CAPÍTULO 1

Cuando el comandante Tony Villiers entró en el comedor de oficiales de los Grenadier Guards, en los cuarteles de Chelsea, no había nadie más allí. Reinaba la penumbra, pues la única iluminación procedía de las velas que parpadeaban en los candelabros de la larga y pulimentada mesa, reflejándose en la plata del comedor.

Sólo había preparado un cubierto al extremo de la mesa, cosa que le sorprendió, pero en un cubo de plata lleno de hielo esperaba una botella de champaña Krug 1972, su preferido. Se detuvo, contemplándola, y acto seguido la tomó, la descorchó y llenó lenta y cuidadosamente una de las altas copas de cristal dispuestas sobre la mesa. Se acercó al fuego y permaneció de pie ante él, mirando cómo se reflejaba en el espejo que colgaba sobre el hogar.

La guerrera escarlata le sentaba perfectamente, y las medallas constituían una imponente exhibición, sobre todo las rayas moradas y blancas de su Cruz Militar con la roseta de plata que indicaba una segunda concesión. Era de talla mediana y ancho de espaldas, con el pelo negro algo más largo de lo que sería de esperar en un militar. A pesar de que en algún momento de su vida se le había roto la nariz, era un hombre bastante apuesto, pero había algo en él que resultaba inquietante.

En el comedor reinaba un profundo silencio, y los grandes hombres del pasado le miraban solemnemente desde los cuadros, confundidos entre las sombras. Todo contribuía a crear una atmósfera de irrealidad, y por alguna razón su imagen parecía reflejarse una y otra vez en el espejo, retrocediendo hacia el infinito. Tenía una sed de mil demonios. Alzó la copa y su voz sonó ronca, como si perteneciera a otra persona:

—A tu salud, viejo Tony —exclamó—. ¡Feliz Año Nuevo!

Se llevó la copa de cristal a los labios y el champaña le pareció lo más frío que jamás hubiera probado. Lo bebió con avidez, y dentro de su boca se transformó en un fuego líquido que ardía en su interior. Lanzó un grito de agonía, el espejo se hizo añicos, el suelo pareció abrirse bajo sus pies y cayó desplomado.

Un sueño, por supuesto, en el que la sed no existía. Despertó y se encontró exactamente en el mismo lugar en el que había permanecido la última semana, recostado contra la pared en un rincón del cuartito, incapaz de tenderse a causa del cepo de madera que le atenazaba el cuello y mantenía sus muñecas a la altura de los hombros.

Su cabeza estaba cubierta por un turbante verde como los que utilizaban las tribus balushi que había capitaneado en las tierras altas de Dhofar hasta el momento de su captura, diez días antes. Sus pantalones y su camisa de combate, de color caqui, estaban mugrientos y desgarrados por muchas partes, y sus pies estaban descalzos porque uno de los rashid le había robado las botas de gamuza para el desierto. Y además estaba la barba, punzante e incómoda, que le resultaba muy desagradable. Nunca había podido desprenderse del viejo hábito de la Guardia de darse un afeitado bien apurado todos los días, en cualesquiera circunstancias. Ni siquiera el SAS había logrado quitarle ésta manía personal.

Sonó el ruido de un cerrojo, la puerta se abrió con un chirrido y se alzó una nube de moscas. Entraron dos rashid, hombres bajos y delgados, pero fuertes, con sucias túnicas blancas y cartucheras cruzadas en bandolera. Le alzaron entre los dos, sin decir palabra, lo sacaron al exterior, lo empujaron rudamente contra la pared y se alejaron.

Pasó algún tiempo antes de que sus ojos se adaptaran al brillante resplandor del sol matutino. Bir el Gafani era una aldea pobre, apenas una docena de casas de tejado plano rodeadas por las palmeras del oasis. Un muchacho conducía media docena de camellos hacia el abrevadero donde unas mujeres, con túnicas oscuras y velos negros, estaban lavando ropa.

