UNO

El silbido agudo de aire que se colaba por las rendijas de las ventanas y los balcones pitaba aquellos días en los oídos y las cabezas con otros rumores. No como siempre, como ese preludio de lluvia y corrientes anteriores a los resfriados, a los catarros o al frío intenso, sino como el anuncio de un temporal más duradero. Un escalofrío mucho más grave, una sacudida que atemorizaba a todos los hijos de la ciudad por igual.

Lejos quedaban los añorados días de esplendor, de fiesta, casino, helados, deportes al aire libre y baños de ola. Los días de comercio floreciente con telas, ropas, joyas y adornos de importación, las entradas constantes de barcos en las dársenas. Las tardes de títeres, teatros de postín o variedades, cine con galanes en la sala Narbón, fiestas con barracas en las Alamedas, fútbol embarrado y bronco o romerías.

Apenas lucían velas blancas en la bahía, ni esas sonrisas despreocupadas de los paseantes por el muelle, tan habituales en otras épocas. Los gestos de autocomplacencia se habían convertido en muecas angustiadas, por no hablar de muestras de incertidumbre y desconfianza hacia el vecino. Costaba ver jugar a los chavales en las plazas y entrar a husmear en las tertulias de los ancianos, aunque sólo fuera para hablar del tiempo, si no eras de los de siempre. La lógica había quedado descuartizada, lo mismo que el sosiego, la razón y el compadreo.

Había estallado la guerra.

Fue en verano. Pero aquellas noticias lo helaron todo. Los sueños quedaron en suspenso. A los ideales de muchos les sustituyeron la lógica militar y el estado de excepción. El discurso de la defensa. Todo estaba en juego. Para unos, el futuro. Para otros, el orden. La ciudad resistía oficialmente a quienes se habían levantado en armas el 18 de julio, pero la calle dudaba. De su autoridad, de su fuerza para imponer una legitimidad cuestionada en muchos ámbitos afines a la rebelión militar. Los mayores temblaban por dentro, los niños no conseguían tranquilizarse por el disimulo forzado de sus protectores. Se respiraba demasiado odio acumulado, demasiada inquina creciente y enquistada difícil de controlar.

La necesidad era lo único que en cierta medida convertía la atmósfera en algo por momentos respirable. Cuando cada cual buscaba su pan, se dejaba de agravios. En el puerto se comprobaba bien el percal. Un ejército de raqueros desarrapados y chavalines en los huesos disputaban las migajas y los restos de basura de los pocos barcos que entraban. Si no conseguían nada que echarse a la boca, Pombito II, digno heredero del auténtico Pombito, regalaba lo que le había caído encima.

Prefería alimentarse de líquido; de lo sólido podía pasar. No era hijo, ni pariente del primero: sólo descendiente en planta desgarbada, desgracias y filosofía vital. De ahí que heredara con toda justicia el apodo y ese palacio de cartones con catre y mantas agujereadas que le dejó en las escolleras. Con el tiempo había acabado tan desgañitado y entumecido por la vida como el primero, el famoso Ángel Calero, rey de las machinas.

Angelín se llamaba también Pombito II. Hasta en eso quiso la casualidad que se hermanaran. Como aquél, gozó pronto de salvoconducto para husmear en las cocinas y los ranchos, pero jamás metió mano donde no le dieran cuartel. Como bien decían las gentes que les conocieron a ambos: «Eran estatuas de honradez, cubiertas de harapos». Por aquello de que nunca se sabía cómo podían venir dadas, Pombito I inculcó al II una enseñanza bien útil: que su mayor capital había sido la limpieza de alma. «Hazte de fiar y no te faltará nunca de nada», le aconsejó. Su fama de buena pieza fue tal que jamás pasó un día asomo de lo que pudiera conocerse por hambre.

Eso que, por aquellos tiempos, el mando de la ciudad había impuesto el racionamiento. Los mercados negros se dispararon con lo que algunos paisanos de la provincia conseguían introducir a cambio de sobornos en los controles: alubias, leche, verduras, hortalizas, carne, embutidos. Todos los productos que en meses anteriores corrían como el maná se habían convertido en lujo.

