Para ser final de diciembre y el día previo al de los Santos Inocentes parecía más bien primavera. El sol un tanto cegador del invierno, ese que sale con fuerza para aprovechar su resquicio de brillo en mitad de la oscuridad casi perpetua, recrudecía todos los colores en una histeria visual poco común. Aquel estallido de luz regalado de sorpresa por la madre naturaleza animó a los hijos de la ciudad a saltarse la habitual precaución del estado de alarma y salir a pasear.
Una alegría algo estúpida invadió a quienes disfrutaban la mañana a pensar en una tregua. Es el efecto que produce el resplandor en los sitios donde reinan cielos grises, lluvia y penumbras. Si encima el viento detiene sus histéricos silbidos y la temperatura se caldea, muchos tienden a perder la perspectiva. A olvidarse de la contundente losa que nos planta encima la realidad. Y en aquel tiempo la realidad, la vida, era fea.
El buen tiempo hizo incluso sonreír aquella mañana a Diego Martín. Hacía meses que no se le dibujaba una mueca feliz en la cara. Tan sólo los nietos conseguían arrancársela de tarde en tarde. Observaba por el mirador de su casa cómo se iba poblando el muelle de críos gritones en plenas vacaciones navideñas y mujeres con poco abrigo, de vendedores ocasionales que pretendían sacarse unas perras a costa de las estrecheces del racionamiento, mozos sin alistar y vejetes animados que miraban hacia el cielo temerosos de que se volviera a encapotar.
El sol de invierno se había llevado de golpe las noticias más crudas de la guerra. Los frentes encarnizados, las represiones, los encarcelamientos. Diego Martín evitaba mirar hacia la derecha para que la sombra del Alfonso Pérez no le amargara aquella mañana luminosa. El barco de la vergüenza encerraba a algunos conocidos suyos. Como partidario de la República y de la legitimidad incuestionable de la democracia, no se sentía orgulloso. Nadie se atrevía a contar cómo resistían allí dentro, hacinados, mal alimentados, maltratados, sujetos a un destino incierto, sin garantías. Era todo un misterio amplificado en las habladurías y el miedo reinante con historias espantosas.
No quiso ver Diego Martín la silueta de esa cárcel flotante y sí la aguerrida presencia de Peña Cabarga enfrente, los picos de los montes de la cordillera detrás y a los lados. Alisas, el entorno de Liérganes, más a la izquierda los alrededores de Soba y la Junta de Voto. Todos aquellos parajes por donde había paseado, los lugares adonde su padre le llevaba de niño a ver los trabajos en las ferrerías de la familia, que eran lo más parecido al infierno en vida. Unos pobres desgraciados trabajaban día y noche para fundir metal. Lo hacían encerrados entre paredes de piedra con el único objeto de mantener el molino de agua que avivaba el fuego a cambio de jornal, catre y una comida que no lograba despojarse del aroma chamuscado por todo el ambiente.
Cuando acudía con su padre a ver aquellos negocios que hicieron florecer a su familia desde tiempos inmemoriales juraba intentar ser algo en la vida para no acabar atado a un trabajo similar. Luego, los monstruos de los grandes hornos acabaron con aquella manera de tratar el hierro que durante siglos forjó los cañones de la Armada Invencible y las necesidades del ejército. Lo que las industrias de finales del XIX producían en una mañana equivalía a lo que sus ferrerías sacaban en un mes. Al menos, su padre tuvo buena vista y supo reinvertir todo el dinero en esas nuevas industrias. Dispuso de ojo para adivinar que se avecinaba un cambio de época. La muerte de la artesanía, de todo un oficio al que sustituirían máquinas. Así salvó la fortuna familiar, cosa que su único hijo administró bien después. Hasta ese momento.
Desde el balcón, Diego Martín también veía pasearse por los diques a Pombito II. Como había animación y la gente parecía con ganas de reírse, aquel hombre no dejaba de poner en práctica todo su repertorio antes de pasar la gorra. No se había quitado el chaquetón, aunque lo llevaba desabrochado y dejaba traslucir los lamparones de la camisa de grumete a rayas horizontales que vestía debajo.
