Tras aquella luz ciega de violencia, todo se cerró en una oscuridad de difuntos. Un sueño de calma sucedió a la pesadilla. Un letargo gris de humedad y lágrimas que caían por dentro y por fuera en el ánimo roto de los hijos de la ciudad. Quienes podían enterrar a sus seres queridos lo hacían envueltos en aquella tregua tensa que nadie acertaba a adivinar cuánto duraría. Quienes no, se consumían entre una sordera de rabia e impotencia.
Había cadáveres que empezaban a flotar en la memoria como monstruos sin sepultura, hundidos en la tumba anónima de la mar, apartados de cualquier reino, como fantasmas. A otros no los reclamaba nadie, como al pobre Pombito II, que cayó por huir en la dirección equivocada. Cuando el hombre vio los aviones, en vez de tirar a Puerto Chico lo hizo para la estación y en el último fogonazo de aquella escuadra asesina encontró la muerte.
Los voluntarios a quienes tocó recoger despojos sin vida de la calle se toparon con él entre los diques de Maliaño. Parecía haber partido de este mundo con un gesto estupefacto, con una mueca de extrañeza que pedía cuentas al aire y al azar sin comprender ni esperar nada. No tuvo siquiera la suerte final de desaparecer como lo hizo su predecesor. Nadie le echó de menos.
El primer Pombito en la estirpe del puerto, en cambio, produjo su conmoción entre la ciudadanía. Cuando una mala ola de frío lo atropelló a finales del invierno de 1920 y los carabineros lo encontraron a la puerta de una taberna envuelto en sus prendas con agujeros, lo llevaron a enterrar en medio de una manifestación popular desde la calle Hermida hasta la plaza de Numancia. Los trabajadores del muelle le pagaron el sepelio. Pero Pombito II acabó en una mala fosa al lado del cementerio sin ningún raquero alrededor que vertiera una lágrima por él.
Tuvo mala suerte hasta para largarse al otro mundo. La ciudad estaba pendiente de demasiados entierros por los acontecimientos como para despedir a aquel pobre desgraciado. Nadie le echaría en falta hasta días después, varios días después, cuando la guerra todavía seguía siendo una sombra sin visos de evaporarse. Un arañazo diario en la piel, un mordisco seco de dolor e incertidumbre que se tragaba víctimas sin ton ni son. Como la de aquel cuerpo harapiento y lleno de mugre de Pombito II, que mantenía entre la piel comida a picotones de sarna una extraña dignidad arrancada de cuajo por las balas.
La guerra fue un golpe seco sin piedad ni remisión. Así al menos se tomó en casa de la familia Martín después de que la noticia con la muerte de Diego traspasara la puerta antes de que finalizara el año. Después supieron que había caído por el ansia de venganza indiscriminada de un asesino sin medida. Pero las razones que lo habían llevado al otro mundo ni aumentaban ni disminuían el dolor.
Cuando Rafael hizo sus pesquisas, eso fue lo que le contaron: lo habían tirado por el faro. No cabía duda. Enrique se mordía por dentro y aguantaba el mazazo de la muerte injusta de su hermano con la misma desesperación que le causaba día a día saber que su hijo mayor luchaba en el frente. Y en el bando equivocado, según él. Junto a los precursores del desorden, del caos y de la Antiespaña.
Su hijo se le había escurrido de las manos. No fue por falta de atención, fue porque aquella guerra cayó en mala edad para él. En esa etapa confusa en la que uno cree llevar todas las certezas del mundo a cuestas, cuando no se aprecia la vida ni el sufrimiento porque una te sobra y lo otro aún te falta. Ni Enrique ni su mujer pudieron verlo a tiempo. En eso tenían tanta culpa como Rafael, con sus pésimas influencias. Cada carta, cada parte de radio, cada mañana al leer los periódicos, ninguno de los dos podía disimular el ansia, el miedo en el rostro. Lo hacían aparte, con la puerta cerrada. Para que Isabelita y Alfonso no se toparan con desgracias sin pasar los filtros convenientes.
