UNO

Mar y tierra explotaron y la ciudad quedó ahogada en llamas. Sólo quienes en ese momento fueron arrastrados hacia el fin saben si aquel aullido mortal que partió el tiempo y las almas vino enviado por Dios o por expreso deseo del diablo. El sol levemente radiante quedó fundido; el agua, salpicada por su propio cuerpo convertido en dinamita y acto seguido el fuego engulló a todos sus hijos.

Los colores de la bahía componían la música de un atardecer extraño. El azul dibujaba un cielo despejado que abrazaba el agua. Entre verdes y grisáceos aparecían los montes de la cordillera, convertidos en impertérritos testigos callados de lo que se aprestaba a venir, amamantados por la blanquecina bruma amable de final de otoño. Pero después de aquel rugido todo se volvió repentinamente negro. Negro y rojo con restos de un amarillo incandescente avivado por el azufre. Opaco como la muerte. Viscoso como un óleo mezclado con el pálido reflejo de la carne amputada y la sangre sin cauce que brotaba a borbotones por las calles.

Fue a las cinco menos cuarto de la tarde. Maldita hora, maldito día. El 3 de noviembre. Entonces la ciudad quedó partida en dos. Encallada en una marea sorda de difuntos, huérfana de un destino quizá feliz. Alarmada por el dolor de todos los moribundos, amputada para siempre. Abrasada por el agua que no era agua, que era un escupitajo de muerte virulenta, traidora. Aterrorizada por la efigie del monstruo enloquecido que salió de sus entrañas para asesinarla a bocanadas de llama, cargado con proyectiles preñados de aquel metal abrasador que incendió sus aceras, sus casas y acribilló con astillas mortíferas a sus hijos.

Viuda quedó la ciudad. Con el futuro chamuscado, convertido en cenizas por aquella desgracia que, nadie lo puede negar, debió de ser un pacto bastardo entre el cielo y el infierno. Todos aquellos inocentes habían bajado a ver el fuego: el que pobló y ensimismó el muelle desde el mediodía, poco antes de la hora de comer. El barco se había incendiado por motivos que nadie conocía. El puerto se convirtió por aquella hora de los estómagos medio crujientes en una colmena de chismorreos y teorías que no daban con la causa acertada del incendio.

Pronto se fue expandiendo el rumor de que el Cabo Machichaco, de la compañía Ibarra, llevaba dinamita atada al vientre. Otros insistían en que había sido debidamente descargada. Pero la certeza de que por ahí cerca merodeaba el explosivo adquiría sentido por las veces que repetidamente transportaban cosas de ese género. Era un buque recio, de los mayores vapores con capacidad para atracar en el muelle: 78,75 metros de eslora y 2500 toneladas de peso muerto. Una máquina precisa y segura para navegar, provista de motores modernos fabricados para propulsarle una potencia de 525 caballos.

El ejemplo de una nueva edad rica, de la era industrial que aplicaba su apogeo por entero al progreso. Aunque ahí atracado, con fuego y metralla en las tripas, esa estampa digna del avance de los tiempos se convertía en una bomba capaz de hacer saltar por los aires el puerto, la ciudad entera y cuanto arrastrara a su paso.

El barco había echado amarras en el puerto esa misma mañana, después de haber permanecido fondeado a la distancia obligada, junto a la isla lazareto de Pedrosa. Había pasado por Bilbao y nadie quería quedar contagiado por el cólera que azotaba a sus vecinos. La cuarentena se imponía en el diario de a bordo igual que la avaricia de los navieros.

Una vez salvadas las restricciones, el capitán logró permiso para ocupar su sitio junto al muelle saliente de madera número 1 de Manzanedo, rodeado del Rafael XIII, el Catalina, el Vizcaya, el Unión Hullera, el Bayonés, el Galindo, de bandera francesa, o el Eden, inglés. El Navarro, que en principio estuvo atracado junto al Machichaco, tuvo la suerte de zarpar y regatear así una muerte segura para muchos de los suyos.

A eso de la una y media se anunció oficialmente el incendio por teléfono. El fuego se expandía en la bodega intermedia. La tripulación intentaba apagarlo ansiosa y no tardaron en subir de tono las discusiones mientras nadie se preocupaba de lo principal: disolver al gentío. Algunos, como el responsable de la Junta San Emeterio, eran partidarios de remolcar el barco a mitad de la bahía. Pero muchos se opusieron con la excusa de que sería mucho más fácil aplacar el fuego en la propia machina, con las bombas a todo rendimiento.

El humo empezaba a despedir aromas extraños; a la madera y al metal quemado les iban superando olores ajenos y desconocidos que provocaban mayor inquietud si cabe. Muchos celebraron la llegada de los bomberos, otros tantos torcieron el gesto al ver los medios que traían consigo: bombas escasas y difíciles de mover que apuntaban allá donde les indicaban algunos de los tripulantes desde dentro.

No es que la ciudad fuera ajena a los incendios. El viento destacaba como el mejor esposo de las llamas y provocaba estragos cada vez que azotaba la bahía desde peña Cabarga hasta cabo Mayor. Pero aquello que se tornaba cada momento con más claridad en una tozudez del destino no parecía provocar la urgencia de nadie para tomar medidas de alerta. El cuerpo de bomberos era pobre, poco curtido y se encontraba permanentemente desanimado por la impotencia. Se sentían condenados a vivir una desgracia de antemano y muchos seguramente pensaron que aquélla podía ser la fecha señalada.

Mal ánimo traían para encarar las tareas aquel día, ese 3 de noviembre que en mala hora amaneció. Una brisca taimada en la que se aliaron los piratas de la naviera con aquella llamada del cielo y el averno a cerrar filas fuera de este mundo. Las autoridades tardaban en entrar en acción. Los marineros y los bomberos trataban de reducir la columna negra de humo que encapotaba la ciudad. Pocos celebraban los restos de aire azul y reluciente que sobrevivían en mitad del veranillo de San Martín. El salitre comenzaba a transformarse en un presagio putrefacto. La bruma húmeda se evaporó y dejó paso a una tela de araña gris que mal podía hacer frente a aquella oscuridad penetrante. Un bosque negro ganaba la batalla al paisaje mientras todo el mundo perdía los papeles.

