Esa lluvia que cala los huesos hasta hacer que los sienta uno como un caucho tronchado por dentro, como algo que se retuerce y remueve los cimientos del cuerpo… Esa agua que se cuela por todo el tuétano, sin ningún permiso, pero que antes ha caído sobre la cabeza a veces como un martillo pesado y ha meneado la cara y ha dejado helado el cuello filtrándose desde el pelo empapado hasta los tejidos después de penetrar y agarrar de improviso atrás, por la nuca, y plantar ahí un frío tiránico y pegajoso que no se va… Ese diluvio que sorprende a traición en la acera, sin forma de cobijarse, por la prisa que impide resguardarse a nadie o porque cae en tromba, forma de inmediato a los pies de la ciudad multitud de charcos. Los pisa cada cual sin darse cuenta porque van mirando la calle, a los lados, para cruzar por si llega el tranvía o algún carromato con las ruedas espoleando el agua o fijándose, arriba, con la mirada puesta en el cielo, a ver si ya deja de arreciar. Mete uno el zapato, lo cala, después nota cómo traspasa a los calcetines y más tarde entumece los dedos y la planta y el tobillo con ese frío insistente, constante, ese frío que no se rinde porque la irremediable caladura lo ha rodeado todo por fuera, pero también por dentro; porque la humedad, esa carcoma del infierno que no hace más que multiplicar la tisis y llenar los hospitales de pobres tuberculosos al amparo de Dios y del maldito bacilo de Koch, la humedad, sí, devora a todo hijo de vecino sin ningún asomo de piedad. Esa lluvia precisamente es la que caía a cántaros el día que Rafael Martín volvió a la ciudad. Era una lluvia que todo lo detenía, que todo lo ralentizaba. Como había ocurrido con su propio regreso.
Habían pasado cinco años y cambiado muchas cosas. El tiempo podrá ser inaprensible, etéreo, relativo, pero el tiempo lo que no resulta nunca es inocente y, además, le cuesta ser justo. Tardó un buen puñado de años, Rafael, en volver a casa y la verdad es que no sabía muy bien por qué. Quizás fueran las pocas ganas de ver a sus hermanos. Quizás para ahuyentar y curarse de una vez por todas esa pasión que sentía por Marina. Puede que para regresar triunfante. O simplemente porque la vida le había llevado de una ciudad a otra con constante parada en Madrid, a quemar y a aprovechar intensamente etapas en las que no era necesario replantearse cada paso, ni dar marcha atrás, ni sentir la llamada de todas esas coartadas que te arraigan a la tierra.
No se lo planteó hasta que volvió a pisar el suelo húmedo, empapado y resquebrajado de la ciudad. Es muy posible que Marina fuese una razón poderosa. Seguía pensando en ella muy a menudo, albergando la esperanza de reencontrarla. Puede que de huir algún día juntos. A más distancia, mayor era la idealización. Tampoco quiso saber de su boda, ni de sus hijos, ni de su marido, ni de qué absurdas razones la llevaron a casarse y cambiar de vida tan rápido. Se las podía imaginar. Seguramente la suya también fuera una huida.
En cuanto a lo de volver triunfante… Primero: ¿qué demonios es el triunfo? Puede que no contara con fama, ni demasiado dinero; sencillamente era bien conocido en los círculos. No le faltaba trabajo, ni se había plegado a las exigencias de gustos ajenos y aun así había vendido su puñado de cuadros, suficientes para que no se le quitaran las ganas de seguir pintando lo que le salía del alma. Todo eso no era para Rafael el éxito. Sus razones se justificaban por otros cauces. El éxito para el menor de los Martín consistía más bien en conservar una integridad y una inclinación radical e intacta hacia la libertad y la alegría. El triunfo era no haber perdido la luz, el encanto, seguir siendo el Rafael que fascinaba a su padre, que hacía sentirse bien a cualquiera de sus amigos en su compañía. Ser, en buena medida, feliz. Sentirse contento, razonablemente satisfecho consigo mismo.
