CUATRO

Probablemente Pablo Lefebre se cruzaría con Diego Martín mientras éste regresaba de su paseo matutino. Llegó a su casa media hora antes de comer. Era el momento que empleaba a diario para repasar parte de los periódicos. También lo había hecho, casi al tiempo, Carmen Revuelta, que nada más entrar fue a interesarse por su hija. Diego preguntó también, pero por los dos, y a Serafina. Temía irrumpir en los dormitorios, no fuera a despertarles de algún reposo robado a la actividad de la mañana.

—¿Qué tal los muchachos?

—Como nuevos —respondió la mujer. Tenía las cejas demasiado apretadas, arrugas preocupantes en la frente y el morro pequeño muy prieto. Un gesto que le agudizaba la sombra de su bigote más que incipiente, ya asentado.

—¿Tiene un momento para que le comente un asunto? —dijo con las manos cruzadas sobre el delantal de cuadros.

—¿Ahora?

—Sí, ahora.

—¿Está la comida? Veo que la mesa anda puesta.

—En un rato. Hay tiempo, sólo serán cinco minutos.

—Bueno, pues dime, Serafina.

—Aquí, no. En el despacho.

—Así que la cosa es grave.

—No necesariamente y si no se pone remedio. Es más por no levantar revuelos.

—Bien, vamos.

Diego Martín no podía disimular su intriga sin que se le notara un atisbo de preocupación en el rostro. Lo más probable es que se tratara de una minucia del servicio. Pero eso bien podía resolverlo conversando con la señora. Sin duda debía tener que ver con alguno de sus hijos. Lo que no estaba dispuesto a tolerar es otro conflicto más entre Serafina y Carmen. La cosa por lo que se refiere a ellas empezaba a pasar de castaño a oscuro y a las malas estaba más que claro quién llevaba las de perder.

—A ver, ¿qué ocurre?

—Por Dios, procure plantearle con tacto a doña Carmen esto que voy a decirle.

—Serafina, no podéis estar así. Bien sabes lo que te apreciamos en esta casa. Que tras la muerte de Águeda no hubiésemos podido soportar el trago sin ti. Pero no me causes problemas absurdos ahora.

—No hay ningún problema entre la señora y yo.

—Entonces…

—Son los chavalucos.

—¿Quiénes?

Serafina empezaba a perder la paciencia. Con Toñín ya había saltado, pero no podía creer que don Diego tampoco se enterara de la fiesta.

—Rafael y Marina. Están en mala edad y se nota.

Diego Martín la miró fijamente y no supo qué decir. Antes de que le saliera de la boca algún balbuceo que diera a entender temor, prefería el silencio. Aquello que en su día había comentado en el secreto de su alcoba con su esposa había roto, se presentaba de sorpresa, sin el menor aviso, más allá de las pistas que pueda dar la pubertad. El tiempo siempre corre demasiado rápido.

Hasta ese momento, Diego Martín había permanecido de pie, pensando que la urgencia de Serafina no le llevaría más que una solución rápida, una orden precisa, pero aquello requería calma. Se sentó en la butaca de su escritorio. La mujer permaneció de pie al otro lado.

—Te agradezco que me avises de esto, Serafina. No puedo ocultarte que entre mis preocupaciones siempre ha estado la posibilidad de que algo así ocurriera. Pero, dime, ¿les has sorprendido en alguna actitud indecorosa?

—Indecorosa, indecorosa, no podríamos decir indecorosa. Pero el hecho es que saltan chispas cuando se quedan juntos. Se buscan. Esta mañana entré en el cuarto del mirador a ventilar y les cogí el uno al lado del otro, leyéndose cosas raras. Ver, no vi nada, pero un rato más y… quién sabe. Es una edad mala, don Diego. Son jóvenes, guapetones, bien plantaos. La niña es una lumia y conoce sus encantos; nuestro Rafael es inocente y bien majo. No sé. Yo me encuentro en la obligación de avisarle para que al menos hable con él. Le explique lo que podría comentar la gente por ahí, le haga ver su posición, su papel. Ella es a las luces de toda ley su hermana; aunque no lleven la misma sangre, es como si la llevarían, ¿me entiende?