Tanto el gobernador civil como el director ingeniero de la Junta del Puerto, el gobernador militar, el coronel de regimiento, el alcalde, el fiscal de la Audiencia o la aristocracia activa con el marqués de Casa Pombo habían bajado a intentar dirigir los trabajos. Pobres soberbios sin medida. En sus despachos de cuero, plata y roble o entre los oropeles de sus salones podrían parecer el colmo de la autoridad y la sapiencia, pero allá abajo, a pie de muelle, entorpecían las labores de los voluntarios y expertos en la extinción con órdenes y contraórdenes absurdas que no beneficiaban a nadie.

Algunos de ellos entraron al barco. A eso de las cuatro de la tarde, el fuego había cobrado una virulencia aterradora. La mayoría de las autoridades citadas contemplaban sus estragos impotentes, sin saber qué hacer ni qué ordenar, en mitad de un gentío que empezaba a dispersarse. Las señoras más prudentes habían regresado al cubierto seguro de sus casas. Algunos marineros pendientes de embarque en los navíos atracados junto al Machichaco dejaban pasar impotentes la hora del retraso. Al lado deambulaban también los familiares que quisieron ir a despedirles. Muchos se dirigían a Cuba y a México, los países de las Américas más hermanados con la ciudad; otros, sencillamente, a donde la mar quisiera llevarles.

Los raqueros del muelle se habían retirado casi todos a Puerto Chico, pues creían que una distancia prudencial les protegía de cualquier fatalidad. Las pescaderas habían dejado ya en casa a sus maridos ociosos o borrachos junto a sus barreños y mataban el tiempo tonto de la tarde primeriza con aquel espectáculo pocas veces visto. Hubo curas despistados que hicieron dejación de sus deberes. Tocaba, más que nunca, rezar. Pero lo olvidaron.

Se acercaron multitud de paisanos en esa hora muerta de la apertura previa de sus comercios, y ancianos y niños con la excusa justa para evitar los colegios después de comer; también corrieron al muelle algunos maleantes que dejaron desiertas todas las cantinas de Santa Clara y la calle Alta, igual que contemplaban el espectáculo padres pudientes y honrados. Todos mezclaban su perplejidad y quedaban cegados por el fuego de la tragedia incipiente.

La curiosidad pudo también vencer las ganas otras veces inquebrantables y responsables de Águeda San Emeterio. La mujer bajó al muelle de Manzanedo junto a Juanita, su sirvienta más fiel. Lo hizo consciente de que no necesitaba la atención de sus tres hijos cuando ya habían vuelto a sus clases vespertinas, ni de su devoto marido, Diego Martín Solórzano. Él no perdonaba la tertulia con sus amigos, salvo si cambiaba la rocosa costumbre por escuchar a los sabios, que solían reunirse a primera hora de la tarde en el café Suizo. Pero don Benito Pérez Galdós ya hacía tiempo que había dejado la ciudad y el eminente Marcelino Menéndez Pelayo también se encontraba fuera aquel día. Por otra parte, de don José María de Pereda hacía semanas que nadie tenía noticias sin que esto resultara preocupante. Su ausencia respondería sin duda a algún encierro necesario para dar forma definitiva y urgente a una de sus novelas.

Águeda se presentó en mitad de la dársena de Maliaño, alarmada por el fuego que ya se intuía en su casa del paseo frente al puerto y la bahía, en la zona contigua al muelle Calderón. Llegó un tanto preocupada por no parecer demasiado ligera en sus intenciones. La estricta conciencia de mujer discreta, poco dada a las frivolidades de sucesos cotidianos, podía haber frenado en seco sus impulsos. Pero en ella, a veces, se daban algunos asaltos de extraños arrojos aventureros que el matrimonio y la seriedad requerida por un ama de casa señorial no habían conseguido aplacar totalmente. Se reproducían con tozudez desde la adolescencia y atravesaron su recién jubilada juventud como una especie de pájaros juguetones que no lograba domeñar. Cuando consintió sin muchos remilgos contraer matrimonio con Diego Martín —el pretendiente que más convencía a su señor padre, el impertérrito y exigente Melquíades San Emeterio—, fue porque adivinó en él una inclinación al riesgo que con los años resultó para ambos un pequeño fiasco.

Pero aquella mujer no guardaba por ello ningún rencor ni acumulaba cuentas pendientes. La crianza de tres hijos ejemplares, aunque muy distintos entre sí, aplacó en ella con los años todos los reproches. Podría decirse que era una mujer, si no feliz, agradecida con lo que le había deparado el destino. No había conocido olmo que diera peras, pronto lo comprendió y dejó de hacerse ilusiones propias. Las volcaba todas en sus niños con una generosidad de verdadera madre entregada.

Águeda se había empeñado en bajar al muelle; no veía peligro de nada y le vencía la curiosidad. La prudencia de Juanita no pudo frenarla, y ésta bajó con ella a regañadientes. De nada sirvieron las excusas con tareas variadas que le esgrimió.

—Si nada más que va a ser un momento. Sólo ver qué pasa y volvemos a preparar la merienda. Yo te ayudo.

Así se lo prometió la señora para convencerla. No era Águeda San Emeterio mujer de imposiciones ni últimas palabras: empleaba buenas formas en el gobierno de su casa con todo el servicio. Sabía hacerse respetar por derecho. Tanto que, aun en su lánguida juventud, apenas superados los treinta años, provocaba una fidelidad inquebrantable en todos aquellos que la atendían. Juanita, la primera. Era incapaz de disgustarla. Antes que a la buena de su señora, aquella mujer fidelísima hubiese contrariado a sus propios padres y a sus hermanos mayores, a quienes dejó allá en el pueblo hace años para servir en la ciudad. Ella le había dado todo, mucho más que los de su propia sangre. No ya el sustento obligado por el trabajo, sino maña y herramientas para desenvolverse en la vida. Pacientemente le había enseñado a leer y a escribir. Con indisimulado cariño logró transformar a aquella pequeña salvaje, llegada de un pueblo perdido en el interior verde y abrupto del campo, en alguien con posibilidades de encontrar por méritos propios hasta un excelente marido. Cualquier día Juanita podría acabar en el altar con un espléndido mozo de su condición, digno de ella.

A regañadientes, asustada, persignándose más de una y dos veces, la muchacha consintió en bajar con su señora para mezclarse en mitad de la locura con aquel gentío de curiosos.

