Rompió a llover. Con rabia. El cagueta lo había visto venir y por eso se ahorró la carrera. Subió a la cabina del maquinista y así hizo el trayecto hasta El Sardinero, protegido. Al fin y al cabo, el tren iba vacío y apenas cogería pasajeros por el camino. Los primeros gotarrones gordos fueron tímidos. Marcaban la acera y los cristales antes de caer en tromba y confundirse en un río sobre el suelo. Fue una lluvia violenta, el cielo líquido cayó encima de las cabezas sin cubrir y produjo sus resbalones. No es que lo hiciera por sorpresa; se intuía: primero por el olor de la humedad entrecortada, después por el color enlutado del cielo. Lo que nunca se llega a predecir es la fuerza.
La gente se resguardaba en los portales. Esperaban a que escampara. Pero caía y caía agua sin fin hasta el punto de convertir la intemperie en un peligro. Cuando la intensidad bajó, algunos se animaron a retomar las calles apresuradamente, conscientes de que algo podrían avanzar allá adonde fueran. Aunque otro chaparrón les obligara a resguardarse en poco tiempo.
Nació el barro, se empezaron a ensuciar los trajes de faena y los pantalones elegantes de los señoritos. Los harapos de los pescadores se embadurnaban y alguno sin nada de repuesto se las tendría que ver con un seguro resfriado, quizás con pulmonía. Los periódicos sirvieron de sombrero a quien por despiste había salido de su casa sin paraguas. Como Diego Martín hijo, que después de casi tres semanas de no haber pisado la casa paterna decidió acercarse a comer aquel día de callada pero aparatosa tormenta.
El agua picaba como una turba de abejas rabiosas las hojas de los árboles, la piedra de las casas, el metal y la madera de los carromatos. Empapaba los tejidos y callaba los ladridos de los perros, el relinche de los caballos y casi todos los rebuznos de los burros atemorizados.
El tren de Pombo pasó con algo de retraso por el muelle. Ralentizó la marcha por precaución y seguro de que nadie lo cogería. Cuando cruzó por casa de los Martín, antes de dar la curva que le subía hasta el túnel, Serafina y Puerto ya habían puesto la mesa, pero sin el plato de Dieguito.
El seminarista entró y olió el aroma del guiso que más gustaba a su padre: una marmita que había preparado con esmero Puerto. Era la especialidad de la santoñesa, el manjar que secaba la humedad de los huesos a los pescadores en alta mar. Patata, pimiento, cebolla, guindilla y bonito. Así de simple, a fuego lento y con buen reposo, por lo que había que cocinarlo temprano. Pero la intendencia para los días de la marmita funcionaba perfectamente. Por la mañana, con la luz del día casi recién estrenada, Toñuco se acercaba a la lonja y conseguía el bonito antes de que se vendiera en los puestos de la plaza. Aquél era el primer día del año que lo iba a comprar y demasiado temprano habían llegado esta temporada, pero estaba seguro de que don Diego se entusiasmaría con la sorpresa. Con las patatas a punto y el pescado en la encimera, la marmita se cocía a primera hora para dejarla reposar hasta que tocara comer. Marmita y escalopes con algo de ensalada: ése era el menú que encontró Diego en casa de su padre.
Nada más llegar saludó a Serafina que, al verle, gritó:
—¡Puerto! ¡Lleva un plato más a la mesa!
Don Diego se sobresaltó con el aviso. Rápidamente comprendió que su hijo mayor les acompañaría. Se encontraron en el despacho. El padre se mostró amable, un tanto inquieto por el humor que gastaría el cura en ciernes. Le sorprendió un primer saludo sonriente. Incluso el beso cálido y filial que le plantó en la cara.
—¿Cómo estás, padre?
—Bien, hijo, bien. ¿Y tú?
—En paz, en paz —respondió Diego.
