CAPÍTULO 10

Ballywalter, una aldea costera al sur de la bahía de Dundalk, junto a Clogher Head, apenas si podía considerarse un puerto. Tenía un pub unas cuantas casas, media docena de botes de pesca y un minúsculo embarcadero. Había transcurrido ya más de una hora y media desde que Devlin telefoneara a Ferguson, cuando Cussane metió su motocicleta en un bosque situado sobre una colina que dominaba la aldea. Dejó la máquina parada sobre su caballete y se alejó unos pasos para contemplar Ballywalter. Luego regresó a la moto y desató la bolsa para sacar el sombrero de fieltro, con el que se cubrió la cabeza tras quitarse el casco de seguridad.

Echó a andar por el camino con la bolsa en la mano. Lo que pretendía hacer a continuación era delicado, pero muy inteligente si le salía bien. De hecho, era como una partida de ajedrez: no sólo había que pensar en la siguiente jugada, sino en tres por adelantado. Ciertamente, había llegado el momento de averiguar si toda aquella información conseguida del moribundo Danny Malone con tanta laboriosidad iba a resultarle útil.

Sean Deegan llevaba once años de tabernero en Ballywalter. En una aldea habitada por sólo cuarenta y un hombres en edad de beber legalmente, no era una ocupación muy agobiante, y eso explicaba que también fuera el patrón de una barca de pesca de doce metros de eslora llamada Mary Murphy. Además, y ésta era la faceta ilegal de su vida, militaba muy activamente en el IRA. Por esto último, el anterior mes de febrero había cumplido una condena de tres años en la prisión de Long Kesh, en el Ulster, acusado de posesión ilegal de armas. El hecho de que Deegan hubiera matado a dos soldados británicos en Derry jamás llegó a conocimiento de las autoridades.

Su mujer se había ido con los niños a visitar a su madre en Galway, y él cerró el bar a las once con la intención de salir a pescar temprano. Aún seguía despierto cuando Cussane llegó ante su casa. Lo había sacado de la cama la llamada telefónica de uno de los hombres de McGuiness. Deegan ofrecía una salida ilegal del país hasta la isla de Man, conveniente etapa intermedia en la ruta a Inglaterra. La descripción de Cussane que había recibido era clara y concisa.

Apenas había colgado el teléfono cuando sonó una llamada en la puerta. La abrió y encontró a Cussane de pie ante el umbral. Comprendió al instante quién era el visitante nocturno, aunque el alzacuello, el impermeable y el sombrero negro habrían bastado por sí solos.

—¿En qué puedo ayudarle, padre? —preguntó Deegan, retrocediendo para permitir la entrada a Cussane.

Pasaron al interior del pequeño bar y Deegan avivó las brasas del hogar.

—Me dio su nombre un miembro de mi parroquia, Danny Malone —explicó Cussane—. Yo me llamo Daly.

—¿Ha dicho Danny? —inquirió Deegan—. He oído que está bastante mal.

—Está muriéndose, el pobre. Me dijo que usted podía llevar a un hombre hasta la isla de Man por un precio razonable o por una buena causa.

Deegan pasó detrás de la barra y se sirvió un whisky.

—¿Me acompaña, padre?

—No, gracias.

—¿Tiene problemas? ¿Políticos o con la policía?

—Un poco de las dos cosas. —Cussane extrajo de su bolsillo diez billetes de cincuenta libras esterlinas y los dejó sobre la barra—. ¿Habrá bastante con esto?

Deegan recogió los billetes y los sopesó pensativamente.

—¿Por qué no, padre? Mire, usted se sienta un rato junto al fuego y mientras yo haré una llamada telefónica.

—¿Una llamada?

—No creerá que yo puedo manejar solo la barca, ¿verdad? Necesito al menos un tripulante, y mejor dos.

Salió del salón, cerrando la puerta tras de sí. Cussane se acercó al teléfono situado tras la barra y esperó. Cuando sonó un leve campanilleo, descolgó cuidadosamente el auricular.

El tabernero hablaba con voz apremiante.

—Aquí Deegan, de Ballywalter. ¿Está ahí el señor McGuiness?

—Está en la cama.

—¡Vaya a buscarlo, por Dios! Está aquí, en mi casa. Ese tipo, Cussane, del que me hablaron por teléfono.

