Detrás del cagueta llegaba con cierto apresuramiento monótono el tren de Pombo. Nadie fue capaz jamás de ganar en una carrera de fondo a Pablo Lefebre, ese francés que un buen día aterrizó como caído del cielo por la ciudad sin ser muy consciente de la suerte que le esperaba.
El humo del vapor escupido por la locomotora se confundía con la primera bruma de la mañana al cruzar el muelle. Bruma de primavera suave, de primavera húmeda y criadora, de estación limpia que trae consigo una luminosa tregua. Las mujeres de Puerto Chico no habían bajado a mallar redes. Eso era más bien tarea para la tarde, a horas en las que les entran ganas hasta de cantar alguna montañesuca o una buena copla picante.
Tampoco encontraba el cagueta rastro de las pescaderas. Ni de la Paulita, tan madrugadora como monárquica; ni de la pobre Voladora, que arrastraba siempre desde muy temprano la única pierna que le dejó la explosión del Machichaco. Tampoco se veía a la Gibosa ni a su marido, ese grandullón medio encorvado conocido como el Cacahuesero, y mucho menos a la Chata, jefa de todo el clan, que a esa hora solía andar acicalando su puesto en el mercado para vender el género. Si no se movía ella para sacar la casa adelante, nadie se echaba un mendrugo a la boca. Menos con el plan de su marido, que por la mañana siempre echaba un buen rato en la taberna y por la tarde tenía la obligación de jugarse unos cuartos a la brisca o al tute o al mus con los amigos.
En las ensenadas poco se venía a cocer porque todo el pescado se colocaba ya en la lonja antes de amanecer, bien fresco. Las merluzas, las lubinas, los salmonetes entraron aquella mañana a buen precio junto con algún que otro san martín. Tan sólo unos cuantos raquerillos se desperezaban frente al malecón respirando el aire de un día despejado y plomizo mientras seguramente soñaban con el primer mordisco que meterse en la boca. Un buen trozo de pan caliente, a ser posible, untado con esa mantequilla que baja de los pueblos del interior y algo de leche manchada con achicoria. Era el sueño diario, al que no se puede dejar de aspirar para no quedar definitivamente vencidos por el hambre. Los raqueros sabían bien desde siempre que si ni siquiera se ponían metas así no llegarían a nada. Quedarían a expensas de algún resfriado mortal si no les daba por luchar, si no peleaban a muerte por su propia supervivencia, o quedarían derrotados por la sarna. No saldrían del agujero si no aspiraban cada mañana, como mínimo, a algo que masticar.
Algunos despistados cruzaron con cierta premura la vía haciendo oídos sordos a los avisos del cagueta, que agitó su bandera roja, sopló el silbato y gritó con su marcado acento francés:
—¡Apagggtense, coño, apagggten!
El apodo no le respondía al carácter ni a los modales. Podía mostrarse amable pero no carecía de genio: sabía imponer su autoridad en mitad de las vías. Su trabajo parecía sencillo, pero resultaba verdaderamente cansado. Debía correr delante del tren que sube hasta El Sardinero avisando a los viandantes para evitar atropellos. Menos da una piedra. Sobre todo después de ver cómo aquel rugido del mar se había llevado entre las llamas todo su negocio de la calle Méndez Núñez, la que quedó en primera línea de la catástrofe, casi ocho o nueve años atrás. Había perdido ya la cuenta, con la reciente entrada del nuevo siglo.
Pocas ganas de reparar nada le quedaron al cagueta después de aquello. Tan sólo llorar y desesperarse. Así que echó a correr. Pronto se dio cuenta de que era lo mejor que podía hacer. Cayó en manos de su pasión atlética y con esas credenciales fue a pedir trabajo a don César Pombo, dueño de la línea ferroviaria. Su historial resultaba impecable: desde que Pablo Lefebre corría delante de la locomotora, no se había producido ningún accidente. Otra cosa era cuando no lo hacía; ahí aumentaba seriamente el peligro. La gente es muy inconsciente y cruza la calle, no se sabe bien a santo de qué apresuramientos, cuando nadie lo manda.