—Perfectamente, Serafina.

—Luego está Dieguín, que como note algo nos excomulga. Ya sabe que se toma todo muy a la tremenda últimamente. Cuando le ordenen tengo miedo de que empiece a prender hogueras.

—Bien, bien. Me hago cargo. Gracias, hablaré con él.

—Pero no tarde.

—No, no, no tardo.

—Luego, después de comer mejor que mañana. No lo deje.

—Bueno, bien, Serafina, cuanto antes. Cuando vea el momento.

—Pues eso.

—¿Algo más?

—Nada más. La comida ya debe de estar lista. Pueden ir sentándose a la mesa.

—¿Qué habéis preparado?

—Patatas en salsa verde y bocartes rebozaos.

Diego Martín hizo un gesto que relajó por un instante su nueva preocupación.

—Ahora voy. Avisa al resto que yo no tardo.

Hasta aquel momento, Diego Martín no había caído en la gravedad que el roce podría acarrearle en su vida. Es cierto que la posibilidad siempre anduvo rondando su mente, que lo habían hablado marido y mujer sin querer tomar soluciones drásticas sobre algo que no parecía tener razón de ser.

Ahora, hasta hubiese preferido que los niños se dejasen llevar por el resquemor, por vigilar y respetar su propio territorio como hijos de distintos padres. Pero desde el principio congeniaron, lo que bien mirado, a priori y para evitar tensiones, resultaba una bendición. En cambio esa nueva situación, planteada con toda su franqueza por Serafina, podía tornarse en contratiempo, por no decir maldición.

Debía actuar discretamente. Arreglar el asunto a solas con su hijo. Siempre mostró buen juicio y entendería perfectamente la situación. Por supuesto, para empezar, ni una palabra a Carmen. Con lo que era ella, intentaría por todos los medios separarlos y esa solución sólo conllevaba una salida: que Rafael partiera a un internado. A Villacarriedo, con los Escolapios, el único lugar donde se le podía asegurar una educación decente, a la altura de la que recibía en la ciudad, relativamente cerca.

Separarse de su hija era algo que no entraba en los planes de Carmen Revuelta. Diego llevaba las de perder. Cedería, sin ninguna duda. Seguramente Rafael entraría en razón. No era ni mucho menos un loco. Tenía alma de artista, impulsos de extrema sensibilidad, esa habilidad para el dibujo, esos silencios, una alegría heredada de su madre y conservada a pesar de la pérdida tan temprana. Quizás fue el mejor regalo que podía hacerle a diario sobre la tierra: mostrar ese rasgo de su carácter. Pero sus dotes y sus veleidades artísticas no resultaban tan preocupantes como para perder el juicio. Si le dijeran Diego, tan temperamental; incluso Quique, sin duda el más débil de los tres, el más pusilánime para no evitar palabras incómodas, vería la cosa peor. Pero el bueno de Rafael entraría en razón cuando escuchara el mero y contundente deseo de su padre. Aquello resultaba tabú. Aquello, sencillamente no podía ser.

Cuando Diego Martín entró en el comedor, todos estaban ya sentados. Incluso Enrique, que había sido el último en llegar. Se acercó a dar un beso a su esposa y saludó con toda normalidad a sus tres hijos. Como el mayor faltaba, se evitaron las persignaciones y los rezos.

Las patatas, humeantes, presidían el centro de la mesa. Despedían ese olor a cocina de fundamento, a esa mezcla sencilla y contundente de la buena ligazón entre el perejil, el ajo y el pimiento verde que acostumbraba a meter Serafina. Buen plato para entonar, guiso sencillo, lo que más apreciaba Diego Martín, amante de salirse poco de las cosas tradicionales y las sibaritadas de alguno de sus amigos. Como por ejemplo Felipe Zúñiga, valedor en la tertulia y en su casa, a la menor de cambio, de la retorcida y emperifollada comida francesa.

