CAPÍTULO 12

Despertó lentamente y vio a la joven de la papelería agazapada sobre él. Estaba tendido sobre una alfombra, ante un fuego de carbones, y la mujer le enjugaba la cara.

—Tranquilo —dijo ella—. Se pondrá bien. ¿Se acuerda de mí? Me llamo Moira McGregor. Está usted en mi tienda.

—¿Cómo están el italiano y Hardy?

—Están en el piso de arriba. Hemos avisado al médico.

Cussane aún se sentía un tanto confuso, y le costaba pensar correctamente.

—Mi bolsa —preguntó—. ¿Dónde está?

El fornido policía, Brodie, se inclinó sobre ellos.

—Otra vez en el mundo de los vivos, ¿eh? —Su voz tenía un matiz desagradable y hostil—. Supongo que eso bien vale una docena de cirios para la Virgen, ¿verdad?

Los dejó solos. Moira McGregor le dirigió una sonrisa a Cussane.

—No le haga caso. Usted y Hardy le han salvado la vida a ese hombre. Le traeré una taza de té.

Pasó a la cocina y encontró a Brodie de pie junto a la mesa.

—Yo preferiría un vaso de algo más fuerte —dijo el policía.

La joven sacó del armarito una botella de whisky y un vaso, y dejó ambas cosas sobre la mesa sin pronunciar una palabra. El policía cogió una silla y la acercó a la mesa sin advertir la bolsa de Cussane, que cayó al suelo. La bolsa no estaba cerrada y parte de su contenido se desparramó: un par de camisas, el copón y la estola violeta.

—¿Es de él esta bolsa? —quiso saber Brodie.

La joven, atareada ante el fogón, se volvió hacia él con la tetera en la mano.

—Exactamente.

Brodie se agachó para recoger los objetos caídos y meterlos de nuevo en la bolsa, pero no terminó de hacerlo.

—¿Qué es esto? —preguntó, frunciendo el ceño.

A consecuencia del golpe, se había abierto el doble fondo de la bolsa. Lo primero que Brodie descubrió fue un pasaporte británico, y lo examinó.

—Me dijo que se llamaba Fallon.

—¿Y qué? —replicó Moira.

—Entonces, ¿cómo es que tiene un pasaporte a nombre del padre Sean Daly? Y la foto es suya, no cabe duda. —Volvió a hurgar en el interior de la bolsa y extrajo la Stechkin—. ¡Dios Todopoderoso!

Moira McGregor se sintió enfermar.

—¿Qué significa esto?

—Pronto lo sabremos.

Brodie pasó al cuarto contiguo y dejó la bolsa sobre una silla. Cussane permanecía tendido, con los ojos cerrados. Brodie se arrodilló a su lado, sacó sus esposas y, muy suavemente, cerró una en torno a la muñeca izquierda de Cussane. Éste abrió los ojos y Brodie le sujetó la otra muñeca y la ciñó con la esposa de acero. Luego, levantó al sacerdote a pulso y lo empujó hacia una silla.

—¿Qué significa todo esto? —Brodie había abierto del todo el doble fondo y examinaba su contenido—. Tres pistolas, pasaportes variados y una buena cantidad de dinero en efectivo. ¡Vaya sacerdote es usted! ¿Qué significa todo esto?

—Usted es el policía, no yo —contestó Cussane.

Brodie le dio una bofetada.

—Modales, hombrecito, modales. Ya veo que voy a tener que castigarle.

Moira McGregor, de pie en el umbral, le rogó:

—No lo haga, por favor.

Brodie sonrió despectivamente.

—¡Todas las mujeres son iguales! Le tiene simpatía porque se ha hecho el héroe, ¿verdad?

Salió de la habitación. Moira se dirigió a Cussane con voz cargada de desesperación:

—¿Quién es usted?

Cussane esbozó una sonrisa.

—Yo en su lugar no me preocuparía por eso. Pero le agradecería un cigarrillo, antes de que vuelva ese matón.

Brodie era policía desde hacía veinte años, después de otros cinco en la policía militar. Veinte años sin nada digno de mención. Era un hombre cruel y amargado cuya única autoridad se debía al uniforme, y su religión servía al mismo propósito que el uniforme: conferirle una autoridad espúrea. Habría podido telefonear al cuartel de Dumfries, pero sentía en sus huesos que aquel asunto era algo especial, de modo que llamó al cuartel general de Glasgow.