Ésa era su bendición y su condena. Más en un mundo como el del arte. La felicidad representaba toda una desventaja en una guarida destinada a seres atormentados, con propensión a los bajos instintos, al arrebato, a la complicación y el conflicto permanente entre ellos y el resto de la humanidad. Todo eso resultaba la mar de creativo, pero el martirio interior jamás le sirvió a Rafael de fuente de inspiración. Más bien se empeñaba en retratar lo contrario. Una dicha terrenal, el escurridizo misterio del carpe diem, una esperanza, un brillo. De ahí, en buena parte, la incomprensión que sufría en los ambientes artísticos, salvo en algunos círculos de Madrid. Aquellos más modernos, con poetas y pintores jóvenes arrebatados por la vanguardia como esa curiosa panda de la Residencia de Estudiantes con los que solía tomar cócteles en el nuevo hotel Palace o irse a comer conejo cerca de la sierra madrileña. Pero, salvo aquellos, había un gran número de colegas, que si bien le adoraban —¿quién en este mundo no lo hacía?—, en cierta medida despreciaban al mismo tiempo ese optimismo invencible que destilaba sin cesar. Pocos se lo explicaban. ¿De dónde le salía? Tan sólo su obra parecía entusiasmar a aquel poeta granadino tan deslumbrante en el trato y el don de gentes como él que se llamaba Federico García Lorca. Quizás eran almas gemelas, pese a la diferencia de edad, con algo más de diez años por medio.
El caso es que, fuera como fuese, Rafael volvió. Aunque sufriera seriamente el riesgo de equivocarse, de dar un mal paso, volvió. Y lo hacía esta vez para quedarse un tiempo. Había arreglado la entrega semanal de caricaturas para la prensa de Madrid por correo. En la ciudad, lo primero que iba a hacer era entrar en contacto con El Cantábrico para colaborar con ellos también. Y por supuesto, pintar. Se alojaría en una de las casas de su padre y trabajaría concentrado, sin tregua, para intentar un salto importante y definitivo.
También necesitaba dar descanso a sus periplos. En aquellos cinco años había recorrido la Europa que más le interesaba. Pasó sus temporadas en Londres, ciudad que abandonó harto de su pulso violento, un tanto retorcido y siniestro. Le causaba malas sensaciones. De allí volvió a París, donde se sintió mucho más a gusto, se reencontró con los amigos y conoció arrebatado por fin a Picasso. Anduvo por Berlín, ciudad viva, golfa y un tanto desesperada donde percibió una creciente frustración en la derrota de la Gran Guerra que, según él, a la larga, no traería nada bueno. Y por Viena, donde se empapó en los ambientes de la secesión, entró en contacto con las teorías del psicoanálisis que desarrollaba un tal Sigmund Freud y vivió y disfrutó de la música como nunca antes lo había hecho.
Había conocido también el amor. Había caminado por la senda de la seducción, consciente de que en él era una materia prima natural y le abría muchas puertas. En cada ciudad vivió intensos romances. Por Madrid no renunció a acoger algunas mujeres en su casa para envidia constante de sus amigos. Empezando por Solana, a quien su hermano no le dejaba llevarlas a la habitación. A punto estuvo de dejarse engatusar por alguna dama de alcurnia que le hubiese resuelto el futuro con un buen matrimonio sin pedirle nada a cambio más que compañía. Gustaba a las mujeres, en la misma medida que arrebataba a los hombres. Ese mismo poeta amigo se le había insinuado varias veces. Pero si bien en aquellos ambientes de arte y bohemia muchos habían dejado llevar sus instintos hacia la bisexualidad —algo que entendió leyendo a Freud y escuchándoselo de viva voz en un café de Viena al que el doctor era asiduo— nunca sintió impulsos de ese tipo, como sí parece que los había experimentado otro amigo del poeta: el pintor polaco, lo llamaban. Más raro y más retorcido que un perro verde. Buen dibujante, pero para él no tan buen artista. Salvador Dalí era su nombre, compañero de la Residencia de Estudiantes. Lo mismo que aquel brutote aragonés, Luis Buñuel, que tanto le hablaba de cine. Por otra parte, si se hubiera visto llamado por aquellas inclinaciones que para todos los machitos y las beatas eran desviaciones antinatura y para él, sencillamente, gracias a Freud, naturales impulsos sin más, seguro que los hubiese probado con Lorca. También el poeta le atraía en buena forma y había quedado en visitarle por la ciudad no muy tarde. A juzgar por lo que habían hablado en noches interminables sobre sus dos ciudades de origen, a Lorca aquel lugar que no conocía bien le parecía que podía ser la Granada del norte.
