La tarde había quedado encapotada, encerrada en un corsé gris, con el aire calmo y el agua de la bahía aprisionado en un tono neutro que parecía expectante. Probablemente acabaría lloviendo. Dependería de hacia dónde soplara el viento. A eso de las cuatro de la tarde pasadas apenas se veía un alma por el muelle. Algunos señoritos tertulianos, como era el caso de Diego Martín, se cruzaban con carromatos de chatarra o con mujerucas que habían recogido sus hortalizas de la plaza y las llevaban de vuelta a Cueto, a Monte, a San Román o a Soto de la Marina.
Diego Martín tenía cita con Blas Matallana, con Felipe Zúñiga y con Carlos Fuentecilla en El Suizo. Llegó el primero. Aquellos días de plena primavera esperaban ya la caída de los sabios por el lugar. Don Benito hacía días que había regresado; lo mismo don Marcelino, que iba y venía también de Madrid a su antojo y recalaba por la ciudad de su infancia menos de lo que a sus vecinos les hubiese gustado tenerle cerca.
Quien no dejaba de ser asiduo, parte del paisaje, hombre de benditas costumbres y personaje de influencia era don José María de Pereda. A veces desaparecía, cuando ultimaba algún libro o una de esas novelas que le desquiciaban los nervios y le quitaban el sueño. Se le echaba de menos en los paseos por el muelle o por la Alameda, donde siempre paraba en la librería de Luciano para recoger encargos o para curiosear novedades. Lo hacía echando mano mecánicamente de los anteojos, que reposaban sobre sus impecables trajes a medida. Entraba allí Pereda con su mata de pelo abundante y arremolinado. Con la perilla quijotesca, las manos en el bolsillo del chaleco y ese aire de hidalgo que había preservado los dedos de labores artesanales pero no de la artrosis. Le gustaba echar la charla con el paciente Luciano, que era un faro vigilante para la cada vez más creciente ciudad ilustrada.
Cuando Diego Martín entró en El Suizo no había ni rastro de sus amigos, pero sí encontró a Pereda y a don Benito en animada discusión. El primero con una manzanilla; el segundo con un café poco cargado y una copita de orujo lebaniego, como excepción, para aclimatarse a los aires del norte. Ambos se alegraron de verle.
—¿Me permiten sentarme a su mesa, caballeros?
—Claro, claro. Siéntese, querido Diego, ya le echábamos de menos a usted y a sus amigos. Vendrán, supongo —preguntó Pereda, que hacía siempre las veces de anfitrión en el territorio de su charla.
—Aquí he quedado con ellos —contestó Martín.
—¿Alguna novedad digna de mención sobre su pleito con el desastre? —se interesó don Benito, intrigado por ver qué había quedado del Machichaco.
—Nada, nada —respondió Diego Martín.
—Lo más notable que ha ocurrido después de aquello ha sido la publicación de Pachín González, la obra de aquí nuestro buen amigo —advirtió después señalando a don José María.
—Se lo agradezco, Martín. Hoy invito yo —dijo con una risa inquieta Pereda.
—No se nos rinda, buen hombre. Este país necesita arrestos.
—¿Llamas país a esto que conocemos como España, Benito? —terció Pereda.
—País o lo que sea. Merienda de negros, casa de tócame Roque. Ah, aquí llega el polígrafo.
Don Marcelino entró sonriendo mientras sus amigos se levantaban para recibirle con un abrazo.
—¡Hombre, ya estamos todos! —celebró Pereda.
—Don José María, ¿qué tal anda?
La relación entre ambos prohombres de la ciudad era curiosa. Menéndez Pelayo jamás tuteaba a Pereda. El novelista vio años atrás, cuando el prometedor Marcelino se revelaba como niño prodigio un tanto repelente antes de irse a estudiar a Barcelona, a un alumno aventajado. Pero lo cierto es que acabó mostrándole sus manuscritos en busca de consejos previos a dar el paso de publicarlos. Los dos, a su vez, y pese a las diferencias ideológicas, veneraban también a su colega más revolucionario y estaban convencidos en su fuero interno y externo, generosamente, de que encarnaba al novelista más descomunal de su generación. Al Balzac y al Dostoievski español. La admiración era mutua.
—José María, me he empeñado en una cosa: que nuestro querido Marcelino presida la Academia —comentó don Benito.
—No sería mala cosa —respondió Pereda.
