Cuando el Land Rover dobló la esquina al final de la calle, Kelly pasaba ante la iglesia del Santo Nombre. Se metió con rapidez en el pórtico, abrió la pesada puerta y pasó al interior, manteniéndola ligeramente abierta para ver qué ocurría fuera.
El Land Rover había sido despojado de todo cuanto no resultaba estrictamente necesario, de modo que el conductor y los dos policías que se agazapaban en la parte posterior quedaban al descubierto. Vestían los característicos uniformes verde oscuro del Royal Ulster Constabulary y llevaban los subfusiles automáticos Sterling preparados para usarlos de inmediato. Desaparecieron por la angosta calle que conducía al centro de Drumore, y Kelly permaneció unos instantes en el refugio de la penumbra, percibiendo un aroma familiar.
—Incienso, cirios y agua bendita —dijo en voz baja, extendiendo sus dedos para sumergirlos en la pila de granito situada junto a la puerta.
—¿Puedo hacer algo por usted, hijo mío?
La voz fue poco más que un susurro y, mientras Kelly se volvía, un sacerdote emergió de la oscuridad; un anciano de sotana raída y cabellos muy blancos que relucían a la luz de los cirios. Llevaba un paraguas en la mano.
—Sólo he entrado para guarecerme de la lluvia, padre —le explicó Kelly.
Continuó inmóvil, con los hombros levemente encorvados y las manos hundidas en los bolsillos del viejo impermeable color tostado. Era bajo, de un metro sesenta y cinco como máximo, y parecía un adolescente, pero su blanco rostro de diablo, bajo el ala del viejo sombrero de fieltro, y sus melancólicos ojos oscuros de penetrante mirada, sugerían algo distinto.
El anciano sacerdote advirtió todo esto y comprendió. Sonrió suavemente.
—No vive usted en Drumore, ¿verdad?
—No, padre, sólo estoy de paso. Tengo que ver a un amigo mío en un pub llamado Murphy.
Su voz carecía del típico acento de los naturales del Ulster. El sacerdote le preguntó:
—¿Es usted de la República?
—De Dublín, padre. ¿Sabe usted dónde queda ese pub de Murphy? Es importante. Mi amigo me prometió que me llevaría a Belfast. Allí me han ofrecido trabajo.
El sacerdote asintió.
—Le mostraré el camino. Me viene de paso.
Kelly abrió la puerta y el anciano salió. La lluvia había arreciado, y abrió su paraguas. Kelly se cobijó a su lado y echaron a andar por la acera. Se oyó una banda tocando un viejo himno, Abide With Me, y se alzó un coro de voces. Melancolía en la lluvia. El anciano sacerdote y Kelly se detuvieron y se volvieron a mirar hacia la plaza. Allí se levantaba un monumento de granito dedicado a los caídos, con coronas de flores en su base. A su alrededor se había reunido una pequeña multitud, con la banda a un lado. Un ministro de la Iglesia de Irlanda oficiaba la ceremonia. Cuatro hombres de avanzada edad sostenían orgullosamente sendas banderas bajo la lluvia, si bien la Union Jack fue la única que le resultó conocida a Kelly.
—¿Qué es esto? —quiso saber.
—El Día del Armisticio, para honrar a los muertos de las dos guerras mundiales. Ésos que ve usted ahí son los miembros de la sección local de la Legión Británica. A nuestros amigos protestantes les gusta aferrarse a lo que denominan su herencia.
—Ah, ¿sí?
Siguieron calle abajo. En la esquina, una niña que no podía tener más de siete u ocho años se cubría con una vieja boina demasiado grande para ella, al menos un par de tallas, al igual que su chaquetón. Sus calcetines estaban agujereados y los zapatos se hallaban en mal estado. Tenía la cara pálida, de piel muy tensa sobre los prominentes pómulos, pero sus ojos castaños eran despiertos e inteligentes, y se las componía para sonreír a pesar de que sus manos, que sostenían una bandeja de cartón ante ella, estaban moradas por el frío.
—Hola, padre —le saludó—. ¿Me compra una amapola?
—¡Pero, hija, tendrías que estar a cubierto con un tiempo como éste! —Buscó una moneda en el bolsillo y la dejó caer en la lata para el dinero, tomando él mismo una amapola escarlata—. A la memoria de nuestros gloriosos muertos —le dijo a Kelly.
—¿Lo dice en serio?
