CINCO

La oscuridad del invierno frío lo envolvía todo en consonancia con el luto. La única sonrisa que lucía en la ciudad era la de Clark Gable, colgado en los carteles del Gran Cinema. Se exhibía Rebelión a bordo y por la Alameda Primera, aquella pose de galán constreñido y presuntuoso no pasaba desapercibido ante los niños que jugaban a las canicas y al marro entre los plátanos plantados por el centro de la avenida. Tampoco ante las mozas que se bajaban del tranvía y le miraban de reojo. Los hombres lo observaban con más desconfianza. Algunos trataban de imitarle la cara, otros se reían ante un gesto que requería un esfuerzo extraordinario para sostener los músculos faciales.

Las tardes se detenían en aquel tiempo por la alameda, expectantes y con el corazón en vilo. Pasaban lentas pero en tensión después del último bombardeo y el baño de sangre que le sucedió. Nadie se atrevía a hablar más de la cuenta. Las noticias del frente se despachaban con cara de mus, con la actitud de confusión deliberada que cada uno invertía en no definirse demasiado. Las paredes oían. Sólo los pájaros mostraban un trino habitual cuando se reunían para escapar en bandada en las copas de los árboles.

El año entró con esa punzada de incertidumbre que da el conflicto. ¿Duraría mucho aquello? ¿Se alargaría? Era la pregunta constante. Nadie lograba contestar. Los optimistas se habían evaporado. El pesimismo vencía el pulso del ánimo y lo más normal era encontrar el gesto torcido de la fatalidad entre aquellos ciudadanos ahora en parte arrepentidos de la efusión, el apasionamiento y el exceso verbal que precedió a la guerra.

Los negocios renqueaban. La rubia Raquel se defendía entre hilos, agujas, botones y cremalleras. No estaba la cosa para estrenar ropa y sí para zurcir y apañar viejas camisas, faldas, pantalones y vestidos. Así que una mercería con utensilios para el remiendo podía ser un buen sustento en tiempos revueltos.

Despachaba sola y se había hecho una clientela fiel. Al cerrar, marchaba hacia su casa en la calle Alta. Era un piso apañado y no muy grande en el que vivía con sus cosas y sin la compañía fija de nadie. Pedro Santiuste acudía a menudo a pasar la noche. Pero un miliciano anarquista no se comprometía de ninguna manera más de lo que su creencia en el libre albedrío le dejaba. El credo era el credo; otra cosa era lo que le salía de las entrañas. Nadie estaba exento de los celos, más cuando se trataba de conquistar a una mujer así. La rubia Raquel conservaba esa aura pálida y delicada que derretía a los hombres, ese gesto de discreción poderosa que la hacía parecer una especie de estatua inalcanzable, una mujer de espuma y miel, entre líquida y gaseosa, en el filo de lo irreal. Capaz de derrotar y despojar de voluntad a quien pasara por sus brazos.

Así le había ocurrido a Diego Martín y ahora al Mula. Pero habían pasado varios días sin que apareciera por allí. La última vez que lo hizo fue al día siguiente de despeñar al cura por el faro. No pudo evitar fanfarronear ante ella. Entró por la puerta y sin mediar palabra la llevó a la cama, poseído de una especie de fiera interior que le hacía besarla a bufidos sin atender a la delicadeza que aquella mujer le demandaba.

Cuando se dispuso a penetrarla sin miramientos, casi sin despojarse de toda la ropa, le preguntó:

—Dime: ¿así es como te lo hacía el cura? ¿Te gustaba más que lo que te hago yo?

Raquel frenó aquel movimiento desprovisto de pasión debajo de su cuerpo torpe, pesado, de osamenta basta y se apartó de golpe.

—Eso, ni me parece bien que me lo preguntes ni te incumbe —zanjó.

—¿Ah, no?

—No, y como insistas en querer enterarte de cosas que no te importan sales por la puerta y no entras más.