El primer silbido mañanero de Pablo el cagueta alertó a Diego Martín, con su café en la mano y frente al mirador, de que debían de ser las ocho y diez o y cuarto de la mañana. Todavía guardaba cierto silencio la casa mientras que la calle comenzaba a alborotarse. Enrique y Rafael se habían levantado y empezado a ordenar sus cosas de clase sin apenas darse los buenos días. Abrir los ojos no es lo mismo que despertarse. Al sentir el agua despejándoles la cara, comenzaba la conciencia de un nuevo día.
Diego ya no vivía en la casa. Marchó a Corbán, un seminario próximo que le permitía ir y venir con cierta frecuencia. Su vocación nunca dejó lugar a dudas, para disgusto de su padre. Siempre supo que sería incapaz de retenerlo. Más después de la muerte de Águeda. Aquella desgracia apuntaló su fe hasta un extremo poco flexible. No recordaba bien Diego Martín el día en que su hijo soltó el brazo paterno, pero sí se le quedó fijada su mirada: una mirada que le retó implacablemente y que no pudo apenas sostener. Hasta hoy. Les resultaba imposible entenderse.
Él y sus otros dos hijos rehicieron su vida. Enrique y Rafael, sometidos a menudo a la absurda melancolía de la madre perdida, pero sin que eso les impidiera seguir adelante. Don Diego quedó más aliviado desde que pudo juntar su destino con el de otra mujer. Carmen Revuelta se llamaba. Sufrió también la desgracia del Machichaco y quedó a la intemperie con su hija, Marina.
Las dos llegaron a aquella casa con una especie de discreción decidida. La madre venía a sustituir la dulzura un tanto infantil e inconsciente de Águeda por una determinación mejor organizada, poco dada a las improvisaciones y los miramientos que tenía aquélla con el servicio, por ejemplo. La niña era otra cosa. Lucía cierta inocencia, quizás algo premeditada. Sin duda se trataba de una estrategia inteligente para dejarse querer. De paso avivaba un inquietante misterio que desconcertaba tanto a Enrique como a Rafael, e incluso llamaba la atención de su padre. Pero apenas hablaban estas cosas entre ellos, aunque seguro que las meditaban en silencio cada uno por su cuenta más a menudo de lo que creían. Sobre todo cuando tenían delante a Marina y por turnos se perdían observándola detenidamente, con una cierta cautela ante su casi siempre desconcertante presencia. Les llamaba la atención la sonrisa de tímida picarona; la coleta que estiraba las sienes y dejaba caer verticalmente una cascada castaña sobre la espalda; los ojos oscuros y los labios carnosos, que escondían un marmóreo muro de dientes blancos y bien cuidados, perfectamente alineados, a veces juguetones con la comisura inferior de la boca, donde se apostaban para acompañar sus gestos medio pensativos.
Mucho cambió la vida en casa de los Martín con la llegada de aquel soplo femenino, tan diferente a lo que habían conocido hasta entonces. Diego y Carmen se conocieron mientras guardaban sus lutos, en la época que él había alzado la bandera moral de las víctimas. Se dejó parte de su riqueza y de sus energías inútilmente en pleitos con la compañía Ibarra. Tardó en darse cuenta de que luchaba contra un muro, el mismo que hacía muy difícil romper las inercias de siempre, para favorecer a los de siempre y que todo siguiera como siempre. La única satisfacción que pudo sacar de aquello fue solucionar la vida a la intemperie de esa atractiva viuda también de ojos negros saltones, rostro tenso, rectilíneo y vitalidad arrolladora. Le ofrecía un buen futuro para ella y su hija a su lado. Al menos el amor enterró en parte su impotencia.