—No cuelgue. —Hubo una pausa, interrumpida por la voz de otro hombre—. Soy McGuiness. ¿Eres tú, Sean?

—Yo mismo. Cussane está aquí, en mi pub. Dice que se llama Daly. Acaba de darme quinientas libras para que lo lleve a la isla de Man. ¿Qué hago? ¿Lo entretengo?

—Nada me gustaría más que ocuparme yo mismo de él, pero eso sería infantil —respondió McGuiness—. ¿Tienes algún hombre de confianza por ahí?

—Phil Egan y Tadgh McAteer.

—Entonces… Este hombre ha de morir, Sean. Si te dijera lo que ha hecho, todo el daño que ha causado al movimiento, no me creerías. Llévatelo en tu barca, tranquilamente y sin alborotos, y cuando estéis a unos kilómetros de la costa le pegas un tiro en la nuca y lo echas por la borda.

—Eso está hecho —contestó Deegan.

Colgó el teléfono, subió al piso de arriba y se vistió para salir. Luego regresó al bar y recogió un viejo chaquetón de marino.

—Le dejo un rato a solas, padre, mientras voy a buscar a los muchachos. Sírvase lo que le apetezca.

—Es usted muy amable —dijo Cussane.

Encendió un cigarrillo y, para hacer algo, comenzó a leer el periódico de la tarde. Deegan volvió al cabo de media hora, en compañía de dos hombres.

—Phil Egan, Tadgh McAteer.

Hubo apretones de manos. Egan era bajo y delgado, pero fuerte, y parecía tener unos veinticinco años. McAteer era un hombre corpulento, más viejo que Deegan, con un prominente vientre de bebedor de cerveza, y llevaba un chaquetón. Cussane le calculó cincuenta y cinco años, por lo menos.

—Ya podemos irnos, padre. —Cussane recogió su bolsa, pero Deegan le detuvo—. No tan deprisa, padre. Me gusta saber qué llevo en mi barca.

Dejó la bolsa de Cussane sobre la barra, la abrió y dio un vistazo rápido a su contenido. Volvió a cerrar la cremallera, se dio la vuelta e hizo un gesto afirmativo en dirección a McAteer, que se adelantó para cachear al sacerdote y encontró la Stechkin en el bolsillo. La sacó y la dejó sobre la barra sin decir palabra.

—Usted sabrá para qué necesita una pistola. Se la devolveré cuando lleguemos a la isla de Man.

Se guardó el arma en el bolsillo.

—Entendido —asintió Cussane.

—Bien. En ese caso, podemos irnos.

Deegan abrió la marcha.

Cuando McGuiness le llamó, Devlin estaba en la cama.

—Le han localizado —anunció.

—¿Dónde?

—En Ballywalter. Uno de los nuestros, un hombre llamado Sean Deegan. Cussane se presentó en su casa diciendo que era amigo de Danny Malone y que necesitaba un transporte clandestino hasta la isla de Man. Es de suponer que Danny le habló de cosas que no debía.

—Danny es un moribundo. La mayor parte del tiempo, ni siquiera sabría qué estaba diciendo —señaló Devlin.

—Sea como fuere, Cussane —o el padre Daly, como se hace llamar ahora— se encontrará con una sorpresa muy desagradable. A unos kilómetros de la costa, Deegan y sus muchachos se lo cargarán y lo echarán por la borda. Te dije que no se nos escaparía.

—Eso dijiste.

—Ya te llamaré, Liam.

Devlin se quedó pensando en lo que acababa de oír. Demasiado bueno para ser cierto. Estaba claro que Cussane se había enterado por Danny Malone de la clase de servicios que ofrecía Deegan. Hasta ahí, de acuerdo. Pero presentarse como lo había hecho, sin más disfraz que un mero cambio de nombre… Tal vez supuso que no encontrarían a Devlin y Tanya hasta el día siguiente, pero aun así… no tenía sentido. ¿O sí lo tenía?

Cuando zarparon, se levantaba una ligera neblina del mar, pero el cielo estaba despejado y la luna lo bañaba todo con una luminosidad vagamente irreal. McAteer se afanaba en cubierta, Egan había abierto la escotilla que conducía a la pequeña sala de máquinas y estaba en su interior, y Deegan manejaba el timón. Cussane estaba de pie a su lado, mirando a través del cristal.