Mas a la vista de todos, lo peor resultaba el ánimo en que había caído Diego Martín al enterarse del fin que tuvo su hijo mayor. El silencio invadió cada segundo de su vida. Tan sólo hablaba en sueños, sobresaltando a cada latido los intentos vanos de descanso de Carmen Revuelta, que trataba de consolarle en vilo. El hombre perdía los días sentado en el mirador, con los ojos fijos en la bahía, esperando un golpe de marea que le devolviera de repente su cuerpo. No había pronunciado palabra desde aquel día. Nada dijo al enterarse. Sólo lloraban la ausencia mortal su esposa y Toñina, que al enterarse del terrible aniquilamiento de Diego temía más que nunca lo que le pudiera pasar a Manolín.
En los últimos tiempos, la madrastra y el primogénito habían enterrado el hacha de guerra. La vida, con sus desgracias mayores e incontrolables, ajenas muchas veces a la voluntad de los hombres, les hizo vencer, por ridículas, sus rencillas. Pero Carmen Revuelta lloraba a veces también al contemplar la derrota de su marido. Sus lágrimas, apartadas, en silencio, mezclaban la pena por la pérdida y la rabia que le revolvía dentro la injusticia. Ni las novelas de esas escritoras de carácter que durante años la evadieron y llenaron de coraje y orgullo por el género femenino la entretenían ya. Ni el arte de Concha Espina, la valentía de doña Emilia Pardo Bazán o el estilo varonil de Matilde de la Torre le aportaban ya nada interesante.
También ella, en muchos sentidos, había sido vencida. Su arrogancia había quedado enterrada. La soberbia y el despotismo con que solía tratar al servicio, también. Su fe luterana, transformada íntimamente por una necesidad de hacer el bien que no había sentido antes. En el naufragio de la derrota vital, Carmen Revuelta se volcó en atender a quienes tenía más cerca. La muerte de Diego y la infelicidad de su hija la humanizaron.
Trataba a Toñina con un respeto y un cariño que la derretía. Con Serafina buscó redimir aquel carácter infernal del pasado. La atendía como a una madre enferma y desvalida; la vestía, la peinaba, le limpiaba la cara con un pañuelo y le daba pacientemente de comer sus sopitas. Una sonrisa suya, mecánica, inconsciente, bastaba para saldar la cuenta en aquellos días de la guerra, cuando cualquier momento podía traer la noticia de una desgracia. Pagaba sorbo a sorbo, caricia a caricia, todos los improperios y humillaciones que le dio en vida.
Padre e hijo habían muerto a la vez de alguna manera aquel día en que desapareció Diego. El patriarca no mostraba síntomas de mala salud: comía y dormía con regularidad. Pero durante la mañana y la tarde se sumía en una cárcel interior a la que no dejaba entrar a nadie. Una cárcel que le fustigaba y le carcomía la mirada, el gesto, los suspiros. Era el único sonido que emitía de vez en cuando, un suspiro entrecortado y alguna tos que expulsaba como un espasmo en el que no recaía conscientemente.
No salía a la calle. Se levantaba, se lavaba, se vestía, desayunaba y se perdía en su mundo. Tampoco tenía sentido nada más después de los acontecimientos y sobre todo de la falta de alicientes. Él y sus amigos habían anulado las tertulias y las reuniones en el Ateneo. Pero es que, además, se negaba a ver a nadie. Ni a Blas Matallana, ni a Felipe Zúñiga, que se acercaban cada dos por tres al muelle para preguntar por él. Carmen Revuelta les mantenía al tanto de su pérdida de voluntad medida, de esa protesta callada que había emprendido contra el mundo. Ellos no sabían qué hacer para ayudar a su amigo. Desesperaban en paseos por la ciudad sin rumbo ni sentido, despojados de la polémica, la discusión y la gracia de otros tiempos. Perdidos en un hoyo sin fondo en el que hablar podía granjear enemistades de por vida.