Carmen Revuelta comenzó a servir. Primero Diego, después Enrique, luego Rafael, después Marina y finalmente ella, que sólo dejó caer un cazo sobre el plato. Los demás, probablemente, no quedarían satisfechos con los dos que llevaban en la ración. Diego Martín sopló la cuchara un par de veces y empezó a saborear la mantecosa esencia de las patatas. Rafael y Enrique seguían practicando la costumbre de aplastarlas e ir comiéndolas con el borde de la cuchara medio lleno, hasta conquistar todo el plato. A Marina le hacía gracia ese hábito un tanto infantil. Tampoco ella sabía muy bien cómo debía comerse aquello. Hasta que no llegó a su nuevo hogar no había probado el guiso que tanto apasionaba a los Martín.

—No os veo muy desganaos que se diga —apuntó enseguida el padre mirando alternativamente a los teóricamente convalecientes.

Marina notó cierto tono de reproche y ralentizó el paso. A Rafael no le dio tiempo de teatralizar cierta falta de apetito. Casi había terminado el plato.

—Tú, Rafaelín, te vas a atragantar.

El chico no dijo nada que le comprometiera.

—Es que están muy buenas. Ya sabes que hay pocas cosas que me gusten tanto. Como a ti.

Marina miraba a Rafael con la cabeza gacha. Rápidamente sospechó que Serafina se había ido de la lengua. Menos mal que su madre, completamente ajena a ese tenso lenguaje de sobreentendidos, empezó a comentar cómo le había ido el día.

—Ya han empezado a poner trajes de baño en los escaparates. Me gustaría llegarme un día de éstos con los chavales a comprarles algo. Tengo ganas de ir a la playa, aunque sea un domingo mientras todavía tienen colegio.

—Habrá que ver si nos respeta el tiempo —contestó Diego Martín.

—¿Qué tal en el colegio, Enrique, hijo?

—Bien, nada nuevo. El Pelanas se va a Madrid.

—¿Sí? —preguntó Rafael sin disimular entusiasmo.

No era mala noticia. El Pelanas era un cura que al parecer resultaba un hueso para las matemáticas. Así se libraría de él.

Carmen Revuelta y Marina no mostraban el más mínimo interés por aquella conversación entre los tres hombres de la casa. Procuró seguir con los planes preveraniegos.

—Este año, Piluca y yo estamos decididas a tomar los baños, queráis Blas y tú o no queráis.

—Me parece estupendo. Ya sabes que yo no tengo complejo de bocarte. Blas, con lo estirado que es, antes se tira por Cabo Mayor a que le vean medio desnudo en la playa. Por cierto, ¿te sirvo?

—Mira que sois siesos. ¡Puerto!

La muchacha entró al momento para retirar los platos.

—A ver si espabilamos —reprochó Carmen Revuelta. Si había algo que no soportaba era esperar con la vajilla vacía y los restos de comida en la mesa más de lo debido.

Puerto retiró los servicios y Diego Martín comenzó a repartir los bocartes. Estaban templados, en su temperatura justa. Esa delicia de peces pequeños acompañados por algo de lechuga eran otro de los placeres sencillos de Diego Martín y sus hijos. En eso también las dos mujeres de la casa les apoyaban sin reservas.

Los chiquillos permanecieron en silencio mientras Diego Martín degustaba cada una de sus seis piezas medio ensimismado, completamente entregado a la suave frescura de los pescadillos, que se le deshacían en la boca acompañados de un delicado rebozo de huevo y harina. Una magnífica excusa para evitar su nueva y central preocupación: aquellos pipiolos incapaces de dominar sus cuerpos, insensibles a la moral, ciegos a causa de ese primer y ansioso paso del deseo.

