Georgi Romanov era el agregado a cargo de las relaciones públicas de la embajada soviética en Londres. Hombre de elevada estatura y maneras amables, de unos cincuenta años de edad, se sentía secretamente orgulloso de su aristocrático apellido. Llevaba once años trabajando para el KGB en Londres, y hacía uno que había sido ascendido a teniente coronel. A Ferguson le agradaba y Ferguson le agradaba a él. Cuando le llamó, inmediatamente después de su última conversación telefónica con Devlin, y le propuso una reunión, Romanov aceptó inmediatamente.
Se encontraron en los jardines de Kensington, junto al estanque redondo, un lugar tan próximo a la embajada, que Romanov acudió a la cita caminando. Ferguson estaba sentado en un banco, leyendo el Times. Romanov se sentó a su lado.
—Hola, Georgi.
—Hola, Charles. ¿A qué debo el honor?
—Hablemos sin rodeos, Georgi. La cosa no podría estar peor. ¿Qué sabes acerca de un agente del KGB conocido como Cuchulain, que fue implantado en Irlanda bajo cobertura profunda hará cosa de veinte años?
—Por una vez, puedo responderte con total sinceridad. Nada en absoluto.
—Pues escucha y entérate.
Cuando terminó, Romanov mostraba una expresión sombría.
—Eso es verdaderamente preocupante.
—¡No me digas! La cuestión es ésta: ese loco anda suelto por el país con la intención declarada de asesinar al Papa en Canterbury el sábado. Y, francamente, con el historial que tiene, hemos de tomárnoslo en serio. No es un chiflado cualquiera.
—Entonces, ¿qué quieres que haga?
—Comunícate con Moscú, al máximo nivel. Imagino que no les hará ninguna gracia que el Papa sea asesinado por alguien que, según puede demostrarse, pertenece al KGB. Y menos después del atentado de Roma. Eso es exactamente lo que Cussane pretende. Adviérteles que esta vez no toleraremos ninguna interferencia. Y si por un improbable azar estableciera contacto contigo, Georgi, quiero que me lo digas. Vamos a cazar a ese bastardo, ¿entiendes? Y no vamos a cazarlo vivo; nada de tonterías de juicios ni cosas por el estilo. Esto, creo, es lo que tu gente de Moscú encontrará preferible.
—No lo dudo. —Romanov se puso en pie—. Será mejor que vuelva y envíe un mensaje.
—Acepta el consejo de un viejo amigo —añadió Ferguson—: procura dirigirte a alguien que esté por encima de Maslovsky.
En vista de la importancia del asunto, Ferguson tuvo que acudir al director general, quien, a su vez, habló con el secretario del Interior. El resultado fue una convocatoria a Downing Street cuando Ferguson iba por la mitad de su almuerzo. Llamó inmediatamente a su coche y lo tuvo en la puerta al cabo de diez minutos. Al final de la calle, tras las vallas, se agolpaba la pequeña multitud de siempre. El policía de la puerta le saludó, y ésta se abrió en el instante en que Ferguson alzaba la mano para llamar.
En el interior se notaba un zumbido de actividad, como era de esperar con el asunto de las Malvinas en plena ebullición. Le sorprendía que la ministra quisiera recibirle personalmente. Su guía le condujo hacia la escalinata principal, y Ferguson lo siguió. En el piso de arriba, el joven llamó con los nudillos a una puerta y pasó antes que él.
—El general de brigada Ferguson, primera ministra.
La dama alzó la vista de su escritorio y dejó a un lado la pluma. Iba tan elegante como siempre, con un vestido de tweed gris y el cabello rubio pulcramente peinado.
—Mi tiempo es limitado, general Ferguson. Estoy segura de que lo comprende.
—Perfectamente, señora.
—El secretario del Interior ya me ha comunicado todos los detalles pertinentes. Lo único que quiero es que me dé la seguridad de que detendrá a ese hombre.
—Puedo asegurárselo sin la menor duda, primera ministra.
—Si se produjera cualquier clase de atentado contra la vida del Papa durante su estancia entre nosotros, incluso un intento fracasado, las consecuencias políticas serían desastrosas.
—Entiendo.