A su derecha, a lo lejos, las montañas de Dhofar, la provincia más meridional de Omán, se alzaban hacia el firmamento azul. Poco más de una semana antes, Villiers había estado dirigiendo a los miembros de las tribus balushi en una caza de guerrilleros marxistas. Bir el Gafani, por el contrario, se encontraba en territorio enemigo, en una franja de la República Democrática Popular de Yemen, que se extendía hacia la Región Vacía del Norte.

A su izquierda había una gran vasija de arcilla llena de agua y provista de un cazo, pero sabía qué ocurriría si trataba de beber, y esperó pacientemente. A cierta distancia, sobre una elevación del terreno, apareció un camello avanzando rápidamente hacia el oasis. La visión, que rielaba a causa del calor, le pareció vagamente irreal.

Cerró los ojos por un instante e inclinó la cabeza hacia el pecho para aliviar la presión del cuello, y entonces oyó los pasos que se acercaban. Alzó la cabeza y vio a Salim bin al Kaman dirigiéndose hacia él. Llevaba un turbante negro, túnica negra, una Browning automática enfundada sobre su cadera derecha, daga curva al cinto y un fusil de asalto AK de manufactura china, el orgullo de su vida. Se detuvo ante Villiers. Era un hombre de aspecto amistoso, con una recortada barba canosa y tez del color del cuero español.

Salaam alaikum, Salim bin al Kaman —le saludó formalmente Villiers, en árabe.

Alaikum salaam. Buenos días, Villiers Sahib.

Fue la única frase que pronunció en inglés. El resto de la conversación se desarrolló en árabe. Salim dejó el AK apoyado en la pared, llenó el cazo de agua y lo sostuvo con cuidado ante los labios de Villiers. El inglés bebió golosamente. Era un ritual matutino entre ambos. Salim volvió a llenar el cazo y Villiers alzó la cara para recibir el refrescante baño.

—¿Mejor así? —inquirió Salim.

—Mucho mejor.

El camello estaba mucho más cerca, a no más de un centenar de metros de distancia. Su jinete había anudado una cuerda al pomo de la silla de montar. En el otro extremo de la cuerda se tambaleaba un hombre.

—¿Quién viene ahí? —preguntó Villiers.

—Hamid —respondió Salim.

—¿Con un amigo?

Salim sonrió.

—Ésta es nuestra tierra, comandante Villiers. El país de los rashid. La gente sólo debería venir cuando se la invita.

—Pero en Hauf los comisarios de la República Popular no reconocen los derechos de los rashid. Ni siquiera creen en Alá; tan sólo en Marx.

—Mientras permanezcan allí, pueden hablar tan alto como les plazca. Pero en la tierra de los rashid… —Salim se encogió de hombros y extrajo una cajita metálica—. No hablemos más de ello. ¿Fumará un cigarrillo, amigo mío?

El árabe arrancó hábilmente el tubo de cartulina del extremo del cigarrillo, lo colocó en la boca de Villiers y le dio fuego.

—¿Es ruso? —se extrañó Villiers.

—A ochenta kilómetros de aquí, en Fasari, hay una base aérea en el desierto. Muchos aviones rusos, camiones, soldados rusos… ¡De todo!

—Sí, ya sé.

—¿Y, aún sabiéndolo, su célebre SAS no hace nada al respecto?

—Mi país no está en guerra con Yemen —explicó Villiers—. A mí me ha enviado el ejército británico para que ayude a organizar las tropas del sultán de Omán contra las guerrillas marxistas del DLF.

—Nosotros no somos marxistas, Villiers Sahib. Nosotros, los rashid, vamos a donde nos place, y un comandante británico del SAS es un premio muy valioso. Vale muchos camellos, muchas armas.

—¿Para quién? —quiso saber Villiers.

Salim agitó el cigarrillo en su dirección.

—He hecho llegar la noticia a Fasari. Los rusos vendrán hoy y me pagarán mucho por usted. Han aceptado mis demandas.

—Ofrezcan lo que ofrezcan, los míos le darán más —le aseguró Villiers—. Lléveme a Dhofar sano y salvo y podrá pedir lo que quiera. Soberanos de oro ingleses. Táleros de plata de María Teresa.