Cosas que siempre sobraron y ahora comenzaban a faltar en casa de los Martín. La Nochebuena fue todo un ejemplo de escasez salvada por un suspiro. Como Serafina ya no estaba para nada porque una embolia la había dejado postrada en una silla como un vegetal al cuidado de Toñina y de la familia, nadie se preocupaba de salir a la calle a buscar chollos. Tampoco Puerto hubiese dado mucho de sí en ese aspecto. Cuando estalló la guerra, marchó para Santoña. Tenía pensado regresar cuando todo anduviera más calmado. Si no hubiese aparecido el cuñado de Toñina, que consiguió pasarles un pavo al que engordaron con algo de orujo, aquello se habría convertido en un funeral con sopa de fideos sin sustancia, alguna verdura para ir tirando y unas torrijas. El pan duro, unos huevos y un cacillo de leche donde remojarlo parecía lo menos complicado de conseguir. Pero iba a ser lo único que endulzara la noche. Ni turrones, ni mazapán, ni mariscos, ni merluza fresca, ni champán, como en otras épocas.

Como cuando se celebró en aquella casa la llegada de la República, sin ir más lejos. Algo que no reunió a todos en torno a la mesa, sólo al padre y al hijo menor. Lo hicieron con euforia contenida por el resquemor que desunía a la familia en torno a las bondades o no del nuevo orden. Diego Martín y Rafael fueron los únicos que cantaron sus milagros. El más joven de los hermanos había participado en las grandes concentraciones que precedieron todo. El 9 de abril, días antes de que se proclamara, llegaba eufórico del mitin del Alcázar, donde la ciudad, arengada por Bruno Alonso y Victoria Kent, entre otros, había repudiado definitivamente a ese rey a quien en el pasado regalaron un palacio. Carmen Revuelta desconfiaba, Enrique despotricaba añorando mano dura y Diego, misteriosamente, callaba encerrado cada vez más en sí mismo.

Tampoco había nada por lo que brindar en ese invierno de dudas y angustia. Nada de lo que alegrarse cuando todo había quedado en el aire, a expensas de una espiral de violencia creciente en la que aquella familia tenía que perder por todos lados si los más radicales y exaltados de ambos bandos se salían con la suya.

Así parecía que podía ser. Diego Martín, en su clarividente astucia ya encauzada por la sabiduría que le daba una vida intensa, lo veía así. Su entusiasmo republicano se congeló por una nube cada vez más cargada de fracaso. Aquella guerra —que algunos aun entonces se resistían a llamar tal—, aquel enfrentamiento cainita, caería en manos de los más bárbaros y apartaría del mando a las cabezas más frías, con más juicio. Todo empezaba a perderse. Era necesario, antes del fin, salvar a los suyos.

El patriarca hablaba poco. La sublevación le había dejado paulatinamente sin palabras. Fue perdiendo las ganas de comentar nada meses antes, al comprobar que cuanto más se les llenaba la boca a los cerriles de uno y otro bando mejor resultaba callar. Pero en la sencilla y atinada observación Diego Martín no encontraba ningún consuelo. Más bien guardaba razones para temer lo peor.

Nunca como aquellos días, en toda su vida, había sentido el miedo. Ni siquiera cuando ocurrió la catástrofe. Aquello no fue miedo: perder a Águeda no le solidificó dentro la sangre con terror. Con rabia, sí. Con impotencia, también. Pero el miedo se lo sacudió de encima tratando de sacar a sus hijos adelante, luchando contra la incompetencia de las autoridades. Fue un desgarro, una tragedia. Pero aquello que ahora, en pleno ocaso, le fundía el iris de los ojos pardos y enramados con un líquido que no le desaparecía de la mirada era otra cosa.

Aquello desgajaba cualquier esperanza, echaba por tierra los planes de futuro, truncaba vidas, destrozaba su confianza en el género humano, en ese país, en sus aspiraciones. Volvía y revolvía todo optimismo pasado, el significado de muchas cosas. Hundía cualquier anhelo. Le atormentaba. Era fácil encontrarle sobre la mesa del despacho con las manos en la cabeza, entrelazadas entre el pelo abundante y completamente gris, jugando inconscientemente con la pluma estilográfica que le regaló hace ya algún tiempo Carmen Revuelta con motivo de su setenta cumpleaños. