UNO

Un penetrante viento nordeste helaba las caras y los huesos de los paseantes aquella tarde de otoño prematuro. Cortaba las mejillas de las señoras, endurecía los rostros sin afeitar de los marineros, se colaba entre los delantales de las pescadoras que zurcían redes en Puerto Chico y machacaba con una premonición extraña los cogotes de los ancianos. Nadie esperaba que se torcieran los tiempos más de lo acostumbrado. Todo continuaba igual en el ritmo difícilmente alterable de la ciudad, entregado ahora a la repentina rutina que trajo de golpe el fin brusco de los calores.

Entraban los barcos al puerto, con las sirenas flojas, el vapor perezoso y el metal desconchado. Llegaban muchos del norte para cargar metal y carbón a buen precio. Algunos de África, con gentes que abandonaban los protectorados ya dejados de la mano de Dios tras la inútil guerra con Marruecos y salían con lo puesto. Pero también seguían entrando de Méjico y Cuba, con noticias de parientes y saludos tranquilizadores por parte de hijos y sobrinos allá perdidos. El puerto se había convertido en una especie de desembarcadero para todas las derrotas: las recientes y las que estaban todavía por venir.

Los estorninos saludaban la entrada de los buques que atracaban a media tarde. Aquellos pájaros revoltosos y alterados se reunían en las copas de los árboles cercanos a la estatua de Velarde para iniciar su puntual desbandada. Volverían. Todos en algún momento regresan: las aves y los hombres. Añoran aquel útero formado por el mar y vertebrado por las montañas. La bahía, la fuerza hipnótica de la bahía les devuelve a su seno, con el poder de una mantis religiosa que hace olvidar los traumas, los inconvenientes, los desdoros y el hartazgo.

El viento azotaba las puertas, las ventanas y las ramas de los plátanos. La ciudad sucumbía a los persistentes meneos de las corrientes. Al doblar la esquina, el nordeste hacía volar los sombreros y violaba a traición los tejidos de entretiempo. También solía evaporar de golpe el sudor de los niños que se retiraban a casa para cenar después de haber perseguido demasiadas veces la desbocada velocidad sin rumbo fijo de sus balones. No eran pocos los que a lo tonto cogían de esa forma una pulmonía. Pero cualquier excusa servía para emular a la delantera del Racing, a ese Óscar que acabó en la selección, o a defensas como Santiuste y Naveda, tan obedientes ante las tácticas de Mr. O’Connell.

Aun así, el viento se soportaba con esa resignación callada que da la certeza de la futura calma. Era lo normal: un aire más que limpiara el bochorno de los meses de verano. Un soplido armónico e intenso que barriera las primeras hojas de septiembre y después las de octubre, las de noviembre, las de diciembre. Un soplido más o menos ordenado que atrajera la capota siempre protectora de los días más cortos y vertebrara también el agua.

Aunque echara a perder demasiado pronto la plenitud y la alegría de los nuevos barrios, aunque enfriara los baños de ola y borrara la perspectiva de las casetas y los trajes livianos en El Sardinero. Se iban retirando poco a poco los visitantes de la zona de recreo. Quedaba completamente vacía por el día. Nada comparable al ajetreo de los meses calurosos en los que expulsaba a borbotones el signo de loco y desenfadado de los tiempos. Ahora, en el ocaso, el tranvía comenzaba a llegar con la carga aliviada, salvo a última hora de la tarde, cuando montaban en él algunos caballeretes con ansia de jugarse los cuartos en el nuevo Casino que había mandado construir monsieur Marquet. Se habían terminado ya las representaciones nocturnas de ópera a duro la butaca, pero dentro continuaba el juego.

A quienes se acercaban para apostar los solía recibir en plena caída de la tarde el mismo Ignacio María San Pedro y Pérez Montes, alias Arcilla. Lo hacía en un banco que quedaba en la esquina con la Cañía. Muy pocos prestaban atención a su entregado afán medio lunático y a sus ripias insolentes.

—¡Hagan juego, señoras, señores, damas, caballeros! ¡Hagan juego para así más fácilmente después quemarse en el fuego! —soltaba.

Los más incómodos ante la visión de malos augurios que les causaba su figura excéntrica y malencarada le respondían:

—¡Arcilla! ¿No te habías muerto?