—Pues que sepas que no vas a volver a ver a ese cerdo en tu puta vida. Le hemos mandado a donde tiene que estar. Al infierno.

Raquel se levantó bruscamente de la cama. Se sentía sacudida por un temblor que no quería dejar traslucir delante de su amante. Sólo dijo:

—Márchate. Ahora mismo. Necesito estar sola.

—Como quieras…

No pidió explicaciones. Ella sabía, no necesitaba preguntar. No le costó imaginárselo despeñado por el barranco. Cuando Santiuste salió por la puerta, algo se quebró en su cuerpo apenas cubierto por una bata de algodón revenido. Perdió su voluntad de hielo, su gesto de dulzura impenetrable y rompió a llorar.

Durante aquellos días no habló con nadie. Se introdujo en una especie de luto apartado y silente en el que se le agolpaban los recuerdos junto a Diego. Tampoco conseguía explicarse la actitud del Mula. Llegó a despreciarlo. Nada conseguía aplacar en ella un asco creciente ante su cara de matón sin escrúpulos. Se arrepentía profundamente de haberle dejado entrar en su vida. De nada le servía saber de dónde le podía venir aquel odio, esas cosas que tantas veces le había contado para explicar en cierta forma el origen de su violencia contra todo. Su ansia destructiva no podía estar justificada por esa orfandad temprana debida a la cuenta pagada por sus padres ante el cacique local. La suya era una inquina quizás comprensible pero ciega, que quedaba nublada y anulada ante ese impulso permanente de venganza que le sobrevenía ante quienes culpaba de su triste destino.

La rubia Raquel pasaba los días y las noches como en una balsa de dolor, mecida por la nostalgia de lo que resulta irreparable. Imposible de arreglar. Callada en un llanto íntimo que no incumbía a nadie. No sabía que Diego le había dejado un último testimonio escrito. Quizás podría ayudar a darle consuelo. Tampoco sabía a quién acudir para que le contaran lo ocurrido. Fuera lo que fuese, no quería escucharlo por boca de su asesino. Se negaba a verlo. Cambió la cerradura de la puerta para que Santiuste no entrara en la casa. Cuando aparecía por la mercería, se daba la vuelta en un gesto inconfundible de desprecio que obligaba al miliciano a alejarse. No le tenía miedo. Era la única persona en la ciudad que no le temía.

Rafael, por su parte, guardaba la carta y las indicaciones de Diego a buen recaudo. Creía que había llegado ya el momento de cumplir su promesa. No lograba concentrarse en el trabajo. Su pintura había virado hacia un lado tenebroso, hacia los caminos de Solana. El pesimismo le había vencido. No podía seguir coloreando su canto a la vida permanente en mitad de aquellas circunstancias. No se sentía satisfecho tampoco, pero se dejaba llevar por impulsos plagados de sombra y figuras en blanco y negro. Monstruos goyescos de la razón, sangre salpicada y fantasmas entre los que luchaba por hallar una originalidad desconocida. Estaba perdido y absolutamente desconcertado.

Sólo le consolaba hablar con Marina. De arte, de la familia, del futuro…, aunque fuera incierto. Se agarraba a ella como a un salvavidas tan poderoso que a su lado todo se evaporaba: el miedo, la rabia, la impotencia, la desazón.

Le contó lo que había sabido de su hermano y la rubia Raquel. Ella no pudo más que sonreír ante aquella broma del destino. El gran inquisidor había sido devorado por el amor, por una pasión de entrega y muerte. Por una mujer. Todo, al final, es muy simple, muy sencillo de comprender. Cada cual es esclavo de unas sacudidas que se cuelan dentro sin aviso. Empezando por ella, Rafael y acabando por el más intransigente de los Mesías.

—No deja de tener gracia que termine sintiendo esta pena hacia Diego —le comentó Marina a Rafael.

—¿Qué sentías antes?

—Nada, puede que desprecio. Al principio miedo, inquietud, una incomodidad insoportable cuando lo tenía delante. Tienes que reconocer que no se portó nada bien desde el principio ni con mi madre ni conmigo.