—Pero Villiers Sahib, ya he dado mi palabra.

Salim le sonrió sardónicamente.

—Ya sé —añadió Villiers—. No me lo diga. Para los rashid, su palabra lo es todo.

—¡Exactamente!

Salim se incorporó cuando el camello llegaba a su lado. El animal se arrodilló, y Hamid, un joven guerrero rashid con túnica ocre y un fusil colgando del hombro, avanzó hacia Salim. Tiró con fuerza de la cuerda, y el hombre del otro extremo trastabilló y cayó al suelo.

—¿Qué tenemos aquí? —preguntó Salim.

—Lo he encontrado esta noche, caminando por el desierto. —Hamid volvió hacia el camello y regresó con una cantimplora militar y un macuto—. Llevaba esto.

En el macuto había algo de pan y raciones del ejército. Las etiquetas estaban en ruso. Salim le mostró una a Villiers, para que la viera, y acto seguido se dirigió al prisionero en árabe.

—¿Es usted ruso?

El hombre era anciano, de cabellos blancos, y obviamente estaba agotado por la caminata. Su camisa caqui estaba empapada de sudor. Meneó la cabeza, con los labios hinchados hasta el doble de su tamaño. Salim le tendió el cazo lleno de agua. El hombre bebió. Villiers hablaba un ruso pasable.

—Quiere saber quién es usted. ¿Viene de Fasari?

—Y usted ¿quién es? —graznó el anciano.

—Soy un oficial británico. Trabajaba para las fuerzas del sultán, en Dhofar. Los hombres de Salim nos tendieron una emboscada, mataron a los míos y me cogieron prisionero.

—¿Habla inglés?

—Unas tres palabras. Imagino que no habla usted árabe.

—No, pero creo que mi inglés es mejor que su ruso. Me llamo Viktor Levin. Vengo de Fasari y estaba tratando de pasarme a Dhofar.

—¿Huyendo de los rusos?

—Algo así.

Intervino Salim, en árabe:

—De modo que habla inglés. ¿No es ruso, entonces?

Villiers se dirigió tranquilamente a Levin.

—No vale la pena que le mienta acerca de usted. Su gente ha de venir hoy a buscarme a mí. —Se volvió hacia Salim—. Sí, es ruso. De Fasari.

—¿Y qué hacía en la tierra de los rashid?

—Quería llegar a Dhofar.

Salim lo contempló con ojos entornados.

—¿Escapando de su propia gente? —Lanzó una carcajada y se palmeó la pierna—. ¡Excelente! Me pagarán por él también. Un premio extraordinario. ¡Alá es bueno conmigo! —Llamó a Hamid con un ademán—. Llévalos adentro y cuídate de que les den de comer. Luego, ven a verme.

Luego, se dio la vuelta rápidamente y se alejó.

Levin fue colocado en un cepo de madera semejante al de Villiers. Ambos estaban sentados el uno junto al otro, apoyados contra la pared de la celda. Al cabo de cierto tiempo, entró una mujer cubierta con un velo negro, se acuclilló y empezó a alimentarlos por turno de una gran escudilla de madera que contenía un guisado de carne de cabra. Resultaba imposible saber si era joven o vieja. Cuando terminó, les enjugó cuidadosamente los labios y se marchó, cerrando la puerta.

—¿Por qué esos velos? —preguntó Levin—. No lo comprendo.

—Simbolizan la pertenencia a sus maridos. Ningún otro hombre puede mirarlas.

—Extraño país. —Levin cerró los ojos—. Demasiado caluroso.

—¿Qué edad tiene? —quiso saber Villiers.

—Sesenta y ocho años.

—¿No es ya un poco mayor para pensar en cambiar de bando? Yo diría que se ha decidido muy tarde.

Levin abrió los ojos y sonrió suavemente.

—Es muy sencillo. Mi esposa falleció la semana pasada en Leningrado. No tengo hijos, de modo que no pueden utilizar a nadie para coaccionarme en cuanto llegue a la libertad.

—¿A qué se dedica?