Kelly se volvió hacia la pequeña, que le tendía tímidamente una amapola.
—Cómpreme una amapola, señor.
—¿Por qué no?
La niña le prendió la amapola en su impermeable. Kelly contempló por un instante la tensa carita de ojos oscuros y profirió un juramento para sí. Extrajo una cartera de piel de su bolsillo interior, la abrió y tomó dos billetes de una libra. Ella los miró, atónita, mientras él los doblaba y los metía en su lata. Luego, le quitó delicadamente de las manos la bandeja de amapolas.
—Vete a casa —le ordenó con amabilidad—. Caliéntate. Ya descubrirás demasiado pronto lo frío que es el mundo, pequeña.
Había desconcierto en los ojos de la niña. No comprendía y, volviéndose, echó a correr.
El anciano sacerdote observó:
—Yo también estuve en el Somme, pero ésos de ahí —y señaló con un gesto a la muchedumbre congregada ante el cenotafio— preferirían olvidarlo. —Meneó la cabeza mientras reanudaban su marcha por la acera—. Demasiados muertos. Nunca tuve tiempo de preguntar si un hombre era católico o protestante.
Se detuvo y miró al otro lado de la calle. Un cartel descolorido rezaba: «Bar selecto de Murphy».
—Bien, ya hemos llegado. ¿Qué piensa hacer con las flores?
Kelly bajó la vista hacia la bandeja de amapolas.
—Dios sabe.
—He descubierto que, por lo general, sí lo sabe. —El anciano sacó de su bolsillo una pitillera de plata y eligió un cigarrillo sin ofrecerle otro a Kelly. Aspiró el humo y empezó a toser—. Cuando era un sacerdote joven visité una antigua iglesia católica en Norfolk, en un lugar llamado Studley Constable. Había allí un magnífico fresco medieval, obra de algún genio desconocido. La muerte, encapuchada y con un manto negro, venía a reclamar su cosecha. Hoy he vuelto a verla en mi propia iglesia. La única diferencia es que llevaba un sombrero de fieltro y un impermeable viejo.
Se estremeció repentinamente.
—Váyase a casa, padre —le aconsejó Kelly—. Aquí afuera hace demasiado frío para usted.
—Sí —admitió el anciano—. Demasiado frío.
Se alejó apresuradamente mientras la banda daba comienzo a otro himno, y Kelly se volvió, subió los escalones del pub y empujó la puerta. Se encontró en una sala larga y estrecha, con una chimenea en un extremo, donde ardía un fuego de carbones. Había varias sillas y mesas de hierro y un banco a lo largo de la pared. La barra era de caoba, con mármol en la parte superior y un reposapiés. La habitual colección de botellas se alineaba ante un gran espejo dorado, con desconchados que dejaban ver la escayola barata. No había nadie, salvo el barman apoyado contra un surtidor de cerveza. Era un hombre de complexión robusta, casi calvo, con pliegues de grasa en la cara y una sucia camisa sin cuello.
Alzó la mirada hacia Kelly y vio la bandeja de amapolas.
—Ya tengo una.
—¿Y quién no? —Kelly depositó la bandeja en una mesa y se inclinó sobre la barra—. ¿Dónde están todos?
—En la plaza, en la ceremonia. Estamos en una población protestante, hijo.
—¿Y cómo sabe que yo no lo soy?
—¿Después de veinticinco años de tabernero? ¡Vamos, hombre! ¿Qué le apetece?
—Bushmills.
El gordo asintió con aire de aprobación y asió una botella.
—Un hombre de buen gusto.
—¿Es usted Murphy?
—Así me llaman. —Encendió un cigarrillo—. No es usted de por aquí.
—No. He venido en busca de un amigo. Quizá lo conozca usted.
—¿Cómo se llama?
—Cuchulain.
La sonrisa se borró del rostro de Murphy.
—Cuchulain —susurró.
—El último de los héroes anónimos.
—¡Dios mío! —exclamó Murphy—. ¡Cómo os gusta el melodrama, muchachos! Es como una mala película de televisión el sábado por la noche. Te advirtieron que no fueras armado.
—¿Y qué? —preguntó Kelly.
—La policía está muy activa. Hay cacheos. Te detendrían con toda seguridad.
—No voy armado.