Antes de los rugidos que trajo a la ciudad la muerte, las llamas asomaban a la altura de los palos del barco. Ni los tropeles especiales podían hacer nada. A los bomberos ya agotados, que ni notaban el surco negro que el humo y el sudor les dibujaba en la cara, se habían unido otros cuarenta hombres, entre los que estaba la tripulación del vecino Rafael XIII, alarmada por la dimensión que cobraba el incendio. Lo mismo habrían hecho los del Machichaco en caso contrario, sin dudarlo.

La sensación de gravedad crecía. El propio barco se resistía a perecer bajo las aguas, ya caldeadas por la proximidad del fuego. Fueron inútiles los esfuerzos por hundirlo, tan sólo la proa quedó medio sumergida después de que se le abrieran varias vías de agua por los costados. Para colmo, la gente seguía allí, descargando buena parte de las mercancías. Habían resistido el reto de un amago trágico que avisó por medio de un fogonazo, y tampoco los crecientes cuchicheos con la palabra dinamita en la boca les arredraban, ni aunque a muchos de ellos se les unieran otras habladurías que contemplaban también el ácido sulfúrico. Las exageraciones se antojan siempre la burla de los imbéciles, pero, en esta ocasión, la verdad era demasiado brutal como para creérsela del todo. Ninguno de estos argumentos provocó estampidas, al contrario: cada vez crecía el número de los que se encaramaban a los balcones de Calderón de la Barca y de las casas cercanas al muelle donde atracaba esa guadaña de fuego.

La explosión dejó sorda y ciega a la ciudad.

El instante se tornó eterno. Fue un estallido violento que desafió todos los relojes, que borró el tiempo y el espacio, su preciso lugar en el universo. No podía tratarse más que de la sentencia del Juicio, la llamada imperiosa y cruel de quienes gobiernan fuera de este mundo. Ciega y sorda quedó la ciudad ante el rugido de la dinamita. Duraría segundos, pero adquirió una dimensión ajena a la órbita de cualquier entendimiento diferente a la locura. El estampido resuena eternamente en cada esquina, en cada calle, en cada gota de agua. Quedó adherido al aire, a cada molécula de sus aceras. Sorda y ciega, lo mismo da en qué orden, se volvió la pobre y temblorosa ciudad antes de ser definitivamente amputada, antes de sucumbir al espasmo que la invadió con el dolor frío de su propia carne viva desparramada encima, de la entraña abierta que fue partiéndola a jirones primero en una milésima de segundo, después en un segundo, luego en un minuto, una hora, durante la noche, el día, a lo largo de las semanas, los meses y los años por venir, hasta quedar incrustada aquella desgracia como el pago de su mayor penitencia, como una purga superior de todos sus pecados originales.

El fuego alcanzó la dinamita escondida en la bodega y todo saltó por el aire hecho trizas. La mitad del barco, de la proa a las bodegas, se convirtió en metralla con el grueso de la carga que llevaba encima, una bomba activada con una obscena cantidad clandestina de explosivo que superaba en cuatro veces lo que solían acarrear los buques. Las restricciones por el cólera en Bilbao hicieron a la naviera sobrecargar el barco sin permisos, burlando la norma y firmando una descomunal sentencia de muerte. Más de cincuenta kilos, al parecer, portaba el Machichaco, que unidos al resto de la carga con centenares de toneladas de vigas, remaches, hierros y unas cuantas garrafas de ácido sulfúrico fueron más que suficientes para aniquilar aquella calma, aquel porvenir floreciente de villa pacífica.

Parte del buque quedó amarrada al puerto. Lo que no salió despedido en busca de cuerpos a los que succionar. Aquellos que se libraron del impacto feroz de los metales desaforados por la fuerza huracanada del explosivo se los tragó la mar en mitad de un fango negro y viscoso. Una avalancha de barrizal que los engulló y los ahogó en mitad de una muerte ciega, lenta, de una muerte torpe.

Por encima de los árboles, sobre los tejados, llovían los miembros bastardos de cada cuerpo sin dueño, sin conciencia, desarmado. Una lluvia roja y parda de sangre y vísceras asoló el cemento, revolvió el grijo de los caminos, alarmó el barro, desordenó las baldosas como si asolara un terremoto. La explosión se fue fundiendo con un grito agudo de voces que no se oían entre sí, un grito que la ciudad proyectó hacia sí misma al tiempo que crujía y se despedazaba sobre su propia pesadilla. El cielo se tornó negro, y la extraña tranquilidad de la bahía se revolvió en olas gigantes que arrastraban vivos y muertos hacia el fondo de una tumba líquida donde quedarían sepultados para siempre.

Los hierros retorcidos y rojizos se estampaban contra las casas cercanas. El palo trinquete del barco fue a parar a calles alejadas, como Méndez Núñez. El ancla, con sus aristas de muerte barnizada, acabó en la del Puente. Nadie en la ciudad quedó a salvo: aquella masacre no se conformó con quienes desafiaron al destino a base de una irresponsable curiosidad malsana en mitad del muelle. Los metales asesinos alcanzaron a mujeres y niños a kilómetros de distancia. Por la estación, el tren que llegaba en ese momento de Solares empezó a incendiarse y descarriló. La chimenea del barco cayó sobre la tienda Asilo con ese rugido que provocan los metales desgañitados, como el aullido de un cíclope, y desguazó a un grupo de pobres mujeres que pasaban la tarde entre inquietas por las malas noticias y ocupadas en sus tareas. De nada sirvió la prudencia mostrada por algunos reservándose en sus casas o sus vecindarios, donde se creían seguros.

No había tiempo ni medida humana que pudiera dar cuenta de aquel espasmo. Duró lo que duró: unos minutos imprecisos, da lo mismo. Nadie pudo avisar y por tanto nadie quedó a salvo. Cuando el inmenso estallido se ahogó en plena noche adelantada, un viento helado cubrió las calles. Fue el preludio de la agonía. El tiempo de los vivos. La hora del socorro. Entonces empezaron ya a distinguirse los gritos de auxilio, antes incluso de que los propios supervivientes pudieran reconocer las partes del cuerpo que conservaban. El suyo era un dolor inconsciente, desconcertado, perdido, muy parecido al que sintieron más tarde quienes quedaron ilesos, aunque aturdidos por la incertidumbre de aquellos que no saben si lo suyos han logrado sobrevivir.

