Diego Martín Solórzano había recuperado el orgullo pero no logró perder el miedo. La muerte de Águeda le había enseñado algo fundamental, hasta entonces ajeno: la medida de su fragilidad. De la insignificancia que sintió para sí y los suyos después de aquel golpe no se libraba tampoco la ciudad. Al tiempo que ésta recuperaba su pulso, él también. Se fundían perfectamente en la reparación del sufrimiento mutuo. En su caso, disponía de razones poderosas para seguir adelante: el futuro de sus hijos, el ánimo discreto pero siempre presente de sus amigos y el aliento que le aportaba una nueva misión. Se sentía de nuevo con fuerzas ni más ni menos que para reparar con justicia todo aquello.
Las campañas fueron ganando adeptos y las autoridades parecieron reaccionar con más eficacia. Tuvo que ser el gobierno, por fin, quien tomara serias cartas en el asunto. Corría ya marzo y había que liquidar el barco, hundir aquel espectro asesino. Los expertos indicaron que podían quedar aún cuatro toneladas de nitroglicerina en las bodegas, lo que aumentó el pavor de la población. Era necesario destruir todos los restos. Pero tales cantidades suponían un riesgo insoportable.
La Junta de Expertos se había formado en Madrid y no podía tardar en actuar con determinación. En ella sobresalía la figura del capitán Joaquín Bustamante Quevedo, gran amigo de Diego Martín. Le inspiraba toda confianza. Proponían dos opciones a tener en cuenta: mover el casco sumergido a un lugar alejado del puerto o volarlo de manera controlada. Disolver la nitroglicerina era imposible; si acaso cabía realizar pequeñas explosiones partidas. Casi todo eran dudas. Aunque una cosa parecía cierta: había que actuar técnica y políticamente sobre el terreno, sorprender con un gesto rápido. Así que los miembros más destacados de la Junta se trasladaron a la ciudad.
Llegaron el 15 de marzo y fueron recibidos como auténticos héroes. Diego Martín había lanzado encendidas defensas de Bustamante en los periódicos y su palabra a esas alturas iba a misa. «Hoy es el primer día que podremos dormir tranquilos», escribió. Se reunieron multitudes en torno a la estación del Norte. La Rampa Sotileza estaba rebosante, igual que la plaza de las Navas de Tolosa y las calles de alrededor. El programa obligó a detener en gran parte la actividad diaria. Una auténtica manifestación los acompañó hasta el gobierno civil y de ahí hasta el embarcadero.
Cuando vieron los restos, la ubicación y los alrededores no pudieron disimular sus gestos de preocupación. La incomodidad, la duda se hacía evidente en el capitán Bustamante, pero también en el rostro de sus acompañantes: el inspector general del Cuerpo de Minas, Amalio Gil Maestre, y el subdirector de Obras Públicas, Antonio Sanz González. Miraban, remiraban, hablaban con los buzos, atendían las explicaciones de las autoridades locales. Se imponía tomar decisiones… rápido. Ya ese primer día de trabajo vieron que podían barajar tres supuestos: el primero, suspender el casco en el agua y trasladarlo a remolque lejos de la ciudad. También cabía la opción de esperar a los meses más calientes para que licuara la nitroglicerina y así extraerla con más facilidad. Por último, realizar explosiones parciales de pólvora negra en restos previamente desguazados.
Todos entrañaban más que serios riesgos. La duda sobre la cantidad de nitroglicerina era lo más acuciante. Los buzos habían informado de lo que vieron: entre otras cosas una enorme mancha de ocho metros de largo, medio de ancho y entre dos y tres centímetros de espesor que parecía toda una bomba cristalizada. La compañía Ibarra insinuaba que no podía haber tanta. Seguía escurriendo el bulto, negando informaciones cruciales. El caso es que los ingenieros pronto revelaron que faltaban unas cien cajas de dinamita por extraer, más o menos dos toneladas. El problema era el estado: al menor contacto todo podía salir por los aires. Aun así, se pusieron manos a la obra.
La ciudad andaba pendiente de sus nuevos héroes: los buzos. Aquellos personajes como salidos de otro mundo, con sus cascos dorados de rejilla y todo ese plomo encima, parecían osos ralentizados de los que enseguida se empezó a dar cuenta en los periódicos. Las páginas quedaban inundadas con sus técnicas de trabajo y sus historias personales. Los niños se acercaban al puerto para observar su parsimonioso proceder y su nada disimulado cansancio. Les trataban de animar en momentos de paz no ausentes de preocupación, con la mirada perdida y el casco apoyado sobre los costados. Muchos soñaban ser de mayores como ellos. Les llevaban regalos, dibujos, dulces, cartas que agradecían y reforzaban su moral.