—Bien. —Murphy sacó una gran bolsa marrón de debajo de la barra—. Al otro lado de la plaza está el cuartel de la policía. Un camión de una empresa local de suministros tiene paso libre cada día a las doce en punto. Echa la bolsa detrás, con la carga. Lleva lo suficiente como para hacer saltar medio cuartel. —Metió una mano en la bolsa. Sonó un clic bien audible—. Toma. Tienes cinco minutos.
Kelly tomó la bolsa y se dirigió hacia la puerta. Cuando llegaba a ella, Murphy le llamó:
—Oye, Cuchulain, héroe anónimo. —Kelly se dio la vuelta, y el gordo alzó un vaso en un brindis de despedida—. Ya sabes lo que dicen. ¡Que tengas la suerte de morir en Irlanda!
En sus ojos hubo algo, un destello burlón que indujo a Kelly a afinar sus sentidos como el filo de una navaja cuando salió al exterior y empezó a cruzar la plaza. La banda estaba tocando otro himno y la multitud cantaba, sin dar muestras de dispersarse a pesar de la lluvia. Se volvió a mirar por encima del hombro y vio a Murphy de pie ante la puerta. Muy extraño. Entonces, Murphy agitó repetidamente la mano, como si estuviera haciéndole una señal a alguien, y con un brusco rugido el Land Rover de la policía apareció por una bocacalle lateral y derrapó hacia él.
Kelly echó a correr, resbaló sobre los guijarros mojados y cayó sobre una rodilla. La culata de un Sterling cayó dolorosamente sobre sus riñones. Lanzó un grito. El conductor, que según vio entonces era un sargento, pisó con fuerza la mano extendida de Kelly y le quitó la bolsa. La volvió del revés y de su interior cayó un reloj de cocina barato. Le dio un puntapié, como si fuera un balón, y lo mandó al otro lado de la plaza, hacia la multitud que comenzaba a desperdigarse.
—No es necesario que se vayan —gritó el sargento—. ¡Es falso! —Se agachó y cogió a Kelly por los largos cabellos de la nuca—. Nunca aprenderéis, ¿verdad, cerdo? No se puede uno fiar de nadie. Habrían tenido que advertírtelo.
Kelly miró más allá del policía, hacia Murphy, que seguía ante la puerta del bar. ¡De modo que era un confidente! Seguían siendo la maldición de Irlanda, pero Kelly no se sentía furioso. Sólo notaba el frío helado, y respiraba muy lentamente.
El sargento lo sujetó por el cuello y lo mantuvo de rodillas, agazapado como un animal. Se inclinó sobre él y le pasó las manos por las axilas y por el cuerpo, buscando un arma. Luego, todavía de rodillas, lo empujó hacia el Land Rover.
—Muy bien. Las manos a la espalda. Habrías debido quedarte en tu tierra, en los pantanos.
Kelly empezó a incorporarse, con ambas manos sobre la culata de la pistola Browning que había ocultado cuidadosamente en la parte interior de su pierna izquierda, sujeta con cinta adhesiva un poco por encima del tobillo. Arrancó la pistola y metió un balazo en el corazón del sargento. El impulso de la bala hizo salir despedida a la víctima y la arrojó sobre el policía más próximo. El agente giró en redondo, tratando de conservar el equilibrio, y Kelly le pegó un tiro en la espalda, desviando instantáneamente la Browning hacia el tercer policía, que corría asustado hacia el otro lado del Land Rover, mientras trataba de apuntarle con su Sterling. Demasiado tarde. El tercer disparo de Kelly le dio en la garganta y lo lanzó contra la pared.
La gente había empezado a correr. Las mujeres gritaban, y algunos de los músicos habían dejado caer sus instrumentos. Kelly se mantuvo perfectamente inmóvil, muy tranquilo en el centro de la matanza, y volvió la cabeza hacia Murphy, que permanecía como paralizado frente a la puerta del bar.
La Browning se alzó y Kelly empezaba a apuntar cuando una voz gritó en ruso por un altavoz, resonante bajo la lluvia.
—¡Basta, Kelly! ¡Basta ya!
Kelly se volvió y bajó el arma. El hombre que avanzaba calle abajo, con un megáfono, vestía el uniforme de coronel del KGB y se protegía de la lluvia con un capote militar que le colgaba de los hombros. El hombre que caminaba a su lado tendría treinta y pocos años y era alto y delgado, cargado de espaldas y con el cabello rubio. Llevaba una trinchera de cuero y gafas con montura de acero. Por detrás de ellos, varios pelotones de soldados rusos con los fusiles a punto aparecieron por las calles laterales y avanzaron hacia la plaza. Vestían uniformes de combate con las insignias de la brigada Martillo de Hierro, de las fuerzas especiales de élite.