—Soy profesor de ingeniería estructural en la Universidad de Leningrado, especializado en el diseño de aviones. Las fuerzas aéreas soviéticas tiene cinco MIG 23 en Fasari. Se trata de la versión de entrenamiento, ya que oficialmente están aquí con fines de instrucción.

—¿Una versión de entrenamiento con modificaciones?

—Exactamente, de modo que los aparatos puedan ser utilizados para misiones de ataque a tierra en zonas montañosas. Los cambios se realizaron en Rusia, pero una vez aquí surgieron problemas y me trajeron a mí para resolverlos.

—Y se ha hartado. ¿Adónde pensaba dirigirse? ¿A Israel?

—En realidad, no. El sionismo no me convence. Inglaterra me resulta mucho más atractiva. Estuve una vez allí con una delegación comercial en 1939, inmediatamente antes del comienzo de la guerra. Fueron los dos mejores meses de mi vida.

—Comprendo.

—Esperaba poder salir en 1959. Me escribía en secreto con unos parientes de Israel que iban a ayudarme, pero alguien a quien consideraba un verdadero amigo me traicionó. Una vieja historia. Fui condenado a cinco años.

—En el Gulag.

—No, en un lugar mucho más interesante. ¿Me creería si le dijera que cumplí la condena en una pequeña ciudad del Ulster llamada Drumore?

Villiers se volvió hacia él con la sorpresa en el rostro.

—¿Cómo ha dicho?

—Una pequeña ciudad del Ulster llamada Drumore, en el corazón de Ucrania. —El anciano sonrió al ver la expresión de desconcierto que mostraba Villiers—. Será mejor que se lo explique.

Cuando terminó, Villiers comenzó a reflexionar sobre lo que había oído. Hacía años que su trabajo se relacionaba con las técnicas de subversión y contraterrorismo, particularmente en Irlanda, de modo que la narración de Levin le resultó fascinante.

—Conocía la existencia de Gaczyna, donde el KGB entrena a sus agentes para operar en países de habla inglesa, pero lo que me ha contado es nuevo para mí.

—Y también lo será para sus servicios de inteligencia.

—En Roma, antiguamente —observó Villiers—, los esclavos y los prisioneros de guerra eran convertidos en gladiadores, para luchar en el circo.

—Hasta la muerte —añadió Levin.

—Pero con una posibilidad de supervivencia para los mejores. Como los disidentes de Drumore que hacían de policías.

—No tuvieron ninguna posibilidad ante Kelly —dijo Levin.

—No, por lo que dice usted parece un sujeto muy especial.

El anciano cerró los ojos. Su respiración era ronca y pesada, y se durmió a los pocos minutos. Villiers se apoyó en el rincón, sumamente incómodo. Siguió pensando en la extraña narración de Levin. Él mismo había estado en muchas ciudades de mercado en el Ulster. Crossmaglen, por ejemplo. Un sitio bastante malo; tan peligroso que las tropas debían ser transportadas hasta allí y retiradas en helicóptero. Pero Drumore, en Ucrania… Eso era otra cosa. Al cabo de un rato, su barbilla se hundió en el pecho y también él se sumió en el sueño.

Le despertaron las vigorosas sacudidas de uno de los rashid. Otro estaba despertando a Levin. El hombre alzó a Villiers de un tirón y lo empujó hacia la puerta. Por la posición del sol advirtió que estaba entrada la tarde, pero le interesó más el transporte blindado semioruga. Un BTR modificado que los rusos denominaban Sandcruiser, pintado en tonos de camuflaje para el desierto. A su alrededor esperaba media docena de soldados con uniforme de campaña, de color caqui, todos ellos provistos de fusiles de asalto AK preparados para abrir fuego. En el interior del Sandcruiser había otros dos a cargo de una ametralladora pesada de 12,7 mm con la que cubrían a los rashid, unos doce, que contemplaban la escena sin desprenderse de sus fusiles.

Levin salió detrás de Villiers, y Salim se volvió hacia ellos.

—Ya ve, Villiers Sahib, que ha llegado el momento de la separación. Lástima. He disfrutado con nuestras conversaciones.