—Hermosa noche —observó Deegan.

—Es cierto. ¿Cuánto tardaremos en llegar?

—Cuatro horas, sin apresurarnos. De esta manera llegaremos a la isla de Man al mismo tiempo que las barcas que han salido a pescar de noche. Le dejaremos en la costa occidental, en un pueblecito que conozco cerca de Peel. Allí podrá tomar un autobús hasta Douglas, la capital, donde hay un aeropuerto, Ronaldsway. Desde allí podrá ir en avión hasta Londres o hasta Blackpool, en la costa inglesa.

—Sí, ya lo sé —respondió Cussane.

—Podría bajar al camarote y echarse un rato, padre —le sugirió Deegan.

La cabina tenía cuatro literas y una mesa fija en el centro, además de una cocinilla en el extremo. Estaba muy desaseada, pero resultaba cálida y acogedora a pesar del olor a gasóleo. Cussane se preparó una taza de té y se sentó ante la mesa para bebería y fumarse un cigarrillo. Luego se tendió en una de las literas y cerró los ojos, con el sombrero a su lado. Al cabo de un rato, McAteer y Egan bajaron por la escalera.

—¿Está bien aquí, padre? —preguntó McAteer—. ¿Le apetece una taza de té o algo?

—Ya he tomado una, gracias —respondió Cussane—. Creo que intentaré dormir un rato.

Permaneció echado, con los ojos casi cerrados y una mano despreocupadamente oculta bajo el sombrero. McAteer sonrió y le guiñó un ojo a Egan, mientras éste preparaba tres tazones con café instantáneo y les añadía agua hirviendo y leche condensada. Salieron de la cabina. Cussane oyó sus pasos en cubierta, el murmullo de una conversación, risotadas. Permaneció echado, esperando lo que tenía que ocurrir.

Había transcurrido quizá otra media hora cuando el motor se detuvo y comenzaron a derivar. Cussane se incorporó y puso los pies en el suelo.

Deegan le llamó desde la escalera de la cámara.

—¿Quiere subir a cubierta, padre?

Cussane se encasquetó el sombrero y trepó por la escalera. Egan estaba sentado sobre la escotilla del motor, McAteer se asomaba por la abierta ventanilla de la timonera, y Deegan se apoyaba en la barandilla de popa, fumando un cigarrillo y contemplando la costa de Irlanda, a cuatro o cinco kilómetros de distancia.

—¿Qué pasa? —preguntó Cussane—. ¿Qué quiere?

—El juego ha terminado. —Deegan se volvió sosteniendo la Stechkin en su mano derecha—. Ya lo ve: sabemos quién es usted. Lo sabemos todo.

—Y todo el mal que ha hecho —añadió McAteer.

Egan hacía oscilar una gruesa cadena. Cussane le miró de soslayo y en seguida se volvió hacia Deegan, quitándose el sombrero y sosteniéndolo ante su pecho.

—Supongo que no habrá manera de llegar a un arreglo.

—Ni lo sueñe —respondió Deegan.

Cussane le metió un balazo en el pecho a través del sombrero, y Deegan salió despedido hacia la barandilla. Dejó caer la Stechkin sobre cubierta, perdió el equilibrio, trató en vano de aferrarse a la borda y cayó al mar. Cussane ya estaba en movimiento. Disparó contra McAteer, en la timonera, y la bala le dio al hombretón encima mismo de su ojo derecho. Egan se lanzó sobre él blandiendo la cadena, pero Cussane esquivó fácilmente su desmañado ataque.

—¡Bastardo! —gritó Egan.

Cussane apuntó cuidadosamente y le pegó un tiro en el corazón.

Comenzó a actuar con rapidez. Tras recoger la Stechkin que Deegan había dejado caer, echó al agua el bote hinchable con motor fuera borda arrimado en cubierta y lo amarró a la batayola. Luego se dirigió a la timonera, donde había dejado su bolsa. Tuvo que pasar sobre el cadáver de McAteer para recogerla. Abrió el doble fondo, sacó el plástico explosivo y cortó un pedazo con ayuda de su navajita de bolsillo. Insertó un detonador en el fragmento arrancado, lo graduó para que hiciera explosión en quince minutos y lo arrojó por la escotilla del motor. Acto seguido, pasó al bote hinchable, puso el motor en marcha y regresó a la costa a toda velocidad. Más atrás, Sean Deegan, todavía con vida a pesar de la bala alojada en su pecho, le vio partir mientras pataleaba lentamente para mantenerse a flote.