Hacía apenas una hora que Glasgow había recibido la foto de Harry Cussane y toda la información pertinente. El caso estaba clasificado como de máxima prioridad, con advertencia inmediata al Grupo Cuatro de Londres. La llamada de Brodie se transfirió de inmediato a la Sección Especial. En sólo un par de minutos, Brodie se halló informando al inspector jefe Trent.

—Vuelva a contármelo todo, desde el principio —le dijo Trent. Brodie obedeció. Cuando hubo terminado, Trent añadió—: No sé cuánto tiempo lleva en el cuerpo, pero acaba de hacer el mejor servicio de toda su carrera. Ese hombre se llama Cussane, un auténtico duro del IRA. ¿Dice usted que los pasajeros del autobús en que viajaba van a ser trasladados a un tren?

—Sí, señor. La carretera está cortada por la inundación. En este pueblo sólo hay un apeadero para la leche, pero harán que se detenga el expreso de Glasgow.

—¿A qué hora llega?

—Dentro de unos diez minutos, señor.

—Suba a ese tren, Brodie, y tráigase a nuestro amigo. Le esperaremos en Glasgow.

Brodie colgó el teléfono, temblando de excitación, y regresó a la sala.

Brodie escoltó a Cussane por el andén, con una mano en su brazo y la otra sujetando la bolsa de Cussane. La gente se volvía a mirarlo con curiosidad, extrañados de ver a un sacerdote con las manos esposadas. Llegaron al vagón postal, al final del convoy. El jefe de tren estaba de pie en el andén, junto a la portezuela abierta.

—¿Qué ocurre?

—Un detenido especial con destino a Glasgow.

Brodie empujó a Cussane hacia el vagón. En un rincón había varias sacas de correos, y le hizo sentar sobre ellas.

—Y ahora quédese quietecito, como un buen chico.

Hubo un alboroto y Hardy apareció en la portezuela, con Moira McGregor a su espalda.

—He venido tan deprisa como he podido —comenzó el capataz—. Acabo de enterarme.

—No se puede entrar aquí —protestó Brodie.

Hardy no le hizo caso.

—Oiga, no sé qué significa esto, pero si puedo hacer algo por usted…

En el andén, el jefe de tren hizo sonar su silbato.

—Nadie puede hacer nada —respondió Cussane—. ¿Cómo está Tisini?

—Parece que se ha roto una pierna.

—Dígale que ha tenido suerte.

El tren arrancó con una sacudida.

—Estoy pensando que no se encontraría usted aquí si yo no le hubiera pedido su ayuda —dijo Hardy.

Bajó al andén, junto a Moira, mientras el jefe de tren saltaba al vagón.

—¡Así es la suerte! —gritó Cussane—. No se preocupe por eso.

Hardy y la mujer se desvanecieron en el pasado cuando el jefe cerró la portezuela corredera y el tren cobró velocidad.

Trent no pudo resistirse a llamar a Ferguson, en Londres, y en la Dirección General le pasaron la línea de Cavendish Square. Fox y Devlin habían salido, y fue el propio Ferguson quien atendió la llamada.

—Le habla Trent, señor, inspector jefe de la Sección Especial en Glasgow. Creo que hemos dado con su hombre, Cussane.

—¿Está usted seguro? —preguntó Ferguson—. ¡Por Dios…! ¿Cómo se encuentra?

—Bueno, en realidad yo aún no lo he visto, señor. La detención se ha producido en una aldea a unos kilómetros al sur de aquí. Llegará a Glasgow en tren dentro de una hora. Iré yo a hacerme cargo de él personalmente.

—Lástima que no lo hayan encontrado muerto —comentó Ferguson—. Pero no se puede tener todo. Quiero que me lo envíe en el primer avión de la mañana, inspector jefe. Tráigalo usted mismo. Este caso es demasiado importante para consentir errores.

—Así lo haré, señor —respondió Trent ansiosamente.

Ferguson colgó el auricular y extendió su mano hacia el teléfono rojo, pero cierta cautela innata le detuvo. Sería mejor no llamar al secretario del Interior hasta que el pájaro estuviera realmente en sus manos.

Brodie iba sentado en un taburete, apoyado en un rincón y vigilando a Cussane mientras fumaba un cigarrillo. El jefe de tren estaba ocupado en su escritorio, comprobando una lista. Finalmente, obtuvo el total y guardó su pluma.

—Voy a hacer mi ronda. Hasta luego.

Salió del vagón, y Brodie arrastró el taburete hacia donde estaba Cussane, sentándose muy cerca de él.

—Nunca he logrado comprenderlo. Hombres con faldas… No lo entenderé nunca. —Se inclinó hacia adelante—. Dígame la verdad. ¿Para qué se hacen sacerdotes?