La tragedia se expandía. Las llamas del barco habían contagiado un gran número de casas cercanas. Toda la línea de calles próximas al muelle ardía sin remisión. Los vecinos huían despavoridos como podían, con lo puesto la mayoría, o aquellos enseres que lograron recolectar; otros, casi desnudos de cuerpo y alma. Todos conscientes de que era mejor perder cualquier cosa antes que la vida como consecuencia de una muerte lenta y horripilante. Nadie era capaz de hacerse cargo de la situación. La mayoría de los bomberos habían perecido sepultados en mitad de sus tareas a bordo del propio Machichaco o por los alrededores. Casi todas las autoridades, también. Nadie dirigía nada. Sólo cabía confiar en el buen juicio que pudieran mostrar quienes con arrojo se lanzaron a sacar de las tinieblas a sus congéneres, dispuestos a salvar los restos de una ciudad arrasada. En manos de lo único que en ese trance resultaba inexigible: en manos de la serenidad.

Cada cual bajaba corriendo y gritando nombres que se perdían entre el aire de las cenizas. Entre el humo y los restos crepitantes de lo que todavía quedaba pendiente en la siniestra cuenta por cobrar. Médicos, enfermeras y monjas saltaron de los hospitales y los conventos para recoger y amparar a los heridos. Una pandilla de raqueros que había contemplado aquella escena dantesca alejada a varios kilómetros se lanzaron al agua para recoger un montón de cuerpos inertes con la esperanza de que algunos siguieran con vida. Pescadores, obreros, marineros, comerciantes, empleados del banco y señoritos fueron apareciendo por el muelle de Maliaño con la intención de buscar a los suyos y arrimar el hombro. Todo quedó aparcado por la urgencia del rescate.

Entre ellos Diego Martín Solórzano, que ignorante del último arrojo de Águeda para bajar a ver el fuego abandonó la reunión y se presentó en el muelle con sus contertulios: don Blas Matallana, el abogado que por primera vez descompuso su hercúleo gesto de sobrada prepotencia; el medio golfo desocupado de Felipe Zúñiga y Carlos Fuentecilla, el amable notario aficionado a la papiroflexia y a los libros de caballerías. Los cuatro no salían de su asombro ensimismado. Pocas veces habían tenido la ocasión de sustituir la teoría por la práctica, pero en ese trance resultaba imposible quedarse mano sobre mano. Era preciso tragarse el orgullo y volcarse con aquel cuadro de dolor.

A ninguno de ellos se le pasó por la cabeza buscar en sus casas primero, ni preguntar por los suyos. Los creían a salvo. Pero a medida que iban cayendo en la cuenta de la magnitud de un suceso que había desbaratado los planes más cotidianos comenzaron a inquietarse. ¿Y si entre aquella montaña de cadáveres y moribundos anduvieran perdidos algunos de sus hijos, de sus hermanos, de sus padres, sus mujeres? Imposible… La urgencia retrasó toda preocupación; lo primero era asistir a quienes agonizaban a su paso. Los gritos de quienes empezaban a liderar y organizar el auxilio sobre el terreno también desconcertaba. Observaban el suelo y encontraban caras bañadas en sangre, miradas perdidas, manos desgarradas, piernas descuartizadas, cuerpos sin alma que ordenaran algún sentimiento diferente del terror. Sorteaban amasijos de hierro, cristales cortantes sobre el barro que a traición sajaban muchos pies descalzos o el pecho de todos aquellos a los que la tragedia había convertido en reptiles ambulantes. La madera quedaba consumida por un olor de hoguera infernal que inundaba el ambiente. El aroma del ácido sulfúrico les provocaba lágrimas que ellos confundían con su propio trauma, o quizás fuera al revés. Escuchaban morir de lejos y de cerca. No podían sustraerse a los últimos alientos de quienes dejaban solos este mundo. Eran incapaces de dejar de prestar atención a los murmullos de los locos, al desamparo de algunos niños que custodiaban los cadáveres de sus madres y a las mujeres que se resistían a aceptar el hecho inapelable de haber perdido a sus hijos.

Otros corrían sin rumbo. Huían de allí. Temían que otra explosión arrancara esa extraña oportunidad que les había dejado el capricho de la catástrofe. Era imposible organizarse y las llamas se extendían. Había cesado la metralla, se calmaron los tétricos silbidos del hierro disparado que pregonaban más muerte. La locura, sólo la locura, seguía campando y gobernándolo todo con la única ley de su nefasto arbitrio. Sembrando el caos.

Una noche impía y heladora irrumpió de repente. Fue el único día en la historia de la ciudad que la naturaleza decidió prescindir del atardecer: aquella hora en la que se saludaban sus hijos paseando por el muelle fue sustituida por el itinerario que marca la muerte con su desoladora brújula, la familiaridad y la cortesía de los saludos mecánicos y cotidianos a esa misma hora se convirtieron en gritos de desgarro. No hubo sermón que consolara desde entonces a los supervivientes, ni extremaunción que cobrara sentido sobre aquel campo de desolación. Los curas que habían dejado las parroquias, las misas y los rosarios, bajaron a dar consuelo, a evitar blasfemias, a tratar de calmar el ánimo de todos aquellos que empezaran a pedir cuentas al Altísimo por lo sucedido. Muchos fueron los que les escupieron reproches a la cara antes de expirar; otros quedaron confortados y en paz cuando besaron sus crucifijos. La mayoría de los sacerdotes no se atrevía a cantar las ventajas de encontrarse a las mismas puertas de la vida eterna ni a dar explicaciones sobre la incontestable voluntad de Dios, simplemente callaban. Entonaban sus plegarias rápidamente para que nadie pudiera caer en la cuenta de una justificada rebeldía, ni en la monstruosa cadena de la impotencia.

Mientras los más graves agonizaban sin que mereciera la pena llevarles a un hospital, diagnosticados en sus últimos minutos por médicos y practicantes sobre el terreno, una cierta estrategia se dejaba adivinar en mitad del caos. Poco a poco fueron llegando refuerzos de pueblos próximos alarmados ante las noticias que se acercaban de la tragedia, impresionados por el estallido que encogió como el sonido de una avalancha volcánica a gran parte de la provincia. Todos los pueblos que caían a la bahía por el lado opuesto se dieron cuenta al momento de la gravedad. Hacia la ciudad corrieron con voluntarios y sus alcaldes al frente, temerosos de las peores consecuencias.