De Carmen le impresionó la decisión que mostraba aquella mujer contra la injusticia y el desprecio. Fueron dos voluntades firmes unidas en momentos críticos, dos vendavales que acabaron forjando un pacto invencible: si era imposible reparar con justicia su propia desgracia, nada les iba a impedir dejarse arrastrar por la búsqueda de una felicidad o, al menos, una seguridad mutua.
En el caso de Carmen, resultaba una cuestión meramente práctica, aunque tuvo la suerte de que, además, ayudara un cierto amor. Con el tiempo aquel hombre roto pero fuerte acabó inspirándole ese sentimiento. Le trataba con cariño y respeto, pero sabía manipularle. Por parte de Diego, sin embargo, primaba la renacida pasión por otra mujer mucho más que los aspectos de andar por casa. Aunque para conquistarla supo bien jugar la baza que a ella le convenía. Lo hizo seguro de que con el tiempo acabaría queriéndole.
Carmen Revuelta era muy diferente a Águeda, aunque ni peor, ni mejor. Probablemente lo que inclinó a aquel viudo perdido entonces por la herida de la desgracia a fijarse en ella fue su resolución y esas dotes organizativas en las que iba a dejarse llevar en mitad de su caos personal. Sus rasgos eran recios, marciales, altivos, aunque extremadamente incitadores. Pero no invitaban a penetrar la dulzura, como ocurría con Águeda. Al principio, a Diego Martín se le pasó por la cabeza comparar a sus dos mujeres, pero pronto desistió porque intuyó que aquello, a la larga, podría acarrearle más infelicidad y dudas que otra cosa.
Sin embargo, sus hijos no podían evitarlo. Donde aquella mujer plantaba la mano un tanto bruscamente o alzaba su voz de alarmante estruendo agudo, Enrique y Rafael añoraban el temple y la delicadeza de su madre. Donde Carmen no pasaba una a Serafina cuando ésta no podía autocensurarse a la hora de soltar una de esas frescas que entraban dentro de sus licencias y competencias en aquella casa, los dos chavales se disgustaban por dentro; lo mismo les ocurría en los momentos que trataba despectivamente la desprejuiciada ignorancia de Puerto y el excesivo servilismo de Toñuco. Era entonces cuando más suspiraban por la humanidad y la disposición a la disculpa casi permanente que mostraba siempre su madre con las criadas, especialmente con la pobre Juanita. Hacían propios los agravios contra aquellas mujeres y los sirvientes porque de su actitud hacia ellos nada podían objetar. Desde el primer día, Carmen Revuelta se esforzó por tratarles como verdaderos hijos, aun a sabiendas de que podía acabar en una batalla perdida.
De puertas adentro, Serafina tampoco ocultaba su disgusto. Se desahogaba de lo lindo en la cocina, cuando se había percatado de que la señora no estaba.
—¡Madre de Dios, menudos humos! —Era lo más fino que le salía de la boca. Cuanta más paciencia le pedía Toñuco, más se encendía.
»—¿Paciencia? ¡Me cago en todos los santos del cielo! ¿Qué sabrás tú de paciencia, so babión?
Aquella actitud sulfurada venía de cualquier serio correctivo. Al menos, Carmen Revuelta aplicaba uno diario a quien tocara. Era algo que consideraba absolutamente imprescindible para imponer su autoridad. Si se trataba de la mayor venía a dar donde más le dolía: en el orgullo.
—Serafina, guarde ese carácter para cuando esté con los suyos y traiga un poco más de remango a esta casa. A esos marcos de la entrada se los come el polvo. Si no, ¿de qué va usted a estornudar como un cíclope cada vez que entra por la puerta?
—Ahora mismo los limpiamos, señora —respondía Serafina tragándose el sapo.
—¡¡¡Puerto!!!
—Diga, señora.