—Puede… Puede que no sea más que un espectro que se os aparece en este momento previo a vuestra ruina. Andad con cuidado —respondía él.

Aquel hombre de barba poblada, mirada intensa e inquietante, pelo revuelto al viento y voz ronca iba y venía. Aparecía y desaparecía. Un día por las Alamedas, alarmando a las mozas casaderas; otro por los jardines de Pereda, atemorizando niños; casi siempre en El Sardinero, para avivar las llamas donde según él debían arder los más desaforados pecadores que se jugaban los cuartos en el Casino o exhibían impúdicamente sus cuerpos medio desnudos en la playa…

Imprevisible, locuaz y cenizo, se convertía en defensor inútil de tratamientos con hierbajos naturales para la salud o causas perdidas como la de devolverle al nuevo mundo un nombre que respondiera más a la paternidad de Colón que a la de Américo Vespucio. «¡El gran usurpador!», clamaba Arcilla. Incluso llegó a hacerse unas tarjetas de presentación como abogado del primero.

—Cristobalía debería llamarse aquel continente de nuestros desvelos. Los españoles estábamos llamados a emprender una campaña mundial para restituir el nombre. ¿América? ¿Qué es eso de América? ¡Bien nacida pero mal bautizada!

La verdad de Ignacio María de San Pedro permanecía inalterable ante las chirigotas de quienes se detenían a vacilar y seguirle la corriente. Tampoco se sulfuraba por los insultos ni los intentos de los que buscaban ponerle en evidencia. Si le echaban en cara que le faltaba un tornillo o su ausencia total de cordura, Arcilla tenía respuestas para todo:

—No quiero estar cuerdo. Puede pasarme lo que a ti, vecino, que por el camino se me caiga la «u» y me convierta en un cerdo.

A veces, ese tipo de respuestas le acarreaban problemas. No se libró de buenas palizas a la intemperie, pero siempre eran más los que le defendían que quienes le atacaban. Sus validos se apiadaban constantemente de él previo aviso. Con afearle la conducta, cumplían. Bastante sabía toda la ciudad de sus sufrimientos y desgracias. La más sonada, aquel amor no correspondido que según todos fue el inicio de sus desvaríos.

Había perdido la cabeza en la recóndita Polaciones, arriba del Nansa, donde fue unos años alcalde. La hija del boticario se negaba a responder a sus cartas de amor y la familia se mofaba en público de sus pretensiones hasta que un día mandó a la joven otra misiva menos cariñosa: nada menos que una multa de cinco pesetas por desacato a la autoridad.

Aquella tarde ya moribunda se dejaron caer por el Casino Diego Martín y Carmen Revuelta con Enrique y su esposa, Isabel de la Hoz. No lo hacían habitualmente, sólo en las grandes ocasiones y aquélla lo era. Había algo gordo que celebrar: Isabel volvía a estar embarazada. Por tercera vez. Un nuevo nieto para Diego Martín, la mejor de las noticias. Desde que recuperó cierta ilusión por la vida y las emociones fuertes forrándose en la bolsa e invirtiendo después sus dividendos en compras de inmuebles y apuestas por la industria del carbón y los metales que le multiplicaron la fortuna aún más en la época de la gran guerra, no había cosa que le motivara más que una descendencia asegurada. Eso también le vino con el tiempo. Primero la de su sangre. Ya tenía tres nietos: Enriquito, el mayor, que había cumplido siete años; Isabelita, de cuatro, y lo que viniera ahora. Había que decidir el nombre. Si era niña, Enrique se inclinaba por llamarla Águeda. Si salía niño, Alfonso.

A ellos unía Diego Martín con el mismo afecto pero alguna diferencia lógica a los que tenía en Bilbao. Marina e Íñigo de Zubieta le habían dado a él y a Carmen Revuelta otros dos retoños: Íñigo y Bosco. Les veían menos, pero no por ello les desmerecían en cariño y atenciones. Sobre todo en verano, cuando tomaban la casa durante tres meses, con Marina volcada en cuerpo y alma a sus niños. Su marido aparecía de vez en cuando, si los negocios se lo permitían. Pocas cosas había en la vida que le absorbieran tanto como el trabajo, algo que ya le había producido demasiadas tiranteces en su matrimonio.

