La iglesia dormitaba ya en una penumbra de silencio y restos lejanos de incienso cuando Diego Martín se dispuso a cerrar la sacristía. Había cantado una especie de misa de ocho clandestina ante una docena de beatas solitarias entre las que se mezclaban algunas arpías y unas pobres almas sin ápice de maldad. Todas parecían asustadas. Cerraban los ojos y entonaban sus rezos con un extraño patetismo. Representaban la verdadera reserva espiritual. Los templos andaban vacíos u ocupados esos meses. En teoría, no estaba permitido oficiar nada. Lo mejor para los católicos fervientes era pasar desapercibido, encerrarse en casa y limitarse a bajar a la calle a trabajar o a cambiar los cupos con las raciones de cada día.
Diego Martín cumplía siempre que podía con sus trámites. Trataba de dar alguna misa en el templo cuando no implicaba riesgo para los fieles. A él le traía sin cuidado. Había decidido hacía tiempo desafiarlo todo. Su propia vida, su muerte. Cuando la cosa se caldeaba, ejercía en alguna casa donde se reunían fieles a escondidas. Allí también confesaba. Pero la realidad es que apenas sacaba fuerzas ya para cumplir con sus más ínfimos deberes. Le aburría todo. Sentía sus obligaciones como una losa en mitad de aquella parafernalia de conservación huidiza de ritos y atenciones. No le quedaban ánimos para salvar almas, sobre todo cuando había perdido la suya.
No contaba con nadie en la parroquia. Era demasiado arriesgado exponerse. Salva, el sacristán, guardaba un ya demasiado largo tiempo de cama por un simple catarro. No parecía aconsejable dejarse ver por las iglesias. A él le importaba más bien poco no disponer de compañía. Solo se las arreglaba sin dar explicaciones, ni órdenes, ni cuentas a nadie. Ni siquiera tenía miedo. Miedo a que fueran a buscarle, como ya estaba advertido, miedo a que lo encerraran, lo apartaran de golpe. Miedo a que lo despeñaran.
Más en ese día, concretamente. Ese día se encontraba extrañamente en paz. Por eso deseaba hablar a las claras con su hermano Rafael. Reconciliarse a través de una conversación, desahogarse, tranquilizar sus congojas de alguna manera haciéndole ver que no temía nada. Que si algo le angustiaba era el dolor de su familia ante lo que le pudiera ocurrir, nada más. Un cura como es debido lo diría metiendo a Dios por medio: «Estoy en manos de nuestro Señor». Algo así. Pero Diego Martín ni siquiera necesitaba inmiscuir a las alturas en su propio destino. Si lo hacía, su nombre saldría por inercia. ¿Era eso utilizar el nombre de Dios en vano? Casi seguro. Pero ni estar en pecado mortal le inquietaba. Aquella calma, la serenidad que le invadía era absolutamente personal. No dependía de nada ni de nadie. Quizás sólo quedaba a expensas de un último perdón: el de la rubia Raquel. De buena gana le haría una última confesión: «Desde que te fuiste no soy nada. No soy nadie. Muero en vida», diría. Quizás demasiado tarde. Mejor dejarlo pasar.
Ella fue su amargo sacrificio. Se apartó de su lado un día por ambición, por ese infantil, soberbio y asqueroso deseo de ascenso que se revolvió en su contra para destruirlo. Antes de poder jugar sus cartas, antes de perseguir otros púlpitos, la seguridad que dan los báculos, los anillos y las mitras, se arrepintió profundamente de su error. Pronto vio que, sin ella, nada tenía sentido. No le costó darse cuenta de que solo no encontraría ni camino, ni felicidad, ni arrestos, ni sentido, ni Dios por el que le mereciera la pena luchar.