Enrique y Rafael acudieron a saludar a su hermano y recibieron dos caricias extrañas, dos gestos alejados de la aspereza que el primogénito había mostrado en las últimas visitas. Le dejaron a solas con el padre. Seguramente tenían algo que tratar. Al salir del despacho cerraron la puerta.
—Venía a decirte que me ordeno en dos meses —anunció.
Diego Martín quedó en silencio. Siempre había mantenido la esperanza de que abandonaría el seminario. Pero jamás se le ocurriría interferir en las decisiones vitales de importancia que tomaran sus hijos. El futuro era de ellos y de nadie más que de ellos. Quisieran arruinarlo o no.
—Me alegro por ti, hijo.
—Yo me entregaría más a gusto en brazos de la Iglesia si también te alegraras por ti, padre.
—Sabes que eso es difícil, pero también es lo que menos importa.
—No a mí.
A Diego Martín le enterneció el gesto de su hijo. Le cogió del hombro y sonrió como quien arregla de repente un largo y engorroso malentendido.
—Me alegro también por mí, si eso te hace feliz. Vamos a comer. Hoy tenemos marmita. Sacaré un buen vino para celebrarlo. De vez en cuando, un pecado no viene mal. Al fin y al cabo es la sangre de Cristo.
Era extraño que Diego soportara hasta las ironías un tanto irrespetuosas del padre. Parecía dispuesto a no arruinar la fiesta, a cerrar heridas. Cuando apareciera su esposa llegaría la prueba de fuego. Así fue. Su reacción sorprendió a todos. Aquel encuentro siempre resultaba tenso.
Antes de sentarse a la mesa, Carmen Revuelta entró en el comedor. Diego miraba por el cristal del mirador cómo caía la lluvia. Al notar su presencia, se dio la vuelta y la saludó sonriente. Don Diego no salía de su asombro.
—¿Y Marina? ¿Dónde está Marina? —preguntó Diego mientras ocupaba su sitio.
—Pasando unos días en casa de sus abuelos… Llega esta tarde.
Se sentaron los demás. Hubo un silencio que hizo reflexionar al mayor de los Martín. Miraba a sus hermanos. Rafael evitaba el cruce con sus ojos; Enrique sonrió. Era todo un lenguaje gestual, plagado de signos y sobreentendidos entre los tres. Diego evitó insistir sobre la ausencia de la muchacha, pero no se iría de allí sin preguntar a ambos la verdadera razón. Que él recordara, Marina jamás se había separado de las faldas de su madre. Menos aún para pasar una temporada en casa de unos abuelos con los que apenas guardaba relación.
La conversación se centró en la lluvia y en cómo cada cual había conseguido sortearla. Ya todos estaban más que acostumbrados a la machacona rutina del chaparrón, a su constante y ahora cadencioso ritmo, a su previsible continuidad de uno, dos días, si no eran semanas…
La marmita parecía en su punto, con la patata bien tierna y el bonito nada seco. Humeaban los platos y más o menos todos se concentraban en el aroma y el sabor intenso de ese guiso marinero, tan corriente entre los manteles de la burguesía, por otra parte.
—Hoy tenemos algo que celebrar —anunció Diego Martín—. Nuestro hijo se ordena.
El futuro sacerdote sonrió plácidamente mientras su padre descorchaba el vino. Nadie se atrevía a dar enhorabuenas. Finalmente Carmen Revuelta, acaso aliviada porque la noticia alejara durante temporadas muy largas al primogénito de su casa, fue la primera en felicitarle.
—Me alegro mucho —dijo.
No mentía. La mujer le quería fuera del círculo. A kilómetros de distancia, con el océano por medio a ser posible. No tuvo ningún disimulo en ocultar la ansiedad de enterarse de sus planes inmediatos.
—Y una vez te conviertas en el padre Martín, ¿qué harás? —preguntó.
—Lo que Dios disponga.
—Pero ¿qué suele disponer Dios en estos casos? ¿Una parroquia? ¿Las misiones?
