Por ese cruce a la intemperie que hacía desembocar la bahía en plena mar abierta, el horizonte no era capaz de ponerse de acuerdo sobre nada. Los barcos deambulaban como hormigas laboriosas a lo lejos y las nubes bajas entrechocaban y ocultaban con frecuencia la voluntad de un sol inquieto y flojucho al que impedían lucir en plenitud. Tan sólo quedaba a expensas de un pulso ante el que se admitían apuestas. Bien podía desembocar en lluvia o claros. El poder de Helios quedaba una vez más en evidencia ante los hijos de la ciudad, demasiado acostumbrados a la negrura de su poco complaciente cielo.
Ni siquiera Manuel Rubín, curtido meteorólogo, era capaz de predecir el tiempo aquella mañana sin tonos fijos y a merced de las sombras inciertas que traía el otoño. El fiel jardinero y amigo de don Benito se afanaba en retirar las hojas de los árboles que cubrían la huerta, la entrada y las terrazas de San Quintín. Hojas caducas de las ramas propias y algunas que caían desde otras partes, de paso, llevadas por el viento abrupto e insistente que se había levantado aquellos días. Cada tarde, cada noche, se formaba una alfombra de tonos marrones, amarillos y pardos sobre el suelo de la finca medio abandonada. Por allí ya sólo acudía en verano María para rememorar los tiempos felices en que su padre y sus tías descansaban en la ciudad.
Pero don Benito había muerto hacía ya años, un tristísimo 3 de enero de 1920. Lo hizo, a buen seguro, con la imagen en su retina oscura del horizonte limpio recostado sobre el mar: la vista que contemplaba cada mañana y cada tarde desde aquella casona. Era una sensación agradable que llevarse fuera de este mundo. No las inquinas, los conchabeos, la violencia, la envidia y las disputas a las que no dejó de enfrentarse hasta el final de sus agitados días. Para él había comenzado hacía tiempo la posteridad, ese largo crucero donde sólo tienen plaza los grandes hombres y que muchas veces se preguntó en vida si atravesaría con viento favorable. Seguramente murió con el cielo azul y el agua reverdecida ante sus ojos cerrados, con el rumor de la mar brava de septiembre en su oído y con los perfumes de su huerto y su jardín en la pituitaria. Al menos así le gusta pensar a Manuel Rubín que el sabio les había dejado. En plena paz. Sonriente también, con la certeza del deber cumplido y consciente de haber exprimido la vida al máximo. Libre en los últimos días de los previos desvaríos de la hora final. Aliviado en los dolores que le produjo la uremia, las hemorragias gástricas y esa subida de tensión que paró finalmente su corazón de madrugada.
Lo último que algunos le escucharon decir antes de la larga agonía fue que le bajaran al despacho a escribir. «¡Qué cosas!», pensaba Rubín aquella mañana de aire un tanto aciago. Así se lo había contado el verano posterior María, que estuvo junto a su lecho en el último suspiro, lo mismo que el doctor Marañón, su sobrino Pepino y Francisco, el criado, aunque éste no estuvo después a la altura que el maestro hubiese esperado de él. Había más gente, pero ya no se acordaba Rubín de quién le dijo su hija. Sólo lamentaba el jardinero no haberle acompañado en esos últimos momentos. Pero le gusta pensar que nada más irse, nada más tragar ese último bocado de aire en su casa madrileña de Hilarión Eslava, el espíritu en paz de don Benito viajó hasta San Quintín. Por allí andaba, de alguna forma. Lo sabía. Lo sentía. No es que creyera en cosas raras, ni en herejías, maleficios ni retorcimientos de brujas, pero aquello era lo único que le consolaba de verdad: olerle allí a diario. No en vano, fue su paraíso.
