DOS

Igual que nadie se hizo idea de cómo tras aquella tarde asesina llegó de improviso la noche, al día siguiente costó que amaneciera. La luz se abrió paso a empujones, en mitad de la terca oscuridad implantada con el velo de la muerte. Lo hizo como pudo: discretamente, sin que nadie reparara siquiera en la salida del sol, ni tampoco en aquella temprana helada propia de noviembre.

Se calaban los vestidos y los huesos de los vivos sin abrigo. Las mantas, los ropajes sobrantes debían antes proteger el miedo y los temblores de los heridos, por no hablar de tapar también la ahogada y solitaria dignidad de los muertos. Quienes quedaron a salvo no reclamaron nada excepto voluntad y fuerzas con las que mitigar tanto sufrimiento; remedio y razón para afrontar lo que aún quedaba por delante mientras llegaba toda la ayuda necesaria.

El ritmo de la ciudad sostenía de milagro y tozudamente la implacable losa del cansancio. Muchos reposaban contra los muros y las fachadas de las casas, en mitad de alguna hoguera improvisada que les repusiera para seguir. Continuaban, eso sí, los llantos y los gritos: el soniquete del sufrimiento impotente. Los alaridos se sucedían sin tregua, lo mismo que el fuego, contra el que luchaban desesperadamente todos los retenes de voluntarios ocasionales.

Sin embargo, aunque el alma de la ciudad se hundía en un precipicio desesperado, no había llegado la hora de la indignación. Sólo urgía concentrarse en atajar la posible escalada de mayores desgracias, entregados como estaban a los escasos márgenes que deja a veces la lucha por la supervivencia. Salvar cualquier vida in extremis se imponía a otras menudencias. Eso, y evitar que el incendio agrandara la catástrofe.

Debió de clarear el alba, aunque nadie podría asegurarlo. Lo más probable es que el sol apareciera por el Oriente, pero aquélla fue la última preocupación de una ciudad que siempre quedaba a expensas del designio meteorológico. En los días apacibles, la neblina solía frenar muchos excesos de viento y lluvias. Pero la bruma de aquella mañana no era una bruma discreta, inodora ni amable; la bruma de aquella mañana despedía un olor incómodo a salitre putrefacto. A llanto y a fuego, a escarcha viscosa, a leña del juicio y a carne de hoguera.

Quien quedaba con vida debía seguir. La desdicha no espera; el miedo no avisa: nos penetra, nos somete, pero también se convierte en el mejor motor contra la posibilidad de mayores tragedias. Las llamas seguían vivas, los cadáveres desparramados. Miles de vecinos habían salido huyendo, desnudos o con lo puesto, lanzados por el pavor del estruendo hacia la nada. Luego había que volver; cada uno debía regresar para buscar a los suyos.

Los sanatorios entonaban un grito de dolor sin anestesia y resistían un guirigay desesperado de operaciones rápidas en mínimas condiciones higiénicas. La Casa de Socorro y el hospital de San Rafael, sobre todo, eran despojos de sufrimiento, con filas de carne amontonada. Pero también los asilos, los conventos, las boticas y las propias casas de los médicos, que en sus consultas, con lo que allí podían aportar, atendían a los enfermos más graves. El reto de lo inmediato. Después vendrían más muertes como consecuencias inevitables: las gangrenas, las infecciones, los traumas, los suicidios tras horribles pesadillas, el agotamiento…

La ciudad se había convertido también en un orfanato. Casi todas sus autoridades habían desaparecido, amputadas o arrojadas al forzoso anonimato de la mar, salvo el alcalde, señor Lavín Casalís, un hombre tan afortunado como tozudo que, herido, tardó poco en ponerse al frente de aquel caos. Era preciso mantener la cabeza fría. Antes de que él resurgiera de las cenizas y comenzara a dictar bandos en los que prohibía a los vecinos derribar escombros sin antes apartar los restos humanos, sus colegas de Torrelavega, Piélagos, Bárcena de Pie de Concha y Reinosa seguían en la arena sin pensarlo para atajar el fuego y doblegarlo. Pero las llamas, cuando prenden, difícilmente atienden razones y no dejaron de juguetear con sus enemigos avivándose donde les venía en gana, generalmente en aquellos lugares que se creían dominadas.

Entre todos acordaron decisiones prácticas: desde romper las tuberías del gas que comunicaban la ciudad con pueblos vecinos como Maliaño a cortar el avance del fuego más hacia el centro; desde restablecer comunicaciones para pedir ayudas, refuerzos, medicinas, a estar pendientes de la intendencia básica en los hospitales.