Pombito rompía alegremente bombillas dando cabezazos al aire y acto seguido trataba de mover unos centímetros, también con la cabeza, el barco que tenía atracado al lado. La gente aplaudía sus argucias de mimo aficionado, de payaso callejero incapaz de hacer daño a una mosca. Pero algunos veían en ese empeño de resolver las cosas a testarazos una patética metáfora de sus vidas y se entristecían. Antes de que le diera tiempo a pasar la gorra, cuando iba a dar la una de la tarde, justo después de la última de sus embestidas, Pombito vio a lo lejos una especie de moscones que se aproximaban por la bahía. Era un escuadrón de aviones, no distinguía cuántos: diez, doce. Cada vez parecían más. Hasta dieciocho llegó a contar en el momento que quienes se entretenían con sus gracias dejaron de reír y empezaron a retirarse.
No lo hacían apresurados. Las sirenas sonaban como un aviso de rigor poco amenazante para los habitantes de la ciudad. Era urgente acudir a los refugios, aunque nada podía pasar, creían. Los avisos anteriores habían sido en vano. Nunca caían las bombas. Los vuelos de los rebeldes eran siempre de reconocimiento, una especie de carta de presentación sin consecuencias. Un paseo. Hasta ese día…
Ese día, 27 de diciembre de 1936, aquellos pájaros llevaban en las entrañas una carga de muerte indiscriminada. Entraron por el Alta y comenzaron a disparar a discreción, sin distinguir enemigo pequeño. Mujeres, niños, ancianos, caían acribillados por las detonaciones. Venían a matar, a provocar el terror en la población, a asestar un golpe y un castigo que los habitantes de las ciudades leales a la República no debían olvidar.
Fue un barrido de sangre que destrozó la ciudad desde el oeste hasta los alrededores del centro. Pocos llegaron a tiempo a los refugios que las autoridades habían montado en los almacenes, las tiendas, en plena calle, en los soportales atrincherados de la Plaza de Pombo o en el arco de la calle del Martillo. Las bombas caían sobre las Alamedas, cerca de la estación y por el muelle de Maliaño. El vuelo asesino de los once aparatos bombarderos y los siete aviones de caza —trimotores Junkers Ju-52 y la otra mitad biplanos Heinkel He-51— machacó el barrio Obrero del Rey, la calle San Fernando, las de Antonio López, Castilla y Madrid. Resultó una masacre indiscriminada que duró al menos quince minutos, justo los que tardaron las baterías antiaéreas en reaccionar. La defensa se vio sorprendida y durante aquel cuarto de hora nadie se libró de una muerte caprichosa. No había objetivos señalados: todos eran blanco del ataque. Quienes no encontraron refugio ni resguardo quedaron a expensas de un escarnio sólo justificado por la lógica de la guerra cruda contra los inocentes.
Rafael Martín escuchaba desde su casa el zambombazo insoportable de los proyectiles a lo lejos. Los gritos ensordecedores de quienes corrían hacia los soportales, insultos de rabia y desesperación. La angustia contenida y lanzada al aire por madres descorazonadas que no encontraban a algunos de sus hijos. El aullido de una mañana que había empezado en paz y acabó entre los sollozos crudos de la muerte.
Poco después de la incursión, el azul del cielo quedó teñido por el negro de un humo bastardo, por la sangre vertida y los pedruscos de las nuevas ruinas salpicadas por las aceras. Por el mismo paisaje que Diego Martín había olvidado pero que se repetía aquel día con la saña de quien ha decidido infligir daño a conciencia. La visión idílica de la mañana se transformó en pesadilla, lo mismo que el lejano día de la catástrofe, que regresaba ahora de golpe como si hubiese sido ayer, devolviendo un paisaje de luto y angustia. La podrida ira de la desolación.
Cuando los aviones se perdieron más allá de la cordillera, los habitantes de la ciudad saltaron a la calle para buscar a los suyos y salvar a los heridos. Lo hacían aguantando la respiración y la rabia en igual medida, con la esperanza de no toparse de golpe con la muerte de cara. Diego Martín y Carmen Revuelta no salieron de casa. Las bombas no habían cruzado el muelle de Maliaño y si cada uno había permanecido a cubierto o por los alrededores del centro a partir de la catedral no podía haber ocurrido nada. Así fue. A Isabel de la Hoz no le había dado tiempo a bajar al refugio más cercano, en la plaza de Pombo, pero había quedado en su casa, aterrada, tratando de calmar los sollozos sin consuelo de Alfonso y el temor contenido de Isabelita, que cuando oyó alejarse a los aviones comenzó a gritar fuera de sí:
—¡Papá! ¡Papá! ¿Y papá?