—Difícil. Antes recuperamos Cuba —soltó don Marcelino.
—Pues si tú lo dices, querido, que eres quien mejor conoce el percal de los habitantes de aquella casa… En fin, no hay que perder la esperanza.
—Todo el mundo sabe que no reúno los requisitos. La costumbre indica que un noble que haya ocupado algún puesto en el gobierno opte al puesto. Aun así, al conde de Cheste le deseo larga vida.
—No muy larga, desgraciadamente, por eso conviene prepararse y no dejar paso al amigo Pidal. Estaréis conmigo en que no reúne los méritos tuyos, Marcelino —planteó don Benito.
Pasó un ángel. Habían llegado ya y se habían incorporado a la mesa Zúñiga y Matallana, pero no quisieron de ninguna manera interrumpir la pequeña conspiración en marcha.
—Todavía lamento el día en que os empeñasteis en que entrara —dijo Pereda.
Él había sido el último de los tres en ocupar un sillón. No cumplía los requisitos, porque los miembros de la institución debían residir en Madrid. Así que le obligaron a buscar casa y argumentar que pasaría temporadas en la capital para acudir a las sesiones.
—Esas costumbres están para romperlas, como casi todas las demás.
Don Benito era hombre pacífico, pero a veces le gustaba azuzar el fuego, sobre todo delante de sus amigos tradicionalistas. Ante el diputado carlista que fue Pereda y ante el católico estricto que era Menéndez Pelayo.
—¡Ahí salió el incendiario! —soltó don Marcelino.
Pereda ya ni se inmutaba ante las pullas de su amigo díscolo. Mantuvo los anteojos en su sitio y se atusó la perilla canosa y perfectamente triangular, al tiempo que revolvía el azúcar en su manzanilla. Apretó la taza y notó que todavía estaba demasiado caliente como para arriesgarse a que se le quemara la punta de la lengua. Aun así, el autor ironizó.
—Tú, Marcelino, que estás con la Historia de las ideas estéticas, apunta ésa.
—¿Y usted con qué anda, amigo Pereda?
—A vueltas con una obra de teatro.
—¿Sin título todavía?
—Sin título, ni argumento, ni nada. El teatro me desquicia.
—Tómeselo con calma, don José María. Temple los nervios.
—Ya, es fácil decirlo.
Don Benito y don Marcelino se miraron de reojo. Les preocupaba esa tendencia a asomarse al abismo de su amigo, esa falta de confianza en sus posibilidades que le causaban frecuentes neurastenias y ataques de nervios. Ciertamente no había tenido una vida fácil. Si bien era reconocido en su ambiente y en su ciudad, donde lo mismo daba una conferencia que ocupaba un puesto en el consejo de administración del Banco, no pasó a ser valorado como autor importante fuera de allí. Tampoco se había recuperado nunca anímicamente de la muerte de tres hijos. Tenía una vocación familiar que encajaba mal esas desgracias. Ni la resignación cristiana que se le suponían por una fe rocosa le servía para curar todas aquellas heridas.
—Tampoco me habría gustado pasar la que te ha tocado a ti, Benito, con Electra. Se han salido las cosas de quicio.
—Nunca os agradeceré suficiente las muestras de apoyo. Que quede constancia aquí, delante de estos caballeros. Contribuisteis a apagar el incendio —comentó el agraviado a sus amigos mirando y haciendo partícipes de los honores a Diego Martín y a sus contertulios.
—Se volverá a montar, no te engañes. De todas formas, ¿qué esperabas? ¿Somos o no somos amigos? —adujo Pereda.
—Buenos amigos.
—En mi caso no he hecho sino lo que me dictaba el juicio. Ahora, sabes de sobra que prefiero al autor de los Episodios nacionales que al panfletario de La familia de León Roch o Gloria. Esa vitola de teólogo infeliz no te beneficia —aseguró Menéndez Pelayo.
—No fue mi intención hacer ningún panfleto con esta obra. Pero hay algo en ella, dentro de ella, que hace saltar un resorte más poderoso que cualquier discurso.
—Es la manía que tenemos en esta tierra nuestra de defender a las jovencitas puras. Con la buena de Sotileza a mí me ha pasado, si no lo mismo, una reacción similar. A la gente le gustan esos personajes, se identifican con ellos más que con cualquier otro.
—Puede haber algo de cierto en eso —aseguró don Marcelino.