Carlos Fuentecilla preguntaba a su vez por su antiguo amigo pero no les acompañaba en sus frustrantes visitas. Él y Diego habían roto toda relación poco antes de que empezara la maldita guerra. Lo que no pudo conseguir a través de los años ese nudo callado, ese pacto honorable que les funcionó durante décadas, aquella entente por la que no había tema tabú que discutir sin que ello fuera a romper su amistad, resultó destrozado también por la atmósfera política y la violencia de los discursos previos a la rebelión de los militares. Si hasta eso había muerto, todo lo demás podía ir detrás: los hijos, las buenas personas, la decencia, la tolerancia ahogada en pos de una barbarie estéril.
Con su ruptura, cada uno dentro de sí, supieron que algo mucho más profundo moría. Pero fue demasiado escuchar a su amigo Fuentecilla justificar con saña según qué crímenes. Aquello se lo podía perdonar quizás a su hijo Enrique, aunque sus soflamas golpistas también les alejaron mutuamente en los meses previos a la guerra. Un hijo era un hijo, al fin y al cabo, aunque no supiera que su defensa de la fuerza bruta conducía hacia una espiral que él mismo podría lamentar después.
Todo ese discurso de violencia, de lección de fuerza, acogotaba el ánimo del patriarca Martín hasta dejarle sin aliento, hasta comerle la fuerza. Pero lo de Diego fue demasiado. Lo intuyó. Cuando vio aquella marabunta acercarse al Alfonso Pérez supo que sería imposible no saciar el hambre de venganza. Los disparos, los camiones cargados que salían hacia el faro y pasaban delante de la puerta de su casa…
Guardaba aquella tarde grabada a fuego en la mente. En uno de esos vehículos sintió la última presencia de su hijo. Estaba seguro entonces y seguía convencido aquellos días que dejaba pasar atado al mirador. Por eso nadie era capaz de apartarle la vista de allí. Todavía esperaba en vano, inútilmente, que volviera por donde se había ido. Se le aparecía en sombras de luz, con la sotana perfectamente planchada, digno, con el antiguo gesto de determinación evangélica que había perdido después, en los últimos tiempos, cuando ya todo le daba igual y cayó preso de la bebida. En sus silencios, Diego Martín se preguntaba también sin dar cuentas a nadie: «¿Moriría en paz? Mi hijo, mi pobre y desdichado hijo, ¿se habrá ido de este mundo en paz?».
Sus otros dos descendientes acudían a verle a diario. Rafael comía cada día con él. Marina había regresado de Bilbao para apoyar a su madre y refugiarse a su lado. La guerra tampoco pintaba bien por allí. El terror se había impuesto en la zona, como en cada esquina del país, y tanto ella como su antiguo marido decidieron pacíficamente que los niños pasarían mejor aquellos días en su casa de Biarritz, alejados de tanto trauma.
Por eso Marina volvió a la ciudad. Encontró un panorama de luto y tristeza que había arrancado lo mejor de aquella casa. El arrojo, la determinación de su madre, y el estoicismo sabio de su padrastro. Le partía el alma verle vencido tanto como a Rafael. Sabía que no corrían buenos días para su gran amor y una vez se aseguró de que los niños quedaban a salvo supuso que sería más útil a su lado.
Aquella relación ya había sido asumida por todos. En silencio, discretamente, como quien ve, oye y calla. Más de uno pensaba en las sandeces que pudieron llegar a hacer por impedir lo que en su día parecía una provocación demasiado audaz a todas las convenciones. Pero hasta los asuntos de moral habían quedado en suspenso mientras el país se desangraba. Quien se hiciera con el poder después del baño de sangre impondría la que más le conviniera.
Marina y Rafael vivían así una especie de oasis de felicidad pasajera en mitad de tanto horror. Una felicidad que, de todas formas, les hacía sentirse culpables. Cuando Marina acudía a casa de Rafael, casi a diario, hacían el amor muchas veces con la mente perdida en otros lugares. Lo dejaban por hastío a menudo, sin que aquello les hiciera pensar en la nube del hartazgo mutuo. No. Sabían que las circunstancias, que la inconsciente sensación de derrota, vencía la voluntad de sus propios cuerpos. Entonces se abrazaban y dejaban pasar la tarde, casi sin decirse nada. Acurrucados en una trinchera con roce de piel.
