No existe nada más igualitario que el frío. El azote del viento y la lluvia encoge todo en la misma medida. La ciudad lo sabía. De siempre. Desde que allí se establecieron los romanos hacía lo menos veinte siglos. Aquel puerto marítimo fue el germen de todas las estirpes y nació a expensas de los elementos: acurrucado, recogido en una bahía que poco podía hacer cuando el aire violento, las nubes y la sacudida de la mar descargaban encima. Los pescadores sufrían más las consecuencias, cierto. Eran la primera línea del frente. Pero no había hijo de aquel lugar sometido a todo tipo de fuerzas incontrolables que no se supiera frágil ante las leyes de la naturaleza.
Daba lo mismo que ahora salpicara el dinero y fuese creciendo una casta de comerciantes, profesionales y potentados que querían dar la espalda despreciando aquella otra ciudad volcada en lo que daba de comer la mar. Todos resultaban iguales ante un mal día. A todos se les colaba el frío por dentro y les desesperaba de la misma forma: a quien traía la merluza y el bocarte cada jornada y a quien pisaba las nuevas y relucientes baldosas blancas y grises de la recién inaugurada sede del banco.
Allí entraba Enrique Martín cada mañana, pronto, cuando todavía el ajetreo no atosigaba a quienes despachaban en las ventanillas; cuando nadie había llamado a la puerta en busca de algún crédito sustancioso o limitado; cuando los comerciantes o las tenderas no se habían acercado a ingresar las provechosas ganancias del día anterior.
A Enrique Martín le gustaban aquellas primeras horas plácidas, tranquilas, sosegadas. Horas de examinar en silencio algunos periódicos o retomar asuntos inconclusos. Tampoco estaba de más que el patriarca banquero le encontrara ya allí antes de llegar él con su serena parsimonia de hombre poderoso. Pocos mejor que él sabían lo aplicado, dispuesto y presto siempre a dar buenos consejos que era el amigo Martín, empleado ejemplar, todo un dechado de esas virtudes que necesitaba el banco en esos tiempos para dar confianza y sostener los embates de la obcecada competencia que mostraba el Mercantil.
Pero aquella mañana era mejor que al dueño no le diera por preguntar nada. Era mejor no ver a nadie, no recibir, no consultar. Había decidido pasar desapercibido, así que se encerró en su despacho a distraerse con los asuntos más peliagudos que tenía entre manos. Esos que se han ido amontonando sin respuesta, esos que requieren más reflexión, más estudio, más desconfianza ante quienes venían a plantear un crédito, una hipoteca, una inversión arriesgada.
No era el día ideal para resolver cuentas con tino. No estaba para cifras, balances, estudios de mercado y menos para otorgar dinero a largo plazo a nadie. Más bien desconfiaba de todo y de todos. Así que tampoco era cuestión de mostrarse injusto. No convenía que los clientes pagaran sus propias necesidades, sus ilusiones, sus desesperaciones particulares por culpa de aquel estado de ánimo. La exasperación, el resquemor que le producía la idílica relación entre su hermano y su mujer le impedían concentrarse debidamente.
Enrique sabía perfectamente que ante Rafael no tenía nada que hacer. Si se empeñaba en seducir a alguien, lo conseguía. Él debía de ser la única persona sobre la faz de la Tierra que le había visto el plumero. ¿Quién le mandaría haber vuelto? Era necesario urdir algo junto a Diego para quitárselo otra vez de en medio. Animarle a que desapareciera del mapa. Lejos, a ese extranjero que le había vuelto tan petulante. A París, a Alemania. Fuera del mapa. Prometerle dinero, que pudiera seguir holgazaneando con una renta. Daba igual el gasto fijo que aquello pudiera suponer; representaba una carga de todos modos. Pero una cosa era ser sencillamente eso y otra convertirse en una enfermedad dolorosa y mortífera para él, en un virus que destruyera ni más ni menos que a su familia. Tenía que irse. Mejor hoy que mañana. Debía hablar con él abiertamente y planteárselo.