—La inocencia, la manipulación, la pureza a conquistar…, eso que nos contó tan bien Laclos en Las relaciones peligrosas —pensaba en alto don Benito.
—De todas maneras cojean ustedes de cierta tendencia melodramática. Este pobre país es más trágico que melodramático, si no les importa mi percepción. También le pasa a mi amigo Varela. De nuestro admirado Clarín me reservo la opinión.
—¿No te gustó La regenta, Marcelino? Ya sé. A mí, sencillamente, me parece una obra maestra.
—No exageremos, obra maestra es tu Fortunata… —respondió el polígrafo.
—Gracias por lo que me toca. Pero la verdad es que el amigo Leopoldo lo bordó. No creo que ninguno de nosotros logremos superarlo. ¿Tú qué opinas, José María?
—A mí, dejando a un lado que bordea un ateísmo gratuito y un feroz anticlericalismo con el que no me siento en absoluto identificado, me ha parecido una gran novela, sí señor.
—Para gran novela Los Buddenbrook —aseguró Menéndez Pelayo.
—No creo estar seguro de conocerla —dijo don Benito.
—Se ha publicado hace poco en Alemania. La ha escrito un joven, Thomas Mann se llama. Es toda una saga magistral, asombrosa para el talento de un hombre de veintitantos años, que debe andar. No más.
—No tenemos el gusto de que se haya traducido, ¿verdad? —se interesó Pereda.
—Me temo que no, pero he recomendado muy vivamente que se haga cuanto antes. Los jóvenes alemanes vienen empujando. ¡Que tiemble Francia!
Cada vez se fue formando un corrillo más amplio en torno a los sabios. En un país donde cualquier excusa valía para reforzar un preocupante sectarismo de prietas las filas y en el que ya se había intentado por parte de cabecillas de uno y otro bando enemistar a los tres, su lección de convivencia y camaradería resultaba ejemplar, regocijante.
Nadie ajeno a ellos se atrevía a terciar y muchos eran los que tomaban notas de los libros y las citas empleadas en la conversación. Con los tres en el local, el café ganaba clientela. Pero la aglomeración no era cosa que llevaran con alegría, así que don Benito prefería recibir en su finca de San Quintín o se dejaba caer por la de Anabitarte, mientras Pereda montaba las suyas los domingos en la casona de Polanco. Menéndez Pelayo no tenía ninguna fija, así que se apuntaba cuando estaba por la ciudad a cualquier reunión.
La tarde pasaba volando con aquellos tres cerebros en plena acción. Su tono no se elevaba, salvo en los casos en que Pereda se enfurruñaba con algo. Cogía un estandarte y no lo soltaba. Le pasó cuando discutieron sobre Doña perfecta, pero ni siquiera aquello acabó con su amistad. Le costaba controlar el carácter, pero no lo agriaba con rencores posteriores. Hacia las seis de la tarde recogieron velas. Don Benito tiró andando hacia San Quintín, mientras que Pereda y don Marcelino se dirigieron hacia la Alameda al salir de El Suizo.
Justo en el momento en que dos beatonas se santiguaron al cruzarse con el autor de Electra como si pretendieran ahuyentar al demonio, Pablo Lefebre se acercaba con su carrera ya lenta hacia el muelle. Era la última de la jornada y lo notaba en las piernas. El cagueta saludó a don Benito con un gesto amable y continuó hacia el centro, donde ya las calles se estrechaban y el último bullicio antes del cierre de los comercios se dejaba sentir.
No había roto a llover todavía. El tiempo mantenía su tregua estática, su moratoria neutra. Ya habían asaltado el muelle las primeras mozas colgadas del brazo unas de otras, con sus sombreros y sus faldas largas. Se mezclaban con los pantalones cortos y las viseras de algunos niños que cortaban concienzudamente tiernos y triscantes barquillos de galleta.
Eso junto al paseo, por la acera, generalmente rumbo a la ciudad vieja. Por la dársena, en sentido contrario, los raqueros establecían su ley. Vacilaban al pobre Pichucas, que era un vago infeliz y triste a quien sólo defendía la Matacocos, con la que, se dice, tuvo su negocio.
—¡Pobretuco Pedrín! ¿No os da vergüenza? ¿No os dais cuenta de que no tiene voluntad ni ganas de defenderse, so cabrones? ¡Meteos conmigo!
—¡Calla y vete a limpiarte la sarta de mierda que te ha dejao plantá en el chocho, piojosa!