—Claro. Pero todo se cura. Esa fe rocosa que nos asusta en algunos por la claridad de ideas no es más que fachada. En el fondo es quien cree el que vive con más miedo. Los que no tenemos fe nos las arreglamos más tranquilos.

—No dejó de ser un hipócrita.

—Puede que al principio, sí. Pero después tú le veías ahí, desvalido, en esa bajada a los infiernos, despojado de todo lo que había sido su vida. No sabes lo que me reconfortó hablar la última vez con él. Aquellas confesiones…

—Bueno, si murió reconociendo sus pecados…

—Así fue. No sabes hasta qué punto. Pero para él no eran pecados ya. No pensaba en esos términos.

—¿Cuándo entregarás la carta?

—No sé. Mañana…

Rafael se debatía entre sus ganas de mantener una conversación con la rubia Raquel y el miedo que le producía su reacción. Era mejor resolverlo pronto, no dejar pasar más el tiempo. Por aquellos días cercanos a la llegada de los Reyes Magos nadie esperaba regalos ni sorpresas que devolvieran ilusiones perdidas. Tan sólo deseaban que todo terminara pronto.

Cuando Rafael Martín se plantó en la Alameda preguntó a un paisano por la mercería de Raquel. Todo el mundo la conocía. No había pérdida. Era aquel localuco pequeñín que quedaba al final, poco antes de llegar a la calle Burgos, a la derecha. Buscó una hora cercana al cierre de los comercios por si se terciaba mantener una conversación, aunque fuera corta. Apareció por la puerta y esperó a que Raquel atendiera a los dos últimos clientes. No se dejó ver mucho el rostro y ella no recaía en su cara. Rafael curioseaba de espaldas al mostrador y miraba hacia el suelo, con las manos cruzadas por delante, metido en su papel de cartero clandestino, un tanto temeroso también de que Santiuste apareciera por la puerta.

—¿Desea algo? —preguntó la mujer.

Cuando Rafael se dio la vuelta y le plantó de frente la mirada, Raquel le reconoció al instante. Él comprendió de golpe la locura de amor a la que aquella mujer había arrastrado a su hermano. Lucía un encanto discreto pero ensimismador, con un moño elegante que dibujaba una curva de flequillo sobre la frente tersa y pequeña, los ojos serenos de barniz claro, aquellos pómulos que Diego, feliz, le describió y que conformaba su belleza triangular, como le dijo. Su discreción espectral.

—Sí. Soy Rafael Martín. Vengo a entregarle algo. Es usted Raquel Santacruz, supongo.

—Claro… ¿Puede esperar a que termine de organizar esto para cerrar?

—No tengo prisa, espero.

Raquel trancó la tienda y se apresuró a recoger las cosas que había en medio del mostrador. Le gustaba dejar todo ordenado. Se excusó, pasó a un diminuto cuarto trasero donde guardaba las mercancías y se llevó la mano al pecho. Trataba de contener la respiración. Cerraba los ojos y se decía: «Tranquila. Tranquila. Nadie te puede pedir cuentas por nada».

Salió con una sonrisa pacificadora y anunció.

—Ya está todo listo. ¿Salimos?

Rafael quería un momento de intimidad con aquella mujer a la que veía por primera vez en la vida. No estaba seguro de poder encontrarlo entre el bullicio de retirada que revoloteaba a esas horas por la Alameda.

—Si no le importa, me gustaría hablar un momento con usted sin prisas. Puede que estemos mejor aquí que en la calle.

—Desde luego. No puedo ofrecerle un sitio cómodo para sentarse. Lo lamento, esto es lo que ve. Tendremos que apañarnos con dos banquetas.

—No se preocupe. Estoy bien de pie.

—Como quiera. Yo prefiero ponerme aquí, llevo toda la mañana con ajetreo y no siento los pies.

—Como prefiera.