Quienes allí se presentaron llegados de cada punto de la provincia fueron conscientes de la noche repentina, de entrar en otro tiempo y en otro espacio a medida que se adentraban en las calles atiborradas de hierros a los que el fuego había convertido en esculturas retorcidas, figuras de fango y carne quemada, acompañado de la música estruendosa de los alaridos, los llantos y el dolor. La misma visión del infierno se había apoderado del paisaje. Además de los muertos y los heridos se acumulaban los enseres en las calles, resguardados por sus dueños y los criados. Muebles de caoba, cuberterías, joyas, cristalerías, papeles, carpetas, títulos de propiedad se escabullían del fuego que se extendía hacia el interior de la ciudad. Lo hacía furioso, sin que nadie pudiera cortarlo más que a base de buena voluntad. Menos mal que de Torrelavega llegaron quince bomberos apresurados para empezar a dirigir las tareas con mayor frialdad, con más tino.

A las pocas horas, el paisaje era un hervidero de voluntarios que se arrimaban a quienes mejor sabían encarar la desgracia. Se mezclaban con mujeres, hombres y niños deambulantes que preguntaban por familiares, amigos y compañeros mientras intentaban adivinar entre el pitido de sus oídos qué había ocurrido… De vez en cuando gritaban el nombre de los suyos, formando un tristísimo coro atonal con el soniquete de todos los santos: era el recuento que pugnaba aquí en la Tierra por ganar almas al cielo y al infierno. Nadie perdía la esperanza aunque se mostraran abatidos, hundidos, perdidos, fuera del mundo ordenado que hasta ese día llegaron a conocer; ajenos a la felicidad y a la desgracia que en cada caso les acarreara sus propias vidas. Arrancados de cuajo, descarrilados a la fuerza de su propia existencia. Mucho había que superar hasta recuperar la normalidad. Una deseada, bendita normalidad.

Diego Martín Solórzano no se detenía a pensar si su familia se encontraba a salvo. Cuando finalmente lo hizo, en una pausa de su entrega concentrada al socorro urgente, cayó en la cuenta de que tanto Águeda como sus hijos podían estar, con toda lógica, preocupados por él. Se inquietó y tomó la decisión de acercarse un momento a su casa para calmar los ánimos. En un día así la ciudad necesitaba a toda su prole. Pero los hijos debían también notar la seguridad de sus padres y sobre todo el consuelo, según el ánimo de cada cual. Los suyos eran generalmente fuertes de carácter. Diego, el mayor, con sus diez años cumplidos, seguramente estaría apoyando a su madre en la complicada papeleta de hacer que Enrique, de ocho, y el pequeño Rafael, de seis, mucho más vulnerable que los otros dos, mantuvieran la calma.

No tuvo que dar demasiadas explicaciones a sus compañeros de tertulia para despedirse.

—Voy a acercarme a casa. —No mucho más alcanzó a decir. Apenas un pequeño plan de tiempos—. Veo a Águeda y a mis hijos y vuelvo a buscaros. Será un momento.

—Ya estás tardando, Diego —le urgió Blas Matallana.

—Yo en un momento debo retirarme también —apuntó Carlos el notario.

—Aquí nos va a quedar tarea muchos días. ¡Dios mío! ¡En mi vida pensé que pudiera ocurrirnos esto! Vete, anda. Ya nos encontramos después —insistió Matallana.

—¿Por aquí?

—No, por aquí no. En El Suizo, hacia las nueve, así no nos desperdigamos. Estemos donde estemos, procuremos reunirnos en la puerta de El Suizo. ¿Os parece bien a vosotros? ¿Carlos? ¿Felipe?…

—Sí, por mí bien —contestó Zúñiga.

—Anda Diego, larga ya, que tendrás preocupada a Águeda y a los niños. No te apures por nosotros.

Desde la Plaza de Velarde hasta su casa tardaría diez minutos andando a ritmo normal, pero apresuró el paso, un tanto impaciente por lo que podía encontrar. A medida que avanzaba encontraba restos de la tragedia esparcidos por todos lados. Era una pesadilla zurcida con la misma agonía, el idéntico dolor que le seguía enmudeciendo a él y que impresionó a sus amigos hasta el mismo momento en que se separaron. Las llamas del poderoso incendio deslumbraban la parte de la ciudad que se había salvado del fuego. Ésa era otra de sus inquietudes: poner a todos a salvo, lo más lejos posible. Evitar a los niños el pavor de un peligro próximo que podía acecharles a zancadas, aunque fuese improbable. No soplaba el viento en aquella dirección. Pero, ¿quién le aseguraba que en cualquier momento no cambiaría? La suya era una ciudad de vuelcos impredecibles, acostumbrada, prevenida ante los giros bruscos de un aire caprichoso y de las nubes, siempre a expensas del extraño humor que se gastaba el Cantábrico.

Cruzó el portal y subió las escaleras hasta el segundo piso. Abrió la puerta y preguntó por su mujer.

—¿Águeda?

Serafina acudió en su búsqueda. Le resultó extraño que a esas horas todavía siguiera en la casa. Por el gesto supo que algo no cuadraba…

—Señor…

La mujer bajó la cabeza. Diego la inquirió con los ojos desorbitados. Las horas de trabajo le habían dejado briznas de humo en el rostro, el pelo revuelto, la camisa embadurnada por salpicaduras de sangre ajena, el barro y las cenizas. Diego no parecía don Diego y en ese trance se hacía extremadamente duro reventarle más el ánimo con malas noticias.

—Serafina, por Dios, ¿dónde está Águeda? ¿Y los niños?

—Los niñucos están bien, señor. Toño y yo los llevamos a casa de su madre… Es la señora. No sabemos nada de ella. Tampoco teníamos idea de qué había podido pasar con usted. Gracias a Dios está bien.

Diego balbuceó, retiró la mirada al techo, se atusó la perilla y cerró un puño para contenerse. Necesitaba encontrar la pregunta justa, aquella que sólo diera lugar a una respuesta inequívoca. Pero ése era el día en que todas las certezas salieron volando por los aires. El día de la incertidumbre, el día en que todo podía derrumbarse sin remisión.