Había espacio para todos en la casa del muelle. Los niños volvieron a llenar de alegría infantil los pasillos y las habitaciones. Devolvieron a aquellas paredes una ilusión extraña: la misma que quedó truncada de golpe años atrás y que hizo a los tres hijos de Diego Martín crecer de golpe. El abuelo consentía todo, los niños le rejuvenecían cuando rondaba la sesentena. Estaba dispuesto a alargar en sus nietos la infancia plena, apartar cualquier estorbo que les hiciera alejarse de un camino en el que principalmente debían imperar la fantasía y la inocencia. Bastantes lacras había vivido ya él en este mundo como para mostrárselo con toda su fealdad, con toda su oscuridad y sus repliegues. Era demasiado pronto para aquello; ya tendrían tiempo para sufrirlo. Lo que les tocaba en sus primeros años era ser depositarios de un bien que les convertiría en personas nobles en el futuro y eso empezaba a forjarse si se les permitía disfrutar en plenitud de su propia suerte. Así es como Diego Martín pretendía aplicar su visión práctica del buen salvaje rousseauniano.

Enrique e Isabel vivían cerca, en la calle Hernán Cortés. Los vínculos con la casa de su padre seguían siendo estrechos. Isabel de la Hoz era una mujer jovial y activa. Había logrado una especie de milagro que su suegro agradecía. En cierto sentido transformó en su marido el árido panorama de una vida gris y abocada en gran medida a la ausencia de emociones.

Diego hijo también rondaba cotidianamente la casa paterna. Había ocupado una de las viviendas que la familia poseía una calle más arriba de la de su hermano, en Peña Herbosa esquina Lope de Vega. Allí no quedaba lejos de la ocupación que le había encomendado hacía semanas el obispo: llevar la parroquia de Santa Lucía. Un merecido descanso a su eficaz y reconocida labor pastoral en los barrios más conflictivos. Un premio que le colocaba también en línea hacia otras responsabilidades. Había llegado a una edad en la que no descartaba ambiciones dentro de la Iglesia. Las dejaba al designio divino, pero en lo que de él dependía, se esforzaba por hacer méritos. Aunque en su vida existían manchas fáciles de detectar por sus futuros contrincantes.

Solía comer en casa de sus padres y ocuparse cuando le era posible de la rectitud requerida por sus sobrinos, algo que veía peligrar día a día con la excesiva manga ancha del abuelo. Pero por las noches, tras la última misa de ocho, la rubia Raquel le tenía preparada la cena y recogida la casa en ese silencio medio monacal tan conveniente para los curas que no ocupan los conventos. Aquella mujer siempre misteriosa y entregada a su vida en cuerpo y alma le seguía atendiendo en todo sin hacer ruido: espectral y liviana; callada y dispuesta. Se trasladó con él, como uno de los pocos bultos que poseía, a la nueva casa. Había espacio suficiente y esperaba que pocos preguntaran en la nueva barriada por quién había pasado a ser oficialmente su devota «ahijada». Pero se trataba de algo difícil de admitir en esos nuevos pagos. Si los pobres desesperados de Tetuán podían hacer la vista gorda ante las debilidades de un cura que traía muchos beneficios al barrio, las calles que acogían a la caprichosa y estricta burguesía de la ciudad no iban a dejar pasar el detalle tan fácilmente a ojos de su moral limitada. El tiempo diría. Lo seguro es que se imponía mantener todavía más la discreción.