Nadie se detenía a meter baza en estos pleitos del puerto, menos entre aquellos raqueros y la Matacocos. En el caso de ésta no sólo porque resultaba de armas tomar, sino por higiene. La sarna y los bichos le saltaban de la cabeza con muelle hacia el desconocido. Cuando alguien se la cruzaba en su puesto del embarcadero, rodeaba con disimulo para evitar contacto con su mata de pelo y con su mirada de medio loca rencorosa. A Pichucas le debió de dar lo mismo. El cariño no huele. Su boina y su propia suciedad remendada le debían de mantener inmune.
Las pescaderas y los marineros, los padres conocidos y desconocidos de quienes por allá andaban tampoco pedían explicaciones. Los mozos pintiparados y las parejas casadas del brazo que se dejaban caer al paseo por la tarde trataban de no meterse en líos ni buscarlos. Encaraban hacia Puertochico y vuelta. Paraban en algún café, se tomaban su chocolate con bizcochos de soletilla junto a algunas señoras con los niños, saludaban, contemplaban el aire de la bahía para emitir un juicio pertinente sobre el tiempo y volvían a recogerse en sus casas.
La grisura de la tarde se hacía más patente a medida que uno penetraba por los alrededores de la parte vieja. Había días que el propio Pablo Lefebre no dejaba de sorprenderse por el contraste de la luz del muelle. Era pasar el puente de las Atarazanas hacia la catedral y las calles ennegrecían el aire con su piedra sucia y sus fachadas oscurecidas por la lluvia turbia.
Algunos comerciantes se empeñaban en quitarles la mugre, pero resultaba una labor desesperante. El ayuntamiento y los vecinos tampoco contribuían a ello. Más por Santa Clara, por San Francisco o la calle de la Blanca, por la Plaza Nueva y por los mercados del Este y la Esperanza, donde reinaban las tabernas y las malas costumbres. Por no hablar de La Arrabal o al otro lado, junto a la catedral, por Rúa Mayor, refugio de clérigos pero no por eso lugar santo, y por Rúa Menor antes de subir al Alta, donde imperaba la ley de aquellos que se echaban a la mar.
El cagueta vivía por allí, en esa zona donde el prestigio no se ganaba en los despachos, los comercios ni en los negocios de guante blanco de los señoritos que arreglaban sus luchas de poder y dominio en las tertulias o los clubes sociales en torno al centro neurálgico y económico del banco. El prestigio de la calle Alta o de la cuesta de Gibaja, lejos de todo aquello, se decidía en la propia supervivencia, en el arrojo de los hombres tras haber vencido mil tempestades, meteorológicas o no, en la mar. También en la resistencia de las mujeres con carácter que a menudo se quedaban solas en la vida y tenían que dar de comer a sus proles. La camaradería se palpaba en la calle en la misma medida que los malos humos, los chismes y la vigilancia por ciertas costumbres que siempre se podían romper si apretaba el hambre. Esa selva era la guarida de Pablo Lefebre, el hombre que perdió vida, negocio y familia en el desastre. El hombre que había salido adelante con arrestos, reinventándose, corriendo, huyendo.
Primero anduvo de pensión en pensión, a expensas de una caridad y algunas perras que ganaba reparando chapuzas. Luego se las arregló para alquilar un cuartucho en una bocacalle sin nombre del Alta. Accedía por una escalera angosta y una puerta apolillada que nada debía temer a los ladrones porque nada guardaba dentro salvo algún retrato de su vida anterior, unos cazos, ropas que él mismo lavaba y tendía junto al fogón y un catre de colchón blando que hacía y deshacía como le venía en gana.
Los libros eran lo más valioso. Libros que le iba regalando su señorito Pombo o el mismo don Benito. A menudo le obsequiaban con alguna novela de Balzac, de Zola y de Flaubert para poderlas comentar después con un francés autoexiliado que tenía su juicio y su buen olfato literario. Esos libros le hacían feliz mientras le trasladaban hacia aquellos lugares perdidos, añorados, lejanos y desconocidos ya para él.
Pero su mundo real era aquél. El de la ciudad que recorría a diario, el que impregnaba ese aire que bajaba a chorros en cada carrera a sus pulmones. La brisa que le llenaba en sus profundas bocanadas con el espíritu evaporado de quienes se diluyeron en él una mala tarde de noviembre. Cuando explotó la desgracia que le dejó amputado de los suyos para siempre.