Su acción era rápida y eficaz. Deshicieron nitroglicerina con vapor, inyectando agua caliente. Además, fueron desalojando otro tipo de carga. En un día, hasta dieciocho toneladas de acero, lata y metales fueron recuperadas con la generosa colaboración de una partida de herreros. Los mismos que se encargarían también de las tareas de desguace.
La jornada se dividía por las mareas. La bajamar era la propicia para aprovechar al máximo las horas, fueran de noche o de día. Así que el muelle de Maliaño no dormía. Debían empezar a respetarse rigurosamente los turnos de inmersión y descanso. El trabajo requería los cinco sentidos, no podía hacer mella el cansancio. Los reflejos debían quedar alerta al cien por cien. Todo el mundo en sus cabales.
La dinamita y la nitroglicerina seguían apareciendo. Diego Martín señalaba ya sin tapujos la irresponsabilidad ciega y miserable de la naviera. La ciudad entera era incapaz de entender cómo los causantes se habían escondido y, aún más, despreocupado de la situación. Si no se había producido ya otra explosión era porque el ánimo de la fortuna resultó propicio. O porque algo debió de calmar la sed del cielo y del infierno; quizás la intercesión de todos los muertos multiplicó la piedad de Dios Padre. Pero, ¿quién sería capaz de hacer aflorar la del demonio cuando todo el mundo sabe que carece de ella? Más en un miércoles de ceniza… Polvo eres y en polvo te convertirás.
Aquella noche de mitad de Semana Santa, la Junta había decidido suspender los trabajos. Demasiada tensión. La confusión ahogaba a muchos de los técnicos: no era posible que siguiera apareciendo tanto explosivo. ¿No fue suficiente el que se había extinguido estallando y llevándose más de quinientas almas? El recogimiento de Semana Santa era la ocasión perfecta para dar un descanso sobre el terreno; nadie lo iba a poner en duda. Convenía más que nunca rezar, rogar que no se desencadenaran más desgracias.
Pero alguien debía bajar para hacer el último reconocimiento antes del parón, que se presentaba largo. Eran ya las ocho y los hermanos Villarrenaga, buzos ambos, celebraron aquella noticia del descanso que les esperaba los días siguientes. Se encontraban literalmente exhaustos. Un reconocimiento más y a casa. Esteban y Jesús se lo echaron a suertes con su colega Antonio Fonseca. Le tocó a Esteban bajar mientras los otros dos quedaban sobre la cubierta pendientes del cabo de guía y la manguera de aire.
Esteban entró por la escotilla de popa. Debía verificar los sollados, las partes inferiores del buque donde estaban las literas de la tripulación. Lo hizo con una lámpara de cien bujías, nuevecita, que facilitaba muchísimo la tarea de los buzos por la noche. Hacia las nueve, la ciudad reposaba ya de las primeras procesiones y había abandonado casi todas las misas de tarde. Se instalaba tranquila en el previo silencio del sueño, acurrucada en torno a las mesas para ir cenando, abandonando las tabernas en las que apenas se escuchaba a esas horas el irritante silbido de las escobas limpiando el suelo.
Fue entonces cuando la mar volvió a rugir…
Fue entonces cuando se produjo también a traición lo que todos temían. Que la soberbia, la codicia, la mentira, tres de los pecados más abyectos dictados por la ley divina, no habían quedado aún satisfechas. De nuevo un pacto contranatura regresaba para cobrárselos.
No pocos lo dudaron. Entre ellos Diego Martín Solórzano, al que Dios se había empeñado en ponerle en las suelas de los zapatos pruebas muy duras. Corrió al balcón para comprobar con sus ojos que se producía lo que tantas veces, con tanta obcecación, había denunciado. Lo mismo le pasó a la ciudad entera, que saltó de golpe arrojada a la fuerza de su recién recuperada confianza y sintió todo temblar bajo sus pies, en las calles y en las casas. Todos recuerdan aquel estruendo amortiguado por el agua, profundo y más aterrador si cabe porque proviene de una dimensión desconocida, soterrada: la que reta cada una de las leyes de la física y se abre paso, como un vómito, bajo la mar. El explosivo acumulado, el peligro latente, podía estallar en cualquier momento y así fue. La bomba oculta era todavía demasiado poderosa.