Raquel, no obstante, sacó las dos banquetas detrás del mostrador y finalmente los dos tomaron asiento. Rafael observaba aquel movimiento de bailarina encerrada, la pura elegancia autodidacta de una mujer en lucha con un destino que no le pertenecía. No era una cenicienta; era una reina silenciosa, una heroína solitaria y callada.

—Sé quién es usted. Diego me contó su historia antes de…

—¿De qué…?

—De morir.

Raquel quedó en silencio. Era la confirmación oficial de sus sospechas. Reaccionó con serenidad.

—Perdóneme, había oído cosas. Pero nadie supo decirme qué ocurrió con él.

—Para eso he venido, para contárselo. Aunque yo creía que a estas alturas había tenido medios para enterarse por otra parte.

—Hasta ahora, no.

—Entiendo. El día del bombardeo se lo llevaron de la parroquia. Según he podido saber, después unos milicianos lo tiraron por el faro.

—¿Por el faro…? Pero ¿no cabe la posibilidad de…?

—Me temo que no. Uno de los que se lo llevaron fue Santiuste. Creo que usted le conoce.

—Le conocía… —dijo Raquel con suficiente elocuencia como para dar a entender que habían terminado.

—Llegué a sospechar que podían ser celos —sugirió Rafael.

La rubia Raquel callaba. A los pocos instantes, cuando el silencio no había logrado romper el ambiente gélido con el que comenzó la conversación, ella dijo:

—Quién sabe… No he querido volver a tener contacto con ese hombre.

Rafael se tomó la respuesta como una afirmación ausente pero cargada de culpa. Raquel dejaba perder la mirada por momentos y después regresaba a la conversación, sin alterarse. Estaba sorprendido por su coraza gélida, por el misterio insondable que aquella mujer apenas dejaba traslucir dentro.

—No importa ya. Créame, no vamos a pedir cuentas a nadie. El caso es que Diego, antes de morir, me rogó que le entregara esta carta.

Raquel recogió el sobre y le dio las gracias. Cuando lo tocó, en ese preciso instante, la capa de hierro que protegía toda su tensión y su molde de dignidad se derrumbó contra su propia voluntad. Rafael vio cómo le resbalaba una lágrima por la mejilla y le ofreció un pañuelo.

—Perdóneme —dijo ella.

—No se preocupe.

—No debería llorar delante de usted. Al fin y al cabo somos extraños. Nos acabamos de conocer.

—Cierto. Aunque desde que supe de usted siento una cercanía que me conecta a mi hermano. He tardado unos días en venir y lo lamento. Puede que debiera haberlo hecho antes.

—No se preocupe. Se lo agradezco.

—¿Quiere que le acompañe a su casa? ¿Necesita algo de mí?

—No, gracias. Ya ha hecho usted suficiente.

—Si requiere algo, lo que sea. Ya sabe dónde encontrarme. Vivo en…

—Lo sé. No se preocupe. Bastante deben de tener en su familia. Cuide de su padre. No estará pasando un buen momento. Diego lo adoraba. Debe de ser un hombre especial.

—Lo es. Está sufriendo mucho.

Rafael no consideró oportuno dar más explicaciones. Algo le decía que había llegado el momento de dejarla sola para que leyera su carta.

—Bien. Debo irme —comentó.

—Le agradezco mucho lo que ha hecho.

—Gracias a usted por su tiempo. Y ya sabe, si necesita algo…

—Descuide.

Rafael salió a la calle y dejó dentro a la rubia Raquel con el sobre en sus manos. Fue un encuentro corto, pero suficiente para entender la felicidad que a su hermano le producía su recuerdo. Ella dudó si abrir allí mismo la carta. Finalmente, prefirió leerla en su casa. Subió hacia la calle Alta medio ausente. Cuando entró, la dejó sobre la mesa camilla y se despojó de su abrigo. La escasa luz del día requería encender alguna bombilla. Abrió el sobre y encontró aquella letra inconfundible de Diego. La cuidada caligrafía con la que le había enseñado pacientemente a leer y a escribir.