Con Isabel, en cambio, debía cambiar de estrategia. Colmarla de atenciones, dedicarle más tiempo, mostrarse cariñoso, atento y no huidizo o suspicaz, como la recibió la noche antes. Eso era un error, eso no llevaba más que a arrojarla en brazos de su hermano. No debía continuar con aquel pésimo empecinamiento. Tampoco ella tenía la culpa de haber caído en los brazos de un libertino como Rafael.
Hasta que no solucionara el problema no podría volver a sus trece. Mejor no esperar ni a hablar con Diego; así también se ahorraría la vergüenza de admitir un fracaso. Además, temía que su hermano mayor no comprendiera debidamente la situación y acabara culpando a Isabel de lo ocurrido. Los curas tienden a simplificar demasiado este tipo de asuntos. Enseguida aparece Eva dando a probar la manzana.
No lo soportaba más. Vivía un mar de dudas. Dudas que la única manera de atajar era actuando. Decididamente. Aplicar el bisturí. Extirpar el mal. Saldría ahora mismo de la oficina y se iría a la plazuela para hablar con él. En la casa. A solas. Crudamente. Se levantó de su despacho y anunció que si preguntaban por él había ido a ver un cliente. Regresaría en una hora. Menos, incluso.
Se apresuró hacia la plaza, en menos de tres minutos llegó al portal. Subió las escaleras y llamó al timbre. Lo hizo una, dos, tres veces. Finalmente oyó los pasos lentos por el pasillo de su hermano.
—Ya voy. Calma. Un momento —avisaba desde dentro Rafael.
Abrió la puerta en bata, recién levantado, con los pelos de punta y alguna legaña. Entre las sombras de la mañana confusa se le apareció la figura de Enrique.
—Hombre, creí que era la policía. Por las horas —dijo Rafael.
—Son horas decentes para andar levantado —dijo Enrique.
—Muy bien. ¿Quieres algo? ¿Café? ¿Algo? Vente a la cocina mientras yo me hago uno.
Enrique pasó al fondo mientras Rafael bostezaba y arrastraba las zapatillas por el suelo. Llegó a la cocina y se sentó en una banqueta junto a la mesa colocada en el centro.
—¿Pasa algo? ¿A qué debo esta agradable visita? —preguntó el hermano menor.
—Será breve… —anunció Enrique.
—Pues dime.
—Creo que es mejor que vuelvas a marcharte.
Rafael le miró sorprendido y se giró mientras echaba las cucharadas de café en el embudo. No había nada que explicar. Desde que le vio en la puerta se imaginó todo. Iba a ser duro convencerle de su posición esta vez.
—Ya. ¿Se puede saber por qué? —preguntó para brindarle la incomodidad de explicarse a fondo.
—Sencillamente pienso que es mejor así.
—Vaya por Dios. ¿Y sencillamente porque a ti te da la gana crees que cuentas con autoridad y descaro para dirigirme la vida?
—Hazme caso. Será mejor para todos. No te faltará de nada.
—¿No me faltará de nada? ¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Rafael esperando ese soborno, esa compra de su libertad que sin duda se atrevería a hacerle.
—De nada. Estamos dispuestos a darte cuanto necesites.
—¿Tú y quién más?
—Yo y padre, estoy seguro de que te asignará una buena cantidad mensual.
—¿Ah sí? ¿Ya lo habéis hablado?
—No, todavía no. Lo hablaremos y punto. Le convenceré. Tú puedes irte a vivir a París, a Berlín, a Madrid, a donde te plazca.
—Bueno, hombre. Pues me temo que voy a tener que rechazar tu oferta. Esta vez no pienso largarme a ningún sitio. Por primera vez me encuentro bien aquí.
—Te lo pido por favor.
—¿Qué te pasa Enrique? ¿De qué tienes miedo? —preguntaba Rafael a su hermano al tiempo que bullía el café en el cazo.