Alguna vez les sorprendía el llanto mecánico que les producía la angustia y la culpa, esas implacables barreras que debe salvar muchas veces el deseo de felicidad.
—¿Qué pasa ahora? —le dijo entre susurros de apoyo Rafael a Marina en uno de esos encuentros en que ella vertió algunas lágrimas fugaces, discretamente, apartando el rostro.
—Nada, no es nada.
—¿Son los niños? ¿Ha ocurrido algo?
—No, están bien. Me echan de menos, lo sé. Pero están bien.
—Entonces…
—Es la impotencia. La impotencia de vernos aquí, con la felicidad a un palmo y no poder…
—No poder ¿qué?
—No poder serlo, vivirlo plenamente. Qué asco. Ahora que somos libres, que podríamos huir a cualquier parte, nos plantan más barrotes que nunca.
—No pensemos en eso. Disfrutemos el hecho de estar juntos. No nos culpemos de nada. Colócate aquí, a mi lado. Quiero ver esa sonrisa.
Marina dibujó un tímido gesto placentero en su cara. Rafael la besó y se durmieron. Habían surgido otros resquemores más preocupantes en la familia que la relación entre Marina y Rafael. Eso que Enrique y su hermano menor habían aparcado por un momento sus rencillas al saber de la muerte de Diego. El respeto hacia el dolor de su padre les evitaba los enfrentamientos que en otras épocas no disimulaban en la mesa, ni en los encuentros familiares. Aquellos días se veían en compañía y no se peleaban. Pero la inquina de Enrique crecía dentro de él en igual medida que la impotencia lo hacía en Rafael al ser incapaz de demostrarle cuánto se había esforzado por echarle una mano.
Enrique se negaba a aceptar que su hermano había llegado hasta el final para cubrirle ante las autoridades del Frente Popular. El hecho es que no le pudo conseguir su coartada para pasar aquellos días con más seguridad. Punto. No atendía a razones. Cada vez que se lo explicaba, le lanzaba a la cara la culpa de que Quique estuviera en el frente. Una de esas tardes mantuvieron una discusión más bien desagradable.
—Si le pasa algo a mi hijo, prepárate. No te lo voy a perdonar jamás —le decía con una crudeza que le producía escalofríos.
—Sé que no hay nada que pueda equipararse al dolor y la angustia de un padre. Pero no seas injusto conmigo, Enrique. ¿Crees que no sufro yo esa circunstancia casi lo mismo que tú?
—Como yo… lo dudo. Tú no sabes lo que debe de ser perder a un hijo. Ni lo sabes ni lo sabrás nunca. Sólo espero que yo tampoco llegue a enterarme.
—Bien, de acuerdo. ¿Crees que apruebo que se haya ido al frente? ¿Supones que no me arrepiento de todo lo que haya podido influirle? Si pudiera dar marcha atrás y borrar algo en mi vida, eso es lo primero que haría.
—Así que reconoces ahora todo el mal que has causado.
—No es mal porque no lo hice con intención de buscar desgracias.
—No seas cínico, Rafael. Lo hiciste con el ánimo de competir conmigo. De poner en duda, en entredicho y en ridículo mi propia autoridad como padre. ¿No es eso mala intención?
—Te juro que no.
—Bah. No te arrepientes de nada. Tratas de enredarme con tu labia, como siempre. Como cuando te pedí la última vez que te marcharas de aquí y no me hiciste ni caso.
—Aquello fue una insolencia y lo sabes.
—Y lo tuyo una tontería. No te hubiese faltado de nada. Lo hubieses tenido todo cubierto. Pero te empeñaste en seguir aquí, para pintar. Dime, ¿qué has conseguido? ¿Eres un artista consagrado? ¿Respetado? A nadie le interesa tu arte. Ni para eso has valido. Sólo para traer desgracias a esta casa. En cambio, si te hubieras ido entonces, Enrique no estaría hoy en el frente jugándose la vida. ¿Para qué? Dime, ¿para qué se la juega?