Pronto se hizo evidente que de puertas para dentro, en casa del cura, aquella mujer blanquecina, todavía portadora de una belleza etérea, discreta y geométrica, adquiría otro estatus. Más parecido al de una esposa fiel si hay que atenerse a las habladurías de muchos, aunque Diego Martín se negara a admitírselo a sí mismo. Ella, en cambio, se conformaba con que le dejara vivir a su lado. El caso es que jamás impidió que la rubia Raquel se convirtiera en su redención y su pecado. La mujer le ayudó a despojarse de intransigencias castrantes y a comprender las esclavitudes de la carne, los delirios sin rumbo ni razón del cuerpo, ajenos a la ley de Dios, pero no por eso imperdonables. No eran demasiado frecuentes sus contactos físicos. Necesitaban quedar ocultos tras la nube del alcohol. Bien es cierto que Diego Martín no se emborrachaba habitualmente, menos ante sus feligreses. Pero, a veces, cometía excesos en la cena. Entre los dos, cuando estaban en sus trece, quedaban casi absolutamente desterradas aquellas muestras de cariño demasiado evidentes. Pasaron años hasta que se produjo la primera caída en la tentación. Aunque también es cierto que no había día en que Diego Martín liberara el deseo de su mente. Un hondo e insistente anhelo de poseerla desnuda ante sí. Un tormentoso impulso de acariciarla y convertirse en líquido fundido en ella, de morderla, lamerla, degustarla como al cuerpo infinito y recién horneado de Cristo. De beberla hasta atragantarse, como la sangre del hijo. Cuando su mente y su cuerpo se dejaban llevar por convulsiones así, rápidamente intentaba desechar esas inclinaciones, ahuyentarlas de dentro antes de que le carcomieran el estómago y le erizaran la piel. Lo hacía a base de oración diaria y si la intensidad lo requería, con algo de martirio físico. Pero había días…

Había días de intenso desconsuelo que ella adivinaba al instante en su mirada extraviada. La botella vacía en la mesa era la señal callada entre ambos. La llamada que rompía el cerco de una manera hipócrita pero también desesperadamente real. Era entonces cuando la rubia Raquel consideraba preciso acercarse a él por la espalda y masajearle los hombros o entrecruzarle las manos pequeñas entre sus matas de pelo negro y abundante aún, sin apenas canas. Aquello le rompía. Minutos después, él solía perder la voluntad completamente, se daba la vuelta y la poseía a menudo sin desnudarse, dejando que la vergüenza del líquido infame que le manchaba la ropa casi al momento, sin llegar a confundir apenas el ansia del deseo con esa espita de placer, llegara a ensuciar nada. Luego se retiraba solo al baño y limpiaba con los ojos cerrados los restos de su martirizante gozo. Pero, aun así, también había días… Días en que se tumbaban fundidos en el lecho. Días en que el vino ayudaba a nublar la mente, la memoria y la vergüenza. Días en que se perdían entre sus dos cuerpos, con ella siempre guiando la acción y quizás, él no lo sabía, alcanzando placer, el placer de saberle su esclavo, su súbdito gracias a la gracia divina, mortal y absolutamente terrenal de su cuerpo fibroso y firme con piel de nácar, entre sus pequeños pechos puntiagudos y sus muslos casi de niña. Pero nadie puede saber en qué consistía aquel dominio a ciencia cierta porque Diego Martín perdía la consciencia hasta el vómito muchas veces y ella no soltaba palabra jamás. Ni ante él ni ante nadie.

No eran muchos los que conocían la casa del padre Martín. Ni su padre, ni su hermano Enrique se habían acercado más que el día en que se la enseñó. Los balcones permanecían cerrados en una penumbra constante que la rubia Raquel mantenía a rajatabla. Sólo ventilaba de noche. Diego Martín disponía de una cama ancha y un estudio en el que armaba sus sermones, rezaba y atendía los asuntos más urgentes de la parroquia. La rubia Raquel dormía en una habitación junto a la cocina y al baño en la parte trasera.

Cualquier día normal, cuando la tormenta del pecado no se presentaba, cenaban juntos y después Diego Martín leía en voz alta pasajes de la Biblia, páginas de escritores píos y algún que otro relato de terror romántico. No es que no leyera novelas poco ejemplares, pero se las llevaba a la intimidad de su alcoba y las degustaba en silencio. Era entonces cuando comprendía en toda su extensión aquella definición que don Benito dio de los libros en Fortunata y Jacinta: «Esos habladores mudos». Allí, en animada conversación silenciosa, muchas veladas el cura trasnochaba junto a Unamuno, junto a Pío Baroja, con ese rarísimo Valle-Inclán, autores que desazonaban el corazón y los intelectos de una España quebradiza y dubitativa. Una España que ni la mano algo dura de Primo de Rivera conseguía enderezar. Quizás era demasiado blanda para la cirugía que, harto e incapaz de todo, había buscado desesperadamente el rey, pero por el camino equivocado, pensaban muchos. Perdido en su marea de dudas permanentes, su falta de consistencia y la perseverante manía de no buscar consejo entre intelectuales preclaros que temía le apabullasen con saberes y conocimientos a los que él jamás había prestado atención. Al haberle hecho entrega de todo el poder a los militares se había pasado por el forro la Constitución y desmontado la España que años atrás habían fabricado Cánovas y su padre. Esa que le hizo aconsejarle a la que luego sería su viuda y regente: «Cristina, ya sabes, guarda el coño y vete de Cánovas a Sagasta y de Sagasta a Cánovas».