—Como jefe del Grupo Cuatro, cuenta con poderes especiales emanados directamente de mí. Utilícelos, general. Si necesita algo más, no vacile en pedirlo.
—Primera ministra…
La jefa del gobierno cogió su pluma y reanudó su trabajo, y Ferguson salió de la estancia. Al otro lado de la puerta encontró esperándole al mismo joven de antes. Mientras bajaban por la escalinata, a Ferguson se le ocurrió pensar, no por primera vez en su carrera, que su propia cabeza estaba tan en juego como la de Cussane.
En Moscú, Ivan Maslovsky fue nuevamente llamado a la oficina del ministro para la Seguridad del Estado, todavía ocupada por Yuri Andropov, al que halló ante su escritorio, leyendo un informe mecanografiado.
Se lo tendió.
—Léalo, camarada.
Maslovsky obedeció, y su corazón pareció convertirse en una piedra. Cuando hubo terminado, se lo devolvió con mano temblorosa.
—Su agente, Maslovsky, se mueve libremente por Inglaterra con la intención de asesinar al Papa, sin otro motivo, al parecer, que el de ponernos en un serio aprieto. Y lo único que podemos hacer es quedarnos cruzados de brazos y esperar que la inteligencia británica se muestre, al menos en este caso, eficaz al ciento por ciento.
—Camarada, ¿qué puedo decir?
—Nada, Maslovsky. Este lamentable asunto no sólo ha sido desacertado desde un principio, sino que constituye un ejemplo de aventurerismo de la peor especie. —Andropov pulsó un botón en su escritorio y la puerta se abrió a espaldas de Maslovsky para dejar pasar a dos jóvenes capitanes del KGB vestidos de uniforme—. Desalojará usted su oficina y entregará todas las llaves y archivos oficiales a la persona que yo designe. A continuación, será conducido a la Lubianka hasta que sea juzgado por crímenes contra el Estado.
La Lubianka. ¿A cuánta gente había mandado él allí? De pronto, Maslovsky tuvo dificultades para respirar y sintió un agudo dolor en ambos brazos y en el pecho. Cayó hacia adelante y trató de agarrarse al escritorio. Andropov saltó hacia atrás, alarmado, y los dos oficiales del KGB se abalanzaron sobre Maslovsky y le sujetaron los brazos. No trató de desasirse, pues no tenía fuerzas para ello, pero intentó hablar mientras el dolor se intensificaba. Intentó decirle a Andropov que no habría para él celdas en la Lubianka ni juicios. Curiosamente, su último pensamiento fue para Tanya, su querida Tanya sentada al piano, interpretando su pieza favorita, La mer de Debussy. Luego, la música se desvaneció y sólo hubo oscuridad.
Ferguson mantuvo una reunión con el secretario del Interior, el comandante del C13 —brigada antiterrorista de Scotland Yard— y el director general de los servicios de seguridad. Estaba cansado cuando regresó al apartamento y encontró a Devlin sentado junto al fuego, leyendo el Times.
—Parece que la visita del Papa está desplazando la guerra de las Malvinas —comentó Devlin, doblando el periódico.
—Sí, bueno…, es posible —admitió Ferguson—. Por mí, cuanto antes se vaya… Habría tenido que estar en la reunión de la que vengo, Liam. El secretario del Interior en persona, Scotland Yard, el director… ¿Y sabe una cosa? —Volvió la espalda hacia el fuego, para calentarse—. No se lo toman del todo en serio.
—¿Se refiere a Cussane?
—Oh, no me interprete mal. Aceptan su existencia, comprenda. Les he mostrado su historial, y bien sabe Dios que sus actividades de estos últimos días, en Dublín, son bastante notorias: Levin, Lubov, Cherny, dos pistoleros del IRA… Ese hombre es un carnicero.
—¡No! —protestó Devlin—. No estoy de acuerdo. Para él, es sólo parte de su trabajo. Algo que hay que hacer, y lo hace limpia y eficazmente. A lo largo de los años, ha respetado muchas vidas. Tanya y yo somos un ejemplo. Él se limita a ir a por el blanco; eso es todo.
—¡No me lo recuerde!
Ferguson se estremeció. En aquel momento se abrió la puerta y apareció Harry Fox.
—Hola, señor. Liam… Creo que ha habido novedades mientras yo estaba fuera.