—¡Obedezca! ¡Guarde la pistola! —gritó el coronel.
Kelly se volvió, alzó el brazo y disparó una sola vez. Un tiro asombroso, teniendo en cuenta la distancia. La mayor parte de la oreja izquierda de Murphy se desintegró. El gordo aulló y se llevó una mano a la cabeza. Entre sus dedos brotaron hilos de sangre.
—¡No, Mikhail! ¡Basta ya! —exclamó el hombre del chaquetón de cuero.
Kelly se giró hacia él y le respondió en ruso:
—Claro, profesor. Lo que usted diga.
Depositó cuidadosamente la Browning sobre la capota del Land Rover.
—Creí haberle entendido que estaba entrenado para obedecer órdenes —protestó el coronel.
Un teniente del ejército se detuvo ante él y saludó.
—Uno de ellos sigue vivo y los otros dos están muertos, coronel Maslovsky. ¿Cuáles son sus órdenes?
Maslovsky ignoró la pregunta y se dirigió a Kelly.
—Se suponía que no iba usted armado.
—Ya lo sé —replicó Kelly—. Por otra parte, según las reglas del juego, Murphy no era un confidente. Me habían dicho que pertenecía al IRA.
—¿Y siempre cree usted lo que le dicen?
—Eso es lo que me pide el Partido, camarada coronel. ¿Acaso tiene usted un reglamento distinto para mí?
A Maslovsky se le notaba la irritación, pues no estaba acostumbrado a recibir semejantes respuestas. Abrió la boca para decir algo, pero de pronto se oyó un chillido. La niña que había vendido las amapolas a Kelly se abrió paso por entre la gente y cayó de rodillas junto al cadáver del sargento de policía.
—¡Papá! —se lamentó en ruso—. ¡Papá! —Alzó la vista hacia Kelly. Parecía aún más pálida—. ¡Lo has matado! ¡Has asesinado a mi padre!
Se lanzó sobre él como un cachorro de tigre, buscando la cara con sus uñas, sollozando histéricamente. Kelly la sujetó por las muñecas y, de pronto, su fuerza la abandonó y se desplomó sobre él. Sus brazos la rodearon y la sostuvo así, acariciándole el cabello, susurrándole al oído.
El anciano sacerdote salió de entre la multitud.
—Yo cuidaré de ella —anunció, tomándola suavemente de los hombros.
Ambos se alejaron hacia el gentío, que se apartó para dejarles paso. Maslovsky llamó al teniente.
—Despeje la plaza. —Luego se volvió hacia el hombre del chaquetón de cuero—. Estoy harto de esta eterna lluvia ucraniana. Volvamos a cubierto. Y traiga a su protegido; tenemos que hablar.
El KGB es el mayor y más complejo servicio de inteligencia del mundo, controla totalmente las vidas de millones de personas en la propia Unión Soviética, y extiende sus tentáculos por todas las naciones. Su corazón, su núcleo más secreto, es el trabajo del Departamento 13, la sección responsable de los asesinatos, homicidios y sabotajes en países extranjeros.
El coronel Ivan Maslovsky había dirigido el Departamento 13 durante cinco años. Era un hombre fornido y de apariencia un tanto brutal, cuyo historial parecía reñido con su aspecto. Nacido en Leningrado en 1919, hijo de médico, asistió a la facultad de Derecho de esa ciudad y completó sus estudios pocos meses antes de la invasión de Rusia por los alemanes. Al principio de la guerra había formado parte de un grupo de partisanos que luchaba tras las líneas enemigas. Su educación y su talento para los idiomas le habían valido el traslado a la unidad de contraespionaje en tiempo de guerra, conocida como SMERSH. Allí, su éxito había sido tal que, terminada la guerra, continuó en el servicio de inteligencia y no volvió a dedicarse a la práctica del Derecho.
Su trabajo consistió principalmente en organizar escuelas para espías, muy originales, en lugares como Gaczyna, donde los agentes que iban a operar en países de habla inglesa recibían su entrenamiento en la copia idéntica de una población británica o estadounidense, donde llevaban la misma vida que llevarían en Occidente. La extraordinaria penetración del KGB en el servicio francés de inteligencia, a todos los niveles, se debió básicamente a la escuela instalada por él en Grosnia, donde todos los esfuerzos se centraban en reproducir con la máxima fidelidad el ambiente, la cultura, la cocina y hasta la forma de vestir de Francia.