El rey perdió con ese gesto el respeto de casi todo el mundo. Sobre todo cuando no se le veía predicar con el ejemplo. Quería disciplina y orden para su pueblo pero él naufragaba constantemente en frivolidades. Muchas eran las incertidumbres de la dictadura y demasiadas las debilidades del monarca. En la ciudad se hacían notar más que en ningún otro lugar de la corte, a excepción de Madrid. No había lugar en todo el reino donde se conocieran más bastardos venidos al mundo a causa de sus devaneos. Por no hablar de las criaturas que quedaron en el camino a causa de partos que se torcieron o abortos inducidos.

Pocas sirvientas de palacio habían podido librarse de pasar por su alcoba. Toñina fue de las primeras en iniciar una cuenta que no cesaba y hacía sonrojar cada vez más a la reina. Le daba igual. Su matrimonio era como el solar de la monarquía, algo que podía vilipendiar a capricho. Mientras el trono le sirviera para sus partidas de polo, golf en Pedreña y tenis, sus borracheras a base de whisky con soda y sus juergas con coristas, daba lo mismo. Mientras los problemas le dejaran tiempo para cazar pichones, navegar y conducir coches último modelo como un loco de las carreras, todo le resultaba indiferente. Menos mal que con el otoño, la angustia de ver desmoronarse el reino ante los mismos ojos de aquellos vecinos, desaparecía y viajaba a Madrid, donde todo parecía más difuso, más lejano y tranquilizador.

Toñina, después de su mala fortuna, había vuelto a casa de los Martín. Carmen Revuelta la admitió tragándose un poco el orgullo por la insistencia de su marido. Lo hizo al final sin problemas, con la carga a cuestas, pero protegida por don Diego. Él, como muy pocos en aquella ciudad, disponía de una mentalidad capaz de comprender rápidamente la desgracia que le había llegado a aquella criatura por la malnacida senda de la impotencia desarmada. Así que nunca le negó cobijo. Es más, se ocupó personalmente de que al niño no le faltara de nada. Sabía que pese a su belleza, tronchada por la desfachatez del abuso, le sería difícil encontrar padre y un futuro seguro. Así que Manolín se había criado en aquella casa también. Con su madre, al cálido cobijo de las tardes en la cocina, protegido por Puerto y Serafina, con el inconveniente al principio de la constante mirada altiva de Carmen Revuelta. La señora había consentido con la boca pequeña hacerse cargo de la criatura, pero su rigidez inicial fue cediendo ante las muestras de cariño que el niño le profesaba desde que le reía su gesto torcido ya en la cuna. Aquella plácida y nada rencorosa alegría le fueron desarmando sus heladoras miradas, no exentas de curiosidad hacia el niño.

Fue una infancia discreta la de Manuel. Desde que nació llevó una vida callada, de puntillas, cumplidora y entregada en lealtad a su protector, Diego Martín. No representaba un problema ni un engorro para nadie. Aquel niño crecía en paz, al tiempo que las tres mujeres que le criaban veían volar su vida entregada al resto, sin pedir cuentas a nadie por la soledad en compañía que ellas mismas mataban cada tarde pendientes de las meriendas, de las cenas, de las camisas para planchar.

Ni Puerto, que se conformaba y satisfacía su instinto maternal con algún beso improvisado del niño. Ni Serafina, que hacía deambular su ya demasiado engorrosa decadencia entre carantoñas y juramentos. Ni su madre, la desventurada Toñina. Eso que ella, en su propia belleza, llevó una condena injusta y atroz sólo redimida por el premio de un hijo cariñoso y cumplidor que ya entraba en los recovecos de la adolescencia.