—Es una forma de expresarlo —admitió Ferguson—. ¿Ha ido todo bien por París?
—Sí, señor. He visto a Tony. Controla la situación.
—Ya me dará su informe más tarde. Ahora será mejor que le ponga al corriente de los últimos acontecimientos.
Y eso hizo, tan rápidamente como pudo, con la intervención ocasional de Devlin en algún punto. Cuando hubo terminado, Harry Fox comentó, meneando la cabeza:
—¡Vaya hombre! Es extraño…
—¿A qué se refiere?
—Cuando le conocí, el otro día, me pareció muy agradable.
—No es difícil —dijo Devlin.
Ferguson frunció el ceño.
—Basta ya de tonterías. —Se abrió la puerta y entró Kim con un servicio de té y un plato de bollos tostados—. Excelente —aprobó Ferguson—. Estoy desfallecido.
—¿Qué hay de Tanya Voroninova? —quiso saber Fox.
—De momento, la he alojado en una casa segura.
—¿En cuál, señor?
—En el apartamento de Chelsea Place. La Dirección nos ha proporcionado una agente para que permanezca con ella hasta que se aclare la situación.
Les ofreció una taza de té a cada uno.
—Entonces —preguntó Devlin—, ¿cuál será el próximo movimiento?
—Tanto el secretario del Interior como el director, y debo decir que yo opino como ellos, consideran que por el momento no hay que darle excesiva publicidad al asunto. Todo el propósito de la visita del Papa es fomentar la amistad y la comprensión. Un intento sincero de contribuir a poner fin a la guerra en el Atlántico Sur. Imaginen qué titulares saldrían en la prensa: la primera visita del Papa a Inglaterra amenazada por un asesino rabioso.
—Que para colmo es sacerdote, señor.
—Sí, bueno, eso podemos olvidarlo, sobre todo ahora que sabemos lo que es en realidad.
—Nada de olvidar —objetó Devlin—. En mi condición de católico no muy ejemplar, permítame que le ilustre acerca de algunos aspectos. A los ojos de la Iglesia, Cussane fue ordenado sacerdote en Vine Landing, Connecticut, hace veintiún años, y sigue siendo sacerdote. ¿No ha leído nada de Graham Greene últimamente?
—De acuerdo —admitió Ferguson con terquedad—. Sea como fuere, la primera ministra no ve por qué habríamos de sacar a Cussane en la primera página de los diarios. No nos haría ningún bien.
—Podría ayudarnos a detenerlo rápidamente, señor —opinó Fox.
—Sí, bueno, eso es lo que esperan que hagamos de todos modos. La Sección Especial de Dublín ha recogido las huellas dactilares de Cussane en su vivienda y las ha introducido en el ordenador, que, como sabrán, está conectado con el ordenador de los servicios de seguridad, en Lisburn, que a su vez está conectado con nuestro ordenador en los registros centrales de Scotland Yard.
—Ignoraba que dispusieran de este tipo de enlaces —observó Devlin.
—Los milagros del microchip —respondió Ferguson—. Tenemos registrados a once millones de individuos: antecedentes penales, escolaridad, profesión, preferencias sexuales, hábitos personales…Incluso dónde compran los muebles.
—Tiene usted que estar bromeando.
—No. El año pasado detuvimos a uno de los suyos, llegado desde el Ulster, porque siempre compraba en el Co-Op. Tenía una excelente cobertura, pero no pudo cambiar una costumbre de toda la vida. Ahora Cussane está en el ordenador, y no sólo por sus huellas sino por todo lo que sabemos de él. Y dado que la mayoría de las fuerzas policiales del país disponen de sistemas de representación gráfica en sus ordenadores, pueden conectar con nuestro banco central de datos y obtener su fotografía.
—¡Dios Todopoderoso!
—De hecho, podrían hacer lo mismo con usted. Por lo que a Cussane se refiere, he dado órdenes de insertar un historial deliberadamente falseado. El KGB no se menciona en absoluto. Falso sacerdote, relaciones comprobadas con el IRA. Sumamente violento. Máximas precauciones… Ya comprende usted la idea.
—Oh, sí, la veo.