Le costó al buen jardinero recuperarse de aquel golpe. Constantemente le venía a la memoria cómo conoció a su protector. Él había llegado a la ciudad como carabinero en el cuartelillo de la entrada del palacio y a menudo se acercaba a la finca a pedir agua. A cambio, cuando él partía a Madrid, le dejaba las llaves para que vigilara el sitio. Así hasta que un verano le propuso hacerse cargo de todo. Ni aquel percance con los ladronzuelos de guante blanco que visitaron la casa una vez en ausencia del escritor y se llevaron veinticinco cuartillas manuscritas de El equipaje del rey José hizo que perdiera su confianza en él. Le cayó la pertinente bronca, eso sí. Suave, eso también. Pero no se vio de la noche a la mañana en la calle. Se prohibieron las visitas y santas Pascuas.
Rubín se empeñaba a diario en limpiar cada mácula de la casa. También de librarla del pillaje, un riesgo muy presente e inquietante desde que muriera el escritor. En pocos lugares era tan fácil sentir su memoria, su alma medio fantasmal y palpitante en la penumbra, su socarronería silenciosa, discreta, su voluntad de hierro metida siempre en labores intelectuales, rodeado de visitantes de todo pelaje: desde pintores y toreros como Machaquito, hasta grandes actrices como la Xirgu, que representó muchas de sus obras. Desde escritores de paso, como Azorín y, claro, la Pardo Bazán, que jamás se resignó a perder su amor, hasta políticos o potentados de todas las ideologías que se llegaban hasta la finca a cualquier hora a pedirle pareceres y consejos. Pero sobre todo se echaba en falta a los amigos: al viejo Pereda, a Menéndez Pelayo, a Amos de Escalante o a los doctores, sobre todo Madrazo y Marañón, siempre atento a su salud, entregado en auténtica devoción de médico paciente a aliviarle los males. También al bueno de Estrañi, aunque ése era el único de los grandes compadres del escritor con quien Rubín conservaba algún contacto.
Estrañi apenas había regresado a San Quintín después de que don Benito dejara de visitar la ciudad. Había pasado demasiadas horas allí en buena compañía; había aprendido tanto de él… Y ahora, aquel templo sagrado de la ciudad, ese faro corría el riesgo de quedar perdido para la posteridad y la memoria de los suyos. Los intentos que desde El Cantábrico había lanzado para convertir el lugar en una casa-museo dormían en un limbo administrativo inaprensible, muy difícil de comprender para la lógica más elemental. Languidecía en el purgatorio de las burocracias, a expensas de las zancadillas que quisieran poner sus enemigos acérrimos hasta ver el lugar en ruinas. Tal era la inquebrantable y venenosa voluntad de todos aquellos que no le dejarían descansar en paz ni en la tumba.
En primer lugar, a juicio de Estrañi, debía ser el ayuntamiento quien se hiciera cargo. Pero las 400 000 pesetas en las que se valoró todo lo hacían imposible. Después algunos pasaron la pelota al Estado, pero la alergia del rey y de los políticos del directorio controlado por Primo de Rivera a todo aquello que tuviera que ver con intelectuales no le daban al asunto el valor merecido. Ni siquiera el monarca que le recibió en el palacio de la Magdalena allá por 1915, a petición suya, no del escritor, tenía la memoria fresca para recompensar eternamente a quien nunca quiso cebarse con él, pese a su republicanismo militante y al compromiso progresista de su pensamiento.
Motivos no le habrían faltado. Y eso que no vivió lo peor de su reinado. Si el viejo hubiese levantado la cabeza en aquellos decadentes años veinte y hubiese sido testigo de todo lo que había ocurrido después, empezando por el desastre de Annual, con el precio de 20 000 muertos para nada, a la dictadura de ese indocumentado ludópata de Primo de Rivera; si viese en manos de quién había quedado el país, constantemente condenado a no cumplir su soberana voluntad por capricho de reyes sin altura de miras que a la mínima se apartaban del juego y traspasaban el cotarro a militares obtusos e incapaces, regresaría de buen grado a la tumba.