—¿Usted cree normal que cada vez que me meto al baño ande todo lleno de pelos, como en la selva tropical? Esmérese o vuelva a Santoña, que hay cola para servir en esta familia.
—No se preocupe, doña Carmen, pondré más ímpetu.
Toda la guerra que Carmen Revuelta emprendió con algo de torpeza contra aquellas almas leales de la casa retumbaba poco en el salón, el despacho, las habitaciones y el comedor. Se guardaban las apariencias ante don Diego, pero aquello un día iba a explotar.
—No hace nada este castrón. Con lo que le hemos aguantado las penas ahora nos echa en manos de la mandilona ésta —se desahogaba Serafina a las primeras de cambio.
Enrique y Rafael soportaban sobre todo a su madrastra porque desde que aquella mujer llegó a casa su padre había recuperado curiosamente el optimismo perdido. La ilusión de una vida compartida con ella le había devuelto al hogar, le había alejado de esa borrasca justiciera que acabó desprotegiendo a sus hijos. Era como si el refugio que proporcionó a esas dos mujeres resarciera de golpe a todas las víctimas y se acabó.
La soportaban Rafael y Enrique, porque Diego jamás perdonó la afrenta de ver apeada a su madre de la memoria del padre. Otro agravio más que corría en la cuenta con su progenitor en ese desentendimiento continuo y ascendente que no parecía fuera a terminar nunca. La cosa entre los dos se enconó definitivamente cuando Diego hijo decidió largarse al seminario.
Fue poco después de la boda, una ceremonia discreta y en familia, sin alharacas, en la que sellaron su compromiso y de la que Diego se excusó. Apenas aguantó ver a aquella mujer ocupando el lecho de su madre. Tantas veces había confesado en sacramento su odio, su desprecio y su soberbia ante ella como tantas veces volvía a prender en él lo mismo con más fuerza.
La confesión no le servía de propósito de enmienda, sino de recarga para sus peores sentimientos. Era cumplir la penitencia y volver a recuperar la inquina hacia aquella mujer; el odio hacia aquella hermana de ley pero no de sangre; el desprecio para su padre, para su falta de voluntad, para la flaqueza que quebró en él a traición y sin remordimientos el recuerdo de su madre. Tampoco los confesores se alarmaban en el seminario de que aquel joven turbado por la pérdida de la mujer a quien adoró ciegamente llegara una vez sí y otra también con el mismo pecado. Le absolvían mecánicamente, casi de oficio. No era una afrenta grave ante Dios el rencor, al contrario; muchas veces convenía a los intereses de la Iglesia. Otra cosa hubiese sido no guardar castidad y dejarse llevar por la tiranía del cuerpo. Para servir al cielo es necesario mantenerse limpio de obra y pensamiento en ese aspecto.
A pesar del rechazo que le producía aquella nueva vida en su casa sin él, Diego volvía a menudo. Para no desatender a su padre, decía en confesión. Necesitaba, creía el hijo, su apoyo y toda la oración que él no entonaba. Pero en realidad lo hacía para sembrar tensión y discordia. Para acelerar la mala conciencia de sus hermanos por esa permisividad que mostraban hacia aquella usurpadora del hogar, hacia aquella víbora, que muy probablemente, y Dios no lo quisiera, les dejaría con lo puesto si algo le ocurriera a su pobre padre. A él no había más que verlo: encandilado por los labios de Satanás, perdido en un laberinto de felicidad imbécil, ajeno a los sentimientos de sus hijos.
Una vez se lo dijo. Una vez nada más se lo echó en cara con la única intención de quitarle el sueño.
—Padre, no logro comprender qué encuentras en esa mujer escandalosamente vulgar. No resiste la más mínima comparación con nuestra madre.
Pero Diego Martín, ya se sabía, había renunciado al peligroso juego de las comparaciones. Así que tan sólo le respondió.