—Vamos a entregar su fotografía a la prensa, acompañada de una historia como la que acabo de contarle. Seguramente aparecerá en algunos vespertinos, pero todos los periódicos de circulación nacional la publicarán en sus ediciones de mañana.
—¿Y cree que bastará con eso, señor? —inquirió Fox.
—Es muy posible. Tendremos que esperar para saberlo, ¿no le parece? Una cosa es segura. —Ferguson se acercó a la ventana y echó una mirada al exterior—: está ahí afuera, en alguna parte.
—Y el problema —añadió Devlin— es que nadie puede hacer nada al respecto hasta que salga a la superficie.
—Exactamente. —Ferguson volvió junto a la bandeja y cogió la tetera—. Este té es realmente exquisito. ¿Alguien quiere otra taza?
Ese mismo día, entrada la tarde, Su Santidad el Papa Juan Pablo II tomó asiento ante su escritorio, en un pequeño despacho adyacente a su dormitorio, y examinó el informe que acababa de llegarle. El hombre que esperaba de pie ante él vestía una sencilla sotana negra y, a juzgar por su apariencia, podría haber sido un humilde sacerdote. En realidad, era el general de la Compañía de Jesús, posiblemente la más ilustre de las órdenes de la Iglesia católica. Los jesuitas se enorgullecían de ser conocidos como los soldados de Cristo y, durante varios siglos, fueron los responsables de la seguridad del Papa. Ello explicaba por qué el padre general se había apresurado a abandonar su oficina del Collegio di San Roberto Bellarmino, en la Via del Seminario, para solicitar una audiencia con Su Santidad.
El Papa Juan Pablo dejó el informe sobre la mesa y alzó la vista. Hablaba un excelente italiano, con un leve rastro de su polaco natal.
—¿Cuándo ha recibido esto?
—El primer informe del Secretariado de Dublín nos llegó hace tres horas, y las noticias de Londres, un poco más tarde. He hablado personalmente con el secretario británico del Interior y me ha dado plenas garantías en cuanto a vuestra seguridad, remitiéndome al general de brigada Ferguson, a quien se menciona en el informe como responsable directo.
—¿Y está usted preocupado?
—Santidad, es casi imposible evitar que un asesino solitario acceda a su objetivo, sobre todo si no le importa su propia seguridad, y este individuo, Cussane, ya ha demostrado su habilidad en demasiadas ocasiones.
—Padre Cussane. —Su Santidad se puso en pie y anduvo hacia la ventana—. Puede que haya sido un asesino y que todavía lo sea, pero sigue siendo un sacerdote, y Dios no le permitirá que lo olvide.
El padre general contempló aquel rostro rudamente tallado, un rostro semejante al de miles de obreros ordinarios pero, al mismo tiempo, dotado de una extraña sencillez, y emanando certidumbre. Como ya había ocurrido en otras ocasiones, el padre general, con toda su autoridad intelectual, se inclinó ante él.
—¿Irá a Inglaterra Vuestra Santidad?
—A Canterbury, amigo mío, allí donde el bienaventurado Tomás Beckett murió por el Señor.
El padre general besó el anillo de la mano que se le ofrecía.
—En tal caso, Vuestra Santidad me disculpará. Hay mucho que hacer.
Se retiró. Juan Pablo permaneció un rato ante la ventana y luego cruzó la habitación, abrió una puertecita y entró en su capilla particular. Se arrodilló ante el altar con las manos unidas, sintiendo cierto temor en su corazón al recordar la bala que casi había puesto fin a su vida, los meses de dolor… Pero desechó tales pensamientos y se concentró en lo que importaba: sus oraciones por el alma del padre Harry Cussane y por todos los pecadores, cuyas acciones eran lo único que los separaba de la infinita bendición del amor de Dios.
Ferguson colgó el teléfono y se volvió hacia Devlin y Fox.
—Era el director general. Su Santidad ha sido informado con todo detalle acerca de Cussane y de la amenaza que representa. No cambia en nada sus planes.
—Bien; eso era de esperar, ¿no cree? —comentó Devlin—. Después de todo, está hablando de un hombre que trabajó durante años en la resistencia polaca contra los nazis.