Sus superiores confiaban plenamente en Maslovsky, y le habían concedido carta blanca para que ampliara el sistema, lo cual explicaba la existencia de una pequeña ciudad del Ulster llamada Drumore en el mismo corazón de Ucrania.
La sala que utilizaba como oficina cuando acudía de visita desde Moscú era del todo convencional, con un escritorio, archivadores y un gran plano de Drumore en la pared. En una chimenea ardía un fuego de troncos, y se detuvo ante ella para disfrutar del calor mientras consumía lentamente una taza de café negro, bien cargado y perfumado con vodka. La puerta se abrió a sus espaldas y el hombre de la trinchera de cuero entró en la habitación y se aproximó al fuego, temblando de frío.
—¡Dios mío! Pero ¡qué frío hace afuera!
Se sirvió él mismo café y vodka de la bandeja que reposaba sobre el escritorio y regresó junto al fuego. Paul Cherny tenía treinta y cuatro años. Era un hombre apuesto y de buen humor, que ya se había ganado una reputación internacional en el campo de la psicología experimental, logro considerable para el hijo del herrero de una aldea ucraniana. A la edad de dieciséis años había participado en la guerra como resistente. El jefe de su grupo, antiguo profesor de inglés en la Universidad de Moscú, era capaz de reconocer a un joven de talento cuando lo veía.
Cherny se matriculó en la universidad en 1945. Se licenció en psicología y, a continuación, pasó dos años en un departamento de psiquiatría experimental en la Universidad de Dresde, donde se doctoró en 1951. Su interés por la psicología conductista le llevó después a la Universidad de Pekín, para trabajar con el célebre psicólogo chino Pin Chow, especializado en la aplicación de técnicas conductistas en el interrogatorio y condicionamiento de los militares británicos y estadounidenses hechos prisioneros en la guerra de Corea.
Cuando Cherny estuvo listo para volver a Moscú, su trabajo en el condicionamiento de la conducta humana a través de técnicas pavlovianas había llamado ya la atención del KGB y, en particular, de Maslovsky, que utilizó su influencia para conseguirle el nombramiento de profesor de Psicología Experimental en la Universidad de Moscú.
—Es una res sin domar —observó Maslovsky—. No respeta la autoridad. No sabe cumplir órdenes. Le dijeron que fuera desarmado, ¿no es cierto?
—Sí, camarada coronel.
—De modo que ha desobedecido sus órdenes, convirtiendo un ejercicio rutinario en un baño de sangre. Y no es que lo sienta por estos malditos disidentes a los cuales utilizamos para que sirvan a su país. ¿Quiénes eran los policías, ahora que hablamos de ello?
—No estoy seguro. Permítame que lo consulte. —Cherny asió el teléfono—. Levin, venga aquí.
—¿Quién es Levin? —inquirió Maslovsky.
—Lleva unos tres meses con nosotros. Un disidente judío, condenado a cinco años por mantener correspondencia clandestina con sus parientes de Israel. Dirige la oficina con gran eficacia.
—¿Cuál era su profesión?
—Físico; ingeniero de estructuras. Me parece que su trabajo guardaba relación con el diseño de aviones. Tengo razones para creer que ya ha comprendido lo erróneo de sus antiguas ideas.
—Eso dicen todos —replicó Maslovsky.
Sonó un golpe en la puerta y entró el individuo cuya presencia reclamara Cherny. Viktor Levin era un hombre pequeño, a quien la chaqueta y los pantalones acolchados que vestía le hacían parecer más corpulento. Contaba cuarenta y cinco años, tenía una cabellera gris hierro y llevaba gafas de acero reparadas con cinta adhesiva. Parecía un ser acosado, como si temiera que el KGB pudiera irrumpir en cualquier momento, lo cual, en su situación, no dejaba de ser una suposición razonable.
—¿Quiénes eran los tres policías? —le preguntó Cherny.
—El sargento era un hombre llamado Voronin, camarada —contestó Levin—. Un exactor del Teatro de las Artes de Moscú. El año pasado trató de huir a Occidente, tras la muerte de su esposa. Condenado a diez años.