Tampoco quería caer en la tentación de ser injusto con Marina. No abundar en lo que seguramente Serafina tendía a pensar: que no era más que una buscona y que toda la culpa era suya. Pero le asaltaban sus dudas. ¿Quién habría incitado más a quien? Total, qué más da. Hasta él, a su edad, había caído preso de la caprichosa ley de la naturaleza. Había recuperado una extremada fogosidad que creía perdida ya rozando los cuarenta.

Terminaron con algo de fruta. Marina y Rafael se retiraron a descansar y Enrique salió pronto para el colegio con escaso tiempo para lavarse las manos y repeinarse un poco. Carmen Revuelta y él se encerraron en su cuarto para aprovechar el rato de siesta, como casi todas las tardes, media horita o tres cuartos, antes de salir a la tertulia.

La preocupación no le dejaría pegar ojo. Pero esa hora, más que la del descanso, era la de otros esparcimientos. La hora de los juegos que sin duda ayudarían a despejarle la cabeza. Diego Martín había redescubierto el sexo con Carmen Revuelta. Otro sexo. El del delirio, el del disfrute sin más preocupaciones que el mero placer, el del pecado sin obsesiones de procreación. Sabía que no podría darle más hijos: había quedado estéril en su único parto. Ambos lo aceptaban de buen grado. Creían que cuatro criaturas eran suficientes y no buscaban más.

Con Águeda, ambos fueron descubriendo paso a paso sus cuerpos y lo que éstos podían dar de sí. Pero siempre con un fin: traer hijos al mundo, por la gracia de Dios. Águeda era bella y risueña, aparentemente se mostraba agradecida y satisfecha. Pero sólo ella supo lo que en ese aspecto de la vida pudo llevarse consigo. Muy poco, a juzgar por lo que Diego descubrió después, junto a Carmen Revuelta.

Para él, su primera mujer suponía un tesoro a explorar, pero no mostraba nunca ninguna iniciativa. Probablemente nadie le dijo a qué podía aspirar. Ni siquiera su propio cuerpo, que es quien debe dictar las leyes y las aspiraciones de cada cual en este sentido. En materia de sexo, de placer, es la propia piel la que habla, quien coloca las barreras para ir rompiéndolas a cada paso.

Águeda se dejaba hacer, confiaba en un teórico magisterio superior, aprendido quizás en prostíbulos o con criadas, de su marido. Nada más falso. Diego Martín apenas había deambulado activamente por ese camino más allá de algunas masturbaciones inocentes. De sueños eróticos y escasas escapadas frustrantes e inexpertas en casas afamadas de la cuesta de Gibaja junto a Felipe Zúñiga, el más extrovertido de sus amigos y un auténtico iniciador en estas cuestiones. Ni su padre, en su día, le instruyó. Tampoco le dio tiempo. Había muerto joven, cuando Diego apenas contaba trece años y todavía usaba pantalones bombachos.

Con Carmen Revuelta revivió. He ahí una explicación a la, para algunos, inconcebible felicidad de su matrimonio. Aquella mujer que para el servicio y para su hijo Diego resultaba áspera, egoísta, ventajista, caprichosa y de mal carácter le proporcionaba una montaña de placeres tal que le impedía ver sus defectos, o más bien los minimizaba.

De ella, sin duda, le sedujo una fuerte personalidad que en los momentos más duros, cuando trataban de arreglárselas ante las reparaciones de la catástrofe, le sirvió de motor, le empujó. Lo del sexo fue una sorpresa que creció día a día, después de haber contraído matrimonio. Ella sabía que ante aquella arma no tendría rival. Supo ir destapándola poco a poco, igual que se desnudaba a veces, por partes.

Evitaban hablar de sus experiencias anteriores. Se dejaban llevar. Lo que ella dispusiera estaba bien. Era una auténtica cocinera de los fluidos corporales. Le hacía saltar, le ponía a volar como nadie imaginaba. Sin duda su anterior marido debió de ser un gran instructor. Pero, a veces, lo dudaba. Dudaba quién podía saber más en aquella su vida anterior. Carmen Revuelta parecía haber nacido con ese poder, casi innato, completamente animal.