Querida Raquel

Ha pasado ya tiempo. Quizás debería haberme atrevido a escribir antes, pero no tuve el coraje. Ahora que presiento cerca el fin, te debo esta carta. No me preguntes por qué, pero es así. Tampoco importa. Si he de morir, quiero que sepas que lo hago feliz.

Mi vida nunca fue gran cosa. Quedé marcado por la muerte temprana de mi madre. Aquella desgracia me condujo a un fanatismo que hoy desdeño. Dios se me hizo omnipresente demasiado pronto. Pero fue una excusa. En realidad, para lo que me sirvió fue para armarme con una coraza con la que fustigar al universo desde una absurda e improbable altura moral. Viajé por el mundo y me di de bruces con realidades que me hicieron reflexionar. Y finalmente apareciste en mi vida para revelarme la auténtica verdad.

Yo te di cobijo por caridad y tú me revelaste, sin yo verlo presente, el sentido de la vida. Eras una niña dulce, una luz desprotegida que necesitaba educación y armas para el futuro. Procuré dártelas para que pudieras volar. Pero no quisiste abandonarme y yo, en su día, no pude comprender lo fundamental: que llenabas mi existencia como un Dios tangible a quien me hicieron confundir con el diablo.

Desde que te fuiste de casa sentí el vacío de un hielo que no se derretía y empezó a cortarme a pedazos el alma. No pasó mucho tiempo hasta darme cuenta de lo que había perdido. Te pedí que marcharas urgido por mis superiores. Pero no debes culparles a ellos, sólo a mí. Yo pude negarme y colgar los hábitos; es lo que debería haber hecho. En lugar de eso, me dejé llevar por la ambición de promesas vanas. Ahora comprendo que aquellos delirios de grandeza no escondían más que la deleznable cobardía de un hombre absurdo.

Siempre sospeché que aquella decisión cambiaría mi vida. Que me haría desgraciado, como así fue. Me refugié en la bebida porque era la única poción capaz de devolverme de golpe tu cuerpo desnudo. En el sueño de la borrachera me acompañabas, como cuando hacíamos el amor. Buscaba nublar mi mente con el alcohol cuanto antes, desde la mañana, para llevarte conmigo. He manchado tu recuerdo nublado por el vino. Te ruego que me perdones, pero es lo único que me ha hecho sobrevivir.

Pronto comprendí que la ilusión de tu presencia en casa era lo único que me espantaba la angustia y el llanto. Vivía en el pasado, te veía en alucinaciones placenteras que me hacían sonreír: recogiendo los bártulos, cocinando, quitando la mesa, remendándome las camisas mientras te leía en alto los libros que más te gustaron.

Te he seguido idolatrando incondicionalmente. Dejé de rezar a Dios y empecé a orar tu nombre en poemas desgarrados. Luego los rompía y los quemaba, consciente de que nunca llegarías a leerlos. Tampoco merecían mucho la pena, créeme. No esperaba nada a cambio. No quería ser correspondido. Sabía que no podía merecerlo. Sólo me quedaba una salida: amarte por los dos. Te quería absolutamente y me quería yo un poco después, en la medida de lo posible. Era el refugio al completo desprecio que en realidad sentía hacia mí mismo por haberte abandonado. La penitencia en vida, el precio a pagar por aquella decisión que me aniquiló. ¿Cuál era mi deber? ¿Acudir a la llamada de un Dios que, ahora sé, no existe más allá de tu cuerpo, de tu sagrada presencia? Es lo que hice. Firmé así mi condena.

No me costó mucho tiempo darme cuenta de que tu ausencia acababa con mi vida. Por eso quise llenarla de aquella manera. Cerraba los ojos y te me aparecías. Los abría y te sentía acompañándome por la calle, como en un puro delirio. Tú eras Dios en la tierra, Dios en la casa, Dios en los vasos, en el mantel, en la eucaristía. Dios en el viento, en la lluvia, dentro de mi cuerpo. Dios en mi alma. Dejé de creer en todo para creer sólo en ti. Finalmente, de esa forma, me fue revelado el sentido último de todas las cosas. Eras tú y nada más que tú.