Cussane ya estaba bastante lejos cuando la explosión desgarró la noche, con llamaradas amarillas y anaranjadas que florecieron como pétalos. Apenas si le dedicó una mirada. Su idea no podía haber resultado mejor. Se había convertido en un hombre muerto, y tanto McGuiness como Ferguson suspenderían la caza. Se preguntó cómo se sentiría Devlin cuando descubriera por fin la verdad.

Desembarcó en una pequeña ensenada cerca de Ballywalter y arrastró el bote hinchable hasta ocultarlo bajo un macizo de aulagas. Luego regresó por el mismo camino hacia el bosque en el que había dejado su moto. Aseguró bien su bolsa, se puso el casco de seguridad y se alejó de allí.

La primera en llegar al escenario de la catástrofe fue otra barca de pesca de Ballywalter, la Dublin Town, que había salido a pescar de noche. Su tripulación, atareada en cubierta con las redes, a uno o dos kilómetros de distancia, había visto la explosión en el momento de producirse. Cuando llegaron al lugar en que la Mary Murphy se había ido a pique, ya había transcurrido casi media hora. Había abundantes restos flotantes, y un chaleco salvavidas rotulado con el nombre de la embarcación les dijo lo peor. El patrón avisó por radio al guardacostas y prosiguió su búsqueda de supervivientes o, al menos, de los cuerpos de la tripulación; sin embargo, no tuvo éxito, y la niebla cada vez más densa contribuyó a dificultar la tarea. Hacia las cinco de la madrugada llegó un guardacostas de Dundalk, además de varios pesqueros pequeños, y entre todos ampliaron el radio de la búsqueda mientras comenzaba a amanecer.

La noticia de la tragedia le llegó a McGuiness hacia las cuatro de la madrugada, y él, a su vez, se la transmitió a Devlin.

—Dios sabe lo que puede haber ocurrido —dijo McGuiness—. Estalló y se hundió como una piedra.

—¿Y no han encontrado ningún cuerpo?

—Deben de estar en el fondo, dentro de la barca o de lo que quede de ella. Y parece que es una zona de fuertes mareas, capaces de arrastrar un cuerpo a mucha distancia. Me gustaría saber qué ha ocurrido. Sean Deegan era un hombre bueno.

—También a mí me gustaría saberlo.

—De todos modos, ahí se acabó Cussane. Ese cerdo ha llegado a su fin, por lo menos. ¿Se lo dirás a Ferguson?

—Sí, ya se lo diré.

Devlin se enfundó en un batín, bajó al piso inferior y se preparó un poco de té. Cussane había muerto, pero él no sentía ningún dolor por el hombre que, a pesar de todo, había sido su amigo durante más de veinte años. Ninguna sensación de pesar. En cambio, experimentaba una especie de inquietud, como un nudo en las tripas que se negaba a deshacerse.

Marcó el número de Cavendish Square, en Londres. Pasó algún tiempo antes de que atendieran la llamada, y le respondió la voz de un Ferguson aún medio dormido. Devlin le comunicó la noticia y el general de brigada terminó de despertarse rápidamente.

—¿Está seguro de lo que dice?

—Así parece, al menos. Dios sabe qué pasó en aquel bote.

—Ah, bien —contestó Ferguson—. Al menos, Cussane ha desaparecido para siempre. Lo último que me faltaba era tener a ese loco suelto. —Emitió un bufido—. ¡Matar al Papa!

—¿Qué hay con Tanya?

—Puede regresar mañana mismo. Métala en el avión y yo mismo iré a recibirla. Harry estará en París para darle instrucciones a Tony Villiers en este asunto de los Exocet.

—De acuerdo —asintió Devlin—. Eso es todo, pues.

—No parece muy satisfecho, Liam. ¿Qué le ocurre?

—Digámoslo de esta manera: tratándose de quien se trata, me gustaría ver su cadáver —respondió Devlin.