El oficial ruso que se acercó, con un sargento al lado, vestía un uniforme de campaña como el de sus hombres y llevaba una gorra con visera y gafas para el desierto, que le hacían parecerse notablemente a uno de los oficiales del Afrika Corps de Rommel. Permaneció un rato observándolos y luego se alzó las gafas. Era más joven de lo que Villiers había supuesto, con un rostro liso y sin arrugas y ojos muy azules.

—Profesor Levin —comenzó, en ruso—, me gustaría pensar que salió a dar un paseo y se extravió, pero temo que nuestros amigos del KGB lo verán de una forma muy distinta.

—Es su costumbre —respondió Levin.

El oficial se volvió hacia Villiers y se presentó:

—Capitán Yuri Kirov, de la 21.a Brigada Especial de Paracaidistas. —Su inglés era excelente—. Usted es el comandante Anthony Villiers, de los Grenadier Guards, y, lo que es más importante, del 22.º regimiento del Special Air Service.

—Está usted muy bien informado —dijo Villiers—. Permítame que le felicite por su inglés.

—Gracias —respondió Kirov—. Utilizamos exactamente las mismas técnicas de laboratorio para el aprendizaje de idiomas que fueron desarrolladas por el SAS en los cuarteles de Bradbury Line, en Hereford. El KGB también se interesará mucho por usted.

—Estoy seguro de ello —asintió Villiers amablemente.

—Y ahora, los negocios.

Kirov se volvió hacia Salim. Su árabe no era tan bueno como su inglés, pero bastaba para entenderse. Chasqueó los dedos y el sargento se adelantó y le entregó al árabe una bolsa de lona. Salim la abrió, extrajo un puñado de monedas y el oro destelló bajo el sol. Sonrió y le tendió la bolsa a Hamid, de pie a su espalda.

—Si tiene la bondad de hacer que suelten a estos dos, podremos irnos —apremió Kirov.

—¡Ah! Veo que Kirov Sahib se olvida de algo. —Salim sonrió—. También me prometió una ametralladora y veinte mil cartuchos.

—Sí; bueno, mis superiores consideran que eso sería tentar demasiado a los rashid —explicó.

Salim dejó de sonreír.

—Fue una promesa en firme.

La mayor parte de sus hombres, presintiendo problemas, alzaron sus fusiles. Kirov chasqueó los dedos de su mano derecha y la ametralladora pesada disparó una súbita ráfaga que arrancó esquirlas de la pared sobre la cabeza de Salim. Cuando se apagaron los últimos ecos, Kirov habló con voz paciente:

—Quédese con el oro. Se lo aconsejo sinceramente.

Salim sonrió y abrió los brazos.

—Pues claro. La amistad lo es todo. No vale la pena perderla por culpa de un malentendido trivial.

Sacó una llave de la bolsa que pendía de su cinturón y abrió el candado del cepo de madera que sujetaba a Levin. Acto seguido, se aproximó a Villiers.

—A veces, Alá mira a través de las nubes y castiga al embustero —murmuró.

—¿Eso es del Corán? —preguntó Villiers, extendiendo sus doloridos brazos en cuanto Hamid lo liberó del cepo.

Salim se encogió de hombros. Había algo extraño en sus ojos.

—Si no lo es, tendría que serlo.

A una señal del sargento, dos soldados se adelantaron y se situaron uno a cada lado de Levin y Villiers. Echaron a andar hacia el Sandcruiser. Villiers y Levin treparon al vehículo. Los soldados les siguieron, con Kirov en último lugar. Villiers y Levin tomaron asiento, flanqueados por guardias armados, y Kirov se volvió y saludó mientras el motor arrancaba.

—Es grato hacer negocios con usted —le gritó a Salim.

—¡Lo mismo digo, Kirov Sahib!

El Sandcruiser se puso en movimiento, alzando una nube de polvo. Cuando llegaron al borde de la primera duna, Villiers volvió la vista atrás y vio que el viejo rashid seguía de pie en el mismo lugar, contemplando su partida. Sus hombres se habían agrupado detrás de él. Se mantenían extrañamente inmóviles, como una especie de amenaza, pero entonces el Sandcruiser cruzó la cresta de la duna y Bir al Gafani se perdió de vista.