—De nada. Sencillamente debemos sacarle partido a esta casa y veo que te será difícil adaptarte en otro lugar.
—Primero, esta casa es mía; padre me la acaba de asignar. Segundo, no temes nada por mí, temes por ti. Crees que empequeñeces a ojos de tu mujer cuando yo estoy delante.
—Retira eso. No voy a permitirte insolencias.
—¿Insolencias, dices? ¿Vienes aquí, a mi casa, intentas sobornarme, comprar mi futuro y me hablas de insolencias? Tendrás que aguantarte y soportar mi presencia hasta que a mí me dé la gana.
—Muy bien. Pero cuando decidas irte a tu antojo y conveniencia no esperes nada generoso.
—Nunca he esperado nada generoso ni de ti ni de Diego. Nunca he necesitado nada vuestro. Al contrario, sólo me habéis mostrado desprecios.
—Perfecto. ¿Te quedas entonces?
—Por supuesto.
—Pues entonces voy a pedirte algo.
—¿Qué?
—Aléjate de Isabel. No necesito que la lleves al teatro, ni a la ópera, ni a ningún lado.
—No lo necesitarás tú, pero ¿se lo has preguntado a ella? Ya es mayor. Te conviene dejarla decidir por sí misma con quién va y adónde.
—Esto último te lo ruego. Y perdóname si te he ofendido con lo de antes.
—Mientras tengas claro que no voy a hacer nada que te cause daño acepto las disculpas.
—Estoy seguro. Tampoco me gustaría que comentaras nada de lo hablado aquí con padre, ni con ella.
—Si tú no se lo dices a tu confesor…
—Prometido.
Rafael se sirvió el café hirviendo con algo de leche fría.
—Pero vamos a ver, ¿qué te ocurre? ¿Se puede saber?
—Nada que deba preocuparte.
—Ah, no. Llegas aquí, me pones un ultimátum al día siguiente de haber ido con tu mujer a la ópera y… ¿me vas a hacer creer que no padeces un ataque de celos?
—Vamos a olvidarlo.
—Muy bien. Sólo quiero que te quedes tranquilo, que se te quiten esas cosas de la cabeza.
—Bien, perfecto. Se me pasará. Ahora tengo que irme.
Enrique abandonó la casa de su hermano completamente derrotado. Había fracasado en su empeño y sabía perfectamente que desde ese día todo sería mucho más complicado. Muy bien, si no se iba Rafael, lo haría él. Pediría el traslado a alguna de esas oficinas que había abierto el banco por la provincia, en Torrelavega o fuera, más lejos aún, en Espinosa de los Monteros, en Osorno. Allí llevarían una vida tranquila.
Pero… ¡Pero qué demonios estaba diciendo! El día que propusiera aquello, Isabel le dejaría tirado y se quedaría con los niños. ¡Sacarla de la ciudad! Encerrarla en uno de esos pueblos castellanos de mala muerte, como en un convento. Tendría que dominar la situación. ¿Podría confiar en lo que le había dicho Rafael? No le quedaba otra. No iba a poder sacarle de allí. Debía apechugar.
Pensó en visitar a su hermano mayor en Santa Lucía. Pero era ya mala hora. No se equivocaba. Justo aquella mañana, a Diego le había mandado llamar el obispo y no se encontraba en la parroquia. A esas horas se había llegado ya a la catedral y esperaba en la puerta del despacho a que le recibiera el cabeza de la diócesis, Juan Plaza y García. ¿Qué querría? Era todo un misterio para el mayor de los Martín. Seguramente despachar asuntos poco importantes, problemas con algún feligrés, saber cómo andaba.
A Diego Martín le empezaba a agradar la suntuosidad del obispado. Esos patios tranquilos, donde se agazapaba una extraña paz de naturaleza muerta en mitad de la ciudad; esas plantas que crecían como ajenas a todo, la sensación de virtud controlada entre las piedras. El poder de Dios administrado con equilibrio para evitar desmanes, el ejemplo sistemático de sus delegados en la Tierra.