—¿Qué ha ocurrido? ¿Desde cuándo no sabéis nada de ella?

—Desde poco después que usted se fuera a su tertulia. Salió con Juanita y prometieron regresar pronto para preparar la merienda a los niños conmigo. Pero… no han vuelto.

—¿No han vuelto? ¿No han vuelto? ¿Sabes lo que significa en un día como hoy que no hayan vuelto?

—Ay, don Diego, ¿y qué podía hacer yo más que alertarlas? Pero aunque a Juanita la vi muy reacia a salir, la señora se empeñó en bajar a ver qué pasaba.

—¿No habrá ido a casa de mi madre a buscar a los niños? ¿No estará socorriendo a la gente como hemos hecho otros tantos?

—En casa de su madre no está, señor. No hace ni diez minutos que Benita bajó a interesarse por ustedes. La mandó aquí su señora madre y le dije que no sabíamos nada.

Diego tragó saliva. Trató de encontrar una primera solución rápida a la alarma que debía de estar viviendo su familia.

—Muy bien, calma. Tranquilicémonos. Acércate a casa de mi madre y dile que yo estoy bien pero que no encontramos a la señora. Cuéntaselo sin que te oigan los niños, hazme el favor. Yo vuelvo al muelle a ver si la veo por algún sitio. Debe de estar socorriendo a los heridos. Seguro que está bien, que se habrá despistado como yo en medio de este desastre. Ella es muy prudente, ya lo sabes.

—Claro, señor, ahora mismo voy. No se apure por nada y haga lo que tenga que hacer. ¿Dejo allí a los niños a dormir?

—Sí, sí, claro. Llévales algo de muda, pero no te entretengas mucho. Vete rápido, por Dios.

Diego regresó a la calle. En el escaso resquicio de razón que le permitía el pánico empezó a invadirle una sensación terrible. Aquella piedad que le inspiraban todos los desesperados con que se topó antes de llegar a su casa se convertía de repente en algo propio. Tomó conciencia de esa misma desesperación, de una devastadora sensación de pérdida. Pero era imposible, no podía hundirse: Águeda habría hecho lo mismo que él. También ella se acercaría en cualquier momento a casa para ver si estaban todos a salvo. Le consolaba saber que sus hijos se encontraban fuera de peligro, pero una vez seguro del estado de los niños nada podía aliviarle otra ansia principal: encontrar a su esposa.

Fue cruzándose con vecinos a los que preguntaba lo mismo.

—¿Águeda? ¿Alguien, por Dios bendito, alguien ha visto a Águeda?

Otros tantos le devolvían la pregunta con otro nombre. Todos perdidos, todos revueltos. Todos buscándose entre sí y sin querer encontrar a los muertos. Antes preferían acercarse a los hospitales que dar la vuelta a cada cuerpo sin vida en la calle por no toparse de cara con la fatalidad. Una curiosidad instintiva les llevaba a querer y no querer identificar zapatos, ropajes desperdigados, objetos reconocibles. Algunos se dieron de bruces con el brazo de su esposa o su esposo al reconocer un anillo, una pulsera. Pero aun así no desesperaban: si el cuerpo no andaba cerca cabía la posibilidad de que estuvieran vendados o inconscientes en algún hospital.

Se acercaba la hora pactada y Diego se apresuró a El Suizo. La zona andaba libre del fuego que en ese momento ya remontaba por detrás de Méndez Núñez, en plena Ruamayor, hacia las casas más antiguas de la ciudad, una zona peligrosa. Por allí podía remontar al cuartel de San Felipe, que de ser alcanzado dispararía todo el arsenal almacenado. Se duplicaría así entonces el zarpazo de muerte. En esa zona dirigían la operación los alcaldes de Torrelavega, Piélagos y Bárcena de Pie de Concha, que esperaban más refuerzos. Fueron llegando. Muchos eran pocos.

Diego llegó al punto de encuentro en torno a la hora pactada. Antes merodeó por la plaza de Pombo, un cuartel al aire libre poblado de heridos entre los que no reconoció a nadie. Fue el primero, tardó en encontrar a sus tres compadres. Se dio cuenta de lo necesario que era no sentirse solo, más solo. Cuando aún no le había vencido un ataque de impaciencia definitiva apareció Felipe Zúñiga, que llegaba tranquilo y hasta descansado respecto a cómo lo dejó. Pero su amigo, sin embargo, comprendió al verle que algo malo podía haber ocurrido.

—¿Estás bien, Diego?

—No. Nada, nada bien.

La siempre previsible serenidad que aquel caballero esbelto, moreno, de patilla discreta y elegancia ajena a la soberbia portaba todas las tardes consigo a la tertulia se había esfumado. No conoces bien a un hombre hasta que se derrumba.

—¿Qué pasa? Dime qué pasa, Diego.

—Águeda… No la encuentro por ninguna parte. No está en casa. Los niños sí, los niños están a salvo con mi madre. Pero Águeda salió. Águeda se fue con Juanita. No sé dónde está.

Felipe Zúñiga comprendió que en ese momento la tragedia podía adquirir un nombre: Águeda. Pero prefirió la esperanza e hizo todo lo posible por mantener la serenidad. Debía evitar por cualquier medio que su amigo desfalleciese.

—¿No se habrá quedado en la calle socorriendo heridos, como todo hijo de vecino? —preguntó Zúñiga para descartar una primera posibilidad lógica.

—Al parecer bajó a ver el incendio, me ha dicho Serafina. Es muy extraño, ella es precavida.

—Claro. También le puede haber sorprendido comprando algo, haciendo algún recado —apuntó Felipe.

—También… —se consolaba Diego Martín.

—¡Dios mío! ¡Es que ni metido en una tienda para un simple recado puede quedar nadie a salvo hoy!

Felipe sólo acertó a mirarle. Por nada del mundo le iba a dejar desbarrancarse en el pesimismo, aunque sabía que llevaba razón. Diego mantenía el mismo aspecto de antes de su despedida. Zúñiga se había enfundado nueva ropa de faena y llegaba más espabilado por efecto de algún enjuague.

—¿Alguna noticia que debamos tener presente?

—Todo y nada. Pero hasta que no encontremos a Águeda no creo que quepa preocuparse por ninguna cosa más.