Los carros con cadáveres comenzaban a circular en una especie de procesión anárquica que iba del depósito al cementerio, sin remisión, con el rumbo fijo y la brújula firme. Algunos eran rápidamente identificados, otros fueron a parar a aquellos agujeros sin nombre que son pasto más fácil de los gusanos.

Al día siguiente tampoco tardó en anochecer. Ni al otro, ni al otro, ni al otro… También llegó la lluvia de noviembre, que cala más hondo si cabe que cualquier otra lluvia. Pero en aquellas condiciones la ciudad no sentía esa humedad que perfora, porque ya una sima había penetrado los cuerpos y las almas. Era una lluvia de anestesia ensimismada en el dolor la que robaba todos los ánimos. Algo innombrable, que difícilmente responde a los temblores del frío.

Lo mismo sentían quienes llegaban de cualquier parte del país para prestar auxilio a los bomberos, desde los guardias civiles y los soldados hasta los marineros y los pescadores que se acercaban en sus barcas para recoger los cuerpos flotantes. Los raqueros los dirigían. Héroes de diez, doce y catorce años, hombres a la fuerza a los que nadie había prestado jamás un harapo que ponerse. Todo se lo habían ganado en la vida trapicheando, pero no pidieron cuentas a nadie por lo que había que hacer. Ni aquel a quien llamaban el Muchacho de la Trainera, ni el Berzas, ni el Rano, ni Pito. Tocaba salvar y salvaron. Sin preguntar, sin exigir nada a cambio.

La noticia corría por los cables a la velocidad del vértigo altivo y al tiempo llegaba el ejército, los cuerpos de ingenieros, más bomberos de Bilbao y de San Sebastián. Más médicos, más enfermeras, enfermeros, boticarios, practicantes. Periodistas de todas partes dieron cuenta de aquello como la mayor catástrofe civil del siglo. La alerta y el espanto corrieron por todo el país, luego saltaron a Europa, después a América… La tinta se fundió con la sangre en una alianza que multiplicaba las ayudas: 25 000 pesetas del gobierno, 40 000 de la reina regente, 20 000 del marqués de Comillas. El continente tampoco permaneció impasible: 20 000 pesetas aportó el Comité de Españoles en París y 10 000 de la Casa Rothschild. De Londres llegaron 33 630. Después, todo el mundo aportó su suma: Buenos Aires, México, Manila, Cuba.

Pero nada de esto levantaba el ánimo de Diego Martín Solórzano. Nada imaginaba digno de sacarle del foso. Con los ojos abiertos, la mirada perdida, era incapaz de borrar aquella última imagen de Águeda, ni el traslado de su cuerpo en brazos, apenas ayudado por sus tres amigos hacia la casa. Ellos cargaron con Juanita. Durante aquel corto pero intenso paseo fúnebre ninguno de los cuatro habló y quienes se fueron encontrando por el camino se apartaron al verlos pasar. Bajaban sus cabezas en señal de duelo, afligidos e impotentes, desazonados por tener que echar un número más a la maldita cuenta.

Diego tendió el cadáver en la cama sin ayuda de nadie y allí, cuando estuvo solo, pudo entonces llorarla. Dejó que durmieran sus hijos aquel último sueño de infancia materna no ausente de temor. Pensó que sería mucho mejor contar la noticia por la mañana. Por eso no envió a nadie hasta casa de su madre inmediatamente. Quería, deseaba una última noche a solas con aquel cuerpo, que fue tantas veces suyo y ahora, sencillamente, yacía. Quizás así aliviaría el dolor creciente y lograría juntar un poco los cristales rotos y punzantes de su alma. Pero no, el dolor no se iba. Quedaba apuntalado dentro, aunque en los días venideros consiguiera vestirlo con la masoquista formalidad que es preciso mostrar en cada pésame recibido.

Por eso necesitaba aquella última noche a solas con Águeda. Se encargaría él de todo. Así podría grabar su rostro al limpiarlo, tocar su pelo, apretar contra sí aquella voluptuosidad tantas veces explorada y ahora inerte, la terrible materia suelta y pesada al tiempo, la masa confusa, dormida. Deseaba extraer todo el amor posible a su efigie muerta. Evitar la indignidad de sus mutilaciones y sus heridas, cubriéndolas. Verla sangrar hasta el más inútil de los coágulos. Notar cómo se apagaban todas sus células ante sí. Llorar y maldecir sin miramientos al cielo en su presencia. Pensar en los niños mientras la miraba y cogía su mano helada. Preguntarle en alto qué sería de él. Hacerlo con ella presente, en ese momento que era ni más ni menos que el final de todo.