—¿Cómo que para qué? —dijo Cussane.

—Ya me entiende. ¿Es por los monaguillos? ¿Es por eso?

Había gotas de sudor en la frente del policía.

—Lleva usted un buen mostacho —observó Cussane—. ¿Es que tiene la lengua demasiado larga?

Brodie se encolerizó.

—¡Maldito bastardo! ¡Ahora te enseñaré yo a ti!

Extendió el brazo y aplicó el extremo encendido de su cigarrillo sobre el dorso de la mano de Cussane. Éste lanzó un grito y se echó hacia atrás, sobre las sacas del correo.

Brodie emitió una risotada y se inclinó sobre él.

—Ya sabía yo que esto te gustaría —exclamó, y se acercó para quemarle de nuevo el dorso de la mano.

Cussane le asestó un puntapié en la entrepierna. Brodie se tambaleó hacia atrás, llevándose ambas manos al bajo vientre, y Cussane se incorporó como movido por un resorte. Le dio otro puntapié de experto, esta vez en la rótula derecha, y cuando Brodie comenzó a caer hacia adelante le aplicó un rodillazo en la cara.

El sargento de policía quedó tendido de espaldas, gimiendo, y Cussane le registró los bolsillos hasta encontrar la llave de las esposas. Una vez libre de ellas, recogió la bolsa, comprobó que su contenido estuviera intacto y se metió la Stechkin en el bolsillo. Luego abrió la portezuela, y la lluvia salpicó el interior del vagón.

El jefe de tren, que regresó al vagón un instante después, aún alcanzó a divisar cómo aterrizaba sobre un brezal próximo a la vía y rodaba sobre sí mismo por la pendiente. Y luego sólo hubo lluvia y neblina.

Cuando el tren hizo su entrada en la estación central de Glasgow, Trent y media docena de agentes uniformados esperaban en el andén uno. Se abrió la portezuela del vagón postal y apareció el jefe de tren.

—Por aquí —los llamó.

Trent se detuvo ante la puerta. En el vagón sólo estaba Lachlan Brodie, sentado en el taburete del jefe y palpándose la cara hinchada y cubierta de sangre. Trent sintió que se le caía el alma a los pies.

—Cuénteme qué ha pasado —le ordenó, con voz temerosa.

Brodie se lo explicó lo mejor que pudo. Cuando terminó, Trent preguntó incrédulamente:

—¿Dice que iba esposado y, aun así, pudo vencerle?

—No fue tan sencillo como parece, señor —protestó Brodie débilmente.

—¡Estúpido y mil veces estúpido! —estalló Trent furioso—. Cuando termine con usted, tendrá suerte si lo destinan a un urinario público.

Le dio la espalda, enfurecido, y se dirigió en busca de un teléfono para llamar a Ferguson.

En aquel preciso instante, Cussane se hallaba refugiado entre las rocas que coronaban una colina al norte de Dunhill. Estaba estudiando el mapa que había comprado en la tienda de Moira McGregor. No le costó encontrar Larwick, y la granja de los Mungo quedaba muy cerca de la aldea. En total, unos veinticinco kilómetros, casi todos cruzando las colinas campo a través. A pesar de ello, se sentía con buen ánimo cuando emprendió la marcha.

La niebla que subía en lentas espirales por ambos lados y la torrencial lluvia le producían una sensación de seguridad y aislamiento del mundo, una especie de libertad. Avanzaba entre abedules y helechos que le empapaban las perneras de los pantalones. De vez en cuando, una perdiz o un chorlito alzaban el vuelo desde el brezal, alarmados por su presencia. Siguió caminando sin detenerse, pues para entonces su impermeable ya estaba completamente mojado y Cussane tenía la suficiente experiencia como para conocer los peligros de hallarse en una región montañosa como aquélla sin disponer de la ropa adecuada.

Llegó al borde de una quebrada, más o menos al cabo de una hora de haber saltado del tren, y descubrió el valle de un riachuelo por debajo de él. Comenzaba a oscurecer, pero todavía quedaba bastante luz como para distinguir, a unos metros de distancia, un sendero que terminaba en un cairn de piedras irregulares. Con eso le bastaba. Reanudó la marcha con energía renovada y comenzó a descender por la falda de la colina.

Ferguson estaba examinando un gran mapa de estado mayor correspondiente a la región de las Lowlands, en Escocia.

—De modo que subió al autobús en Morecambe —observó—. Eso ha quedado comprobado.

—Una buena manera de llegar a Glasgow, señor —dijo Fox.