—Hijo mío, si alguna cosa he querido inculcaros es el respeto mutuo. Me apena comprobar que sencillamente he fracasado. ¿Acaso me has visto dar el paso decisivo para impedir que tires tu vida por la borda entrando en ese horroroso seminario? No, ¿verdad? Pues déjame a mí hacer lo que me dé la gana con la mía y aquí paz y después gloria. Métete en tus asuntos. Cuida de tu Dios, que ya sabré yo cuidar de mí y de tus hermanos para que no cometan tus mismos errores.
—Muchas veces me da la impresión de que sé yo mejor que tú lo que conviene a mis hermanos.
—Pues quítate eso de la cabeza, andan mucho mejor de lo que crees o de lo que a ti te gusta creer.
—¿Ah, sí? ¿Quién se ocupa de que recen cada noche? ¿Quién les lleva a misa por lo menos dos o tres veces por semana? ¿Tú o tu viuda alegre?
Don Diego suspiraba, tragaba aire y trataba de despejar las afrentas.
—Ya van siendo mayores para guardar sus propias obligaciones sin que los demás tengamos que llevarles a ningún sitio de la oreja. Tampoco yo pienso ocuparme, menos inculcarles ese fervor que a ti te ha arrastrado a la ceguera.
—Me arrastra a entregar mi vida por Dios y por los pobres.
—Por los pobres, claro, por los pobres. Ese idealismo te honra ahora, pero la verdad es que al final, acabarás como todos: comiendo chocolate con picatostes en casa de algún beato forrado y sin herederos para sacarle la herencia. En eso acaban los curas, en recaudar para la Iglesia y cubrirse el riñón. Lee a don Benito, que os pinta la mar de bien en sus novelas. O te recomiendo una lectura más atrevida: La regenta, de Clarín. Ahí sí que puedes verte bien retratado dentro de no muchos años.
—Prefiero a Pereda.
—Tú mismo. Pero que sepas que el padre Apolinar es un personaje de cuento de hadas y que no tiene nada que ver con la realidad.
—Me das cada día más pena, padre. Seguiré rezando por ti para que recuperes el juicio.
—Reza, reza y déjame tranquilo. ¿Te quedas a comer?
—No, tengo mucho que hacer.
Si a alguien perturbaba la presencia ocasional pero periódica de Diego era a Marina. En los dos años que la muchacha había convivido en aquella casa tuvo que superar muchas barreras. No era fácil para una niña de trece años entrar en un mundo cerrado de cuatro hombres; bien es cierto que la presencia y la vigilancia de su madre le dieron toda la tranquilidad que los desprecios de Diego quebraban.
Diego Martín Solórzano siempre la trató con cariño. Encontraba en ella la dulzura que no hallaba en sus hijos. Enrique y Rafael la dejaban entrar ocasionalmente en algunos de sus juegos, aunque no a conciencia y sin barreras. Entre ambos padres también existía un pacto secreto: no convenía mezclarlos mucho a los tres para evitar situaciones incómodas. Más con esas edades, en plena explosión de los sentidos, en plena mutación de los cuerpos, de las sensibilidades, de los deseos y los sentimientos. Aquello, a la larga, fue contraproducente, porque cuanto más se reservaba a Marina de la compañía de sus nuevos hermanos, más se acentuaba la curiosidad de ambos por ella, aunque ninguno de los dos lo quisiera admitir. Sí es algo que Diego Martín sospechó y así se lo dijo a Carmen, partidaria de construir una barrera si cabe más fuerte.
—Lo más oportuno, sin duda, es que no alentemos demasiadas intimidades. Están los tres en mala edad. Pero de ahí a que se conviertan unos y otros en extraños dentro de la misma casa va un trecho —exponía Diego Martín.
—No podemos estimular confianzas. Con que se vean a la hora de desayunar, de comer y de cenar, vale. Además tienen muchas tareas entre semana como para andar perdiendo el tiempo en ñoñerías —aducía Carmen Revuelta.