A pesar de los controles de carreteras, de la considerable presencia policial y del ejército británico, la frontera del Ulster con la República de Irlanda ha estado siempre abierta para cualquiera que conozca el terreno. En muchos casos, granjas de ambos lados tienen sus tierras divididas por la imaginaria línea fronteriza, y toda la zona está atravesada por centenares de angostos senderos, caminos rurales y pistas sin asfaltar.

Cussane llegó sano y salvo al Ulster hacia las cuatro de la mañana. A esas horas, los vehículos en movimiento eran tan infrecuentes como para hacer aconsejable que se quitara de en medio por algún tiempo, cosa que hizo al otro lado de Newry, ocultándose en un cobertizo abandonado, en un bosque que lindaba con la carretera principal.

No durmió. Se sentó, cómodamente apoyado contra una pared, y pasó el tiempo fumando, con la Stechkin al alcance de la mano por si acaso. Salió cerca de las seis, una hora en la que transitaban los suficientes trabajadores por las carreteras como para pasar inadvertido, y tomó la A1 hacia Lisburn, vía Banbridge.

Eran las siete y cuarto cuando entró en el aparcamiento del aeropuerto Aldergrove y paró la moto. La Stechkin se reunió con la Walther en el doble fondo de la bolsa. Acababa de comenzar la temporada de vacaciones y había un vuelo a la isla de Man con salida a las ocho quince. Si no lograba encontrar plaza, quedaban otros vuelos a Glasgow, Edimburgo y Newcastle que partían en el espacio de una hora. Sin embargo, la isla de Man era el destino que prefería, ya que se trataba de una ruta tranquila, utilizada principalmente por los turistas. Cuando acudió al mostrador, descubrió que había varias plazas disponibles y pudo conseguir su billete sin dificultad.

Todo el equipaje de mano tendría que pasar por los rayos X, como en la mayoría de los aeropuertos internacionales. En Belfast también se examinaba por ese procedimiento la mayor parte del equipaje facturado, pero esta norma no solía aplicarse a las rutas más tranquilas en la temporada de turismo. En todo caso, el doble fondo de su bolsa, que sólo tenía siete centímetros de espesor, estaba forrado de plomo. No podrían, por tanto, ver su contenido. Las dificultades, de haberlas, se presentarían en la aduana de la isla de Man.

Eran aproximadamente las ocho y media, y Cussane llevaba ya unos diez minutos en el aire, cuando el Dublin Town, que empezaba a andar escaso de combustible, abandonó la infructuosa búsqueda de supervivientes del Mary Murphy y puso rumbo a Ballywalter. El tripulante más joven, un muchacho de quince años que estaba enrollando sogas en la proa, fue el primero que divisó los restos flotantes a estribor y avisó al patrón, que cambió el rumbo de inmediato. Al cabo de unos minutos, paró las máquinas y se dejó llevar por el impulso hasta una de las escotillas del Mary Murphy.

Sean Deegan estaba tendido de espaldas sobre la escotilla. Su cabeza giró lentamente y compuso una sonrisa cadavérica.

—Os lo habéis tomado con calma, ¿eh?

En el aeropuerto de Ronaldsway, Cussane no tuvo ningún problema en la aduana. Recogió su bolsa y se unió a los numerosos pasajeros que se dirigían a la salida. Nadie hizo ademán de detenerle. Como en todos los lugares de veraneo, se trataba de dar las mayores facilidades a los visitantes. De la isla partían varios vuelos diarios que cubrían la breve distancia hasta Blackpool, ya en la costa inglesa, pero todos los de la mañana estaban completos. En el vuelo de mediodía, empero, quedaba alguna plaza libre, y Cussane, pensando que podría haber sido peor, compró un billete y se dirigió a la cafetería a comer algo.

Cuando Ferguson descolgó el teléfono para oír la voz de Devlin, eran las once y media. Escuchó atentamente, con expresión de espanto.

—¿Está seguro?

—Completamente. Ese hombre, Deegan, sobrevivió a la explosión únicamente porque Cussane le pegó un tiro antes y lo hizo caer al agua. Fue el mismo Cussane quien provocó la explosión, y luego volvió a la costa en el bote hinchable del pesquero. Deegan dice que casi le embistió.