—No —replicó Ferguson—. Sacó billete hasta un lugar llamado Dunhill. ¿Qué diablos pensaba hacer allí?

—¿Conoce usted la región? —inquirió Devlin.

—Hace veinte años estuve una semana cazando en la finca de un conocido, en las colinas de Galloway. Es un curioso lugar: bosques muy tupidos, cadenas montañosas y pequeños lochs ocultos por todas partes.

—¿Ha dicho Galloway? —Devlin estudió atentamente el mapa—. O sea que esto es Galloway.

Ferguson frunció el ceño.

—¿Y qué?

—Creo que es ahí donde se dirige —respondió Devlin—. Creo que desde un principio tenía la intención de ir ahí.

—¿Por qué precisamente a Galloway? —quiso saber Fox.

Devlin les habló de Danny Malone, y cuando hubo terminado Ferguson admitió:

—Sí, eso parece muy posible.

Devlin asintió:

—Danny mencionó varias casas de refugio utilizadas por los delincuentes en distintas partes del país, pero el hecho de que haya sido visto en la región de Galloway apunta claramente a la granja de los hermanos Mungo.

—¿Qué hacemos ahora, señor? —preguntó Fox—. ¿Avisamos a la Sección Especial de Glasgow para que haga una redada en esa granja de los Mungo?

—No, ni mucho menos —contestó Ferguson—. Ya hemos visto un ejemplo clásico de la eficacia de la policía local. Lo tenían en sus manos y lo han dejado escapar. —Miró por la ventana hacia la oscuridad del exterior—. Hoy ya es demasiado tarde para hacer algo. Pero también es demasiado tarde para él. Todavía debe de ir andando por esas colinas.

—Por fuerza —asintió Devlin.

—Entonces… Usted y Harry irán a Glasgow en el primer avión de la mañana. Quiero que visiten personalmente esa granja. Dispongo de poderes especiales; esta vez, la Sección Especial hará lo que ustedes quieran.

Se retiró. Fox tendió un cigarrillo a Devlin.

—¿Qué te parece?

—Lo tenían esposado, Harry —contestó Devlin—, y escapó. Eso es lo que me parece. Y ahora, dame fuego.

Cussane continuó descendiendo entre los abedules, siguiendo el curso de un agradable arroyo que serpenteaba por entre un laberinto de rocas de granito. Comenzaba a sentir cansancio, a pesar de que todo el camino era cuesta abajo.

El arroyo desaparecía sobre el borde de una roca y caía en cascada hacia un profundo remanso, como otros que había pasado anteriormente. Bajo la menguante claridad del crepúsculo, Cussane se deslizó entre los abedules bastante más deprisa de lo que él pretendía, y acabó tendido en el suelo con la bolsa aún en la mano.

Sonó una exclamación de sorpresa y Cussane, incorporándose sobre una rodilla, vio a dos niños agazapados junto al remanso. La chica, bien mirada, era mayor de lo que le había parecido. Tendría unos dieciséis años y llevaba botas de agua, tejanos y un viejo chaquetón que le quedaba demasiado grande. Tenía un rostro ovalado, grandes ojos oscuros y una abundante cabellera negra que asomaba por debajo de una gran boina de punto.

El chico era más joven; no podía tener más de diez años. Vestía un desastrado jersey, pantalones de tweed con las perneras recortadas a su medida y unas zapatillas deportivas de lona que conocieron tiempos mejores. Lo había sorprendido cuando retiraba un arpón del agua, con un salmón ensartado en la punta.

Cussane sonrió.

—En el lugar de donde vengo, esta forma de pescar no se considera muy deportiva.

—¡Corre, Morag! —gritó el chico, y se lanzó sobre Cussane blandiendo el arpón, en cuyo extremo aún se retorcía el salmón.

Un fragmento de la orilla se desmoronó bajo sus pies y el chiquillo cayó de espaldas en el estanque. Salió a la superficie sin haber soltado el arpón, pero la rápida corriente, incrementada por la intensa lluvia, lo dominó en un instante y lo arrastró.

—¡Donal! —gritó la chica, corriendo hacia el borde.

Cussane la sujetó por el hombro y la atrajo hacia sí a tiempo de sostenerla, pues otro fragmento de la orilla comenzaba a derrumbarse.

—No seas loca. Caerás tú también.

Ella forcejeó para liberarse, y Cussane soltó su bolsa, empujó a la chica a un lado y corrió a lo largo de la orilla, abriéndose paso entre los abedules. En aquel punto el arroyo discurría por una estrecha abertura entre las rocas, arrastrando al muchacho con gran violencia.