Manolín era obediente y entregado. Gracias a Dios parecía el vivo retrato de su madre, aunque una frente ancha y un cráneo larguirucho daban pistas sobre la paternidad del niño. Diego Martín y Carmen Revuelta siempre lo supieron. Toñina se lo contó desde el primer momento con absoluta franqueza, sin asomo de vergüenza, consciente de que ella quedaba libre de toda culpa. Se lo dijo al volver:

—Don Diego, llevo una criatura en las entrañas y no tengo adónde ir. ¿Habría sitio para mí en esta casa?

—Por supuesto, Antonia. Yo me ocuparé de todo. Pero creo que tengo derecho a saber algo. ¿Quién es el padre?

—El rey, don Diego. El padre de mi hijo, porque yo sé que es un niño, es el rey.

—Menuda tropa. Instálate y descuida. Esa criatura crecerá aquí como uno más.

Y así fue. Vino antes que los nietos y sirvió de avanzadilla para rejuvenecer la chispa de una casa que había ido vaciándose de juguetes. Pero a medida que crecía nadie había caído en algún detalle que con el tiempo podía ser engorroso. Acaso lo habían hecho sus compañeros de colegio, con los que congeniaba mal, aunque a nadie importara el asunto, empezando por él mismo. Manuel, siempre rodeado de personas mayores lució pronto una madurez precoz. Tendía a matar el tiempo entre faldas y no en la calle, a balonazos. No mostraba interés por el fútbol, ni por ni por los resultados del Racing, ni jugaba a indios y vaqueros —tan de moda por la llegada del cine a algunos lugares— o a la guerra. Prefería una muñeca a un coche. Sabía coser, cocinar y lavar la ropa. Prefería todo eso a correr por la machina para emular corsarios. Lo que de niño parecía a tantos una tendencia graciosa sobre todo a los ojos de sus protectoras, empezaba a preocuparles a medida que le veían crecer pelos en las piernas. Su dulzura enmascaraba bien una tendencia a la feminidad que al ir creciendo explotó en un amaneramiento evidente y ahora un tanto sonrojante para algunos como Enrique, que se lo consultó a su padre una de esas tardes tontas.

—Padre, este Manolín, ¿no se comporta a veces de manera extraña? ¿Tú crees que es normal que ayude a su madre a plancharte las camisas?

—¿Qué vas a esperar si está rodeado de mujeres todo el santo día? A lo mejor así monta una tintorería o un hotel. El chico es listo y trabajador. ¿Qué más quieres?

—Yo que tú lo vigilaría.

—Descuida… Por cierto. Ayer recibí carta de tu hermano Rafael.

—¿Sí? ¿Qué es de su vida?

—No entraba en detalles de muchas cosas. No sé si eso es buena señal.

—Querrá dinero…

—Efectivamente, quería dinero. Y por descontado, se lo daré.

—¿Se lo darás? ¿Es que no piensas enviárselo?

—Se lo daré en persona. La semana que viene regresa. Piensa pasar con nosotros una temporada.

—Estupendo…

—Y tanto. No hay cosa que me apetezca más que volver a ver a Rafael. Hace la pera que no vuelve. Está deseando conocer a sus sobrinos; no ha hecho más que escribirme preguntándome cosas sobre ellos. Yo le tengo puntualmente al tanto. Espero que no te importe, que no consideres que eso es cosa tuya.

—En absoluto. Me parece muy bien. Tengo que irme.

—Bien, hijo. Adiós.

Enrique recibió la noticia del regreso de su hermano con inquietud. Otra vez se vería obligado a soportar la escenificación del hijo pródigo. Aunque en aquella ocasión tenía la ligera certeza de que nada ni nadie podría apartarle de su lugar junto al padre, de la situación de control compartido que había logrado en la casa del muelle, esa seguridad de ser un auténtico pilar para la familia. Pero aun así vislumbraba un desastre. Le atemorizaba el momento en que su hermano cruzara la puerta y llenara toda la casa de aquel optimismo memo y absolutamente inconsciente que hacía las delicias de su padre y seguramente las llegaría a hacer de su mujer y sus hijos. No había dinero, ni poder, ni consistencia familiar basada en la rectitud y el orden que resistiera un vendaval como el de su hermano. ¿Habría cambiado? ¿Habría madurado? Enrique tenía serias razones para dudarlo.