No tuvo que esperar mucho. Observaba Diego Martín el entorno apaciblemente, nada impresionado. Al fin y al cabo, él había nacido en buena cuna y no caía rendido ante el efecto del lujo como les ocurría a esos curas de mala muerte que habían aceptado los votos para no morir de hambre. Por supervivencia, sin convicción. ¿Qué hacían para no saltárselos?, solía preguntarse a menudo. Si a él le costaba lo suyo y había sentido desde muy temprano la vocación, ¿cómo se las apañaba el resto? Aquellos que sencillamente fingían amor a Dios para escapar así de una vida de asco atada al campo, al ganado. ¿Cómo lo harían?
El asistente del obispo le llamó. Diego Martín encontró a Juan Plaza sentado detrás de la mesa de trabajo. Se levantó para recibirle y el cura le besó el anillo. No notó un gesto serio en su cara, ni un tono preocupante. Cuando le rindió sus respetos, le cogió ambas manos y se las apretó con afecto. Era un hombre afable, carismático, campechano, que conectaba muy bien con los fieles. Anteponía en el trato humano sus años de educador en el entorno de Castilla y Aragón a su formación seria de experto economista. Era ante todo franco y fue muy pronto al grano.
—¿Qué tal, querido amigo?
—Bien, señor, muy bien, adaptándome al nuevo entorno.
—De eso te quería hablar un momento. Hay algún detalle que me gustaría comentar contigo.
—Usted dirá.
—Confío mucho en ti, Diego, y no quiero que haya nada que estorbe tu nueva labor pastoral.
—Muy bien, se lo agradezco, monseñor. Usted sabe bien que siempre me esfuerzo por mejorar.
—Lo sé, lo sé. Pero hay un problema que podría llegar a ser serio si no lo atajamos como es debido.
—Cuénteme.
—Me han llegado comentarios preocupantes sobre algún aspecto de tu vida que puede resultar poco ejemplar. Hablo de una tal Raquel, que al parecer vive contigo.
Diego Martín empezó a incomodarse. Ante eso no le quedaba más remedio que bajar la cabeza y aceptar humildemente el criterio de su superior.
—Recoge las cosas, limpia, cocina. Me ayuda con asuntos domésticos.
—Entiendo… Pero ¿vive o no vive en tu casa?
—No tiene familia, ni adónde ir.
—Pues tendrá que marcharse a otro lado. La parroquia de la que te he nombrado responsable exige una actitud intachable. Y sabes mejor que nadie que, con tus méritos hasta ahora, es muy probable que el señor te tenga encomendadas otras responsabilidades. Para eso, bien sabes que debemos mantenernos alejados de cualquier tentación.
—Ella apenas supone ninguna. Es una mujer discreta y virtuosa.
—No me cabe duda. Ni de eso ni de tu fortaleza. Pero éste y no otro es mi deseo. Siento no poder dedicarte más tiempo, querido Diego —zanjó el obispo.
—Lo que usted disponga, señor.
Diego Martín se retiró al instante. Cerró la puerta en silencio y abandonó el complejo de la catedral abatido. Caminaba de vuelta a la parroquia derrotado, ausente. La decisión estaba tomada: debía dejarla. Esa misma noche se lo diría. Se ocuparía de colocarla bien, intentaría mantenerla cerca. No podía romper así, bruscamente. ¿O sí? Quizás eso fuera mejor. Pero no se sentía con fuerzas para arrancársela de golpe.
Dejó de lado los alrededores de la catedral. Encaró la calle del Puente. Ni siquiera sentía todo el tráfico que la atravesaba por debajo. Pensó perderse un poco por el mercado de las Atarazanas, a ver si con suerte le distraían el ruido de los fruteros a media mañana, el jolgorio de los vendedores ambulantes o los olores penetrantes del queso, las hortalizas o las especias. Pero no lo hizo. Siguió por la Blanca y San Francisco y pronto se encontró en las inmediaciones del Martillo y la plazuela. Pero atravesaba todo como un fantasma al que poco a poco le iba invadiendo el rencor hacia su nueva feligresía: «Hipócritas. Malnacidos. Peores pecados os he tenido que escuchar en confesión», se decía.