El sufrimiento de los sirvientes le resultaba sordo. Las buenas intenciones y la preocupación de sus amigos, que le aguardaban en el salón, muy afectados, le parecían inútiles. Sin embargo, todo eso, toda aquella anestesia contra el dolor que no era propio, le revolvía algo dentro. O más bien le inquietaba, pero lo justo para no distraerle de su propia desdicha, lo suficiente como para no desviarle de aquella carrera segura y firme hacia la propia devastación.

Exigió que lo dejaran solo. Que nada ni nadie interrumpiera aquella despedida larga, aquella necesidad de luto inmediato. Sabía que después, en los días siguientes, iba a requerir fuerzas para atender a sus tres hijos. También deseaba aplazar eso: la inevitable y blasfema rabia por la desgracia que destrozaría a todas sus criaturas. Vivía un impulso de indignación egoísta, un desahogo que sólo podía compartir íntimamente junto a Águeda. Sentía un extraño deseo de contacto físico, consciente, en su locura, de que sería la última vez que iba a poder estrecharla, tocarla, besarla, fundirse con ella. El último grito antes del silencio de los entierros y la monotonía de los funerales y los rosarios, con sus letanías mecánicas, sus entonaciones desesperantes, lo que hay que pasar antes de escuchar las torpes e innecesarias palabras de consuelo, especialmente las que vinieran del cura, que se empeñaría inútilmente en mitigar su dolor con fantásticas mentiras. «Qué soberbia la del hombre por creerse inmortal —pensó—. Qué absurdo es todo. Qué banal».

No tuvo arrestos para reprocharle su falta de cuidado, aquella imprudencia que le arrancó también a él los deseos de vivir. Su presencia callada le imponía mucho más que toda la dulzura que destilaba con cierto descaro cuando quería convencerle de algo, incluso afearle alguna reacción impulsiva y desagradable. Entonces debió de entender que no encontraría a nadie igual. A nadie que supiera conducirle, comprenderle, enseñarle a tolerarse a sí mismo tanto como los defectos de los demás.

Con ella llegó a ser un hombre nuevo: feliz, alegre y consciente de su suerte. Sin ella temía caer en todo lo contrario. Y sobre todo temía no ser capaz de mostrar el camino de la felicidad a sus propios hijos. Inculcar la disciplina, el deber, los conocimientos de sentido común básicos para la vida, todo eso se le antojaba demasiado fácil. Pero, ¿de dónde sacaría la bendición que hiciera aflorar en ellos una infinita y regocijante sensibilidad, la educación que los condujera hacia la bonhomía, el disfrute consciente de todo lo que ellos tenían y el resto no? Eso era cosa de ella. Lo habían hablado muchas veces porque Diego se sentía incapaz de trasladarles esos valores. Sus barreras emocionales eran mucho más severas.

Ahora se quedaba solo. Herido y derrotado, quizás preso en las garras de un rencor creciente, de una impotencia capaz de teñir de negro todo lo logrado. Por su ya recién estrenada e intensa memoria, ante el resto de su cuerpo presente, casi como una oración, juró hacer lo preciso por no amargar la vida a los niños, por enseñarles a acarrear su propia desgracia dignamente.

Para empezar a cumplir, temprano por la mañana del día cuatro, se dispuso a contarles la noticia personalmente. Se acercaría a casa de su madre hacia las ocho. Allí se lo diría antes de bajar a que le rindieran el último adiós.

Debía pedirles entereza. La misma que no pudo mostrar doña Mercedes al verlo con aquel rostro desencajado, moribundo en vida, despojado de armas y de norte. Ella le conocía bien. Es más, reconocía aquel sufrimiento que le obligaron a esconder de niño, porque las personas de su condición no debían mostrar sus sentimientos en público: aguantan y sanseacabó. En aquel trance debía colocar ahora a sus hijos. Tal como a él le habían enseñado y tal como ellos deberían enseñar a sus hijos y éstos a los hijos de sus hijos. Dignidad y coraje. Pero era una prueba demasiado temprana, demasiado dura. Les convertiría en hombres de golpe.

Diego pasó primero al cuarto apartado donde le esperaba su padre. Lo seguía de la mano Rafael, asustado, y Enrique llegaba pasos atrás, quizás consciente de que dos segundos de retraso eran tiempo ganado al espanto.

Se alegraron de ver a su padre, cómo no, de abrazarlo. Pero pronto notaron la terrible ausencia.

—¿Y madre? —preguntó el más pequeño.