—Demos tiempo al tiempo. Probablemente tenga que recorrer mundo una temporada. Hay lugares donde la gente precisa más ayuda que aquí. Países donde no cunden vocaciones y necesitan escuchar la voz de Dios.
Don Diego torció el gesto. Pese a las tensiones, las discusiones, los traumas, no quería separarse de su hijo. No todavía. Enrique y Rafael escuchaban con atención, bebían y comían en mitad de conversaciones entrecortadas. La serenidad de Diego sorprendió a todos: parecía con el alma en calma y expectante. Más deseoso de ayudar al prójimo que de dar misa de doce en Santa Lucía para las beatas y los empleados del banco. Más dispuesto a transformar algo las cosas que a predicar por predicar.
—Hay mucho por hacer. Voy a consagrarme a cambiar en lo que pueda las cosas, a acudir en ayuda de quien más lo necesita, de quien tiene hambre, de quien padece, de quien sufre. Tienes razón, padre, cuando clamas al cielo por todas las cosas que parecen no tener remedio, pero yo cuento con una ventaja sobre ti: Dios me acompaña.
—Es una ventaja lo mires como lo mires —contestó su padre.
Aunque Diego Martín se riera por dentro de aquel comentario, no quiso entrar a discutir. No era el momento de ponerse a disputar razones teológicas. Cada uno vivía con sus creencias. Pero al menos, a Diego Martín Solórzano le agradó comprobar que su hijo colocaba las prioridades en otro sitio. No en la cruzada, sino en la justicia. Brindaron moderadamente, comieron con placer y disfrutaron por un momento, desde hacía mucho tiempo, de una agradable tregua familiar. Sin rencores, sin cuentas.
Cuando terminaron, antes de volver al seminario, Diego se acercó a la habitación de sus hermanos. Rafael no estaba; Enrique sí.
—¿Por qué se ha ido Marina? —preguntó Diego en voz baja.
—No sé. Lo decidieron de un día para otro. No se iba muy contenta —respondió Enrique.
—¿Ha pasado algo entre vosotros?
—No, nada.
—¿Algo entre Rafael y Marina?
—Que yo sepa, tampoco. Aunque Rafael no está de buen humor. Le veo algo distraído y, además, mira… He encontrado esto entre sus cosas.
Enrique fisgó en los cajones y mostró a su hermano mayor los dibujos que Rafael le había hecho a Marina. Diego los miró con saña. Aquella serenidad demostrada en la mesa se iba transformando en ira contenida.
—Esa niña es el mismo diablo —farfulló.
—Son dibujos de Rafael, te recuerdo…
—Son obra del demonio, Enrique. No seas inocente. El día que entró en esta casa nos cogió desprevenidos y ahora anda por todas partes. Esto es pecado mortal, ¿te enteras? Pecado mortal.
Enrique bajó la cabeza. El objetivo estaba cumplido. Había comenzado a poner en marcha esa venganza de los celos. Le asustaban un poco las consecuencias, pero se mostraba dispuesto a que Rafael y Marina fueran separados definitivamente. Sabía perfectamente que de seguir con su estrategia, el menor de los Martín acabaría en Villacarriedo el poco tiempo que le quedaba antes de estudiar una carrera. Entonces vivirían ellos dos solos bajo el mismo techo. Él y Marina, su musa adorada en silencio. Se la arrebataría, la conquistaría entonces. También lo verían como un pecado, pero él no iba a cometer el error de la indiscreción. Basaría su ataque en el cálculo.
—¿Padre sabe esto?
—Algo habrá notado. Por eso se ha ido. Estoy seguro de que Serafina sí. Y si Serafina se huele algo, padre lo sabe.
—No digas nada. No hables con nadie. Déjame resolver todo a mí. Volveré a comer un día de esta semana y hablaré con él.