—Pero ¿por qué? —preguntó Ferguson.

—El hijo de perra lleva años ganándome al ajedrez. Conozco su estilo. Siempre tres jugadas de adelanto sobre el contrario. Anoche lo organizó todo para hacernos creer que había muerto, y de este modo consiguió que se interrumpiera la cacería. Nadie le buscaba. No hacía falta.

Ferguson sintió una horrible premonición.

—¿Está tratando de decir lo que imagino?

—¿Qué se imagina? Ahora está en su lado del agua, general, no en el nuestro.

Ferguson profirió una maldición en voz baja.

—Tiene razón. Voy a solicitar la colaboración oficial de la Sección Especial de Dublín. Quiero que investiguen su casa a fondo, fotografías, huellas digitales, todo lo que pueda sernos útil.

—Tendrá que informar al Secretariado Católico —observó Devlin—. En el Vaticano se sentirán muy complacidos.

—Tampoco creo que la dama del número diez se ponga muy contenta. ¿Para qué vuelo es la reserva de la Voroninova?

—Para el de las dos.

—Venga con ella. Le necesito.

—Hay un detalle de importancia secundaria, pero debo mencionárselo. En su lado del agua, todavía hay pendiente una orden de busca y captura contra mí. Mi pertenencia a una organización ilegal es el cargo más leve que se me imputa.

—¡Por el amor de Dios! Ya me ocuparé yo de eso —le aseguró Ferguson—. Usted métase en el avión.

Y colgó.

Tanya Voroninova salió de la cocina con una taza de té.

—¿Qué pasará ahora?

—Iré con usted a Londres —le explicó—. Una vez allí, ya veremos.

—¿Y Cussane? ¿Dónde le parece que puede estar?

—En cualquier parte y en ninguna. —Tomó un sorbo de té—. Sea como fuere, tiene un problema. Según el periódico de hoy, el Papa llegará el viernes y visitará Canterbury al día siguiente.

—El sábado veintinueve.

—Exactamente. Por lo tanto, Cussane tiene que esperar. La cuestión es: ¿adónde irá entretanto?

Sonó el teléfono. Era McGuiness.

—¿Has hablado con Ferguson?

—Sí.

—¿Qué piensa hacer?

—Dios sabe. Me ha pedido que vaya allí.

—¿Irás?

—Sí.

—¡Dios mío, Liam! ¿Has oído lo de ese ruso, Lubov, que apareció muerto en el cine? Ese sacerdote tuyo predica unos sermones muy convincentes.

—Creo que ha cambiado ligeramente de actitud respecto a su trabajo desde que descubrió que los suyos trataban de eliminarlo —observó Devlin—. Será interesante ver adónde le lleva eso.

—A Canterbury —replicó McGuiness—. Y no podemos hacer nada. El asunto queda exclusivamente en manos de la inteligencia británica. El IRA ya no puede ayudarles en nada. Mantente en la retaguardia, Liam.

Cortó la comunicación y Devlin permaneció sentado, frunciendo reflexivamente el ceño.

Se puso en pie.

—Voy a salir un rato —le advirtió a Tanya—. No tardaré.

Y salió por la puerta del jardín.

En la aduana de Blackpool se mostraron tan amables como en la de Ronaldsway. Cussane llegó incluso a detenerse, sonriendo, y ofreció su bolsa para que la inspeccionaran mientras la corriente de pasajeros seguía su camino sin detenerse.

—¿Algo que declarar, padre? —inquirió el vista de aduana.

Cussane abrió la bolsa.

—Una botella de whisky y un cartón de cigarrillos.

El oficial sonrió amistosamente.

—Aún habría podido llevar una botella de vino. Hoy no es su día, padre.

—Parece que no.

Cussane cerró su bolsa y siguió adelante.

Se detuvo, indeciso, en el exterior del pequeño aeropuerto, ante la puerta de entrada. Había varios taxis libres esperando, pero finalmente decidió caminar por la carretera principal. Al fin y al cabo, tenía todo el tiempo del mundo. Al otro lado de la carretera había un quiosco de prensa, y Cussane cruzó y compró un periódico. Cuando salía, un autobús se detuvo en la parada, a pocos pasos de él. Su indicador rezaba Morecambe, otra localidad turística a unos kilómetros de distancia. Siguiendo un impulso repentino, echó a correr y se encaramó al autobús cuando ya se ponía en marcha.