Diego Martín dobló cuidadosamente los paños y metió sus atuendos en el armario. Cerró el cáliz y los recipientes con las sagradas formas sobrantes bajo llave. Cuando se aseguró de que nadie quedaba dentro de la iglesia besó la estampa que llevaba en el bolsillo. No era ninguna virgen, ningún santo lo que veneraba entre las arrugas de su sotana: era una fotografía difusa y sombría de la rubia Raquel. Un retrato robado en el que ella miraba medio sonriente y discretamente ladeada, con aquella mata de pelo dorado sobre la frente, los dos pómulos perfectamente marcados antes de la curva que caía en simetría perfecta sobre sus finos carrillos. Luminosa. El dibujo de una preciosa reliquia perdida para siempre. Alejada de todo lo sucio, lo inmoral, lo descorazonador, de aquella hipocresía todavía poderosa con su presencia fantasmal como resto de toda esperanza en mitad de su despreciable vida.
Ahora le llegaba noticia de su relación con otro hombre… Sonreía Diego Martín ante esa ironía. ¿Celoso? Ni siquiera. La devastación le había vuelto insensible a cualquier novedad, ante cualquier romanticismo vengativo. Parecía sedado contra todo en lo más profundo. Bien deseaba que fuera feliz, que encontrara en otros brazos el aprecio, el valor, la vida que él no supo darle. Aunque fueran los de aquel bruto, los de aquel ser de dudosa sensibilidad para hacerla dichosa. Tampoco él lo fue. ¿Quién era él para reprochar nada al respecto? Debía haberlo dejado todo por ella, pensaba ahora. Tan simple como eso. Tomar la decisión contraria a la que tomó. Pero era tarde. La ceguera lo desvió sin saber que con aquella equivocación se enterraba en vida. Si no hubiese sido a partir de entonces por otro aliado fiel, el alcohol, estaría muerto. Aquel vino peleón, esos orujos que le quemaban la garganta, le llegaban en procesión a la cabeza y le obligaban a nublar los sentidos cuando la poseía, le habían ayudado a llegar a salvo hasta ese día. A trompicones, desahuciado, como pudo, sintiendo el desprecio y la lástima de quienes le rodeaban, desde su padre y sus hermanos a los feligreses.
El cura abandonó la parroquia y se dirigió a casa de su hermano. La calle parecía moribunda. El viento seguía agitando una oscuridad perturbadora que golpeaba los mástiles lejanos y vacíos de las banderas y las hojas desnudas de los árboles. Subió las escaleras con resuello. No echaba de menos Diego Martín la borrachera diaria. Debía tener a punto los cinco sentidos para hablar con Rafael.
El menor le recibió sonriente. Había sacado algo de queso de la despensa y un poco de fruta; unas manzanas reinetas, unas peras y uvas. No cenaba mucho, sólo eso, en los días de paz. Ahora que un buen amigo le había proporcionado una pieza de nata y algo de Tresviso, lo que era una normalidad frugal en los tiempos habituales se convertía en fiesta, en excepción. El queso les apasionaba a los dos. En las buenas épocas lo tomaban casi a diario. Con la guerra de por medio, se había convertido en un manjar al que por su escasez le otorgaban todavía un valor mayor del que generalmente se le daba en casa de los Martín.
—El pan está duro. Pero lo bueno es que tenemos esto.
—Alabado sea Dios, aunque sólo sea por lo que nos vamos a comer.
—¿Sabes algo de Manolín? Veo a su madre un poco mustia.
—Sé que no debe venir por la ciudad. Es mejor que los curas se escondan. Se lo dije a Toñina, que fuera preparándose para una ausencia larga. También la tranquilicé, le conté que estaba bien, aunque la verdad es que no tengo ni idea.
—En los pueblos tampoco creo que queden muy a salvo.
—Mejor que aquí, sí. Cada día encierran cinco o seis en el Alfonso Pérez.
—Ese barco es nuestra mayor vergüenza. No me hables.
—Es lo que hay. Aquí se ha cruzado ya la línea más siniestra. No creas que en la zona nacional pinta mejor para quien cae preso. Que sea lo que Dios quiera.
—Estoy preocupado por ti, Diego. Las cosas se están poniendo feas, debo decírtelo. Es mejor que desaparezcas. Hazme caso.