Diego y Enrique se miraron. Acto seguido, Diego Martín adoptó el gesto adusto de los malos trances y los dos mayores comprendieron sin mediar palabra.

—¿Dónde está madre? —insistía Rafael.

—Madre no está… Madre no vuelve. No va a volver.

Rafael miró a sus hermanos. De repente, ellos se vieron obligados a transigir con su propio dolor para volcarse en el más débil de todos, en quien contaba con menos armas frente a lo que se avecinaba.

—Debemos ser fuertes. Debemos contar con que ella nos ve y nos protege desde dondequiera que esté.

—Desde el cielo —afirmó con demasiada solemnidad Diego, quizás para reconfortar a su hermano hundido, o puede que por propio convencimiento forzoso.

—Desde dondequiera que esté —insistió su padre, dejando entrever una terrible decepción hacia lo humano y lo divino. No había consuelo. No cabía ningún consuelo.

Aquella flaqueza desconcertó al mayor, aunque en ese preciso momento no era cuestión de dar importancia a cosas que no habían de tenerlas.

Enrique abrazaba a Rafael, que sollozaba sin resuello y miraba aterrado alrededor. Nadie era capaz de dar explicaciones sencillamente porque nadie las tenía. No cabía la lógica. No existe razón para las víctimas más allá de la condena y la maldición. No hay ciencia ni lenguaje capaz de confortar el dolor, no hay reposición digna en la justicia de los hombres. Tan sólo el tiempo y los buenos recuerdos se imponen al final. Pero, ¿quién es consciente de eso sin haber pasado antes por todos los calvarios, por todas las cruces?

El espanto era la única dignidad que cabía en la cara de Rafael. El desconsuelo más bastardo descompuso por dentro a Diego y a Enrique. Más a este último, el reservado de la familia, el desconfiado, el que más preocupaba a su madre. El mayor parecía encontrar respuestas en esa extraña iluminación religiosa que desató en él un curioso sentimiento de superioridad ante todos. Ante sus hermanos, pero también ante su padre; ante sus amigos, el servicio y sus abuelos.

Doña Mercedes entró llorando.

—¡Pobres criaturas! ¡Pobres hijos míos!

No ayudaban en nada sus lamentos estériles, pero la exasperación era uno de esos sentimientos aplazados. Ya estaban ellos para repetirse su mala fortuna sin descanso ni ayuda de nadie. Desde aquel día y para siempre.

Por la calle deambulaba al acecho el sordo quejido de los muertos y de aquellos que aún quedaban por perecer. Nadie apreciaba la luz, ni la noche. Nadie sentía la humedad y el frío. Tan sólo penetraba en las calles el turbio silbido de una marcha fúnebre. Los fuegos se apaciguaban y volvían a prender. El cansancio de todos iba haciendo mella, transfigurándose poco a poco, pero sin salida posible, en una creciente desesperación, en una espiral rencorosa.

Quienes habían esquivado directamente la desgracia resistían al lado de todos aquellos que vinieron de lejos, por propia voluntad o movilizados, al rescate de la ciudad. Pero los que habían perdido a los suyos rara vez arrimaban el hombro a las tareas que quedaban por delante. Se respetó el dolor; cada cual dejó a los menos afortunados calar su propio sufrimiento sin exigirles más cuentas que las propias.

La histeria, por otra parte, se había apoderado de la mayoría de los hombres y las mujeres. Cualquier toque de corneta para formar soldados o voluntarios se interpretaba como un aviso de nueva explosión. Nadie se sentía a salvo de la dinamita que podía permanecer en el barco. ¿A quién creer? El capitán del buque, que en mala hora se echó a la mar, había negado insistentemente, mientras las llamas devoraban el Machichaco, que la bodega guardase cargas ilegales de explosivo. Probablemente prefería irse al otro mundo antes de soportar la humillación pública de aquel acto de piratería civil.

Los trenes salían de la estación atestados. Querían huir a donde fuera, pero lejos, muy lejos. Quedarse era tentar demasiado a la suerte. Las zonas de la ciudad más alejadas del puerto —la Magdalena, el Sardinero, el Alta— fueron invadidas por gentíos arropados con mantas, enseres y algo de comida. Nadie quería volver a sus casas ni a ningún lugar cubierto que se les pudiera derrumbar encima del cráneo.