Cussane siguió corriendo, consciente de que la chica le seguía. Se quitó el impermeable y lo echó a un lado. Saltó sobre las rocas, tratando de llegar al extremo del estrecho antes que el muchacho, extendiendo su mano para asir el arpón que el muchacho seguía aferrando, aunque ya había perdido el salmón.

Lo consiguió, advirtió la enorme fuerza de la corriente y se zambulló de cabeza sin poder evitarlo. Salió a la superficie en el remanso siguiente, con el muchacho a un metro de distancia, y rápidamente lo sujetó por el jersey. Al cabo de un momento, la corriente los llevó hacia una playa de guijarros. Mientras la chica corría por la orilla, el muchacho se puso en pie, se sacudió el agua como un terrier y se lanzó al encuentro de ella.

Un repentino reflujo llevó el sombrero de Cussane flotando hacia él. Lo cogió, lo examinó y se echó a reír.

—Ahora ya no me servirá de mucho —decidió, y lo lanzó de nuevo al agua.

Se volvió para subir arroyo arriba y se encontró ante la boca de una escopeta de cañones recortados, sostenida por un anciano de más de setenta años que esperaba al borde de los abedules con la chica, Morag, y el pequeño Donal a su lado. Vestía un andrajoso traje de tweed, una boina de punto idéntica a la de la chica y necesitaba un buen afeitado.

—¿Quién es, abuelo? —preguntó la chica—. No es un guardia forestal.

—Con un alzacuello de religioso, no me parece muy probable. —El habla del anciano tenía el suave acento de los montañeses—. ¿Es usted un religioso?

—Me llamo Fallon —dijo Cussane—. Soy el padre Michael Fallon. —Recordó el nombre de una aldea que había visto en el mapa—. Me dirigía a Whitechapel, pero perdí el autobús y pensé que podría hallar un atajo por la colina.

La chica había ido en busca de su impermeable. Regresó, y se lo entregó al abuelo.

—Ve a buscar la bolsa del señor, Donal.

De modo que lo había visto todo desde el principio. El chico salió corriendo y el anciano sopesó el impermeable que tenía en la mano. Hurgó en el bolsillo y sacó la Stechkin.

—¿Qué te parece? No es un guardia forestal, Morag, eso está claro, y para tratarse de un sacerdote resulta bastante extraño.

—¿Ha salvado a Donal, abuelo?

La chica tocó suavemente su brazo. El anciano le dirigió una sonrisa.

—¡Vaya que sí! Vuelve al campamento, chiquilla. Avisa que tenemos un invitado y procura que la tetera esté en el fuego.

Volvió a guardar la Stechkin en el bolsillo del impermeable y se lo entregó a Cussane. La chica se volvió y echó a correr entre los árboles, mientras el muchacho regresaba con la bolsa.

—Me llamo Hamish Finlay y estoy en deuda con usted. —Revolvió la cabellera del chico—. Le invito a compartir lo que tenemos. Ningún hombre puede ofrecer más.

Avanzaron entre los abedules, cruzando la arboleda.

—Extraña región —observó Cussane.

El anciano extrajo una pipa y la llenó de una gastada bolsa, con la escopeta bajo el brazo.

—Sí, Galloway es así. Aquí, un hombre podría perderse y nadie lo encontraría. ¿Me comprende usted?

—Oh, sí que comprendo —contestó Cussane—. A veces, a todos nos conviene una cosa así.

Por delante de ellos sonó un grito de temor, la voz de la chica chillando a todo pulmón. Finlay tuvo la escopeta preparada en una fracción de segundo y, cuando avanzaron un poco más, vieron a la joven forcejeando en brazos de un hombre alto y fornido. Al igual que Finlay, iba armado con una escopeta y vestía un viejo y remendado traje de tweed. Su rostro era bestial, con barba de varios días, y por debajo de su gorra brotaba un sucio cabello amarillo. Contemplaba a la chica como si disfrutara con su miedo, exhibiendo media sonrisa. Cussane sintió auténtica cólera, pero fue Finlay quien se hizo cargo de la situación.

—¡Suéltala, Murray!

El hombre hizo una mueca, aún sujetándola, y a continuación la dejó ir con una sonrisa forzada.

—Sólo quería divertirme un poco. —La chica se volvió y echó a correr—. ¿Quién es éste?

—Murray, eres el hijo de mi hermano muerto y estás a mi cuidado, pero ¿te he dicho alguna vez que apestas como un pedazo de carne podrida en un día de verano?