Su gran motor para el sexo consistía en su propio disfrute. Era difícil hablar, sentir todas esas cosas con una mujer. Pero ella, abiertamente, le reconocía que no había en la vida cosa que le gustara más que pegar su cuerpo al de un hombre. Lo hacían de día y de noche. Se entregaban a veces a darse placer sorprendiéndose en una esquina de la casa. Jugando al escondite con los niños y los criados. La clandestinidad les disparaba el deseo.

Aquella tarde, nada más cerrar la puerta de la habitación, Carmen Revuelta se desnudó. Como casi siempre, aunque había veces que no perdían el tiempo dejando sus cuerpos a la intemperie y traspasaban la tela de sus vestimentas sin la molestia de quitárselas. Diego Martín no tardó en deshacerse de su traje. Ni siquiera apartaron la colcha de la cama. Él se tumbó y se dejó conducir mientras ella le lamía acompasadamente el cuello, luego el pecho y los pezones, en ese viaje lento y excitante hacia su sexo completamente enrocado, fortalecido y ansioso por los primeros calores primaverales. La brisa de los sofocos, las flores, las hojas de los árboles, acrecentaban su deseo, año a año.

Los pechos de su esposa, todavía duros y apetecibles como la miga del pan recién hecho, le recorrían al tiempo el ombligo, el vello de sus testículos recios, bamboleándose por encima delicadamente, mientras le miraba con la boca enjuagada en su propia saliva, con ojos de vampiresa nada inocente, de ama incondicional, con poderes que le permitían conseguir cualquier cosa gracias a sus artes secretas de alcoba.

Esa tarde evitaron mostrarse escandalosos. Diego Martín se colocó la almohada en la boca para amortiguar la pulsión de sus gemidos. No querían inquietar a los muchachos. Con el servicio daba igual. A Carmen Revuelta le gustaba que se dejara entrever algún grito de placer. Aquello era una señal, la prueba de su dominio, la razón por la que los sirvientes debían entender que el señor la dejaría hacer lo que le viniera en gana. Se erigía cada tarde y cada noche en la reina de su cama y por extensión, de su casa. Punto final.

Diego Martín se dejó correr rápido. No quiso aguantar, como ella le había enseñado bien, ralentizando el orgasmo. Cuando notó que el semen estaba a punto, en el borde, apretó la cabeza de ella con su carne dentro para no dejar escapar la cascada. Quería gozar de una vez, de un viaje. No por prisa, sino por ansia. Reventar, rebelarse poderosamente contra lo que le quedaba pendiente. Quizás reforzar más con un arrebato la alianza que le unía a su esposa. Mentalmente, para él. Sin contar con nadie más, con nada más. Son difíciles de escrutar los impulsos del sexo. ¿Cómo hacer que transiten con lógica por esta vida? ¿A qué ley sagrada y profana responden?

Carmen se tragó sin rechistar aquella fuente blanca, tan repentina, tan violenta. Lo devolvió al cuerpo de su marido con escupitajos sensuales, espaciados y se lo lamió entre los dos pezones. Luego se lo restregó con la mano hasta comprobar que su pene seguía en posición de firmes, que no le bajaba la erección ni a tiros, mientras él reía de placer y trataba de apartarse, un tanto cohibido.

—¿Quieres guerra? —preguntó ella.

Diego Martín, sencillamente, la miró. Observó su melena morena suelta, sus ojos interpeladores, su cara de vicio, esa que le daba tanta felicidad como miedo. No dijo nada. Carmen Revuelta poseía todas las respuestas en la alcoba. Él acostumbraba a callarse. A ella sólo le interesaban sus gritos de placer, sus jadeos. Era lo que más feliz le hacía: contemplar y escuchar su dominio. Reforzar a cada gemido un territorio impenetrable. El del gozo sin medida, sin frontera.

—La vas a tener.

Siguió lamiendo su sexo tembloroso, le cosquilleaba la punta y sentía como si alguna gota de semen restante le entrara hacia adentro de nuevo para coger fuerza y volver a salir, reventándose, reventándolo.