—De acuerdo —admitió Ferguson—. Concedido. De todos modos, será mejor que se prepare, Liam. Acompáñelo a la Dirección, Harry. Un pase de seguridad clase A. No es una mera tarjeta de plástico con su foto pegada —le explicó a Devlin—. Hay muy poca gente que disponga de ese pase. Le permitirá entrar en cualquier parte.
Mientras Ferguson volvía a su escritorio, Devlin preguntó:
—¿Me dará derecho a usar pistola? Una Walther me haría sentir mejor. Soy un tanto pesimista, ya sabe.
—Nuestros hombres no suelen utilizarla, desde que aquel idiota intentó disparar sobre la princesa Ana y la Walther de guardaespaldas se encasquilló. Los revólveres son más seguros, hágame caso.
Recogió algunos papeles de su escritorio y pasaron al estudio a buscar sus abrigos.
—Aun así, prefiero una Walther —insistió Devlin.
—Una cosa es segura —observó Fox—. Lleve lo que lleve, más le valdrá que no se le encasquille si tiene que enfrentarse con Harry Cussane.
Abrió la puerta y salieron todos hacia el ascensor.
Harry Cussane había elaborado una especie de plan. Conocía su objetivo, el sábado en Canterbury, pero eso significaba que durante tres días y tres noches debería permanecer oculto. Danny Malone le había hablado de diversos personajes del mundo del hampa que podían proporcionarle la ayuda necesaria si pagaba su precio. Había muchos en Londres, por supuesto, o en Leeds o Manchester, pero los que más interesantes le habían parecido eran los hermanos Mungo, propietarios de una granja en Galloway. Le atraía el aislamiento de ese lugar. Escocia era el último sitio donde le buscarían, aunque el vuelo de British Airways desde Glasgow a Londres sólo duraba una hora y cuarto.
La cuestión era cómo pasar el tiempo. No necesitaba llegar a Canterbury hasta el último momento. No había que organizar nada. Le divertía pensar en eso, sentado en el autobús que corría por la autopista rumbo a Carlisle. Podía imaginar los preparativos en la catedral de Canterbury, con todos los accesos vigilados, tiradores de élite por todas partes y, seguramente, hasta miembros del SAS vestidos de paisano y mezclados con la muchedumbre. Y todo para nada. Sucedía como en el ajedrez, como solía decirle a Devlin, el peor jugador del mundo. No era la jugada del momento la que contaba, sino la última. También podía compararse con el trabajo de un ilusionista: el público se fijaba en lo que hacía con la mano derecha, pero lo importante lo hacía con la izquierda.
Durmió durante un rato y, cuando despertó, vio que a su izquierda resplandecía el mar a la luz de la tarde. Se inclinó adelante y le habló a la anciana que ocupaba el asiento frente al suyo.
—¿Dónde estamos?
—Acabamos de pasar por Annan. —Tenía un cerrado acento de Glasgow—. La próxima es Dumfries. ¿Es usted católico?
—Temo que sí —respondió cautelosamente.
Las Lowlands de Escocia eran tradicionalmente protestantes.
—Eso es magnífico. Yo también soy católica. Irlandesa de Glasgow, padre. —La mujer le cogió la mano y se la besó—. Bendígame, padre. Usted es del viejo país.
—Ciertamente, lo soy.
Pensó que la anciana iba a convertirse en una molestia, pero, extrañamente, se limitó a volverse hacia adelante y se recostó en su asiento. En el exterior, el cielo estaba encapotado. Comenzó a llover, con un ominoso retumbar de truenos, y pronto la lluvia se convirtió en un aguacero casi monzónico que resonaba con fuerza en el techo del autobús. Se detuvieron en Dumfries para que bajaran dos pasajeros, y en seguida reanudaron la marcha a través de calles que la lluvia había vaciado de gente, hasta que volvieron a salir al campo.
Ya no faltaba mucho; no más de veinticinco kilómetros hasta el fin de su trayecto, en Dunhill. Desde allí, unos kilómetros más por una carretera rural hasta una aldea llamada Larwick. La granja de los Mungo se encontraba en las colinas que rodeaban Larwick, a dos o tres kilómetros del pueblo.
El chófer había estado hablando por la radio del autobús y en aquel momento conectó los altavoces interiores.