Enrique Martín entró poco después por la puerta; lo que había tardado en atravesar corriendo el trecho entre el banco y su casa. Cuando los cuatro se reunieron sanos y salvos, se empezaron a preocupar por los abuelos y por los tíos. Rafael se acercó también a casa de su hermano y quedó aliviado cuando los vio a todos con vida.
—No te preocupes por padre. Voy a acercarme yo al muelle. Quédate aquí con Isabel y los niños. Hablamos más tarde.
—¿Y Diego? —preguntó Enrique.
—Seguro que está en casa. También lo comprobaré.
Cuando Rafael salió a la calle ya llegaba por la plaza un olor a chamusquina turbia, un olor de malos presagios, de sangre fresca y metal detonado, de pólvora y humo ascendente, de muerte inútil y saña vil. La parte oeste de la ciudad era un caos de vidas partidas en dos, de sirenas y maldiciones al aire.
Por el muelle, la tensión empezaba a respirarse. Desde el balcón, Diego Martín contemplaba desolado aquel fin de sus días acogotados por la violencia y la falta de juicio. Por el embrutecimiento y la escalada imparable de odio y venganza, justo lo que había querido combatir toda su vida. Aquella guerra, aquel país no era el suyo. Él se apartaba para poner a resguardo su discernimiento, como cualquier persona de bien. Después del ataque vendría la revancha. Ya comenzaba a sentir el martilleo de la cuenta en su interior. Miró hacia el Alfonso Pérez, atrapado en una negra premonición, y comprobó que hasta allá se habían acercado ya unos cuantos vecinos con piedras y armas.
Rafael llegó a la casa paterna y se acercó al balcón.
—¿Os encontráis bien? Parece que sí, gracias a Dios. Enrique, Isabel y los niños están a salvo —anunció el hijo menor.
Carmen Revuelta alivió de golpe el sofoco, llevándose las manos a la frente.
—¿Marina? Está en Bilbao, ¿no? —preguntó Rafael, como si no supiera nada de ella.
Su madre contestó afirmativamente con la cabeza. Apenas decían nada. Parecían sumidos en un shock mudo: la conmoción de la rabia y la desesperanza. Tampoco su padre reaccionaba con nerviosismo. El terror le mantenía paralizado. Sólo mostraban señales. De pronto, Diego Martín, comentó:
—Ya han llegado al barco. ¿Dónde está Diego?
Lo preguntó con gravedad, como si presintiera algo inevitable. Como si en la hora de la venganza, su hijo mayor fuera a pagar la pesada cuenta de otros más hábiles que él.
—Creo que en casa.
—¿Por qué no vas a buscarle? Por favor, Rafael. Escóndelo, por lo que más quieras. Esto no me gusta. No creo que vaya a terminar bien. Míralos, cada vez llegan más al Alfonso Pérez. Los quieren matar. ¡Los van a matar!
—No te preocupes. Ahora mismo voy a buscarle.
Estaba seguro de que andaría por allí. Cada día, a esas horas, antes de ir a comer al muelle, terminaba sus asuntos y ponía en orden cartas, peticiones, servicios necesarios. Pero la desquiciada dinámica de aquella mañana trastocó todas las monotonías. Antes de que Rafael pudiera acercarse a buscarle, Diego había recibido otra visita.
Efectivamente, en el momento del bombardeo andaba en su casa. Pero cuando las explosiones dejaron de oírse, decidió bajar a la parroquia. Justo se cruzó con quien no debía. El Mula se dirigía al Alfonso Pérez cuando le vio entrar en la iglesia. Detuvo su coche e irrumpió a voz en grito, con su casaca marinera cruzada, el gorro de la milicia y los cinturones de la cartuchera a la vista. Llevaba un cigarro apagado en la boca, como si sólo se atreviera a cometer medio sacrilegio.
—¡¡Cura!! ¿Dónde estás, cura?
—Aquí. ¿Quién me busca? —preguntó el párroco, consciente de su reto.
—¿Diego Martín?
—Sí. ¿Qué quiere?
—¿Sabes quién soy?
—No tengo el gusto.
—¿No me conoces?
—No.
Diego Martín sabía perfectamente que Pedro Santiuste había llegado allí para llevárselo. Sabía quién era, qué quería. Lo que había estado esperando con tal de agarrarse a una buena excusa que le sirviera para matarlo. Ahora la tenía.