Si he de morir pronto, de la forma que sea, quiero que sepas que cerraré los ojos y la última imagen que me lleve de este mundo será tu rostro, tu piel tersa de perla, tu mirada amarilla, tu voz escasa murmurando mi pobre nombre. Tu sagrada efigie geométrica. Sólo entonces cobrará sentido mi muerte. En ti, contigo llenándome dentro, hacia el fin.

Te quiere, eternamente,

DIEGO

Cuando Raquel terminó de leer se sintió sacudida por un extraño y violento temblor de soledad. En su silencio, en no haber pedido nunca nada, buscó su parte de culpa. Supo de golpe en ese momento que también pudo haber sido feliz. Tan sólo volviéndose a acercar a él cuando escuchaba por toda la ciudad esa fama de cura alcohólico que sólo ella sabía cómo sanar. Si hubiera vuelto a rescatarle de su infierno, le podría haber salvado. Pero el orgullo la venció. La rabia también llegó a paralizarla. Había llegado la hora de arrepentirse. Todo había terminado: la esperanza y el rencor al tiempo. Sólo podía llorarle. No quería resignarse a eso y limpiaba las lágrimas que le caían por aquellos pómulos idealizados en el recuerdo de Diego tratando de atajar la pena creciente. No podía. Caían tan rápido que su mano y un pañuelo no le bastaban para secar aquella pena oculta y devastadora.

Se volvió a abrigar y salió de casa cuando la negrura del día no había logrado descargar en lluvia. El viento era frío, de invierno pelado y cruel. Raquel se dirigía ensimismada, envuelta en su figura digna y fantasmal, al faro. Necesitaba sentir la ausencia de Diego convertida en presencia. Mirar hacia el abismo, observar, imaginar su última caída. Cuando llegó, sorteó el aire helado con la coraza del recuerdo. La sonrisa de Diego empujaba su voluntad. Un cielo negro fortalecía el desgarro del luto. Pero también los buenos recuerdos, su tacto tímido y tembloroso, poseído cuando se la entregaba por el remordimiento, por la culpa, por la duda que ella, finalmente, no fue capaz de derrotar.

Había callado demasiado. Había dejado morir con su actitud pusilánime una mentira: la de aquel abandono que les destruía a partes iguales, aquella pérdida que ahora transformaba en su interior de sentimientos de venganza en arrepentimiento. Él tuvo gran parte de culpa; probablemente casi toda la culpa. Pero ella también. Su obediencia dolida, su falta de arrojo, su resignación hacia un destino de mujer que creía no merecer nada. Esa negativa a rebelarse.

En el camino había recogido unas flores. Cuando llegó al borde del acantilado miró hacia abajo y sólo pudo ver la fuerza mortífera de las olas. La mar rompía sobre las rocas y se transformaban en espuma rítmica y ruidosa. Una espuma blanca, pero teñida de muerte. Allí sólo pudo cerrar los ojos y apretar entre los párpados la imagen de Diego. Algo le empujaba a reunirse con él. Algo le inducía a saltar. Quizás una creencia poderosa en el destino trágico, en lo irreversible. El delirante convencimiento de que al hundirse en el vacío se reencontraría con él.

Pero abrió los ojos de golpe, mientras rebotaba a saltos impulsada por su propio llanto. Despertaba de una alucinación de amor y muerte que por un momento llegó a ver como única salida a su desgracia. Finalmente se impuso en ella una especie de lucidez. En lugar de saltar, arrojó las flores y murmuró en voz baja su nombre hacia aquella tumba alborotada y rugiente de la mar.

—Diego…

Luego lanzó un último beso al vacío, se dio la vuelta y regresó, sin apresurarse, a la ciudad.