—Me quedaré donde Dios me ha encomendado.
—No me vengas con ínfulas de mártir. Te digo que el asunto no está para bromas.
—Debemos pagar muchos errores. Y pedir perdón. Te lo pido a ti por todo el daño que sé te hemos causado.
—No tienes que pedirme perdón por nada, hermano. Yo entiendo. Lo que no quiero es que te resignes. Nadie debe pagar. Esto es una barbaridad, no tiene ni pies ni cabeza. Lo que debemos hacer cada cual es salvarnos. Aprovecho mis contactos por arriba para advertirte: hay mucho loco y mucho descontrolado. Si ese Pedro Santiuste va a por ti no será porque nadie se lo pida. Será por venganza personal. Por celos o porque la otra le instiga.
—No creo que ella sea capaz de algo así.
—¿Por qué? ¿Tan bien la conoces ahora?
—Créeme, es imposible.
—¿Has hablado con ella?
—No.
—¿Y no piensas hacerlo?
—No. No quiero volver a verla. No sabría qué hacer, qué decir. La eché de mi casa. La dejé en la calle. Lo que tenga que ocurrirme, lo que deba pagar por aquello, lo pagaré.
—No me parece justo.
—No es una cuestión de justicia o injusticia. Es algo más complicado.
—¿En qué sentido?
Diego Martín dudó. No sabía cómo empezar su historia. Le contó cómo la conoció, cómo decidió convivir con ella, cómo llegó a amarla.
—Deseaba volver cada tarde a casa para sentirla alrededor. No debía decir nada, tan sólo estar, merodear a mi lado, respirar… Pequé a conciencia. Bueno, pecar es un decir. Entonces creía que pecaba. Ahora sé que el pecado no es haberme quedado junto a ella. Haberlo dejado todo y marcharnos juntos. Pero entonces sí pensé que hacía mal. Me deslumbré con otras cosas. Promesas. Mira que puedo llegar a ser idiota. Cada vez que la poseía me emborrachaba hasta perder el sentido casi por darme una excusa. Ahora lo hago porque es la única manera de atrincherarme dentro de mí y reencontrarla en ese extraño sueño que me viene con el alcohol.
El cura había entrado en una especie de trance con su discurso. Lloraba sin sentir, sin rencores. Lloraba mecánicamente, como un desgraciado insensible a todo, sin decencia, sin cortapisa, sin decoro. Su hermano no se atrevía a interrumpirle. Le dejaba hablar sin pausa mientras él entrelazaba el discurso de una vida miserable que bailaba alrededor de los recuerdos de la rubia Raquel y su pérdida de fe.
—No me costó tampoco dejar de creer… —dijo Diego Martín.
—¿En qué?
—En Dios, en la Iglesia, en mi vida tal y como se había desarrollado hasta entonces. En todo. Sólo creía en ella. La había dejado con la excusa de la lealtad a mis votos, pero sobre todo por ambición, y aquella canallada se me volvió en contra. Pero ni eso me importa. Tampoco Dios, ni sus hijos, ni la España impía, atea y abandonada al diablo, como dicen, me importa. Sólo busco estar en paz y quizás ese momento haya llegado. Sin ella, nada tiene sentido, Rafael. Toda esta parafernalia, esta palabrería, la defensa de unos privilegios con el escudo de los pobres, este fariseísmo, este Dios que no muestra piedad por nadie, ¿a quién le incumbe? A mí ya no.
—¿Te rindes?
—Me he rendido hace mucho. Creo que puedo estar en paz en otro lado. De otra forma, lejos de aquí. No te preocupes. Simplemente cuida de padre, y defiende a Enrique si vienen mal dadas. Resiste tú, que eres el más fuerte de todos nosotros, el más libre. No sabes cuánto te envidio. No sabes lo que me arrepiento de haberte fastidiado tantas veces la vida por envidia. Ahora sé que ésa era la razón. No abandones. No te rindas. Tú no.
—Te lo prometo.
—Se nos terminó el pan…
—Pues vamos a comernos lo que queda con los dedos.