La escopeta que sujetaba Murray se movió ligeramente y hubo un fulgor de rabia en sus ojos. Cussane metió la mano en el bolsillo del impermeable y asió la culata de la Stechkin. Tranquila, casi despectivamente, el anciano encendió su pipa y algo cambió en Murray. Giró sobre sí mismo y se alejó sin decir nada.

—¡Mi propio sobrino! —Finlay meneó la cabeza—. Ya sabe lo que dicen: «Podemos escoger a nuestros amigos, pero nuestros parientes nos son impuestos».

—Cierto —asintió Cussane, mientras reanudaban la marcha.

—Sí, y ya puede soltar esa pistola. No le hará falta, padre…, o lo que sea usted.

El campamento, en la hondonada, era un lugar más bien miserable. Los tres carromatos eran viejos, con toldos de lona remendada, y el único vehículo motorizado que podía verse era un jeep de la Segunda Guerra Mundial pintado de caqui. Un deprimente aire de pobreza lo envolvía todo, desde las andrajosas ropas de las tres mujeres que cocinaban ante una fogata hasta los pies descalzos de los niños que jugaban entre la media docena de caballos que pastaban junto a la corriente.

Cussane durmió bien, con un sueño profundo y reparador, y despertó para encontrar a la chica, Morag, sentada en la litera de enfrente, observándole.

Cussane sonrió.

—Hola.

—Es curioso —observó ella—. Hace un instante estaba durmiendo, y de pronto tiene los ojos abiertos y está completamente despierto. ¿Cómo ha aprendido a hacer eso?

—Es la costumbre de toda una vida. —Consultó su reloj—. Sólo son las seis y media.

—Nos levantamos temprano.

Señaló con la cabeza al exterior del carromato. Cussane oyó voces y olió a tocino friéndose.

—He secado sus ropas. ¿Quiere un poco de té?

La chica tenía un aspecto anhelante, como si por encima de todo deseara complacerle. Resultaba infinitamente conmovedor. Él extendió la mano y le encasquetó más la boina sobre una oreja.

—Me gusta.

—Me la hizo mi madre.

Se la quitó y la miró con cara triste.

—Es bonita. ¿Tu madre vive aquí?

—No. —Morag volvió a cubrirse con la boina—. Se fugó el año pasado con un hombre llamado McTavish. Se fueron a Australia.

—¿Y tu padre?

—Se fue cuando era muy pequeña. —Se encogió de hombros—. Pero no me importa.

—¿Y Donal es tu hermano?

—No. Su padre es Murray, mi primo. Ya lo ha visto antes.

—Ah sí. Me parece que no te gusta demasiado. La chica se estremeció.

—Me hace sentir muy extraña.

Cussane volvió a sentir la cólera, pero se dominó.

—Te agradecería ese té, y que me dieras la oportunidad de vestirme.

La respuesta de la chica, cínica y excesivamente adulta para su edad, le cogió de sorpresa:

—¿Tiene miedo de que lo corrompa, padre? —Sonrió—. Iré a buscar el té.

Su traje estaba seco y había sido cepillado a conciencia. Se vistió rápidamente, prescindiendo del chaleco y del alzacuello, y se puso en su lugar un fino jersey negro de cuello de cisne. Se enfundó en el impermeable, porque seguía lloviendo, y salió.

Murray Finlay se hallaba apoyado contra un carromato, fumando en una pipa de arcilla. Donal estaba agazapado a sus pies.

Cussane le saludó.

—Buenos días.

Pero Murray se limitó a hacerle una mueca despectiva.

Morag regresó de la hoguera con el té de Cussane en un desportillado tazón de loza, y Murray le gritó:

—Y para mí ¿no hay?

Ella le ignoró por completo. Cussane le preguntó:

—¿Dónde está tu abuelo?

—Pescando en el loch. Le mostraré dónde. Tráigase la taza.

Había en ella algo sumamente atractivo, una calidad de gamine que de algún modo resultaba realzada por la boina de punto. Era como si le sacara la lengua al mundo entero, a pesar de sus ropas harapientas. No resultaba agradable pensar en una chica como ella sometida a las vejaciones de individuos como Murray y a la miseria de los años por venir.

Subieron hacia la cresta y llegaron a un pequeño loch, un lugar apacible en el que los brezos llegaban hasta el borde del agua. El viejo Hamish Finlay estaba con el agua hasta los muslos y la caña en la mano, lanzando una y otra vez el sedal con gran pericia. Un soplo de viento agitó la superficie, se vieron unas pequeñas aletas negras y, de pronto, en las aguas profundas, más allá del banco de arena, apareció una trucha, dio un salto en el aire y volvió a desvanecerse.