No estaría nada mal que se pudieran pasar él y algunos de sus amigos por allí, como años antes lo habían hecho Giner de los Ríos y sus discípulos fieles de la Institución Libre de Enseñanza con esas colonias en San Vicente de la Barquera. Recuerda que tanto él como sus hermanos estuvieron a punto de acudir un año y que la obcecación de Diego dio al traste con ello. Por no discutir, su padre cedió. En aquellos tiempos empezaba con Carmen y le podía una tanto estúpida mala conciencia. Aquellos artistas de uno de sus círculos madrileños procedían del mismo tronco. La Residencia de Estudiantes pertenecía a ese espíritu. Había sido creada bajo los principios y la inspiración de la Institución y en ella habían hecho explotar su talento cada uno de ellos. Ahora que les conocía, que había examinado a conciencia su manera de pensar, su compromiso constante con la sana provocación intelectual, lamentaba no haber podido entrar en contacto con aquella forma de educarse años antes. Una preciosa oportunidad perdida que sin duda hubiese apartado al cabezón de su hermano del camino al seminario. En fin, pero nunca era tarde para él. Todos esos vástagos de la Institución Libre de Enseñanza serían un buen antídoto contra la carroña católica que asfixiaba cada vez más la ciudad. Una manera de recuperar la semilla que dejara plantada don Benito y que se marchitaba aceleradamente, según tenía entendido de oídas, por algunas cartas de su padre.
Explotaba en deseos de hablar con él de todas esas cosas. De contarle, de trasmitirle aquel entusiasmo, detallarle todos esos viajes, sus nuevas amistades. Se mostraba nervioso ante los reencuentros. Le sudaban hasta las manos de la excitación. Se le caían los bultos al bajar del tren y le recorría el esternón un extraño cosquilleo. No había comido, pero no tenía hambre. Sed sí. No llevaba cuentas pendientes para nadie, sobre todo para cobrar a sus hermanos. Sentía verdaderas ganas de conocer a sus sobrinos, de hablar con su nueva cuñada, la según todos encantadora Isabel de la Hoz. Estaba impaciente por besuquear a Serafina y reencontrarse con amigos del colegio. Correría por los cafés y las tabernas en las que se había perdido la última vez junto a su compadre Solana y pasearía hasta agotarse al borde de la bahía para captar toda la luz, los tonos, la espesura de la bruma que nunca jamás olvidó en esos años.
No había especificado la hora de su llegada, pero sí se aseguró de hacerlo por la tarde para que estuvieran casi todos en la casa del muelle y que la sorpresa fuera mayor. Le seguían gustando los imprevistos, la emoción de lo inesperado y sobre todo, no incomodar a nadie para que tuvieran que ir a buscarle a la estación. Se las arregló para conseguir su transporte y poco antes de la hora de la cena entró en el portal. Subió las escaleras sin nada en la mano. Había dejado los bultos abajo y llamó al timbre. Serafina abrió la puerta.
—¿Quién anda ahí? —preguntó Rafael al plantarse como una aparición medio mariana en la puerta.
—Pero… ¡Ay, hijo, ay hijo mío…!
