—¿Hoy? ¿Esta tarde?
—Tome el tren nocturno de Londres. El Papa llegará al aeropuerto de Gatwick mañana a las ocho de la mañana. Quiero que esté aquí conmigo.
Cussane y Morag dejaron el jeep en una pequeña cantera situada en un bosque cerca de Dunhill, y anduvieron hasta la vía férrea. En aquel extremo de la pequeña población, las calles estaban desiertas a causa de la intensa lluvia. Cruzaron la carretera, pasaron ante un almacén abandonado, con las ventanas condenadas, y se colaron por un resquicio en la verja que bordeaba las vías. Un tren de mercancías esperaba en el apartadero. Cussane se agazapó y vio a un maquinista vestido con mono que caminaba a lo largo de las vías y se encaramaba a la locomotora.
—Pero ¡si no sabemos adónde va! —protestó Morag.
Cussane sonrió.
—Está de cara al sur, ¿no? —La cogió del brazo—. ¡Vamos!
Bajaron por el talud en la semipenumbra del crepúsculo y cruzaron la vía cuando el tren comenzaba a moverse. Cussane apretó el paso, extendió la mano y tiró de una puerta corredera. Lanzó la bolsa al furgón, se izó, se volvió y tomó las manos de la chica. Un instante después, ella estaba a su lado. El vagón iba casi lleno de cajas de embalaje, algunas de ellas marcadas con la dirección de una fábrica de Penrith.
—¿Dónde está eso? —quiso saber Morag.
—Al sur de Carlisle. Aunque no nos lleve más lejos, ya nos conviene.
Se acomodó sintiéndose bastante aliviado, y encendió un cigarrillo. Podía utilizar el brazo izquierdo, pero tenía la sensación de que no le pertenecía a él. De todos modos, la morfina había eliminado el dolor. Morag se acurrucó a su lado y la rodeó con el brazo. Hacía mucho tiempo que no se sentía el protector de nadie. Para ser aún más franco, hacía mucho tiempo que no le importaba nadie.
La chica había cerrado los ojos y parecía dormida. Gracias a la morfina, no sentía ningún dolor; ya se las arreglaría cuando volviera a sentirlo. En el botiquín había varias ampollas; las suficientes, sin duda, para seguir moviéndose. Con la bala en su interior y sin los adecuados cuidados médicos, la infección era sólo cuestión de tiempo, pero lo único que necesitaba eran treinta y seis horas. El Santo Padre llegaría a Gatwick por la mañana. Y al otro día, Canterbury.
Mientras el tren se deslizaba sobre los raíles, se acomodó lo mejor que pudo, rodeando a la chica con su brazo bueno, y se dejó llevar por el sueño.