El anciano miró de soslayo a Cussane y se rió entre dientes.

—¿Qué le parece? ¿Ha pensado alguna vez con cuánta frecuencia las cosas buenas de la vida suelen presentarse en los lugares menos indicados?

—Muchas veces.

Finlay le entregó su caña a Morag.

—En la cesta encontrarás tres de las gordas. Anda a preparar el desayuno, deprisa.

La muchacha regresó hacia el campamento y Cussane ofreció un cigarrillo al anciano.

—Una chica simpática.

—Sí, ya puede decirlo.

Cussane le dio fuego.

—Llevan ustedes una vida muy poco corriente, pero no me parece que sean gitanos. ¿O sí lo son?

El anciano negó con la cabeza.

—Gente de las carreteras. Quincalleros. La gente nos llama de muchas maneras, algunas no demasiado amables. Somos los últimos restos de un orgulloso clan derrotado en Culloden. Pero también nos relacionamos de vez en cuando con otras gentes de la carretera. La madre de Morag era una gitana inglesa.

—¿No tienen una base fija?

—Ninguna. Nadie nos quiere cerca durante demasiado tiempo. En Whitechapel hay un agente de policía que no dejará de presentarse aquí mañana. Tres días, eso es lo máximo que nos concede. Luego nos hace marchar. Pero ¿y usted?

—Me iré esta misma mañana, en cuanto haya comido algo.

El anciano asintió.

—No le preguntaré por el alzacuello que usaba anoche. Sus asuntos son sólo suyos. ¿Puedo hacer algo por usted?

—Le agradecería más que no hiciera nada —respondió Cussane.

—Conque así están las cosas, ¿eh?

Finlay suspiró pesadamente y, a lo lejos, Morag lanzó un chillido.

Cussane cruzó la arboleda a toda velocidad y los halló en un claro entre los abedules. La chica estaba tendida de espaldas y Murray se agazapaba sobre ella, sujetándola contra el suelo. En su cara sólo había lujuria. Tanteó buscándole los pechos, y la chica estaba gritando de horror cuando llegó Cussane. Cogió los largos y amarillos cabellos de Murray y los retorció con fuerza, de modo que esta vez le tocó el turno al hombretón de lanzar un grito de dolor. Se puso en pie y Cussane le obligó a darse la vuelta, lo sostuvo unos instantes por los cabellos y, acto seguido, lo apartó de un empujón.

—No vuelva a tocarla.

El viejo Hamish Finlay llegó en aquel momento, con la escopeta preparada.

—¡Murray, te avisé!

Pero Murray no le hizo caso y avanzó hacia Cussane, con los ojos encendidos de rabia.

—¡Voy a destrozarte, gusano!

Avanzaba rápidamente, con los brazos alzados para golpear. Cussane se echó a un lado y descargó su puño izquierdo sobre los riñones de Murray cuando éste pasó por su lado. Murray cayó sobre una rodilla, permaneció inmóvil un instante y de pronto se levantó y lanzó un furioso puñetazo. Cussane lo esquivó, le aplicó un izquierdazo bajo las costillas y luego un gancho de derecha a la mejilla que hizo brotar la sangre.

—Murray, mi Dios es un Dios de Ira cuando la ocasión lo exige. —Golpeó por segunda vez el rostro del hombre—. Si tocas a esta chica, te mataré. ¿Entendido?

Para remachar sus palabras, le dio un potente puntapié bajo la rótula. El hombretón cayó de rodillas y se quedó inmóvil.

El viejo Finlay se acercó.

—Estabas avisado, bastardo. —Le dio un empujón con el cañón de la escopeta—. Vete hoy mismo de mi campamento y sigue tu propio camino.

Murray se incorporó penosamente, se volvió y fue tambaleándose hacia el campamento.

—¡Por Dios, hombre! —dijo Finlay—. No es usted de los que dejan las cosas a medias.

—Nunca le he visto la lógica —le contestó Cussane.

Morag había recogido la caña y el cesto del pescado. Se quedó mirándole con ojos maravillados. Luego, empezó a retroceder.

—Voy a hacer el desayuno —anunció en voz baja.

En seguida, se volvió y echó a correr hacia el campamento.

Se oyó arrancar el motor del jeep, y luego el sonido se desvaneció en la distancia.

—No ha perdido el tiempo —observó Cussane.

—Mejor así. Y ahora, vamos a desayunar.