Diego y Rafael se sonrieron.
—Este trozo de picón no lo podemos dejar aquí. Le van a salir gusanos —dijo el mayor.
Los hermanos apuraron esa suntuosa cremosidad del queso hasta que no hubo nada que rebañar. La confianza, la franqueza fraternal que durante años esquivaron y despreciaron volvió de golpe ante aquel plato del que dieron buena cuenta haciéndose confesiones mutuas. Sobre todo Diego Martín, que en una catarata de emociones contadas relató a Rafael, descarnadamente, su propia tragedia sin arreglo.
El cura se fue al filo de la medianoche. Su hermano lo vio alejarse por la parte de atrás hacia su casa, hacia la lúgubre guarida en la que lloraba los restos de su propia soledad. Diego encaraba la calle sonriente por primera vez desde hacía muchos años. Había saldado una deuda demasiado injusta con Rafael. Enrique no le guardaba ningún rencor; su padre, cree que tampoco. Estaba definitivamente en paz con su familia.
Sólo Raquel merecía una última explicación. Subió a su casa meditando cómo podría dársela. Se resistía a verla. Más ahora. Hubiese sido una indiscreción innecesaria, toda una provocación que prendería la ira de quienes buscaban matarlo. Sabía que tarde o temprano ese tal Santiuste iría a por él. Había otra solución: le escribiría y le daría la carta a Rafael para que se la entregara si algo le ocurría. Era lo más justo. Se quitó la sotana y se puso cómodo en el escritorio. Agarró papel y pluma y comenzó:
Querida Raquel…
Fuera, la noche aprisionaba la ciudad en un sueño que sólo el cansancio lograba conciliar a fondo. Al menos en casa de Enrique Martín. Isabel de la Hoz dormitaba de espaldas a su marido. Lo hacía sobre la cama separada por un fino pasillo en el que cabía una mesita que representaba un mundo entre los dos.
Resultaba difícil ocupar el vacío que había dejado Quique entre aquellas paredes, aunque sólo fuera por las discusiones que en los últimos tiempos sostuvo con su padre. Política, arte, religión, aquella ciudad que, decía el niño, le agobiaba con su previsible dormidera. Si se fue al frente era para evitar que a la primera de cambio cayera en manos del enemigo. La presentía demasiado débil, nostálgica en el fondo de un orden irrompible. Los triunfos del Frente Popular habían sido un espejismo; aquellos primeros fervores republicanos, con gente en la calle y votos antimonárquicos, también. El alma de la ciudad se le antojaba profundamente conservadora. Eso pensaba, muy influenciado por su tío y por lo que veía en el entorno social que le rodeaba. La broma de la soberanía popular había llegado muy lejos, sostenían los que al final tocaban las teclas de todo. Era preciso maquinar algo para volver a poner las cosas en su sitio.
En cuanto a él, se mataba con la razón su padre, ¿quién le mandaba irse ahora al frente cuando estaba a punto de empezar la carrera? ¿Qué podía haber más importante que prepararse para un futuro incierto con buena formación, con unos estudios que tenía el privilegio de poder afrontar sin agobios, con todo cubierto? Quizás eso, los privilegios de que gozaba y que él deseaba fueran para todos, le dijo una vez a su padre. No había manera de hacerle entender que lo que no es no puede ser y además es absolutamente imposible.
Pero Quique estaba empeñado en revertir aquel orden, aquella injusticia implantada y heredada desde hace siglos. La rueda agobiante e indigna que ahogaba lo mejor de aquel país encadenado a un destino de oligarcas, sátrapas cuartelarios y curas siniestros. Lo que no había podido hacer a conciencia era traspasar ese idealismo incendiario a sus hermanos. Cada vez que se dirigía a ellos en términos mitineros, su padre le cortaba en seco el intento: «¡Haz el favor! ¡Contigo ya tenemos bastante!».
