Por mucho que apareciera el sol, por mucho que un calor repentino y bastardo caldeara en un paréntesis el verdadero rostro del otoño, la ciudad no se fiaba. Las hojas dejaron de caer. Se tomó un descanso ese ciclo caduco de muerte triste e inevitable. Pero aun así, nadie se fiaba del viento, no se fiaba nadie de la luz, ni de la mar apacible, ni de la bruma quieta que todo lo seguía distorsionando. No se fiaba la ciudad de los abrigos, ni de los sudores que destemplaban después su cuerpo de piedra húmeda. No se fiaba de sí misma.
Como tampoco Diego Martín se fiaba de que su decisión contentara a la rubia Raquel. Había encontrado un extraño reto en su mirada. Una obediencia forzada, más de un requiebro, una pena. Hubiese querido explicarle bien todo, pero puede que fuera peor. Ella poseía una inteligencia instintiva ante la que sobraban las palabras. Ella sabía. Ahora se imponía no dejarla tirada en la calle. Proporcionarle cobijo seguro y trabajo.
Necesitaba dinero. Hablaría con Enrique mejor que con su padre. No quería brindarle esta victoria fácil e incontestable sufrida a merced de las debilidades de la carne. Su hermano lo entendería sin necesidad de muchas explicaciones. Necesitaba dinero que prestarle o que regalarle para que abriera un puesto en la plaza: una pescadería, algo que conocía a fondo de sus tiempos con la Chata. O para otro negocio, una mercería, una tienda de ultramarinos, un quiosco, un quiosco de golosinas. Lo que ella quisiera. No le faltaban cualidades. Quizás en los últimos años había dormido toda la fuerza que la salvó de la muerte o la perdición bajo su manto. Él la había absorbido demasiado, lo reconoce. Pero era toda una superviviente cuando la recogió de la calle. Podía volver a despertar su voluntad de lucha por la vida. Eso lo llevaba dentro.
Se acercaría esa misma mañana al banco a ver a su hermano. No sabía cuánto podría necesitar. Mil duros, dos mil, algo así. Él sabría lo que conviene para abrir un negocio. Él le orientaría. Pero era algo que necesariamente debía quedar entre los dos. También le podía ser útil para el servicio de la casa. Ahora, con los niños, requerían más de dos muchachas. Ella era buena cocinera, otra posibilidad. Aunque de esa forma quedaría demasiado unida a él. Debía esforzarse por romper todos los lazos, aunque doliera. Lo imponía la voluntad de la Iglesia. Es más: era la voluntad de Dios. Él en persona había obrado con sus propios medios para alejarle de aquel intolerable pecado. De aquella tentación ante la que por sí mismo se mostraba incapaz de abdicar. Mejor así. El ojo del Señor le había salvado y le regalaba otra oportunidad. Por menos, muchos clérigos habían sido castigados sin piedad lejos de la civilización o, lo que es peor, habían colgado los hábitos. Y en él, ¿qué era todavía más fuerte? ¿La fe o el amor hacia aquel ser que le atraía hacia una sima ajena a Dios? Bien es cierto que jamás se había sentido tan cerca del cielo y del Todopoderoso que cuando se metía dentro de ella. Nunca, nunca jamás. Pero puede que eso fueran cosas suyas. Siempre hay una fuerza superior que nos clarifica la mente. Y había dictado sentencia con respecto a su destino: aquello era pecado. Debía alejarse, arrepentirse, rezar. Mortificarse también. Ofrecer en sufrimiento su propio sacrificio, su propósito de enmienda.
Pero antes debía ofrecerle refugio y sustento. Quizás lo mejor parecía colocarle en casa de Enrique algún tiempo, hasta que tuviera dónde dormir y levantar el negocio. También se imponía darle a ella misma a elegir. Eso era lo más urgente. Antes de salir, se acercó a la habitación y se lo dijo.
—Raquel, debo consultarte algunas cosas.
Estaba bellísima, con el pelo recogido en una coleta desigual, el rostro terso, blanco, con sus ojos pardos en apariencia serenos y los pómulos acentuados como el pilar de su cara con pliegues de piedra preciosa, de diamante delicado, aquel rostro que debía grabar en la memoria porque probablemente no volvería a ver. La muchacha no respondió. Sencillamente se dispuso a escuchar.