La mujer no logró contener el llanto y empezó a besuquearle los carrillos como si tocara la trompeta. Cuando le llenó la cara y le miró de arriba abajo empezó a gritar:
—¡Don Diego! ¡Don Diego! ¡Que es Rafael! ¡Que ha venido Rafael! ¡Virgen del Carmen! Déjame aquí, que te vea. ¡Ay, pero qué guapuco que está él, madre! ¡Ay virgen santa! ¡Madre santísima! ¡Qué alegría!
—Tranquila, mujer que te va a dar algo —le decía el hijo pródigo.
—Estate calladín. Que si no me ha dau ya un pasmo con todo este tiempo sin saber nada de ti, desgraciao. ¡No sé cuántos años, años que no he contao, so babión! Pero ¿dónde estabas? ¿Dónde te has metido, sinvergüenza?
—Por ahí.
—¿Por ahí? ¡Puerto! ¡Señora!
—Calla, calla, ya iré saludando a todo el mundo. Tranquila.
Diego Martín se apresuró hacia la puerta.
—¡Hijo! ¡Hijo mío!
—Padre, ya estoy en casa —dijo Rafael, con un tono que transmitía plenamente la reconfortante serenidad del regreso.
Se abrazaron. Se miraron. Le besó la frente y le dijo con una transparencia sentida, absolutamente verdadera:
—Bienvenido. Bienvenido, hijo mío.
Con esa emoción que le entrecortaba las palabras, que le resquebrajaba la voz y le hacía apartar la mirada para que nadie notara las lágrimas. Todavía las guardaba dentro. O eso creía, porque Rafael, que ya le vio llorar el día que enterraron a su madre, había sido hasta entonces el mejor guardián de sus emociones íntimas.
—Gracias, padre. Me alegro de haber vuelto. He de bajar a por los bultos.
—Deja, deja, hijuco. Ya mando yo al portero que nos los suba ahora mismo. Me acerco en un momento a su casa y nos los planta aquí. Tú vete con tu padre —le indicó Serafina.
Pasaron al despacho directamente. Tenían que ponerse al día cuanto antes.
—Noto todo cambiado. No sé, más alegre —observó Rafael en una primera ráfaga.
—Los niños —respondió el abuelo orgulloso.
—Los niños, claro. ¿Cuándo les voy a conocer?
—Mañana, mañana. Como no sabíamos que llegabas hoy, no hemos preparado un recibimiento como te mereces. Pero qué alegría, por otra parte. Casi prefiero que haya sido así.
—Mucho mejor así, créeme padre. Si os lo llego a anunciar os pondría a todos mucho más nerviosos previamente.
—Tienes razón. Bueno, ¿cuáles son tus planes?
—Pues mis planes son quedarme un tiempo.
—¿En serio me hablas? ¿Cuánto?
—Sin fecha. Necesito concentrarme. Pintar. Apartarme una temporada de Madrid; una ciudad que empieza a ser una locura. Sólo quiero pedirte un favor: que me dejes usar una de tus casas y así molestaros lo menos posible.
—No molestas nada, hijo. ¡Qué barbaridades dices!
—Ya, bien. Es porque así resultará mejor para todos.
—No hay problema. Podrás ocupar alguna aquí al lado, en la plaza de Pombo mismo. Pero vendrás todos los días a comer… Ésa es la condición.
—Claro.
—Pues nada. Está hecho. Así que un tiempo largo. Por fin te recuperamos.
—Bueno. Vamos a ver.
—Eso, vamos ver.
—Tampoco estaría de más que me pusieras en contacto con los de El Cantábrico para alguna colaboración.
—Hecho. No sabes la de veces que me han pedido que te convenciera para que les dibujaras cosas y no les he dado más que largas. Habían visto algo tuyo en la prensa de Madrid y les gustaba. El mismo Estrañi me lo dijo hace tiempo.
—Hombre, algo podría haberles hecho. No me costaba.
—Ya, pero ¿qué sabía yo? A lo mejor era un engorro más que otra cosa. En fin, lo importante es que ya estás aquí. Voy a llamar a tus hermanos para que bajen a cenar. ¿Qué quieres cenar?