—Ahora me toca a mí —dijo Carmen Revuelta.

Se tumbó y se colocó las manos sobre el clítoris mirando hacia abajo. Diego Martín comenzó a lamerlo acompasadamente, rítmicamente, sin dejar una célula lubricada por aquellos recovecos que ella le indicaba. Sabía uniformemente dulce, a sandía templada, a nata nada empalagosa.

—Aquí, aquí, más abajo, así…

Águeda jamás le hubiese dirigido la operación. Pocas veces recuerda un orgasmo digno de su primera mujer, ni un grito, tan sólo los discretos suspiros de quien le cuesta deshacerse de su propia conciencia pecadora. Carmen Revuelta, en cambio, si no lo alcanzaba, lo hacía pagar con un carácter de mil demonios. No entendía la palabra resignación, la bobalicona determinación de la obediencia, el absurdo designio de cumplir la voluntad de los hombres sin sacar nada a cambio.

Diego Martín entendió pronto con ella que estaba obligado a cumplir siempre en la misma medida de su placer. Sus cuerpos debían firmar un negocio constante. Pronto sintió cómo los jugos de su esposa bailaban entre su lengua y la comisura de sus labios, cómo ella se retorcía y empezaba a reordenar el dibujo de sus piernas y sus nalgas con una dureza expectante, esa señal de la cercanía del orgasmo. Cuando le agarró el pelo por atrás y Diego Martín comenzó a sentirse algo asfixiado, los dos hicieron un último esfuerzo. Carmen Revuelta explotó y se retorció de un lado para otro. Diego Martín la besó.

Ambos suspiraron y se tumbaron boca arriba mirándose de vez en cuando, sin decirse nada. No era necesario hablar mucho, ni preguntarse mucho. Sus cuerpos habían respondido a todas las dudas por ellos.

Tras un suspiro bastante liberador, Diego Martín se alzó y dijo:

—Me voy a la tertulia.

Pero no debía marcharse sin hablar con Rafael. Era mejor agarrar el toro por los cuernos y zanjar las cosas por lo sano, por sorpresa, sin dejar resquicio a ninguna indiscreción que pusiera en guardia a Carmen Revuelta. Aunque lo cierto era que no tenía nada claro cómo plantear a su hijo un asunto tan espinoso.

Se aseó y se vistió con una prisa moderada, sin trastabillarse. El agua en la cara le devolvió de golpe a la tierra. Fue abrochándose cada botón esmeradamente, colocándose con tino su pañuelo en el bolsillo delantero de la chaqueta, estiró el paño marrón claro de entretiempo para evitar cualquier arruga. Le gustaba bajar a la calle como un pincel, con ese equilibrio de elegancia nada estirada que le hacía cercano y de fiar para la gente. Nada que ver con la altivez un tanto excesiva que destilaban a menudo sus amigos, con sus bigotes y sus perillas atusadas, algo a lo que Diego Martín nunca cogió gusto aunque alguna vez se lo dejó crecer. Sencillamente le molestaban los pelos en la cara, prefería afrontar un afeitado diario que hiciera relucir la transparencia de un rostro poco arrugado para sus años maduros.

—Volveré hacia las seis, Carmen. ¿Piensas salir tú?

—Me acercaré a la calle Blanca a comprar unas telas.

—Muy bien. Antes pasaré a despedirme de los chiquillos. Intentaré traerles algún vicio.

—Nada que les vaya a sentar mal…

—No te preocupes.

Diego Martín besó castamente a su esposa. Los dos, fuera de la cama, habían recuperado el decoro debido, la compostura que se supone a los señores de su talla. En aquel cuadrilátero de 1,50 metros de ancho por 2 metros de largo estaba permitido todo lo que fuera de esas medidas ni se planteaba.

Tocó en la habitación de Rafael. Estaba despierto, recostado sobre el respaldo de la cama, perfeccionando sus caricaturas. Le invitó a entrar. La precaución de su padre, que solía campar por la casa donde le viniera en gana sin avisar, le puso en guardia.