La celda de hormigón, situada al extremo del edificio de administración en Fasari, representaba una notable mejora con respecto a su anterior alojamiento. De paredes encaladas, tenía un retrete químico y dos estrechos camastros de hierro provistos de colchoneta y mantas. En total había media docena de celdas como aquélla, según Villiers había visto cuando era conducido hasta allí, y todas estaban dotadas de pesadas puertas de acero con la correspondiente mirilla. Además, parecía haber tres soldados armados constantemente de guardia.

Villiers contempló la base a través de los barrotes de su ventana. No era tan grande como había supuesto: tres hangares prefabricados y una sola pista de asfalto. Los cinco MIG 23 se alineaban ante los hangares ala con ala y, a la luz del crepúsculo, inmediatamente antes de anochecer, parecían extrañas criaturas primitivas, inmóviles y melancólicas. Más allá de los aviones había dos helicópteros Mi-8 para el transporte de tropas, así como camiones y vehículos motorizados de varias clases.

—La seguridad parece prácticamente nula —murmuró.

A su lado, Levin asintió.

—No hace mucha falta. Después de todo, están en territorio amigo y alrededor sólo hay desierto. Supongo que hasta los hombres del SAS tendrían dificultades con un blanco como éste.

A sus espaldas, sonaron los cerrojos de la puerta. Se abrió y entró un cabo joven, seguido por un árabe que llevaba un cubo y dos tazones de loza.

—El café —anunció el cabo.

—Aquí ¿cuándo se come? —inquirió Villiers.

—A las nueve.

Esperó a que saliera el árabe y volvió a cerrar la puerta. El café resultó sorprendentemente bueno, y estaba muy caliente.

—De modo que utilizan personal árabe, por lo que veo —observó Villiers.

—En las cocinas, para servicios sanitarios y cosas así. Pero no son de las tribus del desierto. Creo que los traen de Hauf.

—¿Qué le parece que ocurrirá ahora?

—Mañana es martes y ha de venir un avión de suministros desde Adén. Probablemente nos llevarán en él cuando regrese.

—Y la siguiente parada, Moscú. ¿No es así?

No hubo respuesta a eso, naturalmente, como no había respuesta a las paredes de hormigón, las puertas de acero y los barrotes. Villiers se tendió en un camastro y Levin en el otro.

El anciano ruso comentó:

—Para mí, la vida ha sido una constante desilusión. Cuando visité Inglaterra me llevaron a Oxford. ¡Cuánta belleza! —Suspiró—. Tenía la esperanza de volver algún día.

—Chapiteles de ensueño —dijo Villiers—. Sí, es precioso.

—¿Lo conoce, entonces?

—Mi esposa estudió allí, en St. Hugh’s College. Antes estuvo en la Sorbona. Es medio francesa.

Levin se incorporó sobre un codo.

—Me sorprende usted. Si me permite que lo diga, no tiene aspecto de hombre casado.

—No lo soy —respondió Villiers—. Nos divorciamos.

—Lo siento.

—No lo sienta. Como ha dicho, la vida es una constante desilusión. El problema de los seres humanos es que todos queremos algo distinto, sobre todo los hombres y las mujeres. Digan lo que digan las feministas, somos diferentes.

—Diría que sigue usted amándola.

—¡Oh, sí! —admitió Villiers—. Amar es fácil. Es la vida en común lo que resulta difícil.

—Entonces, ¿cuál era el problema?

—Dicho en pocas palabras, mi trabajo. Borneo, Omán, Irlanda. Incluso estuve en Vietnam, cuando se suponía que no estábamos allí en absoluto. Ella me dijo una vez que sólo sé hacer bien una cosa, matar gente, y llegó un momento en que no pudo soportarlo más.

Levin volvió a tenderse sin decir palabra, y Tony Villiers contempló el cielorraso, con los brazos cruzados tras la nuca, sumido en pensamientos que no podía desechar mientras en el exterior caía la noche.