—¿Y la niña?
—Tanya Voroninova, su hija. Tendría que comprobar los nombres de los otros dos.
—No se preocupe. Puede retirarse.
Levin se marchó y Maslovsky prosiguió:
—Hablando de Kelly, no puedo hacerme a la idea de que disparase contra el hombre del bar a despecho de mis órdenes explícitas. Desde luego —admitió a regañadientes—, ha sido un tiro asombroso.
—Sí, es bueno.
—Vuelva a contarme su historial.
Maslovsky se sirvió más café y vodka y tomó asiento junto al fuego, mientras Cherny recogía un carpeta del escritorio.
—Mikhail Kelly, nacido en 1938 en una aldea llamada Ballygar, en Kerry. Eso está en la República de Irlanda. Padre, Sean Kelly, activista del IRA. Tomó parte en la guerra civil española, y en Madrid conoció a la madre del chico: Martha Vronsky, de nacionalidad soviética.
—Si no me equivoco, el padre fue ahorcado por los británicos.
—Así es. Participó en una campaña de atentados del IRA en la región de Londres durante los primeros meses de la Segunda Guerra Mundial. Fue arrestado, juzgado y ejecutado.
—Otro mártir irlandés. Esa gente parece alimentarse de ellos.
—Martha Vronsky había adquirido la nacionalidad irlandesa y siguió viviendo en Dublín, trabajando como periodista. El muchacho asistía a una escuela de jesuitas.
—¿Educado en el catolicismo?
—Naturalmente. Estas circunstancias, un tanto peculiares, llamaron la atención de nuestro hombre en Dublín, quien mandó un informe a Moscú. El potencial del muchacho era evidente. Lograron persuadir a la madre, que regresó con él a Rusia en 1953. Falleció dos años más tarde de un cáncer de estómago.
—De modo que, si le he entendido bien, ahora tiene veinte años. Y es inteligente.
—En alto grado. Tiene un talento especial para las lenguas. Parece que las absorba. —Cherny consultó de nuevo la carpeta—. Sin embargo, su principal talento es el de actor. Me atrevería a afirmar que como actor es un genio.
—Muy conveniente, sobre todo si tenemos en cuenta las circunstancias.
—Si las cosas hubieran ido de otro modo, habría podido alcanzar la celebridad en ese terreno.
—Sí, bueno, eso ya puede olvidarlo —comentó ácidamente Maslovsky—. Su instinto asesino parece bien desarrollado.
—En esta clase de asuntos, eso no es problema —respondió Cherny—. El camarada coronel sabe muy bien que a todo el mundo puede enseñársele a matar. Por eso, a la hora de reclutar nos fijamos sobre todo en el talento. Desde luego —admitió—, Kelly posee una habilidad excepcional en el manejo de la pistola. Única, diría yo.
—Ya lo he visto —asintió Maslovsky—. Pero matar así, tan implacablemente… Ha de tener algo de psicópata.
—En este caso, no, camarada coronel. Tal vez resulta un poco difícil de explicar, pero, como le he dicho, Kelly es un brillante actor. Hoy representaba el papel de un activista del IRA, y lo ha llevado hasta sus últimas consecuencias, como si hubiera estado actuando en una película.
—Salvo que no había ningún director para decir «corten» —observó Maslovsky— y que los muertos no han vuelto a levantarse al terminar la escena.
—Ya lo sé —reconoció Cherny—. Pero eso explica psicológicamente por qué debía matar a los tres hombres y por qué disparó contra Murphy a pesar de las órdenes. Murphy era un confidente. Debía ser castigado. El papel que representaba Kelly no le permitía actuar de ninguna otra forma. Éste es el propósito del entrenamiento.
—De acuerdo; entiendo qué quiere decir. ¿Le parece que está ya preparado para que lo mandemos al frío?
—Eso creo, camarada coronel.
—Muy bien. Hágalo pasar.
Sin el sombrero y el impermeable, Mikhail Kelly parecía más joven que antes. Llevaba un suéter oscuro de cuello de cisne, una chaqueta de tweed de Donegal y pantalones de pana. Parecía completamente sosegado, casi introvertido, y Maslovsky sintió de nuevo aquella vaga sensación de irritación.
—Supongo que estará muy satisfecho de sí mismo por lo que ha ocurrido ahí fuera, ¿no? Le dije que no le disparara a ese Murphy. ¿Por qué ha desobedecido mis órdenes?