—Atención, por favor, señoras y caballeros. Temo que hay dificultades a la entrada de Dunhill. Se ha producido una inundación, y la carretera está cortada. Muchos vehículos se han quedado atascados.
La anciana sentada delante de Cussane exclamó:
—¿Y qué vamos a hacer? ¿Pasar la noche en el autobús?
—Llegaremos a Corbridge en pocos minutos. No es una gran población, pero el ferrocarril tiene una parada para cargar la leche. Están haciendo los arreglos necesarios para que se detenga el próximo tren de Glasgow.
—El tren nos costará el triple —protestó la anciana.
—Paga la empresa —respondió jovialmente el conductor—. No se preocupe, hermosa.
—¿Y el tren parará también en Dunhill? —quiso saber Cussane.
—Es posible. No estoy seguro. Ya veremos.
Era lo que en ambientes carcelarios denominaban «la suerte del presidiario». Danny Malone le había hablado de ello. Por bien calculados que estuvieran los planes, siempre ocurría algo totalmente imprevisible que lo estropeaba todo. No valía la pena desperdiciar energías lamentándose. Lo único que cabía hacer era examinar las alternativas.
A la izquierda apareció un letrero blanco con la palabra «Corbridge» en letras negras, y empezaron a verse las primeras casas entre la densa lluvia. Había una tienda de comestibles, una papelería y, al otro lado, un minúsculo apeadero ferroviario. El chófer metió el autobús en el patio.
—Será mejor que esperen aquí mientras yo voy a ver cómo están las cosas.
Saltó del autobús y corrió hacia el edificio de la estación.
La lluvia caía inexorablemente. Había un espacio vacío entre la tienda de comestibles y el pub, cruzado por unas vigas que unían ambos establecimientos. Era evidente que el edificio que se alzaba allí con anterioridad acababa de ser demolido. Ante el solar se había congregado una pequeña muchedumbre. Cussane la contempló ociosamente, buscó en su bolsillo el paquete de cigarrillos y lo encontró vacío. Tras una breve vacilación, tomó su bolsa, bajó del autobús y cruzó la carretera hacia la papelería. Se dirigió a la joven que aguardaba en la entrada, para pedirle un par de paquetes de cigarrillos y un mapa de la región, si lo tenía. Lo tenía.
—¿Qué pasa ahí? —inquirió luego Cussane.
—Hace unos días comenzaron a derribar el viejo almacén de granos. Todo iba bien hasta que comenzó esta lluvia. Tienen problemas en el sótano. Parece que se ha hundido un techo o algo así.
Volvieron los dos juntos a la puerta para observar la escena. En aquel momento llegó un coche de la policía desde el lado opuesto de la aldea y se detuvo ante el solar. Sólo llevaba un ocupante, un hombre corpulento y de robusta complexión que vestía un anorak azul marino con galones de sargento. Se abrió paso entre la multitud y se perdió de vista.
—Ha llegado la caballería —comentó la joven.
—¿No es de por aquí? —preguntó Cussane.
—No hay comisaría en Corbridge. Es de Dunhill. El sargento Brodie; Lachlan Brodie.
El tono de su voz lo decía todo.
—¿Poco apreciado? —volvió a preguntar Cussane.
—Lachlan es de esos policías que disfrutan si la noche del sábado encuentra a tres borrachos juntos y puede darles una paliza. Es fuerte como una roca, y le gusta demostrarlo. ¿No será usted católico, por casualidad?
—Temo que sí.
—Para Lachlan, los católicos son el Anticristo. Es de esos baptistas que consideran que la música es pecado. También hace de predicador laico.
La multitud dejó pasar a un obrero con casco y chaquetón de seguridad color naranja. Su cara estaba mojada y sucia de fango. Se apoyó contra la pared.
—Ese sótano es un infierno.
—¿Tan mal está? —inquirió la mujer.
—Uno de mis hombres ha quedado atrapado. Se ha desplomado una pared. Hacemos lo que podemos, pero no hay mucho espacio para trabajar y el agua no deja de subir. —Frunció el ceño y se dirigió a Cussane—. ¿No será usted católico, por casualidad?
—Sí.
El hombre asió su brazo.