Despertó con un sobresalto, consciente de los pasos que resonaban en el corredor y del murmullo de voces. La bombilla del techo debía de haberse encendido mientras dormía. No le habían quitado su Rolex y lo consultó de una ojeada, mientras Levin se agitaba en la otra cama.

—¿Qué pasa? —preguntó el ruso.

—Las nueve y cuarto. Debe de ser la cena.

Villiers se puso en pie y anduvo hacia la ventana. Había media luna en un firmamento salpicado de estrellas y el desierto resplandecía, severamente hermoso, tras las negras siluetas de los MIG 23. «¡Dios mío! —pensó—. Tiene que haber una salida». Se volvió, sintiendo un nudo en el estómago.

—¿Qué pasa? —susurró otra vez Levin, al tiempo que se abría el primer cerrojo.

—Estaba pensando —respondió Villiers— que un intento de huida, aunque termine con un balazo en la espalda, sería infinitamente preferible a Moscú y la Lubianka.

La puerta se abrió y entró el cabo, seguido por un árabe con una gran bandeja de madera que contenía dos tazones de estofado, pan moreno y café. Tenía la cabeza agachada, pero había algo familiar en su apariencia.

—¡Vamos, deprisa! —exclamó el cabo en mal árabe.

El árabe depositó la bandeja sobre la mesita de madera al pie de la cama de Levin y levantó la cabeza. En el mismo instante en que Villiers y Levin advirtieron que era Salim bin al Kaman, el cabo se volvió hacia la puerta. Salim sacó un puñal de su manga izquierda, posó una mano sobre la boca del cabo, alzó una rodilla para desequilibrarlo y le hundió el puñal entre las costillas. Luego tendió el cuerpo sobre la cama y limpió la hoja en su uniforme.

—He estado pensando en lo que dijo antes, Villiers Sahib. —Sonrió—. Que su gente de Dhofar me pagaría muy bien si lo llevara con ella.

—Así cobrará dos veces, una de cada bando. Un buen sentido comercial —respondió Villiers.

—Desde luego. Pero, de todas formas, los rusos no han sido sinceros conmigo. Debo pensar en mi honor.

—¿Y los otros guardias?

—Se han ido a cenar. En las cocinas tengo amigos que me lo han contado todo. Uno de ellos ha sufrido un grave golpe en la cabeza mientras venía hacia aquí; con su consentimiento, por supuesto. Pero vamos ya. Hamid nos espera fuera de la base con los camellos.

Salieron, volviendo a cerrar la puerta, y recorrieron rápidamente el pasillo hasta la salida. En la base de Fasari reinaba un silencio absoluto, y todo estaba inmóvil bajo la claridad de la luna.

—Fíjese —comentó Salim—. Nadie se preocupa. Hasta los centinelas están cenando. Campesinos de uniforme. —Hurgó detrás de un bidón metálico situado junto a la pared y extrajo un bulto—. Pónganse esto y vengan conmigo.

Había dos túnicas de lana de las que utilizan de noche los beduinos para protegerse del intenso frío del desierto, ambas provistas de capucha. Se las enfundaron y siguieron a Salim por entre los hangares.

—No hay muros ni rejas de ninguna clase —se extrañó Villiers.

—El desierto es el único muro que necesitan —respondió Levin.

Por detrás de los hangares, las dunas de arena se elevaban a ambos lados de lo que parecía el comienzo de una garganta.

—El vadi de Hara —anunció Salim—. Llega hasta la llanura donde nos espera Hamid, a menos de medio kilómetro de aquí.

—¿Se le ha ocurrido pensar que Kirov podría sumar dos y dos y el resultado sería Salim bin al Kaman? —preguntó Villiers.

—Pues claro. A estas horas, mi gente ya está a mitad de camino de la frontera de Dhofar.

—Bien —aprobó Villiers—. Eso es todo lo que quería saber. Voy a mostrarle algo muy interesante.