—¿No sabes que no debéis andar por las iglesias? Ahora son propiedad del pueblo. Así que arreando, vamos a dar una vueltecita y así, de paso, nos presentamos.
El cura le siguió sin decir palabra. Santiuste seguía buscando la provocación.
—¿No has visto lo que han hecho tus amigos los fascistas? ¿Sabes cuántas mujeres y niños hay por ahí muertos en plena calle? —Diego Martín calló—. Dime, ¿no los has visto? Pues te lo vamos a enseñar. Venga. Arrea.
El Mula empujó de mala manera a Diego Martín. Lo agarró de la muñeca y lo introdujo en el coche a trompicones.
—Arranca, Marcial. Tira para el muelle —indicó al conductor.
Pedro Santiuste sonreía con saña. Pero al cabo de una milésima se le cambiaba el rostro dibujándole una mueca inquietante, de rabia contenida e irracional. Llevaba la muerte en los ojos, la barba de días cerrada, la nariz roja y el aliento entumecido por horas de poco sueño. No creía Diego Martín al verle de cerca que aquel hombre fuera a hacer feliz a la rubia Raquel.
—Así que tú eres el cura rufián que se pasa por la piedra a las feligresas —soltó el comisario.
—¿Adónde vamos? —preguntó Diego Martín tratando de cambiar el rumbo de la conversación.
—¿Ya has olvidado a tu Raquel?
—Ni la he olvidado ni la olvidaré.
—¿Sabes ahora quién soy?
—Lo he sabido desde que oí tus gritos a la puerta de la iglesia.
—No te me pongas chulito, ¿eh? Que te sacudo dos hostias.
Diego Martín volvió a callar ante la amenaza. No por miedo, más bien por no darle el gusto de desahogarse. Lo que tuviera que pasar, iba a pasar. Había llegado para él la hora del via crucis.
El viaje hasta el muelle fue interminable. Tres o cuatro minutos de tensión que ni los gritos cargados de furia animal, ni el vaivén del gentío que bajaba hacia el barco lograban aligerar. Iba a correr más sangre. Los presos pagarían sin juicios, a las bravas, la despreciable matanza de los rebeldes. Cuando el coche llegó a donde estaba atracado el barco ya se habían apostado allí unos milicianos y una camioneta vacía dispuesta a cargar. Pedro Santiuste salió disparado hacia la escalerilla. Antes de entrar, unos guardias lo detuvieron.
—¿Adónde cree que va?
—Adentro.
—Tenemos órdenes de no dejar pasar a nadie.
—¿Sabes quién soy, monín? Quita de en medio o te meto un tiro en la frente.
—No puedo. Ha dicho Bruno Alonso por la radio que mantengamos la calma. Tenemos órdenes de hacerlo.
—Me paso yo lo que diga Bruno Alonso por el forro de los cojones. ¿Qué sabrá ese mierda de nada? Aquí se han acabado los miramientos. Quita o te tiro al agua.
Los guardianes del Mula se tocaban la pistola que guardaban en el cinto con las manos. Amenazantes, como habían aprendido en las películas del Oeste, pero dispuestos a hacerlo esta vez en serio. No había juegos. Era todo un duelo entre los partidarios del linchamiento y los vigilantes de la ley.
Los guardias dejaron paso a la fuerza y diez minutos después, Pedro Santiuste apareció de nuevo afuera con treinta o cuarenta prisioneros.
—¡Todos éstos, al camión! Ya sabéis adónde hay que llevarlos. Luego volvéis a cargar otros tantos y así hasta que nos hartemos.
Diego Martín esperaba dentro del coche observando cómo la ira de quienes habían bajado a pedir cuentas se calmaba a medida que las camionetas —no una, ni dos, ni tres— cargaban con aquellos presos hacia un destino seguro pero innombrable. El lugar estaba en mente de todos. Pero pocos se atrevían a decirlo.
—Ésos acaban despeñaos en el faro —cuchicheó alguien.
Nadie respondía. Tan sólo asistían al espectáculo de una nueva premonición de sangre que aliviara la rabia del bombardeo. Y así, ¿hasta cuándo? ¿Hasta que acabasen todos pagando cuentas sin fin?
Cuando Pedro Santiuste creyó que con los que había enviado a aquel lugar satisfacía su ira, entró en el coche y le dijo a Diego Martín:
—Tú nos acompañas. Querrán que alguien les dé una última bendición, ¿no?