Carlos Fuentecilla y Blas Matallana llegaron juntos en ese momento. Pasaban minutos de las nueve y encontraron a sus dos amigos separados por una especie de red de silencio. Diego Martín se recogía en cuclillas sobre sí mismo, mirando al suelo y ajeno a las carreras, los apuros, a la misma brisa cargada de retortijones humeantes con toda esa alarma y el dolor. Felipe Zúñiga lo contemplaba de pie, justo a su espalda entornada hacia delante, preocupado. Los dos amigos entendieron sólo mirando la imagen que algo no marchaba bien.

—¿Ocurre algo? —preguntó Carlos Fuentecilla mientras Blas Matallana, siempre más retraído, más precavido ante las malas noticias, esperaba con la misma impaciencia sus respuestas.

—Águeda… Diego no la encuentra. Tenemos que ponernos a buscarla ahora mismo —ordenó fríamente aunque con cierta vehemencia urgente Felipe Zúñiga.

Los recién llegados le lanzaron una mirada de demanda cómplice nada más escuchar lo que había ocurrido. Zúñiga torció el gesto, pendiente de no sacar a Diego de su propio ensimismamiento. El hombre parecía empezar a enredarse en un bucle peligroso. Se sentía ya perdido probablemente, almacenaba en su cabeza los peores augurios y se preparaba ante la presunta avalancha de una turbia desolación. Temía ya más por el dolor de sus hijos, por la impotencia de no saberles explicar, de no poderles consolar. Pero no quería rendirse. Se le revolvían al tiempo por dentro la mínima esperanza y una losa de fatalidad. Sólo le quedaba dejarse llevar por lo que dispusieran sus tres amigos. Debían ser ellos quienes la encontraran: viva o muerta.

De repente, Diego regresó.

—¿Estáis a salvo? ¿Todos andan bien en vuestras casas?

—Sí, Diego, todos bien, gracias a Dios. No tenemos noticias de pérdidas ni desgracias. Ahora verás como encontramos a Águeda —comentó Carlos, que contagió el ánimo a Blas y despejó la sombra de malas sospechas que comenzaban a inquietar a Felipe Zúñiga.

—Bueno, vamos a organizarnos. Preguntemos por ahí. Busquemos amigos comunes, rastreemos cerca de tu casa. Vamos a dividirnos: Blas y yo nos ocupamos de esta zona; Felipe y tú, Diego, llegaos más cerca de tu casa —propuso el notario.

—Sí…, no creo que se alejara mucho de esa parte de la ciudad —intentó terciar Matallana.

—Veámonos cada cierto tiempo en casa de Diego. Para que no nos dispersemos demasiado y estemos al tanto —propuso Carlos Fuentecilla.

Quedaron de acuerdo y comenzaron la búsqueda. Entre el monumento a Velarde y la catedral, Fuentecilla y Matallana llevaban la peor parte. Los incendios no se controlaban y muchas de las víctimas ya se consumían entre aquel calor de infierno sobrevenido. Las calles que de día asistían al trasiego de las descargas del puerto y al baile de marineros y comerciantes habían sido engullidas por una olla gigante de carne y almas en pena.

El almacén de tabacos fue uno de los primeros edificios prendidos. El fuego se multiplicaba sobre sus locales y dejaba un aroma de hoja abruptamente quemada junto a la Audiencia. Corría por todas esas calles el calor insufrible, crepitaban las maderas, los troncos, los tejidos. El hierro se consumía furiosamente contra sí mismo. El agua reflejaba un tono negro, pero también parecía una bañera de sangre; rezumaba humo. La tragedia había confundido todos los elementos: el líquido se evaporaba, el cemento se transformaba en una lava pastosa. Olía a brasa y a crematorio, a hoguera siniestra.

Los voluntarios seguían llegando, entre asustados y decididos, con buena disposición todos pero sin gobierno. Su prioridad era extinguir las llamas, aunque muchos dudaban si atender antes a los heridos con los que se tropezaban y pedían desesperadamente un último auxilio.

Junto al otro muelle, Diego y Felipe Zúñiga seguían preguntando a los vecinos y conocidos que encontraban a cada paso. Muchos llevaban el mismo ánimo que ellos: buscaban también desesperadamente a los suyos. Cada negativa les iba dejando sin aliento. Los pocos datos prácticos que podían ayudarles a obtener alguna pista se iban desvaneciendo de la memoria consciente de Diego Martín. Aunque hacía lo posible por no dejarse llevar al barranco de la desesperanza, le resultaba cada vez más difícil recordar cosas aparentemente poco vitales en ese momento. El rostro de Águeda se le confundía. No quería imaginárselo muerto, mucho menos descuartizado, desfigurado por algún agujero de metralla, por algún golpe de piedra desbocada. Pero tampoco podía evitarlo. De repente, le nublaba el sentido su cara sin vida, su cuerpo inerte, la premonición. Entonces sacudía la cabeza y se la imaginaba corriendo en su busca, tan desesperada como él por no encontrarse.

Zúñiga apenas acertaba a sacarle de aquella pesadumbre. Sólo podía intentarlo dirigiendo sus pasos, comandándole, como si le obligara a seguir una instrucción militar. «Vamos por esta calle», «acerquémonos de nuevo a El Suizo, parece que finalmente han improvisado allí un cuartel», «subamos a Peña Herbosa», «miremos por Puerto Chico»… Pero a cada paso que daban, que Diego seguía ciegamente, las esperanzas se iban hundiendo. No encontraban rastro, nadie sabía, nadie conocía, nadie había oído ni visto nada sobre Águeda.

Llegaron a preguntar a los raqueros que se tiraban a la bahía para rescatar cuerpos. Alguno se guardaba unos reales y billetes sueltos atados a la cintura y empapados; pero lo cierto es que, en ese día, conseguir unas perras dejó de ser su prioridad para dedicarse a salvar más de una vida. Aquellos resquicios de la sociedad pudiente, hijos huérfanos de la miseria que traen las desgracias de la mar, habían cambiado sus planes cotidianos. Generalmente echaban el día mendigando alguna perra gorda que les tiraba cualquier señorito al agua para que se la sacaran con el culo. O quedaban pendientes de las cargas que les sobraban a los barcos para el pillaje con el fin de robarlas, sencillamente. Y si no, pescaban. Aunque fueran mules carajoneros con la mano. Pero ese día no. Ese día, los que habían sobrevivido a su propia curiosidad y no perecieron junto al muelle de Maliaño vivían en el transcurso de aquella maldita noche sus desgraciadas horas heroicas.