Un fuego cabalgante del infierno asoló después la machina. Un fuego aliado con el agua y el barro del fondo que escupió de golpe otro bárbaro estallido y borró a quienes encontró a su paso. ¿Existe peor alianza que la sellada entre dos elementos que aparentemente se repelen? El líquido y las llamas volvieron a tragarse a sus criaturas. Primero a los tres buzos que realizaban el último trabajo del día; una mera inspección de rigor que se llevó por los aires y al fondo a los hermanos Villarrenaga y a Antonio Fonseca. Al rato, alguien percibió entre escalofríos la cabeza de uno arrancada de cuajo y metida en la escafandra. A su lado reposaba un pie que bien podía ser de otro con su suela de plomo. También perecieron sobre el terreno los marineros que operaban las grúas y en el puerto: peones, maquinistas, fogoneros. En total, más de una decena de inocentes voluntariosos. Apenas quedaban curiosos ya, pero algún transeúnte pereció por las aceras. La explosión le derribó encima un trozo de metal de los que fueron a parar a las calles de alrededor.
Otra vez aquella lluvia de muerte asestó su golpe y desesperó a toda la población. El miedo volvió a echar a la gente a la calle. Cuando se calmó el estruendo, todos corrieron hacia el muelle. Empezaron a oírse tímidamente los primeros gritos contra los Ibarra, otros contra la Junta, varios contra el gobierno. El contagio fue instantáneo. La multitud estaba en armas.
—¡Quememos aquellos barcos de la Vasco-Andaluza! —propuso un incendiario.
—¿Dónde está la Comisión? ¿En qué despacho anda la Junta?
Aquello tuvo fácil respuesta. Al poco rato, Bustamante se había presentado en el puerto con sus colaboradores.
—¡Vendidos! ¡Esto es lo que habéis conseguido! ¡Ineptos! ¡Canallas!
Tanto ellos como el gobernador, el alcalde y otras autoridades del puerto tenían que enfrentarse a los nuevos cadáveres, cuyos restos manchaban ya las calles de más sangre. Otra vez aquella peste de carne quemada, de madera y metal ardiente, de lodo amasado, devolvía a la ciudad al fondo de la más terrible de sus pesadillas. Otra vez el miedo descorazonaba el ánimo, ejercía su injusta tiranía y su mando pestilente.
Nadie estaba dispuesto a volver a pasar lo mismo. La justicia, las soluciones no podían retrasarse más. La hora de la venganza tampoco. Las autoridades se asustaron ante los ánimos encendidos de aquellos cientos de vecinos, que aumentaban a la carrera, entre más gritos, más sollozos, ante la desesperación de los familiares de las víctimas que comenzaban a llegar con esa cara interrogante, pavorosa, ansiosa, ante la que sólo cabe la calma de encontrar a los suyos con vida.
Cuanto más lloraban su suerte, más rabia acumulada sentían los presentes. Diego Martín Solórzano trató de no dejarse llevar. Debía ejercer ese liderazgo ganado de forma responsable. Quienes le reconocieron le empujaron a pedir explicaciones. Pero él, en lugar de exigir responsabilidades urgentes, se inclinó por intentar contagiar tranquilidad. Fue difícil. Para muchos, imposible. Unos cuantos, hartos de palabras, decidieron provocar altercados: se dirigieron sin prestar atención a las peticiones de sosiego hacia la sede de Ibarra y la apedrearon. Sólo la presencia de la Guardia Civil pudo disuadirles. Los uniformados se desplegaron por más rincones de la ciudad, vigilantes, y la gente se fue dispersando.
Menos en el muelle. Sólo la necesidad de rescatar en lo posible los restos de las víctimas pudo vencer la ira que se iba desatando. Con más muertos sobre las aceras y de nuevo tragados por la mar, había que respetar el trance.
Diego Martín Solórzano contribuyó a calmar los ánimos. Bustamante se lo agradeció rápidamente. Le apartó y le dijo:
—Gracias, Diego. No sé qué hubiera pasado si no llegas a bajar.
—No tienes nada que agradecerme. Hoy os he ayudado, mañana no sé si podré. Tampoco tengo idea de si querré hacerlo.
Lo urgente eran las víctimas. El dolor inmediato, como la otra vez. Diego dejó allí a quien debía ocuparse de todo y regresó a su casa para evitar la alarma de sus hijos. No podían volver a revivir la tragedia. No sabía si estaban preparados. Al entrar, los tres corrieron a su encuentro.
—¿Qué ha pasado, padre? —preguntó al instante Diego.
—Lo que sabíamos que iba a pasar. Ni más ni menos.