—Era un confidente, camarada coronel. Esa gente ha de recibir una buena lección para que los hombres como yo podamos sobrevivir. —Se encogió de hombros—. El propósito del terrorismo es aterrorizar. Lo dijo Lenin. En los tiempos de la revolución irlandesa era la cita favorita de Michael Collins.
—¡Sólo era un juego, maldita sea! —estalló el coronel—. No era auténtico.
—Si jugamos a este juego el tiempo suficiente, camarada coronel, a la larga podemos terminar siendo nosotros los juguetes —le explicó Kelly tranquilamente.
—¡Dios mío! —exclamó Maslovsky, y hacía muchos años que no utilizaba estas palabras—. De acuerdo, vayamos al asunto. —Tomó asiento detrás del escritorio, de cara a Kelly—. El profesor Cherny considera que ya está usted listo para empezar a trabajar. ¿Está de acuerdo?
—Sí, camarada coronel.
—Su tarea puede resumirse en pocas palabras. Nuestros principales enemigos son Estados Unidos y Gran Bretaña. Los británicos son los más débiles y su edificio capitalista está desmoronándose. La mayor espina que tienen clavada es el IRA. Usted ha de convertirse en otra espina. —El coronel se inclinó hacia adelante y miró a Kelly a los ojos—. A partir de ahora, se convertirá usted en un creador de problemas.
—¿En Irlanda?
—A la larga, pero antes de recibir una mayor preparación en el mundo exterior. Déjeme que le explique su tarea más a fondo. —Se levantó y se dirigió hacia el fuego—. En 1956, el consejo militar del IRA votó el comienzo de una nueva campaña en el Ulster. De eso hace ya tres años, y no han tenido ningún éxito. No cabe duda de que esta campaña será suspendida, y más bien temprano que tarde. No les ha servido de nada.
—¿Entonces? —preguntó Kelly.
Maslovsky regresó al escritorio.
—Sin embargo, nuestras propias fuentes indican que en Irlanda terminará estallando un conflicto de una naturaleza mucho más grave que todo lo ocurrido hasta ahora. Cuando ese día llegue, usted debe estar preparado para actuar, a cubierto y esperando.
—Entiendo, camarada coronel.
—Espero que lo entienda. De momento, ya es suficiente. El profesor Cherny le informará de sus proyectos más inmediatos en cuanto yo me vaya. Puede retirarse.
Kelly se marchó sin decir palabra.
—Puede hacerlo —afirmó Cherny—. Estoy seguro.
—Eso espero. Podría ser tan bueno como cualquiera de los topos nativos, y bebe mucho menos.
Maslovsky se aproximó a la ventana y contempló la furiosa lluvia, repentinamente cansado, sin pensar para nada en Kelly, recordando, sin ningún motivo en especial, la mirada de la niña cuando se había lanzado sobre el irlandés, allí, en la plaza.
—¿Cómo se llama la niña? —quiso saber.
—Tanya; Tanya Voroninova.
—Y ahora ¿es huérfana? ¿No tiene a nadie que la cuide?
—No, que yo sepa.
—Una niña muy atractiva e inteligente, ¿no cree?
—Lo parece, desde luego. Personalmente, no he tenido ninguna relación con ella. ¿Está el camarada coronel interesado por alguna razón en especial?
—Podría ser. Nuestra única hija, de seis años, murió durante la epidemia de gripe del año pasado. Mi esposa no puede tener más niños. Ha tomado un empleo en un departamento de asistencia social, pero está consumiéndose de inquietud, Cherny. No es la misma que antes. Esa niña de la plaza me ha hecho pensar. Tal vez podría llenar el hueco.
—Excelente idea, coronel, que beneficiaría a todas las partes. Si me permite que lo diga.
—Bien —dijo Maslovsky, animándose de pronto—. Me la llevaré conmigo a Moscú y le daré una sorpresa a mi Susha. —Se dirigió al escritorio, arrancó el tapón de la botella de vodka sujetándolo con los dientes, llenó dos vasos y propuso—: Un brindis por el proyecto irlandés y por… —Se interrumpió y frunció el ceño—. ¿Cuál era su nombre en clave?
—Cuchulain —contestó Cherny.
—Eso es —asintió Maslovsky—. Por Cuchulain.
Engulló la vodka de un sorbo y arrojó su vaso al fuego.