Era el más que comprensible temblor de los inocentes; un pálpito descorazonador y aterrado ante el que poco podían hacer las autoridades y mucho menos la naviera. Pudieron llegar a creer que con las 100 000 pesetas desembolsadas nada más ser conscientes de la magnitud de la catástrofe arreglaban algo, pero la verdad es que no sabían bien cómo reaccionar ante la marea de indignación que les esperaba en cuanto la ciudad se repusiera un poco. De todo eso no les podría librar ni su ambición, ni su poder, ni su cinismo. La compañía Ibarra estaba marcada para los restos.

Mientras, Diego Martín y sus hijos lloraban calladamente la suerte de Águeda. Tampoco quiso el viudo agilizar el trance de la despedida más de lo necesario. La verdad es que pocas obligaciones había que cumplir en ese sentido. El velatorio fue cosa de la familia, los criados —que se ocuparon también de despedir dignamente a Juanita— y los pocos amigos y vecinos que se habían llegado a enterar de la tragedia familiar en mitad de aquel caos.

Curiosamente, la pesadumbre por los muertos era en esos días más liviana de lo que hubiera sido si las desgracias se hubiesen producido aisladas. Salvo a quienes les había caído la tragedia encima, los funerales y los entierros parecían trámites. Toda la parafernalia quedaba reducida y restringida; la cosa se limitaba a identificar y a sepultar. Los propios clérigos evitaron sermones y despedidas demasiado sentidas, ahorraron como nunca los tonos graves. No convenía sacar demonios a pasear por los púlpitos, ni cerca de los depósitos de cadáveres: la tragedia podría volverse en contra de los más fervorosos. Nadie atendía monsergas. Nadie prestaba demasiada atención al posible consuelo.

En el caso de Diego Martín Solórzano, su actitud parecía serena, igual que la de sus hijos. Aunque para ellos fue más difícil escapar a la compasión, empezando por la de Serafina, que no dejaba de besuquearles y exclamar:

—¡Angelucos míos!

Al menos ellos quedaban al cuidado del padre y con familia pendiente. Lo malo fue el reguero de huérfanos que pobló en los días siguientes la ciudad. Criaturas sin guía, a expensas de la caridad o de las conveniencias de los gobiernos, arrancados violentamente de todo seno. La junta Central de Socorro se ocupó de organizar su acogida. Algunos fueron a parar al cuidado de los padres salesianos, otros a Madrid, varios a Zaragoza, y un buen retén de mozos entre nueve y trece años quedó a cargo de los capuchinos de Monteano. Incluso se seleccionó a otros tantos, de buen nivel cultural y sensibilidad adecuada, para ser preparados en Lecaraz con vistas a convertirse en futuros ministros del Altísimo. Las desgracias son el mejor caldo de cultivo para guiar las almas perdidas.

Doña Águeda San Emeterio de Martín fue finalmente despedida bajo la lluvia, una lluvia obstinada que trataba de calar el ánimo pero no levantaba otra cosa que desprecio en los presentes por el sepelio. Desprecio en la cara de Diego Martín, que no apartó la mirada del ataúd, carcomido por la rabia contenida que le envenenaba dentro. Desprecio en el gesto de sus tres hijos, que no reparaban en las gotas que empapaban sus abrigos oscuros porque no cabía más sentimiento que la propia piedad y la preocupación mutua por sentir quién de ellos podría quebrarse; no era posible dejar en mal lugar al padre. Pronto se vieron obligados a aprender que el dolor no es cosa de nadie más que de uno: que el dolor a nadie importa, ni a ninguno trae cuenta. Desprecio de quienes les acompañaban, que se fijaban en aquellas admirables actitudes de los tres huérfanos. No pudieron ser testigos de una lágrima ni de un desvarío. No observaron ninguna flaqueza que relatar después en sus casas. La suya, la de aquellos cuatro desamparados era una frialdad desolada, ajena a las cuentas de esta tierra. Una frialdad que había arrancado la calidez, la cercanía de sus cuerpos para ser depositada como regalo de despedida sobre la tumba de la madre muerta. Al fin y al cabo, ella había vestido hasta entonces el hogar con eso. Lo único que podía hacer posible devolverle todo su amor era depositándolo encima de la fría madera que la envolvía, dejando que se lo llevara para siempre. La mejor alforja para el viaje eterno que emprendía.

El ataúd quedó perfectamente encajado en el hueco de la tumba. El cura clamó unos últimos salmos a los que nadie prestó demasiada atención, respondidos convenientemente por quienes se sabían el misal. Cuando los sepultureros entraron a terminar su trabajo, a Diego Martín le cayó una lágrima furtiva por la mejilla derecha. Rafael lo vio perfectamente, pero creyó que una gota de aquella lluvia intensa le había salpicado directamente a la cara. Jamás había visto a su padre llorar.