Murray Finlay aparcó el jeep ante la papelería de Whitechapel y se quedó sentado, pensando. El pequeño Donal estaba sentado junto a él. Donal odiaba y temía a su padre, y no había querido acompañarle, pero Murray no le dejó otra alternativa.

—Espérame aquí —dijo Murray—. Necesito tabaco.

Se dirigió a la puerta de la papelería, que permaneció obstinadamente cerrada a pesar de sus esfuerzos por abrirla. El hombre maldijo y comenzó a volverse, pero se detuvo. Los periódicos de la mañana estaban apilados en el umbral de la tienda, y en la primera página había una foto que le llamó la atención. Sacó una navaja, cortó el cordel que envolvía el montón de periódicos y cogió un ejemplar.

—¿Qué te parece? Ahora ya te tengo, bastardo.

Dio media vuelta, se apresuró a cruzar la calle hacia la casa del policía y abrió la verja del jardín.

El joven Donal, intrigado, bajó del jeep, cogió otro periódico y descubrió una fotografía razonablemente buena de Cussane. Al ver la foto del hombre que le había salvado la vida, se quedó paralizado por unos instantes. Luego se volvió y echó a correr por la carretera tan deprisa como pudo.

Morag estaba apilando los platos de aluminio que habían utilizado para el desayuno, cuando Donal llegó corriendo.

—¿Qué pasa? —le preguntó, pues su agitación era evidente.

—¿Dónde está el padre?

—Paseando por el bosque con el abuelo. ¿Qué pasa?

Se oyó el motor del jeep acercándose al campamento. Donal le mostró el periódico, muy inquieto.

—Mira esto. Es él.

No cabía duda. La descripción, como Ferguson había indicado, presentaba a Cussane como un falso sacerdote, miembro del IRA y sumamente peligroso.

El jeep entró rugiendo en el campamento y Murray saltó con la escopeta en la mano, seguido por el policía del pueblo, que se había vestido de uniforme pero no tuvo tiempo de afeitarse.

—¿Dónde está? —gritó Murray. Asiendo al chico por los cabellos, le dio una sacudida—. ¡Dímelo, animalejo!

Donal gritó de dolor.

—¡En el bosque!

Murray se echó a un lado y le hizo un gesto al policía.

—Adelante, vamos a por él.

Dio media vuelta y se encaminó hacia la arboleda.

Morag no pensó; se limitó a actuar. Se metió en el carromato, recogió la bolsa de Cussane y la arrojó dentro del jeep. Luego, se puso al volante y pulsó el botón de arranque. Lo había conducido a menudo y sabía lo que estaba haciendo. Puso el vehículo en movimiento sobre el desigual terreno y giró al lado de Murray y el policía. Murray se volvió, y ella percibió la violencia de su expresión, la seca detonación de la escopeta. Movió el volante, obligándole a saltar a un lado, y llevó el jeep directamente hacia el bosque de abedules jóvenes. Cussane y Finlay, alertados por el alboroto, iban corriendo hacia el campamento cuando el jeep surgió de entre los árboles y se detuvo junto a ellos.

—¿Qué pasa, chiquilla? —inquirió Finlay.

—Murray ha traído a la policía. ¡Suba! ¡Suba! —le gritó a Cussane.

Cussane no discutió. Saltó a su lado, y la chica describió un círculo con el jeep, aplastando los arbolillos jóvenes. Murray se acercaba cojeando, acompañado por el policía, y ambos se echaron a los lados. El jeep pasó rugiendo, se bamboleó sobre el áspero terreno que rodeaba el campamento y giró hacia la carretera.

Una vez allí, Morag apretó el freno.

—No podemos ir a Whitechapel. ¿Bloquearán la carretera?

—Bloquearán todas las malditas carreteras —respondió él.

—Entonces, ¿qué hacemos?

—¿Nosotros? —preguntó Cussane.

—No discuta, señor Cussane. Si me quedo, me detendrán por haberle ayudado a escapar.

Le tendió el periódico que Donal había traído. Cussane contempló su propia fotografía y leyó con rapidez los hechos más destacados. Sonrió ácidamente. Alguien se había lanzado sobre él mucho más deprisa de lo que había supuesto.

—¿Entonces? —insistió la muchacha con impaciencia.

En aquel momento, tomó una decisión.

—Gira a la izquierda y sigue subiendo. Vamos a tratar de llegar a una granja que hay en las afueras de un pueblo llamado Larwick, al otro lado de esas colinas. Me han dicho que estos cacharros pueden ir por todas partes, conque ¿quién necesita carreteras? ¿Podrás manejarlo?

—¡Fíjese bien! —respondió ella, y arrancó de nuevo.