Justo en ese momento llegó en otro coche el jefe de la FAI.
—Ahí te dejo a unos cuantos. Haz lo que quieras con ellos. Yo me llevo a éstos al faro —comentó el Mula.
Su jefe no le dio ninguna contraorden. Callo y ni reparó en cómo arrancaban. Poco después empezaron a oírse disparos indiscriminados dentro del barco cuando el coche pasaba por la casa del muelle. Diego miró en ese momento hacia los balcones: allí creyó distinguir la figura de su padre. Éste fisgoneaba detrás de los cristales como un espectro al que no le ha dado tiempo de despedirse. No se equivocaba. La búsqueda de Rafael había resultado un fracaso y algo les decía a todos por dentro que sólo cabía esperar; nada bueno. Respiraban una desesperación contenida. Nadie se venía abajo, aunque los tiros que resonaban por los alrededores del barco se les clavaban dentro sacudiéndoles con escalofríos. Mataban a placer, dentro y fuera del buque. Algunos cayeron allí como escarmiento de la gente que lo contemplaba, como un mensaje inequívoco de ojo por ojo.
Otros cayeron más lejos. Cuando llegaron al faro, los prisioneros aguardaban en fila. Temblorosos, desencajados, entre sollozos. Cuesta resguardar la dignidad, digan lo que digan los héroes, cuando comprendes que el fin está cerca. Cuesta mantener la calma.
El viento azotaba el cabo. Ni siquiera la altura del faro resguardaba las corrientes. Las olas rompían debajo en un rugido siniestro que confundía el golpe de los cuerpos arrojados con el batido del agua y la espuma en la roca. Diego Martín pensó en ese infierno que no era de fuego, que era de agua salada, de corriente, azote y frío. Un buen infierno en el que morir ahogado en llamas de agua y espuma. Muchos caían rezando. Diego les fue absolviendo. Uno a uno. Cuando no faltaba nadie por perderse en el vacío y el llanto de los muertos había quedado sumido bajo las simas que cubría la bravura del mar, Pedro Santiuste se acercó al cura, amenazante.
—De éste me encargo yo. Esperadme en el camión —avisó.
Diego Martín mantenía la serenidad. No iba a derrumbarse ante ese momento decisivo. En cierto modo, lo vislumbraba cercano. Se había preparado hasta llegar a desearlo. Se acababa el sufrimiento, la frustración, ese artificio de una vida dedicada a los demás cuando sólo deseas la felicidad propia.
—¿Algún deseo? —espetó Santiuste.
—Ninguno. Que sepas que muero sereno. Ten claro también que cuando me despeñes por ahí abajo no voy a tener ni a Dios, ni a la Virgen, ni a los santos en mente. No creo en nada ya, salvo en una cosa. Me golpearé contra las rocas y desapareceré para siempre. Quizás me lleves en tu conciencia. Puede que de ahí no me pueda evaporar así como así. Pero lo dudo. No pretendo ser ningún mártir. Ahora, estate seguro de algo: cuando caiga por ahí abajo cerraré los ojos y sólo veré el rostro de Raquel. El cuerpo que poseí una y otra vez sin ninguna conciencia de pecado y con todo su consentimiento. Eso y no más.
Santiuste soportaba el golpe que le estaba asestando Diego Martín en el estómago de mala manera.
—No sigas por ahí. Por ahí no sigas, curita.
—Sí, amigo, sí. Sí, hermano. El cuerpo para mí sacrosanto de la única mujer que he amado y que me amó, el cuerpo y el rostro que gocé miles de veces, el jugo sagrado de sus entrañas, que bebí hasta hartarme y que fue el más dulce de todos mis cálices.
—¡¡¡Ya vale!!! ¡¡¡Te vas a callar, hijo de la gran puta!!!
Y en un arrebato violento, Santiuste empujó a Diego Martín hacia su propio abismo.
Mientras caía, en esos dos, tres segundos que tardó en tragarle la espuma, Diego Martín cerró los ojos y contempló por última vez, tal como le había jurado a su verdugo, el cuerpo limpio, terso y blanquecino de la rubia Raquel. Fue su mejor oración. La plegaria que le debía. El arrepentimiento final antes de que un golpe seco le partiera los huesos y el cráneo contra las rocas. Acto seguido, lo engulló la mar.