—Me llamo Hardy. Soy el capataz. El hombre que ha quedado ahí abajo es tan de Glasgow como yo, pero italiano. Gino Tisini. Cree que va a morir, y me ha pedido que le busque un sacerdote. ¿Me acompañará, padre?
—Naturalmente —respondió Cussane sin dudarlo. En seguida, le tendió su bolsa a la mujer—. ¿Querrá guardarme esto mientras tanto?
—Desde luego, padre.
Siguió a Hardy por entre el gentío y llegó a la entrada del sótano. Un tramo de escalera descendía hacia la oscuridad. Brodie, el sargento de policía, mantenía alejados a los curiosos. Hardy comenzó a bajar, y cuando Cussane iba a seguirle Brodie lo cogió del brazo.
—¿Adónde va?
—Déjelo pasar —intervino Hardy—. Es un sacerdote.
La hostilidad brotó de inmediato en los ojos de Brodie, que no intentó disimular su desagrado. Para Cussane era una vieja canción, como si de nuevo estuviera en Belfast.
—No lo conozco —dijo Brodie.
—Me llamo Fallon. Iba en el autobús de Glasgow —respondió Cussane sin perder la calma.
Después, asió la muñeca del policía y le forzó a soltar su presa. Brodie torció el gesto al percibir la fuerza de Cussane, mientras éste lo apartaba a un lado y empezaba a bajar por la escalera. No tardó en encontrarse con agua hasta las rodillas y agazapado para no chocar con un techo poco elevado, siguiendo a Hardy por lo que debió de haber sido un angosto pasadizo. Una lámpara llevada por los obreros arrojaba cierta claridad sobre un caos de mampostería derruida y tablones rotos. Se dirigieron hacia una estrecha abertura y, cuando llegaban a ella, aparecieron dos hombres completamente empapados y al borde del agotamiento.
—No hay nada que hacer —dijo uno de ellos—. El agua le cubrirá la cabeza en cuestión de minutos.
Hardy se metió por la abertura sin decir nada, y Cussane le siguió. El blanco rostro de Tisini se destacaba claramente en la penumbra. Cussane, avanzando medio agachado, extendió una mano para apoyarse e hizo caer un tablón y varios ladrillos.
—¡Cuidado! —le advirtió Hardy—. Todo esto podría derrumbarse como un castillo de naipes.
Se oía el constante gorgoteo del agua que no cesaba de fluir. Tisini logró componer una lúgubre sonrisa.
—¿Ha venido a oír mi confesión, padre? Nos llevaría un año y un día.
—No tenemos tanto tiempo. Vamos a sacarte —respondió Cussane.
De pronto, pareció llegar un nuevo aluvión de agua que bañó la cara de Tisini. El hombre sintió crecer su pánico. Cussane se situó por detrás de él y le sostuvo la cabeza sobre el agua.
Hardy reconoció el fondo con las manos.
—Esto se ha movido mucho —anunció—. Por lo menos, la entrada de agua nos favorece en algo. Ahora ya sólo está sujeto por una viga, pero la viga está unida a la pared. Si hago fuerza, es posible que nos caiga todo encima.
—Si no lo intenta, se ahogará en dos minutos —observó Cussane.
—Es peligroso para usted, padre.
—Y también para usted —añadió Cussane—. Manos a la obra.
—¡Padre! —gritó Tisini—. ¡Absuélvame, por el amor de Dios!
Cussane habló con voz firme y clara.
—Que Nuestro Señor Jesucristo te absuelva. Yo, por Su autoridad, te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. —Se volvió hacia Hardy—. ¡Ahora!
El capataz aspiró profundamente y se sumergió bajo el agua, aferrando los bordes de la viga. Sus hombros parecieron hincharse y salió del agua con la viga aún sujeta. Tisini lanzó un grito y flotó libremente en manos de Cussane. La pared comenzó a abombarse. Hardy tiró de Tisini para que se incorporarse y lo arrastró hacia la salida, mientras Cussane lo empujaba por detrás. Las paredes empezaron a desplomarse sobre ellos. Alzó un brazo para protegerse la cabeza, consciente de que ya llegaban a la escalera y de que había manos tendidas para ayudarles, y entonces un ladrillo le golpeó de refilón en la cabeza. Trató de subir los peldaños, pero cayó de rodillas y sólo hubo oscuridad.