Así que el futuro de San Quintín, bien por unos o por otros, sufría la pesadilla de la incertidumbre. Tanto para Estrañi como para Diego Martín y otros tantos admiradores de su genio era cuestión de dignidad moral que el lugar pasara a la posteridad intacto y encomendado por siempre a la memoria del escritor. Promovieron insistentemente que las autoridades compraran la propiedad. Parecían no rendirse incluso cuando comprobaban la falta de compromiso de sus herederos. María no podía hacerse cargo de su mantenimiento. A duras penas llegaba a pagar un salario no muy generoso a Rubín y siempre le quedaba la tentación de venderla a particulares. Al fin y al cabo el patrimonio era suyo y de algo le serviría. Si no lo había hecho ya era porque la hija del escritor esperaba que algunas de las promesas dadas en su día por los de aquí y allá se cumplieran. Pero todo se diluía en mitad de una espera infame, en medio de una sarta de mentiras y largas insoportables que a saber dónde acabarían.
No sólo la construcción y el espacio eran un tesoro digno de ser declarado monumento nacional. También tenía un valor incalculable lo que el escritor había dejado dentro. Sus pertenencias, los cuadros, los muebles, los manuscritos de los Episodios nacionales y de gran parte de aquellas obras que fue creando allí. Desde dramas como su polémica Electra o algunas de las últimas que creó allí, como Sor Simona, hasta novelas fundamentales como Nazarín, sus Torquemadas, Casandra… Un auténtico legado de altura que corría el riesgo de perderse o subastarse sin más, pero sobre todo de desgajarse de la memoria de aquella ciudad que fue suya y que ahora le daba la espalda casi mayoritariamente, bien por el odio de sus enemigos incondicionales o bien, y eso era lo peor, por el desprecio y la indiferencia de quienes jamás fueron capaces de comprender la verdadera dimensión de su presencia.
Quedaban algunos fieles. Demasiado pocos, pero con arrestos. Como Diego Martín, que no se cansaba de defender la necesidad de conservar la memoria del escritor en la ciudad. Ya había conseguido que le secundaran en eso Matallana y Zúñiga. Pero Carlos Fuentecilla seguía en sus trece. Se había radicalizado aún más si cabe en sus posiciones. Sobre todo desde que perdiera a su hijo en África hacía cuatro años. Fue un duro golpe para todos, es cierto también. Estuvieron a su lado al enterarse una fría mañana de la caída de Carlitos en el frente. La tragedia rememoraba en aquel círculo los días en que Diego perdió a Águeda. Fueron fechas tristes, angustiosas, de mal trago. Pero durante todos esos años en que Carlos Fuentecilla sintió la heladora ausencia de su hijo, rezó para que la suya no fuera una muerte en vano. Quizás por eso su padre había elevado un poco el ánimo cuando llegaron noticias de los recientes éxitos de Alhucemas. Una hazaña en África: increíble para un país que no había levantado cabeza desde que perdió Cuba. Algo que la ciudad sintió muy dentro.
El nuevo éxito también fue motivo de debates intensos en la tertulia del Suizo, que ahora cambiaban de vez en cuando al Ateneo. A juicio de Diego Martín suponía una ocasión que ni pintada para que Primo de Rivera abandonara el poder de una vez por todas:
—¿No había dicho el tío este al entrar que aquello era una letra a tres meses? —preguntaba el hombre a sus contertulios.
—Chist… Habla bajo —le advertía con prudencia Felipe Zúñiga.
—¡No me da la real gana! —respondía medio ofendido y retador Diego Martín.
—Ya, pero… Esto todavía no está bien apañado, querido Diego —le comentaba Matallana.
—¿A qué te refieres con apañado, Blas? ¿A que todo vuelva a la merienda anterior? ¿A esa sucesión bastarda de peloteo de poder que se inventó Cánovas? ¿A asegurar la agonía de un reinado como el de este personajillo sin arrojos para instaurar una verdadera monarquía parlamentaria, un sistema que nos modernice de una vez por todas y nos equipare a tu amada Gran Bretaña? Por allí no le tienen miedo a la democracia. No como aquí, siempre a expensas de lo que sermoneen los curas y de cómo se levanten según qué militares convencidos de su derecho divino a hacer y deshacer. ¡Que se vayan a paseo, hombre, por Dios!