Pagó el billete y subió al piso de arriba. Le agradó estar allí; se sentía tranquilo y, al mismo tiempo, lleno de energía. Abrió el periódico y vio que las noticias del Atlántico Sur no eran buenas: el HMS Coventry había sido bombardeado, y un carguero de la Cunard, el Atlantic Conveyor, había recibido el impacto de un misil Exocet. Encendió un cigarrillo y se acomodó para leer los detalles.

Cuando Devlin entró en la sala del hospicio, la hermana Anne-Marie estaba junto al lecho de Danny Malone. Devlin esperó, hasta que finalmente la hermana le susurró algo a la enfermera, se volvió y advirtió su presencia.

—¿A qué ha venido?

—A hablar con Danny.

—Hoy no está para conversaciones.

—Es muy importante.

La hermana puso cara de exasperación.

—Para usted siempre lo es. De acuerdo. Diez minutos. —Echó a andar pero se detuvo a los pocos pasos y se volvió—. El padre Cussane no vino anoche. ¿Sabe por qué?

—No —mintió Devlin—. No lo he visto.

La hermana se retiró, y Devlin acercó una silla a la cabecera del enfermo.

—¿Cómo estás, Danny?

Malone abrió los ojos y habló con voz ronca:

—¿Eres tú, Liam? El padre Cussane no ha venido.

—Dime, Danny: ¿verdad que le hablaste de Sean Deegan, de Ballywalter, el que hace los viajes a la isla de Man?

Malone frunció el ceño.

—Sí, claro. Le he hablado de muchas cosas.

—Pero principalmente de asuntos del IRA.

—Claro. Tenía mucho interés en que le contara cómo me las arreglaba en los viejos tiempos.

—¿Y cómo cruzabas a Inglaterra? —preguntó Devlin.

—Sí. Ya sabes cuánto tiempo duré sin que me detuvieran, Liam. Quería saber cómo lo conseguí. —Frunció el ceño—. ¿Cuál es el problema?

—Tú siempre has sido fuerte, Danny. Sé fuerte ahora. El padre no era de los nuestros.

Los ojos de Malone se abrieron completamente.

—¿Te burlas de mí, Liam?

—Sean Deegan está en el hospital con una bala en el pecho y dos hombres buenos han muerto.

Danny permaneció en silencio, mirándole fijamente.

—Cuéntamelo todo.

Devlin lo hizo. Cuando terminó, Danny Malone exclamó con voz contenida:

—¡Bastardo!

—Dime lo que recuerdes, Danny. ¿Qué era lo que más le interesaba?

Malone se concentró, tratando de recordar.

—Sí, sobre todo la cuestión de cómo logré despistar durante tanto tiempo a los de la Sección Especial y a los chicos de la inteligencia británica. Le dije que cuando estaba en Inglaterra jamás recurrí a la infraestructura del IRA. No era de fiar en absoluto, Liam; tú bien lo sabes.

—Es cierto.

—Yo he utilizado siempre el mundo del hampa. Prefiero tratar con un honrado delincuente, o con uno que no lo sea, si el precio es razonable. Conocía a mucha gente así.

—Háblame de ellos —le rogó Devlin.

A Cussane le gustaban las poblaciones playeras, sobre todo las que acogían a las masas de honrados trabajadores en busca de asueto, con muchos cafés, galerías de atracciones, ferias y el tonificante aire del mar. A Morecambe no le faltaba nada de eso. Las oscuras aguas de la bahía se alzaban en crestas de espuma y, al otro lado, a lo lejos, se distinguían las cumbres de Lake District.

Cruzó la carretera. La temporada todavía no estaba en su apogeo, pero ya abundaban los grupos de turistas. Caminando por angostas callejuelas, llegó a la terminal de autobuses.

Desde allí se podía viajar a las principales capitales de provincia en autobuses de gran velocidad, que hacían casi todo el recorrido por las autopistas. Consultó los horarios y encontró lo que estaba buscando: un autobús con destino a Glasgow que pasaba por Carlisle y Dumfries. Faltaba una hora para que saliera. Compró un billete y salió en busca de un lugar donde comer algo.