—¿Tienes dónde quedarte?
—No se preocupe.
—Verás, pienso hablar con mi hermano Enrique. Quiero prestarte dinero para que vayas tirando. Quizás lo suficiente para que abras un negocio y vivas un tiempo tranquila.
—Muy bien, se lo agradezco —aseguró la mujer.
—Pero tú, ¿qué prefieres?
—Que me preste el dinero cuanto antes y en paz. No se preocupe por nada. Yo me valgo.
Diego quiso ver con aquella determinación, siempre discreta, en absoluto alterada, que no había problema. Que cada uno podía seguir su camino sin rencillas, sin cuentas, como si nada hubiera ocurrido.
—Esta tarde te digo algo. No te vayas todavía. Prepara todo con calma y te traeré el dinero.
—¿Eso es todo?
—Es todo.
Diego salió de su casa apresurado. Bajó hasta el banco por la plazuela y se tropezó con Arcilla, que ya a esas horas bastante tempranas se tambaleaba un poco. El mendigo iluminado le miró como retándole y le dijo:
—Padre, el pecado se esconde en casa del virtuoso cuando menos lo espera. ¿No es verdad?
—Vete en paz, hijo mío. Mira de rendir tus propias cuentas ante el Altísimo. Yo te doy mi bendición.
—Y yo la mía. Usted la necesita más que este pobre diablo. En el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo…
Diego Martín no supo cómo reaccionar. Ni siquiera le echó en cara su atrevimiento, aquella provocación cargada de verdad. Mejor no montar ningún escándalo. Comprendió que se trataba del ojo de Dios. Sintió que le rodeaba, que le advertía por todas partes: primero en boca del obispo y ahora en la chulería de aquel borracho iluminado que le vigilaba. No podía dar un paso en falso. No debía engañarle porque lo pagaría. «Qué difícil se me hace cumplir Tu voluntad», pensó alzando la vista al cielo. Aquel cielo desconcertantemente azul del que, como toda la ciudad, no se fiaba tampoco Diego Martín.
Llegó al banco y no tuvo que esperar. Enrique pudo atenderle inmediatamente.
—¿Qué pasa, Diego? —le preguntó.
Llegaba un tanto sofocado. Necesitó sentarse y respirar hondo. El encuentro con Arcilla le había impactado hasta el punto de producirle mareos y náuseas.
—¿Puedes darme un vaso de agua?
—Claro. Espera un momento, ahora mando que te la traigan. Tranquilo, hombre.
Diego absorbía el aire y cerraba los ojos. Resoplaba y apretaba los labios. Necesitaba ahuyentar los nervios para hablar claramente con su hermano.
—¿Qué ocurre? ¿Estás bien?
—Ya me he calmado. No hay problema. No te preocupes. Enrique… A ver cómo te lo digo.
—¿Qué?
—Voy a necesitar tu ayuda y, por Dios, que nadie sepa de esto que te voy a contar.
Diego le planteó con franqueza su situación a su hermano y éste no le hizo reproches. Sencillamente se mostró práctico. Era justo lo que el cura necesitaba.
—Para eso te van a hacer falta algo más de 2000 duros. Unos 2500. ¿Será suficiente?
—Espero.
—Bien. Mañana los tendrás. No hay problema. No te angusties más. Lo importante es que no trascienda el asunto, que acaben las habladurías. No te creas, que algo me había llegado, pero no sabía cómo planteártelo. Así va a ser mejor para todos. Cortar de raíz el problema es lo más conveniente. Imagínate que se entera padre, o Carmen. Te brearían.
—Sí, tienes razón —respondía Diego.
Para él resultaba una situación incómoda. Hasta ese momento, desde que eran niños, la autoridad moral entre los hermanos estaba claro a quién pertenecía. Pero esa mañana sentía que la había perdido de golpe. Se había producido un relevo. Ellos dos lo sabían y era suficiente. El secreto sellaba aquel cambio de papeles entre los dos para siempre.
—Lo mejor es darle el dinero y olvidarse. No te preocupes. Por ahora, para estas cosas, nos sobra. Hoy nos vamos a comer a casa de padre y nos olvidamos. Creo que Serafina iba a hacer cocido.