—¿Qué hay, hijo? ¿Te encuentras ya bien del todo? —le preguntó Diego desde el marco de la puerta, enterrando la irritada ironía que mostró a la hora de la comida. La «siesta» le había relajado, no cabía duda.

—Mejor, sí. Mucho mejor.

—Rafael… —Su padre entró y cerró la puerta—. Rafael, estoy de veras preocupado por un asunto que debe quedar entre nosotros dos.

—Tú dirás, padre.

—Desde hace algún tiempo noto que la relación entre Marina y tú está derivando en algo, digamos, impropio de hermanos.

Rafael plantó los ojos en la cara de su padre claramente ruborizado. Se quedó sin palabras. Debía aguantar la mirada como pudiera, sin venirse abajo. Resultaría inútil negar nada, decir nada, aducir, explicar. Diego Martín continuó:

—No necesito aclararte que una situación incómoda nos obligaría a tomar decisiones algo drásticas. Cambios. Sería necesario separaros. Carmen no lo toleraría y yo, aunque me dolería mucho, tampoco. Supongo que lo entiendes.

Rafael acertó a mostrar un gesto ambiguo. Algo que su padre pudo con todo derecho considerar un asentimiento.

—Te ruego que a partir de ahora os comportéis como se espera de vosotros, aunque sería mejor que no hablaras de esto con Marina. O, mejor, lo dejo a tu criterio. Lo que estimes más conveniente, ¿de acuerdo?

—No tienes que preocuparte por nada, padre.

—Estoy seguro, hijo mío. Sé que eres noble, sé que puedo esperar lo mejor de ti. ¿Necesitas algo?

—No, muchas gracias.

—Bien, marcho entonces. Mejórate, no hagas esfuerzos tontos. Adiós.

—Adiós, padre.

Fue una despedida triste. Una despedida que tornaba en gravedad aquella ilusión inconsciente de un sentimiento que no acertaba a definir, pero que a juzgar por lo que había leído y escuchado podía compararse con eso que muchos llaman amor. Aquella nueva situación convertía en tabú, en juego prohibido, lo que a partir de ahora hiciera con Marina, lo que a partir de ahora sintiera por ella. ¿Era amor? No dejaba de preguntárselo. Sabía más bien lo que no era: no era amor de hermano. Cuando en su cercanía suspiraba por el roce de su mano, por su mirada, por una risa abierta, espontánea, por un beso, no era amor de hermano. Debía afrontarlo, aunque no lo hubiese hablado a las claras con ella, aunque no hubiesen verbalizado sus sentimientos. Debía también darle cuenta de esta conversación con su padre. Saltar los controles que a partir de ahora se establecerían en toda la casa y contarle a lo que se enfrentaban. Debía además deshacerse de ese impulso, de esa atracción hacia ella. Lo sospechó siempre, lo supo incluso y se dejó llevar un torbellino del que le iba a resultar difícil salir. Al menos a él.

Trató de concentrarse en su caricatura del cagueta. Casi la tenía terminada. Pero inconscientemente fue pasando los dibujos de atrás hacia adelante. Solía guardar de cada pieza los resultados definitivos y tirar todos los esbozos. A veces lo hacía irritado, enfurecido por mostrarse incapaz de llevar la idea de la fotografía en carne y hueso de su imaginación al papel. Menos en un caso. Entre todos sus esbozos secretos, entre aquellos retratos que no se atrevía a enseñar a nadie, guardaba lo menos veinte de Marina. Marina tumbada, Marina carcajeándose, Marina melancólica, junto al balcón, con la mirada perdida en la calle o en la bahía. Marina bailando, Marina veladamente desnuda. La proporción no dejaba lugar a dudas. Ella no era su hermana, ni la extraña que entró por la puerta como una inquilina para enturbiar en lo bueno y en lo malo la paz de la casa. Ella era su ciega obsesión.