—Por todo lo que más quieras, Diego. Que nos van a dar un disgusto como sigas por ahí —insistía Zúñiga.
—Descuida, que esto, ni por ser es una verdadera dictadura. No es más que una verbena de señoritos poco madrugadores.
—¿Qué quieres entonces? ¿Qué buscas? ¿La República? ¿El nuevo caos permanente? —le inquiría Fuentecilla.
—Sólo digo que si nos dejan elegir nuestro destino sabremos hacer los deberes como Dios manda. Y mejor republicanos que monárquicos. Me quedo antes con ellos que con este monigote al que sólo le va pimplar, jugarse los cuartos con los amigotes al póquer, correr en coches de lujo y acostarse con cupletistas.
—Bueno, hombre. Todos más o menos han hecho o hacen igual —terció Matallana.
—¿Ah sí? ¿Y por qué tiene que seguir siendo de esa manera? A expensas tuya y mía. ¿Te parece de recibo?
—Yo sólo digo que no está maduro el estado de las cosas para unas elecciones. No hay liderazgos claros. ¿A quién se lo vamos a dar? ¿A ese catallufo impresentable de Cambó por parte de los conservadores? Te aseguro que no le voto ni yo. ¿Y tú qué, Diego? ¿Te atreves a caer en manos de ese intrigante piquito de oro de Melquíades Álvarez o prefieres a esos agentes de la Rusia comunista que son Indalecio Prieto y Largo Caballero?
—Mal me lo pones, Carlines.
—¿Entonces?
—Entonces, queridos, me voy. Se me hace tarde.
—Piénsatelo bien, Dieguín.
—Lo mismo os digo… A todos. Mañana nos vemos.
Diego Martín salió hacia el muelle medianamente apresurado. Dejó las dudas de sus preferencias en el aire del coloquio intencionadamente. No había nada que tuviera claro, tan sólo los principios, pero no quién sería el más indicado para ponerlos en práctica. Dudaba, dudaba más que cualquiera de los cuatro. Bien sabía con quién no quería quedarse, pero poco a quién brindar en bandeja el futuro.
Había mucho en juego. El porvenir de sus nietos, ni más ni menos. El suyo ya había quedado de sobra resuelto. Lo que debía llegar, lo tomaría como testigo más que como protagonista. Se sentía de retirada. Pero le quedaba una labor que cumplir a conciencia: inculcar sus principios abiertos. Eran pocos, pero firmes. Fáciles de asimilar pero arduos de cumplir. Esenciales para labrar el futuro de su país como le gustaba soñarlo. Con ellos debía contribuir a edificarlo. Día a día, en su casa. Sobre aquellos preceptos básicos debían desarrollarse las vidas, las decisiones y las empresas de sus siguientes descendientes.
Sus hijos ya habían quedado más o menos encaminados en la senda de una cierta seguridad. La felicidad, por descontado, era otro cantar. Diego, cumpliendo su misión divina, parecía colmado. Pero hasta la fecha el patriarca de los Martín no había conocido sobre la Tierra a ningún cura feliz. Los había parlanchines, bondadosos, entregados, retorcidos, ambiciosos, turbios, pesados, borrachos y descarados. Pero felices… Ninguno. Enrique, quién lo iba a decir, en cuestiones de equilibrio vital, era el más afortunado de todos. En lo material sabía cómo enriquecerse sin tregua. Su mujer era una auténtica delicia que a veces dudaba fuese dichosa a su lado, con esa sosería imposible de arrancarle. Los niños, formidables. Enriquito, ya desde muy pequeño, resultaba alegre, despierto, curioso y noble. Isabelita era la muñeca del abuelo, tranquila y dulce. Salía a su madre, con esa luz que desprendía desde sus rizos, toda rubiuca pero con la piel tostada.