—Antes debo ir a la parroquia un momento. Pero me acercaré a comer, díselo.
Por la casa paterna no andaban tampoco las cosas tranquilas. Otros secretos, otros pecados inconfesables se encerraban en las habitaciones como baúles rebosantes de ropajes viejos a los que era necesario dar salida. Uno tenía atormentado al más joven de la casa. Manolín sentía una cada vez más aterradora atracción hacia los hombres. Rafael le volvía loco, hasta el punto de que cuando sentía que el señorito iba al baño se colaba en el trastero de al lado para espiarle discretamente desde un estrecho ventanuco. Allí, alzado encima de un taburete, no perdía detalle. Desde que se bajaba los pantalones hasta que se los subía. La baza quedaba casi enfrente y muchas veces pudo verle con los atributos fuera. Aquello le hacía contener la respiración al tiempo que su cabeza le explotaba con una imagen tan obsesiva como descomunal.
No fallaba el día en que, después de verle, se revolviera por dentro y al llegar la noche le sorprendía esa mancha viscosa salida del cuerpo misteriosamente y a presión después de que su sexo pareciera reventar. Desde que Rafael había vuelto lo sentía una y otra vez, de una forma mucho más clara y alarmante que cuando subía el mozo de la panadería con las barras cada mañana.
Aquello no podía ser normal y no debía esperar a dejarse llevar por el instinto torcido de su propia maldición. Pensó seriamente en hablar con Diego y pedirle el ingreso en el seminario. Allí, con toda seguridad y con la ayuda de Dios, lograría vencer esa inclinación contraria a la naturaleza y las leyes de los hombres que le corroía hasta arrancarle el alma a tiras. Su madre lo entendería, Serafina también. Don Diego se llevaría un disgusto, sin duda, pero era la decisión correcta. Esa misma mañana, sin tardar y antes de que se sentara a comer, se lo plantearía al primogénito.
Pero lo de Manolín no era nada comparado con las cosas que le quitaban el sueño al patriarca en esos días. Desde que había regresado Rafael, notó que la distancia entre él y sus hermanos parecía insalvable. Quizás menor con Diego, que se mostraba con la cabeza en otros asuntos. Pero con respecto a Enrique sentía un recelo y un odio creciente que no se le ocurría cómo atajar.
Sabía que los tres habían entrado en una edad peligrosa: la de la madurez. Ésa en la que todas las certezas se van desmoronando. La edad de los desencantos, los vaivenes y las inseguridades. La edad de las frustraciones y los arrepentimientos, de los hartazgos y los deseos de venganza. La edad en la que todos nos sentimos más niños y más vulnerables. En la que no hay marcha atrás y apenas quedan metros adelante para cambiar nada, para variar nada, para virar hacia ningún lado. La edad de las cargas y los desvelos. De los naufragios y los alejamientos.
Así que cuando supo que aquel día los tres se sentarían a la mesa, se alegró. No provocaría discusiones estériles. Harían planes conjuntos al calor del cocido montañés que les había preparado esa mañana Serafina para comer. Plato único. Con su berza, sus alubias blancas, el tocino, el chorizo y la morcilla. Todo bien reposado, un puro guiso de hermandad al que había que unir la ausencia de Carmen Revuelta. Había tenido que acudir a una llamada un tanto extraña de Marina. En fin, más problemas encima de la mesa. Se lo olía. Aquel matrimonio estaba llamado al fracaso.
Fue la primera pregunta que hizo Rafael al sentarse.
—¿Y Carmen?
—En Bilbao. Marina llamó ayer y estuvieron un buen rato hablando. Se quedará algunos días con ella.
—¿Pasa algo? —preguntó el hermano menor.
—No sé, no sé. Este Íñigo es demasiado despegado.
—A mí no me digas. Yo ni le conozco —aseguró Rafael.
Éste guardó silencio mientras Enrique y Diego le miraban. Podían adivinar alguna argucia en esa discreción fingida. Aquella historia entre él y Marina siempre quedó dentro de ellos. Latente. Pero no era el asunto que más les llamaba la atención aquel día y eso que Enrique ahora daría una mano porque él y Marina se escaparan al fin del mundo y les dejaran en paz.
—Bueno, bueno. ¿Y esas caras? —preguntó el padre.
—¿Cuáles? —quiso saber Enrique.
—La tuya y la de Diego. Da pena veros.
—Nada. Cansancio, padre. No tienes por qué preocuparte.
—Ya… Por cierto, Diego, ¿de qué hablabas con Manolín?
—Pues ya que me lo preguntas…
—¿Qué ocurre? —inquirió Enrique.
—Me ha dicho que quiere entrar en el seminario.
—¿Cómo? —saltó el patriarca.
—Lo que oyes.
—Alma de Dios. ¡Me cago en sus muertos!
—¡Padre! ¡Haz el favor! ¡Te van a oír!
—Me importa un comino. ¡Manolín!
—No, por favor, no le hagas venir —le suplicó Diego.
—¡¡¡¡Manolín!!!!
—Esto tiene gracia —saltó Rafael.
Manolín llegó apurado. Detrás llevaba a todo el ejército de sus criadoras, alarmadas ante los gritos. El chaval entró, un tanto aturdido.
—¿Qué es eso de que quieres hacerte cura, niño?
—Es mi decisión. Creo que podría formarme bien en el seminario.
—Tranquilo, Manuel, deja que me ocupe yo —terció Diego.
—¿Es que no vamos a tener bastante con uno en esta familia del demonio?
—Padre, modérate.
—No me da la gana.
Rafael y Enrique miraban a sus platos y trataban de contener la risa que se les colaba desde dentro.
—¿Lo has pensado bien o te ha enredado este santurrón?
—Es cosa mía. Con él jamás había hablado de este asunto.
—¿Es eso cierto? —preguntó Diego Martín a su hijo mayor.
—Completamente.
—Piénsatelo dos veces, hijo, por Dios te lo pido.
—Está muy decidido, don Diego.
El revuelo del comedor no fue nada comparado con lo que ocurría en el pasillo. Toñina se llevó las manos a la cara y salió corriendo a la cocina. Serafina y Puerto fueron detrás.
—¡Mi niño! ¡Mi hijo! ¡Cura! ¡Qué desgracia! ¡Virgen del Carmen, qué desgracia! —sollozaba entrecortadamente Antonia.
—Cosas peores se han visto —trataba de calmarla Serafina.
—Pero no me han pasado a mí —replicaba la madre del mozo.
Aquello era demasiado confuso para todos. Pero ya estaba decidido. Lo mismo que el futuro de la rubia Raquel. La mujer esperaba en casa la respuesta de Diego Martín. Lo había recogido todo y no le quedaba más que una última conversación con el sacerdote. Sobre dinero… Acaso lo menos importante de todo. Porque lo que realmente le preocupaba desde hacía días no era eso sino otra angustia. Más después de aquella reacción cruel que tuvo Diego con ella. Abandonarla por el miedo a las habladurías. Echarla de casa por evitar tropiezos en su ascenso a los altares. Cobarde, mierda de hombre. Por eso no quiso seguir adelante con lo que llevaba dentro: el hijo de aquel individuo miserable. Esperaba que fuera generoso. Lo primero que iba a hacer con sus cuartos estaba muy claro. Iría allí, al fondo del Río de la Pila, donde Casilda, la Hechicera, para cortar por lo sano con aquel castigo de Dios. Debía arrancarse ese fruto podrido de las entrañas. El hijo que nunca debía nacer. De ser así acabaría odiándolo, como una maldición. Le había vencido la rabia.
Con los primeros duros subiría por esas cuestas angostas de alrededor de San Celedonio, donde le habían dicho que aquella mujer se lo sacaría de dentro. Era arriesgado y muchas niñas, infelices, desesperadas, habían caído por el camino. Pero prefería morir antes que llevar esa carga. Prefería desaparecer de este mundo antes que condenar más su vida con un hijo de Diego a cuestas. Había llegado el momento de sentirse libre. De valerse por sí misma. De cortar todos los hilos, incluso los que le ataran por dentro al pasado que desde ese instante, sentada ya en una silla, con la pequeña maleta cerrada al lado, quedó atrás.