Se volvió hacia el Sandcruiser, aparcado cerca de ellos, y se encaramó por un costado mientras Salim protestaba en un ronco susurro.

—Villiers Sahib, esto es locura.

Mientras Villiers se instalaba al volante, el rashid trepó al vehículo seguido por Levin.

—Tengo la desagradable sensación de que todo esto es en cierto modo por culpa mía —comentó el anciano ruso—. Supongo que ahora vamos a ver al SAS en acción.

—Durante la Segunda Guerra Mundial, el SAS, bajo el mando de David Stirling, destruyó más aparatos de la Luftwaffe en el norte de África, en tierra, que la RAF y los yanquis en todos los combates aéreos. Les enseñaré la técnica.

—Posiblemente, otra versión de aquella bala en la espalda de que hablaba antes.

Villiers conectó el encendido y, mientras el motor empezaba a ronronear, se dirigió a Salim en árabe:

—¿Quieres hacerse cargo de la ametralladora?

Salim aferró las palancas de la Degtyarev.

—Alá tenga piedad. Hay fuego en su cerebro. No es igual que los demás hombres.

—¿Eso también es del Corán? —quiso saber Villiers.

La respuesta del árabe quedó ahogada por el rugido del motor de 110 caballos cuando pisó a fondo el acelerador.

El Sandcruiser se lanzó atronadoramente por el asfalto. Villiers lo hizo girar bruscamente sobre sus orugas traseras y destrozó el alerón de cola del primer MIG. Siguió con los restantes a velocidad cada vez mayor. Los alerones de los helicópteros quedaban a demasiada altura, de modo que se dirigió contra las carlingas, de frente. Las ocho toneladas de acero del Sandcruiser aplastaron fácilmente el plástico transparente.

Giró en un amplio círculo y le gritó a Salim:

—¡Los helicópteros! ¡Apunte al depósito de gasolina!

En el edificio de administración sonó una sirena de alarma. Empezaron a oírse gritos y disparos. Salim barrió los dos helicópteros en una ráfaga ininterrumpida e hizo estallar el depósito de combustible de uno de ellos. Un hongo de fuego apareció en la noche y llovieron escombros por todas partes. Un instante después, el segundo helicóptero explotó junto al último MIG de la fila, que también se incendió.

—¡Eso es! —exclamó Villiers—. Ahora arderán todos. Salgamos de aquí cuanto antes.

Mientras movía el volante, Salim hizo girar la ametralladora y mantuvo a raya a los soldados que corrían hacia ellos. Villiers divisó a Kirov en pie mientras sus hombres se echaban cuerpo a tierra al otro lado de la pista asfaltada, disparando deliberadamente con su pistola en un gesto gallardo, pero inútil. En seguida comenzaron a remontar la pendiente de la duna, aplastando la arena bajo las orugas, y enfilaron la boca del vadi. El cauce seco de la antigua corriente estaba sembrado de rocas aquí y allí, pero la luna les proporcionaba una buena visibilidad. Villiers siguió apretando el acelerador, conduciendo tan rápido como podía.

Se volvió hacia Levin.

—¿Está usted bien?

—Creo que sí —respondió el anciano—. Voy a comprobarlo.

Salim dio unas palmaditas sobre la ametralladora Degtyarev.

—¡Qué preciosidad! Mejor que cualquier mujer. Esto es para mí, Villiers Sahib.

—Se la ha ganado —contestó Villiers—. Ahora, todo lo que hemos de hacer es recoger a Hamid y correr como locos hacia la frontera.

—¡Ya no tienen helicópteros para perseguirnos! —gritó Levin.

—Exactamente.

—Merecería usted ser un rashid, Villiers Sahib —dijo Salim—. La verdad es que hacía muchos años que no me divertía tanto. —Alzó un brazo—. Los he tenido en la palma de mi mano y son como polvo.

—¿Otra vez el Corán? —preguntó Villiers.

—No, amigo mío —respondió Salim bin al Kaman—. Esta vez es de su Biblia. El Antiguo Testamento.

Se echó a reír alborozado, mientras salían del vadi y se dirigían al llano donde Hamid les esperaba.