A Rafael habría que verle. Conversar con él, que le contara al detalle su vida. Diego Martín albergaba razonables temores respecto al menor de sus hijos. Le desazonaba que no le fueran bien las cosas y que por eso quisiera volver. Quizás tardaba demasiado en presentársele el éxito que buscaba y sin duda ya merecía. No acababa de despegar. Sobrevivía bien con sus caricaturas y sus cosas, pero no había noticia de más, salvo que se lo ocultara. Había viajado, había probado suerte en diversos lugares, pero quizás le faltaba paciencia para aguantar algo más, capacidad de sufrimiento. Quién sabe.
Marina había encontrado un gran partido para su vida, aunque muy dichosa no parecía que fuera. En sus últimas visitas tanto él como Carmen Revuelta le habían adivinado una preocupante y huidiza tristeza en los ojos. Trataba de disimularla, pero no podía. Le negaba a su madre que le pasara nada. Incluso cuando ella le llegó a preguntar un día de esos tontos con lluvia veraniega si le preocupaba algo. Pero mentía. Aquella melancolía, no saben de qué, resultaba clarividente. Se le escapaba en algunas ausencias llamativas. Su cuerpo quedaba en la habitación, pero su pensamiento despegaba hacia lugares que sólo ella conocía. De golpe dejaba de prestar atención a las conversaciones y su madre tenía que chasquear los dedos para hacerla volver.
—Marina, hija, que te nos vas. ¿En qué demonios estás pensando?
—En nada, mamá. Es que me canso.
—¿Quieres que te lleve al médico?
—No, mujer. Es sueño. Sólo eso. El niño ha dormido muy mal, estaba inquieto. Me ha dado mala noche.
Los niños eran un escudo perfecto, diana de excusas permanentes. Pero también tabla de salvación en su vida. Lo malo iba a ser cuando crecieran. Ahora conseguían prenderle más de una sonrisa en la cara. Aunque en su fuero interno, Diego Martín y Carmen Revuelta sospechaban que eran más los disgustos que al cabo del día le traía a aquella casa demasiado grande, demasiado suntuosa, su marido. Más que de disgustos, debía hablar de desatenciones, desprecios, ninguneos, para ser crudos. Los ricos de cuna, ya se sabe, creen que no hay cosa que no puedan resolver convenientemente el dinero y las comodidades. No les faltaba a los tres de nada. Los mejores vestidos a la moda, viajes, veraneo donde se le antojase —que no era costoso, porque no quería otra cosa que pasar más de dos meses en casa de su madre—, buenos juguetes para los niños, educación esmerada y servicio suficiente como para no tener que preocuparse de ninguna minucia. Pero cariño, ternura, compañía, ay, esas niñerías por las que suspira cualquier alma cándida, de eso no adivinaba Diego Martín más que una entrega poco generosa, tiñosa que diría Serafina, agarrada. Pura avaricia sentimental. Le daba en la nariz al viejo Martín que aquel vasco galante y potentado, una vez conquistó a la mujer que consideró debía ser el florero de su vida, se olvidó de todo lo demás. Todo era belleza, amabilidad, discreción y conversación amena en Marina. Una joya de exposición, más para esos ricachones de la alta sociedad bilbaína. Además, cuando nacieron sus dos primeros hijos, para Íñigo de Zubieta quedó colmada la obligación de la descendencia.
Los niños eran auténticos soles. Sanos, graciosos, abiertos. Más el menor que el primogénito. Quizás Íñigo, a sus cinco años, andaba demasiado imbuido en la responsabilidad de sentirse ya heredero de toda una estirpe vasca de posibles. Bosco, con tres, era en cambio demasiado pequeño como para sentirse nada más que pirata en juegos, futbolista de buena raza o protagonista de los cuentos que cada noche les leía su madre.
Aquellas cuatro criaturas y la quinta que estaba ahora por llegar eran en ese momento la auténtica preocupación y alegría del abuelo Martín. ¿Cómo no iba a romperse la cabeza ante el futuro que fuera capaz de dejarles?