Diego Martín conocía bien a muchos de ellos. Desde las ventanas de su casa les veía las tardes de buen tiempo echarse coles al agua, zambullirse como criaturas casi de circo. Lo mismo bordaban el trapecio y la payasada, con esa sorna callejera y esa gracia contraída como una enfermedad benévola en la calle, que acababan a tortas entre bandas opuestas por invadirse los territorios. Encarnaban la gracia y la rivalidad picaresca de la mar.

—¡Pito! ¡Pito! —gritó Diego Martín Solórzano al reconocer al más avispado de todos. Era el que llevaba siempre la voz cantante, el que dirigía las operaciones.

—Don Diego, ¿qué pasa?

—Pito, tienes que ayudarme. No encuentro a mi mujer.

—Por aquí no la hemos visto. ¡Rano! ¡Ranuco! ¿Has visto tú a la mujer de don Diego?

Rano se sorbía los mocos con la muñeca y pasaba los ojos de un lado a otro con una velocidad de bocarte en desbandada.

—Yo no —respondió quejumbroso, consciente de que su noticia no era ni buena ni mala.

—Si sabéis algo, por favor, subid a mi casa y contadlo. Alguien habrá. Ya sabes dónde es. Ahí, en ese portal del muelle. Os caerán algunas perras. Por favor, Pito.

—Descuide, don Diego, que si nos enteramos de algo para allá que vamos.

Poco más les quedaba por rastrear. Decidieron volver a su casa para recabar nuevas noticias, las que fueran, las que el destino hubiese querido fijar. Apenas una acera, unos árboles pelados, el ancho de un camino cuyo polvo amarillento había quedado teñido de negro les separaban de su casa. Pero cruzar era todo un peligro. Debían sortear animales sin dueño, caballos a la carrera, ganado suelto, perros deambulantes, gente desesperada; el ritmo que marca esa zigzagueante violencia del apremio y la incertidumbre.

Al llegar a su portal del muelle, Carlos Fuentecilla y Blas Matallana les esperaban. «Demasiado pronto han regresado», pensó con fundada fatalidad Diego Martín. El simple hecho de verles le hizo acelerar el paso. Y el gesto de circunstancias que ya adivinó en la cara de Matallana, aunque apenas pudiera discernir con claridad las facciones de su rostro, comenzó a hundirle.

Ni Blas ni Diego quisieron ni pudieron hablar. Fue Carlos Fuentecilla quien expuso las noticias a Felipe Zúñiga.

—Nos dicen que las han visto justo antes de Calderón de la Barca.

—¿Están vivas o muertas? —preguntó con toda la crudeza Diego Martín.

Fuentecilla calló.

—¡Vamos para allá! —apremió Martín.

Los cuatro salieron sin apenas dirigirse la palabra, corriendo. Por el camino, Zúñiga entrecortaba preguntas.

—Pero ¿quién? ¿Quién os lo ha dicho?

—Manolín el de Queca, que andaba rescatando heridos. Nos dijo que la vio con la criada justo antes de empezar la calle.

Por los alrededores de Calderón de la Barca un puñado de muchachos se arremolinaban y hacían lo que podían. Los voluntarios se habían erigido en dueños de la situación. Poco a poco comenzaban a dominar el caos y las víctimas recuperaban su rostro, su identidad. Quizás por eso, Manolín el de Queca había reconocido a Águeda San Emeterio de Martín. Pero, ¿la había visto viva o muerta? ¿Herida? ¿Inconsciente? ¿En qué estado? Quedaba por allí y había que encontrarla. Los cuatro empezaron a rastrear. Los voluntarios no les decían nada. Se cruzaban con ellos sin pedirles razón. Sabían que buscaban algo suyo y respetaban esa ansia predecesora del dolor, la nerviosa aniquilación del último aliento de esperanza.

Miraban y miraban. Cada metro, cada cuerpo tendido, los objetos que pudieran ofrecer un atisbo. En mitad de ese marasmo, fue Zúñiga quien la descubrió.

—Diego…

Avisó a su amigo con un suspiro medio ahogado. Lo tenía cerca. Fuentecilla y Matallana apenas lo escucharon y continuaron la búsqueda. Cuando observaron a Diego Martín de rodillas, entregado a un llanto confuso y ahogado, supieron que debían dejar lo que estaban haciendo.

Águeda reposaba en el suelo con su rostro limpio de heridas. No así el cuerpo: una estaca le había atravesado el estómago y una sierra de metralla le segó una pierna. Probablemente expiró en el acto. Su cara muerta conservaba esa bondad limpia, aunque un repentino espanto se le adivinaba en el iris de los ojos verdes, más oscuros que nunca, todavía abiertos. Yacía con los carrillos y la frente apenas tiznados por la ceniza que todo lo amenazaba, resguardada de la sangre y el barro que le salpicaron alrededor. Como una santa. Una santa que retó aquella tarde el temor de Dios. Por eso quizás el Altísimo le cobró su cuenta.

Debió de morir sin apenas tiempo para aterrarse, probablemente sorda y con los tímpanos reventados, pero sin espacio para alarmarse, sin oportunidad de salir corriendo. O sí. Ocurriera lo que ocurriese, lo hizo en la dirección equivocada: la dirección en la que es imposible sortear la muerte. Igual que Juanita, quien por seguirla, pagó con la vida su propia partida en aquella ruleta de los inocentes. Las dos reposaban a escasos centímetros; la chiquilla con el rostro enrojecido por algún fogonazo próximo y los brazos abiertos, como reclamando la última protección de su señora. Pero no existía poder capaz de traspasar aquella tarde la ira del cielo ni el ensañamiento del infierno.

Diego Martín Solórzano la estrechó entre sus brazos. Con el último resquicio de fuerza que le quedaba, la apretó contra el pecho. No dijo nada. Centró su mirada a la vez resignada y furiosa en ese palmo de terreno que había acogido el último suspiro de su mujer. Lo grabó en la memoria como fijado por las brasas de un hierro incandescente y después cerró los ojos.