—Por idealismo —soltó Rafael un tanto ensimismado entre los insultos sin tregua de su hermano.
—¿Por ese idealismo que acabará hundiéndolo todo, llevándonos a todos por delante? —siguió atacando Enrique.
—Probablemente.
—Ésa es la diferencia: vosotros envenenáis con idealismo; nosotros con principios, que es algo distinto y mucho más sólido.
—¿Qué más da? —saltó de repente el menor.
Rafael pudo reaccionar y salir de su rincón completamente magullado en su interior, pero firme.
—Claro que da —le provocó Enrique.
—Idealismo, principios, patria, Dios, tradición. ¿Son ésos vuestros principios? ¿Acaso crees que no resultan igual de insensatos que el resto? ¿Que no encierran el mismo peligro? No se trata más que de excusas con las que aniquilar otras cosas perfectamente tangibles. Asuntos de esta tierra y no del cielo. Democracia, libertad, justicia social. Todo lo demás es una mierda, Enrique. Y tanto tú como yo nos hemos quedado en medio.
—Chorradas. Palabrería.
—Vale, si no es por tus principios o por nuestro idealismo arreglemos todo por otra razón. Más vale que nos entendamos, que aparquemos nuestras diferencias. Más vale que no nos dejemos llevar por errores pasados y permanezcamos unidos, como una piña, como una auténtica familia.
—No me hables de familia. Precisamente tú, que escupes sobre esa palabra cada vez que te encuentras con Marina. ¿Crees que no me doy cuenta?
—Por nuestro padre, Enrique. Piensa en él. Seamos justos con él. Si no qué razón tiene predicar con principios así. ¿También eso va a acabar a navajazos? ¿Ves como todo es mentira? Mira en lo que crees, analízalo. No te dejes deslumbrar por la verborrea. Cuando defiendas esos valores eternos, sopesa en qué medida los sacrificas también. Ese ánimo de revancha que has acumulado hacia mí se vuelve en contra tuyo. Defiendes la familia y al tiempo amenazas a tu hermano. ¿Te das cuenta?
—No, no. No me vas a convencer. Sólo te digo una cosa: si algo le ocurre a Enrique, ten por seguro que entre tú y yo no cabe la palabra familia. Olvídate.
Aun así, aquellos días decidieron ser prácticos. Se repartieron las obligaciones pendientes de Diego. No había trámites que solucionar. A instancias oficiales, era un desaparecido. Tan sólo debían comunicarse con el obispo para mantenerle al tanto de lo que Rafael pudo averiguar. Aunque el hermano menor quedó como guardián de su último deseo. Fue algo que no transmitió a nadie de la familia. Únicamente quiso saber lo que Enrique conocía de aquella historia con la rubia Raquel.
Su hermano se lo contó. Desde cómo le había prestado dinero para que se deshiciera de ella, el acoso, la urgencia con la que sus superiores le hicieron dejarla en la calle y cómo desde entonces Diego había perdido completamente el norte. Cómo se hundió en un tormento ante el que no pudieron hacer nada. Rafael le contó su última conversación con él, que le había avisado de que un miliciano le tenía ganas por aquella relación pasada. Ambos sintieron una lástima impotente y la culpa de no haber podido salvarlo.
Pero Rafael también ocultó algo a Enrique. No le dijo cuál fue el último paso de su hermano al respecto. El día en que regresó a su casa después de no saber qué había ocurrido con él, encontró un sobre en el suelo. Era el encargo final de Diego. Dentro halló dos cartas también cerradas. Una para él y otra para Raquel. En la suya, las instrucciones eran claras: «Si algo me ocurriera, entrégale esta carta a mi adorada Raquel». Se lo había dejado la mañana en que lo mataron. No sabía qué extraña premonición le urgía hacerlo. Pero, desgraciadamente, acertó.