Pero sabía que lo suyo no tenía arreglo. Debía cumplir con los deseos del obispo si no quería verse relegado a otra diócesis, si no quería tirar por la borda una prometedora carrera confirmada en la misma cita por su superior con aquello de las tareas que el señor probablemente le tenía encomendadas.
Pasó el día como pudo, absolvió los pecados oídos en confesión sin apenas inmutarse, cantó misa apresurada y mecánicamente, sin poner atención a los detalles, deseando que corriera el tiempo lo más rápidamente posible. Bebía el vino de las consagraciones sin medida y fue dejando que se le nublara la razón para no mantener demasiado juicio sobre la realidad aquel día ingrato.
Caída la noche se retiró a casa tambaleándose. La rubia Raquel le esperaba con la cena preparada, cosiendo una de sus camisas a media luz. Diego Martín apenas acertó a decir buenas noches. Ella, con esa perspicacia callejera que da la supervivencia y el lenguaje de los gestos, supo que no era buen día.
—Tiene la cena en la mesa —le dijo la rubia Raquel.
—Ahora voy —farfulló Diego Martín.
Se metió en la habitación, revolvió varios trastos con ruido y salió sin la sotana. Comió con parsimonia y bebió sin juicio. Raquel le miraba de reojo sin decir nada. La mujer se levantó y él la agarró de la cintura. Se apoyó sobre su cadera y lloró. No parecía haber consuelo fácil para aquella pena que se le atragantaba por dentro.
—No vayas a ninguna parte, quédate aquí, quieta, conmigo —dijo el cura.
La rubia Raquel le acarició la cabeza y le besó la coronilla como se besa a un niño recién recogido de una caída aparatosa.
—Aquí estoy, calma, no llore, aquí estoy —susurró la mujer.
Pero no podía imaginar que justo aquella expresión —«aquí estoy»— era la menos indicada para un día así.
Diego Martín se dejó llevar por una rabia que no se atrevía a confesar ante ella. Un rencor indomable le hizo arrancarle el vestido y besarla con la respiración entrecortada, medio ahogada, desesperadamente. Le hizo el amor de manera salvaje, entre sollozos inconsolables y delirios inconexos, estrujando sus diminutos pechos con los dedos incontrolados, perdiéndose entre sus muslos a lametones, a mordiscos. Le vertió el semen y le restregó los restos por todo el cuerpo, como queriendo despedazarse sobre ella para siempre. Pero nada aplacaba su disgusto. Ni las palabras de la rubia Raquel, ni sus inocentes y un tanto desesperadas preguntas, ni su cara de preocupación creciente le arrancó ninguna respuesta.
Se durmió sin un aparente asomo de remordimiento. Ella, en cambio, no pudo conciliar el sueño. A la mañana siguiente, completamente sereno, devuelto de golpe a la realidad, aseado, absolutamente repuesto en su perdida desesperación, la miró mientras degustaba el café del desayuno y le dijo:
—Raquel, debes irte. Hoy mejor que mañana. Encontraremos un sitio en el que puedas quedarte y un trabajo. Prepara tus cosas.
Ella escuchó sin inmutarse la orden. Pero su gesto indiferente ocultaba una atónita tormenta interior. Aquel hombre a quien había consagrado su juventud, su libertad, su tiempo, la dejaba tirada al borde del precipicio, la devolvía a la jungla. Desagradecido, cínico, despreciable. Era capaz de hacerlo con esa frialdad cuando la noche anterior se había hartado de poseerla. No le iba a salir aquello a buen precio. No. No se iba a quedar ella con los brazos cruzados, como ahora, cargando con su impotencia servil a cuestas. Aun así, no reaccionó. Dejó parsimoniosamente lo que estaba haciendo y con un gesto cabizbajo respondió:
—De acuerdo.