—Tú verás. Pero cuanto más andemos separándoles, si notan directamente que lo hacemos, más ganas les entrarán de buscarse. Es impepinable. A su edad llevan la contraria consciente e inconscientemente. Y eso que bastante suerte tenemos con los tres. Son santos.
—Pues la verdad es que sí. Que todos nuestros problemas sean ésos.
—Y tanto. Más vale que nos tranquilicemos en este sentido. No hay para tanto.
—No hay pero puede haberlo.
—Ya está. Ya salió: vosotras y vuestro sexto sentido. Vuestra guardia permanente, vuestro celo, vuestro vilo. ¡Señor, qué cruz! Me voy a la tertulia.
—Muy bien. Yo me quiero llegar a merendar a casa de mi madre con Marina, que hace lo menos dos días que no sabemos nada de ella.
Marina era una buena moza, con catorce años cumplidos pero más cerca de los quince, aunque en aspecto bien podría aparentar diecisiete o dieciocho; toda una señorita que en otros ámbitos y en otras familias más ansiosas ya contaría con pretendientes. Estudiaba en las monjas, sacaba excelentes notas y mostraba iguales dotes para la música que las que llegó a desarrollar en su última niñez para jugar a los piratas. Pudo practicar a gusto, con todas sus dotes de buena actriz, el papel de ser la niña raptada por los salvajes nada más trasladarse al nuevo hogar. Lo suficiente para crear una complicidad con Enrique y Rafael, que ya entonces comenzaron a competir por sus gracias antes de que se enfrentaran al calculado alejamiento que llegó después.
El pequeño de los hermanos llevaba todas las de ganar en ese ámbito. Enrique no pasaba de ser un jovenzuelo soso y previsible mientras que Rafael, un día sí y otro también, daba rienda suelta a su extroversión artística y la regalaba un buen dibujo de un barco, un jardín o una vista de la bahía con una frase tentadora y sugerente. Algo que la invitara a soñar y le dejara a él hacerse ilusiones.
«Algún día nos echaremos a la mar», se leía en la última acuarela que le dejó escondida en el cajón de su mesita de noche.
—¿Qué es eso de que algún día vamos a echarnos a la mar? —le preguntó Marina al artista en ciernes.
—Pues eso. Ya sabes que yo te hablo mejor por escrito y pintándote. Eso es exactamente eso, que un día nos vamos a echar a la mar, si tú me dejas, claro.
—¿Para las Indias o hacia Levante? —quiso saber su hermanastra, probablemente con la intención de alentar en él un chispazo poético.
—A donde tú prefieras… Con tal de escapar.
—No lo verán bien. Nadie lo verá bien y mucho menos nuestros padres —advertía Marina.
Rafael se quedaba entonces en silencio, un silencio algo frustrante que le hacía entrar en un océano de dudas. Dudas sobre lo que realmente sentía ella. Porque no le cabían interrogantes sobre lo que pensaba, pero sí de lo que sentía. Pensar, lógicamente debía pensar que aquellos impulsos suyos eran toda una locura, un sueño imposible. Pero sentir… ¿Sentía ella aquel mismo empuje, el mismo deseo de escaparse con él, el mismo arrebato, la misma disposición a romper lazos, ese arrojo que llevaría sin remedio al disgusto para sus padres y a la rabia y la ira divina de su hermano mayor? ¿Sentía ella ese remoloneo y esa coquetería con el escándalo que aquello supondría? ¿Le daban igual los celos que sin duda prenderían en Enrique, quien con toda seguridad la quería igual, aunque no para escapar sino para enclaustrarla en una vida aburrida de señora prematura en aquella ciudad previsible, propensa a los destinos ya sellados, a la seguridad de un futuro a resguardo y plagado de misas y comercio, de horarios fijos y paseo por el muelle prescrito a diario?