Rafael y Enrique lloraban calladamente. Las lágrimas en su rostro eran una señal evidente de pavor. El aliento entrecortado también. Pero trataban de ahogarlo. Sabían que a su padre no le gustaba verlos flaquear.
—Tranquilos, hijos. Ya pasó todo. Estoy bien, a salvo.
—Claro, padre. Sólo es que tardabas demasiado en volver a casa —se disculpó Enrique.
Rafael miraba desde aquella nebulosa húmeda de sus pupilas, asustado, desorientado. Pocas veces antes había necesitado tanto el pellizco de ánimo que le plantó su padre en el carrillo y aquella caricia sobre el flequillo que le hizo después.
—¿Habéis cenado? —preguntó Diego Martín.
Nadie tenía hambre y la comida se había enfriado encima de la mesa. La explosión la dejó allí cuando todos salieron de estampida hacia las ventanas y nadie se volvió a preocupar de retirarla. Mucho menos de comerla. Serafina no había querido recoger nada por si don Diego regresaba con hambre.
—Vamos a cenar algo. Aunque, ¿no deberíais estar en la cama?
Los niños le miraban sin saber qué decir. Él preguntaba y se respondía al tiempo.
—Claro, que estáis ya de vacaciones. Pues hacemos una excepción y me acompañáis a la mesa.
Diego se sentó en su butaca amplia, de espaldas a la puerta del salón donde estaba el mirador. Se colocó la servilleta como un día normal y aunque lo último que sentía aquella noche de tragedia revivida era hambre, hizo de tripas corazón y probó la tortilla de patata que había preparado Serafina. Jugosa, con la cebolla bien pochada, unos pimientos morrones al lado y algo de lechuga. Los niños continuaban mirándole sin poder seguir aquel rito de forzada normalidad que escenificaba no sin cierta torpeza su padre.
—¿Nadie más come? —preguntó. E hincó el diente mientras canturreaba una cantinela ininteligible.
—Está algo fría. Pero buenísima, como siempre.
La noche resultó una larga parada. Un vacío en duermevela sobresaltado por los murmullos de los trabajos de rescate. La mañana despertó con tensión. Los corrillos entre consternados y conspiradores criticaban abiertamente el traslado de la causa de los tribunales ordinarios a la jurisdicción militar. Ahí es donde se veía el espíritu de la Restauración: el caciquismo protector de los pudientes frente a la impotencia de quienes no tenían voz ni soñaban ser escuchados. La componenda, el arreglo que tan magistralmente se intercambiaban de manos entre Cánovas y Sagasta, el presidente del gobierno desaparecido durante aquellos cuatro meses.
Aun así, hubo tregua para la tensión creciente. La que dio el duelo. La tarde escogió un sufriente y respetuoso silencio para acompañar a las dos primeras víctimas identificadas hacia el cementerio. Las autoridades se presentaron ante la multitud malencarada que esperó a verles sepultados para increpar a los cargos públicos. Se prometió hacer desaparecer inmediatamente y lograr el socorro y la solidaridad de todo el país. Pero la gente no deseaba lo que daba por supuesto. ¡Qué menos! Querían hacer pagar las cuentas de la ignominia.
—¡Castigo para la compañía Ibarra!
Los ataques a la Junta tampoco escasearon.
—¡Vendidos! ¡Sinvergüenzas!
Fue lo más bonito que escucharon. Ya no se podía esperar más. Ya se había sacrificado bastante, se había callado bastante. La ciudad lloraba, se desangraba sin remedio y nadie parecía querer curar realmente la herida. Pronto empezaron a llegar guardias a la zona. Los vecinos querían penetrar en la sede del gobierno civil y una fila de bayonetas caladas lo impidió blandiendo las armas amenazantes. Hubo carreras, más gritos, insultos, revuelo junto al puerto. Algunos la emprendieron a pedradas y los guardias empezaron a disparar al aire. Todo el mundo se dispersó, consciente de que la ciudad estaba sola, repudiada por unos piratas con frac y bombín, después por sus políticos, sus próceres y lo que es más hiriente, por Dios todopoderoso.
Fue un golpe moral. Un navajazo. Un grito ahogado en la bruma que llega a disiparlo todo. Un desprecio que hundió el ánimo de Diego Martín Solórzano. El hombre se retiró a su casa con esa pesadumbre que encubre rabia y resignación al tiempo. Quería alejarse de lo que había visto. De los ciudadanos indignados con razón; las autoridades impotentes, inútiles, ineficaces y cobardes. Mandos que cuando la cosa se va de las manos sólo saben responder con la fuerza y la intimidación.