Y la culpa, como siempre en toda su vida, había sido cosa de Rafael. En buena hora regresó de dondequiera que estuviera. Cuando pudo volver a echarlo, se arredró. Se mostró demasiado débil. Poco a poco fue penetrando con sus virus mortíferos y absurdos en su propia casa. Primero camelando a Isabel, a su propia esposa. Menos mal que a esas alturas ella ya le había catado. Irremediablemente había acabado por darle la razón. Era algo que Isabel de la Hoz llevaba con amargura contenida: darle la razón a su esposo, a ese pelafustán insensible con quien nunca debería haberse casado y al que ahora le unían como clavos sus tres hijos. Pero fue inevitable. La realidad era muy tozuda y en todo lo que tuviera que ver con Rafael, Enrique, hay que reconocerlo, sabía de lo que hablaba.
Desde aquellos días en que Isabel de la Hoz observó el empecinamiento revolucionario muy poco saludable de su hijo comprendió que su tío era una mala influencia. ¿Hasta dónde ese cambio de actitud se debía más a que desde que Marina se había divorciado el propio Rafael había cambiado de prioridades seductoras? ¿En qué medida Isabel se sentía despreciada por su preferencia ante Marina? Enrique no lo sabía. Se lo figuraba, pero no quería profundizar ahí para no llegar a terrenos siempre pantanosos. Sencillamente se alegraba de haber recuperado un aliado en su causa, aunque fuera silencioso. Apenas se hablaban más que para las cuitas cotidianas. Sus confesiones y su comunicación no iban mucho más allá de unos buenos días, un seco saludo de bienvenida al entrar a casa y una formal despedida cada noche al apagar la luz. Sin besos, sin contactos físicos, sin efusiones, sin bromas ni complicidades. Guardando las apariencias dentro y fuera de casa. Tolerándose uno a otro sin alteraciones. Más ahora, cuando Isabelita y Alfonso debían respirar esa forzada normalidad que bajo ningún concepto podía dejar entrever la tensión vivida dentro de cada uno: el verdadero infierno.
Lo malo es que tal y como se estaban desarrollando las cosas, Enrique se vio obligado a pedirle un favor a su hermano. Se lo había pedido ya, de hecho, pero estaba a la espera de que se lo confirmara. Desde que las izquierdas dominaban cada ámbito, los empleados de cualquier empresa resultaban menos sospechosos si se afiliaban a un sindicato. Enrique lo había solicitado, previa consulta a las alturas en el banco, que le dieron el visto bueno. Un detalle así podía salvar el pellejo. Pero por su cara bonita, de buenas a primeras, no se lo iban a admitir. Necesitaba el enchufe, las influencias de su hermano. Rafael, por descontado, le dijo que lo diera por hecho. Pero lo que no podía saber Enrique era lo difícil que le estaba resultando conseguir el visto bueno. Las cosas se estaban poniendo duras para los arrepentidos de última hora. Nadie quería infiltrados.
Cuando se lo propuso a Juancho Balbín, éste le dijo sin ambages que lo olvidara, que quien no se había afiliado a estas alturas no iba a ser admitido ahora. No era momento de farsas. Además, su familia estaba en entredicho. Era el hermano de un cura que no había dado muestras de lealtad a la República, aunque tampoco lo contrario. Rafael demoraba la respuesta y Enrique, en su furia contenida, se figuraba que su hermano no estaba haciendo lo que debía. Le daba largas, le ponía excusas ambiguas. Hasta que un día antes de Nochebuena se lo dijo. Enrique no le creía. Pensaba que habría hablado con cualquier mindundi sin influencia y no con quienes verdaderamente cortan el bacalao entre esa, para él, caterva de rojos. Se alegraba en su fuero interno de que no le admitieran. Lo que debía haber hecho hacía tiempo era afiliarse a la CEDA y dejarse de monsergas. Si la votó era por algo. Como buen partidario de Calvo Sotelo, sobre todo. Pero por algo más: sabía que podían meterle en la cárcel. Aunque lo que tenía claro es que en cuanto esos patanes cayeran, iba a salir a la calle con el brazo en alto. El primero.