Cuanto más duraba el silencio balbuceante de Rafael, más disfrutaba Marina con aquella pequeña tortura. Tenía que ser ella siempre la que acabara sacándole del atolladero. La que le tranquilizara con una salida a punto.
—Cuando nos echemos al mar, yo prefiero tirar a Poniente…
Rafael, simplemente, sonreía aliviado. No tardó mucho Marina en elegir a su favorito. A los pocos días de instalarse en su nueva casa comprendió cuál era su alma gemela. Rafael conectaba con esa alegría que a menudo sentía ella, sin darse cuenta, por las cosas sencillas de la vida. A veces se quedaban embobados contemplando un atardecer en la bahía, con la silueta de la cordillera, sin casi dirigirse la palabra. Entendían también la belleza de las tormentas detrás del mirador, la tristeza plúmbea de los chirimiris y la alegría de la calle. No le hacían ascos a la ruleta del barquillero que vendía ambulante por el muelle, a la entrada de un barco. Marina cada vez más admiraba los dibujos y las pinturas que el pequeño de los Martín comenzaba a crear obsesivamente encerrado en su habitación o abajo, junto al puerto, al aire y al natural.
Pero tampoco era cuestión de romper equilibrios que no la favorecieran. Por eso sabía cómo contentar con una sonrisa o algún afecto a Enrique. El segundo de la familia no le interesaba lo más mínimo. Le aburría con una abulia de números que no obstante le venían bien para superar sus problemas de matemáticas. Le horrorizaba su escandalosa falta de ambición y su declarada intención de acabar pronto los estudios para encontrar una buena colocación en el banco. No aspiraba a más. No era en absoluto aficionado a soñar y contemplaba la manía esa de su hermano por la pintura como una preocupante excentricidad que a saber dónde acabaría; seguramente en una peligrosa frustración. Por eso se empezaba a plantear estrangularle los pájaros de la cabeza, algo que irritaba, sin que nadie lo notara, a Marina.
A ella le espantaba sin embargo aquella condescendencia de Enrique con el mundo, ese no preguntarse qué está bien y qué mal. En la misma medida que le atraía la rebeldía perfeccionista de Rafael. Pero resultaba muy difícil que ambos adivinasen sus verdaderos afectos. Era bella y diplomática. Cálida y castaña. Vivaz y de mirada oscura, la que le proporcionaban unos ojos heredados solamente en el color a su madre y en la expresión a su padre.
También supo rápidamente conquistar el cariño de su nuevo protector, aunque nunca pudo olvidar al suyo natural, aquel Matías Hermida que aunque resultó un regular marido, como padre jamás faltó a sus obligaciones ni escamoteó una gota de cariño hacia su única hija. Tampoco ninguno hablaba de las cosas que no se tenían que hablar. Pensarlas, allá cada cual. Si alguno quería dejarse arrastrar por la estéril melancolía, nadie iba a detenerle, pero enrarecer el ambiente con los fantasmas no convenía.
Poco después de que sonara el silbato del cagueta aparecieron los tres en el comedor a mesa puesta. Serafina había organizado el desayuno a las ocho, como todos los días de labor, con los tazones de leche llenos, las tostadas de pan sobrante preparadas y alguna barra del día, las galletas, mantequilla del pueblo y mermelada de fresa y melocotón. No siempre se encontraba en la plaza aquella de naranja que tanto le gustaba a don Diego y sus hijos ni probaban.
El olor era intenso pero no llegaba a la calle, donde Pablo Lefebre anunció al maquinista que él llegaría al Sardinero por San Martín a través del nuevo ensanche. Pretendía comprobar las obras mientras el tren se adentraba por el túnel de Tetuán, que le producía cierta claustrofobia. En el camino, tranquilamente, ralentizando su paso, el cagueta no dejaba de asombrarse por el paisaje de la bahía, con sus colores cambiantes y su estado de ánimo caprichoso. A tenor de las nubes, del viento y de la siempre desconcertante fuerza voluble de la mar.