Diego salió de la habitación pero no encontró rastro de Rafael. Su padre y Carmen Revuelta se habían retirado a dormir la siesta. Era el momento ideal para cruzar unas palabras con su hermano menor, pero tenía prisa y no iba a poder hacerlo. Mejor, casi. Él mismo temía no controlarse. Debía alejarse y rezar, encerrarse junto a un altar silencioso y pedir socorro al Cristo humano, al Cristo de carne, al Cristo que alguna vez, quién sabe, pudo haber caído en brazos de María Magdalena, como sostenían algunos apócrifos. Ése era el Dios que le comprendería, el Dios que le enseñaría el camino a seguir.
Se fue casi sin despedirse de Serafina. Rafael salió de su encierro en el baño y regresó a la habitación.
—Vamos un poco tarde —dijo el menor de los Martín.
—¿Te has despedido de Diego? —preguntó Enrique.
—No. ¿Se ha ido ya?
—Creo que sí. Te andaba buscando.
De la habitación del fondo llegaban sonidos raros. Respiraciones entrecortadas pero acompasadas a un ritmo que mantenía su propia lógica, parecido a cuando uno se da una carrera con prisa. También se oían risas un tanto infantiles, todo tipo de reacciones que a los chavales les producían curiosidad. Los dos quedaron en silencio para escuchar. De repente, Enrique quiso apresurarse.
—Vámonos ya. No lo soporto.
—Deja que disfruten de la vida —respondió Rafael.
—¿Te hace gracia?
—Sí, no me importa. Veo que padre es feliz.
—Venga, vámonos. Llegamos tarde.
Bajaron al trote las escaleras. Salían con diez minutos más de retraso de lo normal. La sobremesa se había alargado y el letargo tonto te suele detener hasta que se echa todo el tiempo encima. Rafael iba esa tarde contento; apresurado, pero contento. Sabía que al regresar a casa, a eso de las seis, habría vuelto ya Marina o estaría a punto de hacerlo. La lluvia, entonces fina, no le molestaba. Antes de entrar en clase sorteaba el bullicio de la muchachada muy sonriente, saludando con una mecánica amabilidad a todos los que le hacían algún gesto. Enrique le miraba inquieto. Sabía que aquella cara de imbécil llevaba un nombre dentro de la frente. El mismo que a él, en cierto modo, le amargaba la vida.
Marina…
Cuando regresaron del colegio ella no había llegado todavía. Ninguno de los dos preguntó. Se esforzaron en dejarse llevar por la rutina de cada tarde a esa hora. Por dejar los bártulos en la habitación, entrar en la cocina a por algo de merienda, ponerse a hacer los deberes en el comedor, preguntarse dudas sesudas de últimos cursos bachilleres. Algo les faltó. Ninguno se puso a marear la perdiz, lo que sí resultaba un tanto sospechoso. Pero el hecho de que alguien confundiera esa pérdida de tiempo con la ansiedad de la espera les forzó a una inusual hiperactividad.
El sonido de la llegada irrumpió por sorpresa. Rafael levantó los ojos del cuaderno de cálculo, pero no hizo ni amago de ir a la entrada. Tampoco Enrique, que espiaba cada movimiento, cada reacción de su hermano como un guardia de asalto. Así como éste conocía perfectamente cuáles eran sus sentimientos, Rafael no podía ni imaginar que Enrique también experimentara lo mismo por ella. Fue Marina quien después de dejar las cosas en su cuarto apareció en el comedor a saludar.
—Hola —dijo.
Tan sólo eso. Los dos giraron la cabeza y respondieron fríamente.
—Hola.
—¿Muchos deberes?
—Bueno, más o menos como siempre —comentó Rafael.
No era el momento ni el lugar de las emociones, únicamente el protocolario primer contacto después de la separación. En el resquicio, en la mirada furtiva que se lanzaron, Rafael comprobó que había regresado mucho más bella. El pelo castaño mojado resaltaba otros rasgos; las pestañas le parecían más largas; los ojos oscuros, más acristalados; la piel blanca, limpia. Temía no poder controlar la ansiedad, los impulsos que se le agolpaban dentro en protesta violenta, el deseo de declararle su amor. A ella, en cambio, Rafael le pareció más pálido, más aturullado, más torpe. Adivinaba su nerviosismo. No era complicado. Aun así se alegró de comprobar que no perdía la alegría en la mirada al reencontrarla. Por mucho que disimulara la hallaba allí, intacta, imposible de esconder.