—¿No será una lata?
—¿Cómo va a ser una lata? Ahora mismo mando a Manolín para que los avise. ¡Manuel! Pero, dime, ¿qué te apetece?
—Pues si Serafina nos hiciera una tortilla de patatas…
—Claro. ¡Serafina! ¡Manuel!
El chaval llegó corriendo, meneando por todo el pasillo con gracejo el culo y las manos como un pavo real. Muy excitado ante el reencuentro con esa leyenda de la familia que era Rafael. Al entrar al despacho, el menor de los Martín se dio la vuelta y ante el impacto, Manuel bajó la mirada. Le encontraba mucho más atractivo y arrebatador que la última vez. Acaso más bello, intenso y curtido en su recién entrada madurez, aunque ésta brillara por su ausencia. Rafael no había abandonado una bien llevada insistente juventud en el rostro, en el cuerpo, en el gesto que era la perdición para todos sus admiradores fueran del género que fueran.
—Hombre, Manolín. Ya eres un mozo, eh.
El chico se ruborizó.
—Y muy buen estudiante. Ahí le tienes. Menudas notas —saltó Diego Martín.
—Uno trata de cumplir, don Diego.
—Pues me vas a hacer un recao, chaval. Acércate a casa de mis hijos y diles que se vengan a cenar.
—Eso está hecho.
—Anda, no tardes. Ah, y que se presente por aquí Serafina. Si no la encuentras dile a tu madre que vayan preparando unas tortillas de patatas para todos.
—Muy bien. Uy, creo que no hay huevos —saltó el chico llevándose la mano a la boca como una monja clarisa.
—Pues de paso te los traes de casa de Enrique.
—Vale, vale.
Manolín se fue y cerró la puerta. Rafael no perdió atención a sus gestos. Su rica experiencia por todos los submundos le hizo lanzar discretamente un diagnóstico.
—Este Manuel…
—¿Qué le pasa? —preguntó el padre.
—Este Manuel es un mariposón.
—¿Y qué quieres que haga? Ya lo he notado —saltó el padre un tanto molesto.
—No pasa nada. Conozco muchos que son encantadores. Sólo que me hace gracia. Más en todo un Borbón.
—Calla, hombre. No me hagas reír.
—Perdón.
—¿Qué pretendes? ¡Todo el santo día rodeado de mujeres! Lo mismo le dije a tu hermano Enrique el otro día. Bueno, puedes utilizar tu cuarto sin problemas. Espero que todos puedan venir. Cenamos en eso de una hora, lo que tarden las tortillas.
—¿Y Carmen?
—Tenía una de esas meriendas interminables. Pero no tardará.
—Muy bien. Voy a organizarme un poco. Nos vemos luego, padre.
Rafael fue paseando por la casa, contemplando la primera luz nocturna que le impedía admirar la bahía desde los balcones pero sí le permitía oler el salitre entrando a borbotones por las rendijas de las ventanas. Sintió la intermitente pero constante potencia de la lluvia, los sonidos de retirada en la recién entrada oscuridad. Pasó por la cocina. Saludó a Puerto y a Toñina, que tampoco le ahorraron piropos ni dejaron de echarle en cara sus ausencias.
—Ay, don Rafael, creíamos que ya no vendría más. Pero ¿dónde ha andau metido? —preguntó Puerto.
Toñina tampoco tenía confianza para preguntárselo directamente pero sí descaro para no quitarle ojo de encima. Al salir de la cocina, le soltó a su compañera de fatigas:
—¡Madre de Dios bendito! ¡Quién pillara al señorito!
Rafael, ya fuera de la cocina, sólo escuchó las risas que siguieron a aquel suspiro. En su habitación, rápidamente reconoció el tono de las paredes pero le resultó curiosamente todo más pequeño. Había menguado de golpe en la vida real aquello que parecía de otra medida en la dimensión de sus recuerdos.