Abrió la puerta y no acertó a decir nada. Sus hijos habían oído aquellos disparos y verle a salvo les reconfortó.
—Padre, ¿estás bien? ¿Qué ha pasado? —preguntó Rafael.
—Nada, hijo. No ha pasado nada, como siempre.
—Escuchamos disparos… y algunos gritos —le dijo Enrique.
—No os preocupéis, todo se ha calmado. Fueron unas salvas. Por los muertos, no más.
Sentía vergüenza de contar la verdad. Vergüenza de tener que explicar a sus hijos lo que era la carcoma de la rabia, el sordo hachazo de la impotencia. Esa tarde no, otro día, quizás. Cuando él se lo hubiera explicado también a sí mismo.
—Recemos —propuso Diego.
Su padre no sabía si aquella iniciativa fue un acto sincero de regocijo o la prueba que le plantó su hijo mayor en el camino para estudiar su reacción. Lo miró con una serenidad sorprendente. Una cosa sí tenía clara en mitad de todo ese caos: no iba a encomendarse ni al cielo ni al infierno. Más que ganas de rezar, sentía deseos de blasfemar.
—Reza tú, hijo mío. Hazlo ahora que todavía puedes.
Diego le miró y bajó la cabeza.
—Como tú quieras.
Sin más se llevó a sus hermanos al cuarto.
—Dejemos tranquilo a padre. Recemos nosotros. Por madre y por él. No le va a sobrar.
Enrique y Rafael siguieron al primogénito sin rechistar. Diego agarró el rosario y comenzó a hacerse la señal de la cruz de rodillas. Sus hermanos, alejados de aquel rigor excesivo, se sentaron en la cama y entonaron el primer padrenuestro con un susurro cohibido. Mientras avanzaba la mecánica repetición de las oraciones, Enrique añoraba a su madre y Rafael hizo propósito de enmienda artística; a partir de ese día lo que dibujara no quedaría salpicado de las oscuridades que últimamente le salían sobre el papel. De su mano solamente saltaría la luz. La luz y la alegría que habían perdido en casa. Y en aquella ciudad moribunda…
La calle se recuperaba con resaca de su última caída en la indignación colectiva. Después de todo, hasta puede que sirviera para algo: aceleró al máximo la desaparición del barco. Eso y el más que evidente peligro. Nadie sabía cuántas víctimas más podría dejar a su paso. Era necesario actuar sin tiempo que perder.
Con los ánimos calmados, la ciudad fue evacuada para la voladura definitiva. Un éxodo de gentes con enseres salió hacia Peña Castillo, Camargo, Solares y El Astillero. Se levantaron barracones en El Sardinero para dar cobijo a quienes no contaban con nada. Ese día, 30 de marzo, hasta hubo fondos para servir un rancho extraordinario: arroz con chorizo o bacalao, a elegir. Los enfermos fueron cuidadosamente desalojados de San Rafael, los presos conducidos sin incidentes ni intentos de fuga a la Plaza de Toros y los maleantes que quedaban rezagados por las calles, detenidos. Se presentaba muy tentador el pillaje para que nadie quedara sin control.
La ciudad era un cuartel fantasma. Un decorado sin más vida que la que le daban patrullas uniformadas, la frialdad de una maquinaria a punto y el temor en los rostros de quienes iban a dirigir la explosión. Ni controlando el hundimiento se fiaban de aquella ruina asesina que no se resignaba a desaparecer. El Machichaco, ya lo advertían las pescaderas de Puerto Chico, llevaba el demonio dentro. En cualquier momento podía saltar.
Todos los encargados de hundirlo tenían presente aquella idea. También los curiosos que se apostaban en la precavida lejanía de la calle Alta, con vistas al muelle, lo mismo que por Miranda, San Martín y la Magdalena. La maldición de aquel barco empañaba cada esquina con una intensidad que hacía imposible permanecer indiferente ante su figura medio hundida pero altiva, aparentemente doblegada pero constantemente retadora. Siempre insolente, amenazante, maléfica.
Sonaron toques de clarín a las nueve y media de la mañana. El detonador activó las cargas de veinticinco kilos de explosivo adheridas en proa y a babor. Luego estallaron otras dos exactas en la máquina y en las calderas. Parecía herido de muerte, pero tuvo que ser rematado con otras dos explosiones tres horas más tarde. Quedó hecho trizas, repartido en restos sobre el hormigón del muelle y el colchón de la mar.
Del demonio no hubo rastro, aunque muchos aseguran que lo vieron nadar, asustado, hacia el fondo de la bahía.