—Os dejo terminar —dijo Marina.
Y salió del comedor. Rafael no pudo contenerse y se levantó dos segundos después.
—Voy al baño —se excusó ante su hermano.
Enrique no dijo nada. Se tragó su propia falta de arrestos, su frialdad, su rabia. Lamentó y envidió súbitamente ese incipiente arrojo apasionado de su hermano, aquella valentía germinante que, de no controlar, le forzaría a tirarlo todo por el precipicio, a romper todas las barreras establecidas con tal de dejarse llevar por la emoción, por el deseo. Odiaba esa extroversión, cierto descaro, toda su naturalidad. No porque le parecieran defectos en sí, sino porque los encontraba virtudes ajenas a envidiar, encantos que él nunca contaría entre los suyos. Representaba todo aquello que sería incapaz de demostrar jamás porque le podía el decoro, la tristeza, la envidia, la falta de audacia.
Rafael llegó justo al pasillo para poder chistar a Marina y que la muchacha se diera la vuelta. No dijeron nada. Simplemente se sonrieron y ella le indicó con un gesto que fuera hacia su habitación. Comprobaron que no había ruidos en la casa. Todo andaba aparentemente en orden. Sus padres, seguramente fuera; Enrique, aplicado al trabajo; Serafina con recados y Puerto distraída. Quisieron convencerse de que era el mejor momento para encontrarse a solas y a escondidas.
Entraron en la habitación. No dijeron una palabra. Se sonreían entrecortadamente y se llevaban el dedo índice a la boca para indicar silencio, discreción. Habían jugueteado con los tabúes de su relación prohibida lo suficiente como para que fueran los demás, sin necesidad de que ellos se declararan nada entre sí, los que pusieran nombre a las cosas. Por eso ni siquiera hablaron. Se miraron como lo que eran, como lo que todo el mundo sospechaba o había decidido que eran: dos enamorados en el filo de una relación imposible, de un impulso innombrable; contra toda ley, contra toda razón, ajenos a la decencia, entregados a una pureza propia, a un deseo íntimo, transparente sólo para ellos dos e incomprensible para el resto. Se cogieron de la mano y al cabo de un rato Rafael preguntó:
—¿Qué tal?
—Bien… Ahora que estoy contigo, bien.
El mundo les era ajeno, los sonidos de la casa también. Si no, hubiesen reparado perfectamente en algunos tropezones y voces lejanas. Carmen Revuelta andaba por allí, merodeando sin querer. Se había encerrado en el despacho de su marido a escribir unas cartas después de haber recibido a Marina. Le había dicho a su hija que debía bajar a hacer unos recados, por eso la muchacha pensó que estaba fuera de peligro. Pero al terminar sus misivas, con los sobres en la mano, atravesó el comedor, que quedaba en una zona intermedia entre el despacho de Diego Martín y el resto de la casa, y encontró solo a Enrique haciendo los deberes.
—¿Dónde están tus hermanos? —preguntó.
—Deben de andar por sus habitaciones. Rafael salió nada más irse Marina. Vino a saludarnos y se fue.
Fue una delación ambigua la suya. Calculada y sutil. Rápidamente hizo efecto en la mirada de Carmen Revuelta. La mujer encaró el pasillo sin gritar el nombre de nadie. Sabía que de improviso, sin ruidos ni escándalos, encontraría la terrible verdad que su sexto sentido le hacía ver claramente al tiempo que la empujaba a borrar todo aquello de su mente. Con la frase de Enrique comprendió muchas cosas de golpe. Cosas terribles, que traerían consecuencias. Un puro instinto le condujo directamente a la habitación de Marina. Fue la primera puerta que abrió y por lo que encontró dentro, deseó no haberlo hecho.
Antes de ese instante Rafael había besado a Marina. Se habían acercado suavemente, tratando de encontrar sus labios de frente, amoldando los pliegues de sus caras tersas, pálidas, a aquel roce que tanto habían esperado cada uno por su parte en separaciones forzadas, entre dudas razonables que contaminaban la misma irracionalidad deseada de aquella relación. Nunca habían besado a nadie. Primero Rafael le tocó la frente, luego la cara, estiró sus pómulos y le alzó la barbilla. Después saborearon ese primer contacto de la saliva y la piel, esa primera caricia blanda de los labios. Esa primer mordisco del amor, la bendición de la carne y el tacto entregados a tantas palabras, a tantos sentimientos, a tantos desvelos ilusionados. Sólo podían escuchar el torbellino de aquel momento íntimo, nada más. Por eso les sobresaltó violentamente el ruido del picaporte y la entrada de Carmen Revuelta en la habitación.
—¡Niña! —dijo.
Allí estaba Marina, sobresaltada por el aquel golpe seco y por la voz de su madre. Apenas le había dado tiempo de alejarse del abrazo de Rafael. No podían negar la evidencia que cambiaría sus vidas.
—¡Tú! ¡Vete ahora mismo a tu cuarto!
El chico, tembloroso, sorprendido, no acertó a decir nada. Salió como una anguila. La mirada imperativa de Carmen Revuelta le perseguía violentamente con frases justas y amenazantes.
—¡Esta noche aclararemos todo con tu padre!
Esperó en silencio a que se cerrara la puerta y se despejara el pasillo para hablar con su hija. Cuando pasaron unos segundos prudenciales, la madre atacó.
—¿No te da vergüenza? Dime, ¿es que no te da vergüenza?
Marina miraba a su madre con unos ojos que apenas podían contener las lágrimas. Se mordía el labio. Aquél, que había sido el momento más feliz de su vida, de golpe se había convertido en el más desgraciado. Luchaba para que la reprimenda seria, grave, no borrara el recuerdo limpio de su primer beso. Ese acto le daba fuerza, le daba valor para enfrentarse a la autoridad amenazante de su madre, que trataba de contener la ira redoblaba, el asco y la consecuente vergüenza que le había producido el sorprendente encuentro.
—¡Recién llegada, recién llegada! ¿Es que no sabías acaso por qué te habíamos enviado a casa de tus abuelos?
Marina evitaba el enfrentamiento. No podía reaccionar, mientras Carmen Revuelta se mostraba cada vez más tajante.
—Esto no puede ser, ¿me entiendes? Esto no va a ir a ninguna parte. Tú te vas a volver hasta que termine el curso ya veremos adónde y Rafael se marcha directo a Villacarriedo. Interno. Y esto se ha terminado. Este despropósito del demonio se ha terminado, ¿estamos?
Marina no respondía, no veía, no soportaba la tensión. Tampoco Carmen Revuelta.
—Ni deshagas las maletas. Espera aquí dentro. Ni se te ocurra salir.
Para entonces había dejado de llover. Pablo Lefebre cruzaba por el muelle en el último trayecto del día. Diego Martín había terminado sus tertulias y regresaba un tanto inquieto a casa. No imaginaba el panorama, pero algo, no sabía qué, le llevaba la cabeza a alguna parte. El silbato del tren apenas le sobresaltó. Caminaba medio ensimismado al borde de las vías. Tan sólo un grito gutural le sirvió de aviso para no acabar bajo los carriles del tren.
—¡Ehhhhh, Ehhhhh! ¡Quite de en medio! ¡Por el amog de Dios! —gritó Pablo Lefebre.
El cagueta hizo un gesto de desaprobación ostentoso, como quien riñe a un niño por primera vez. Después se dijo a sí mismo: «Es que no sé en qué va la gente pensando. Je ne sais pas, vraiment, je sais pas. Mon Dieu!».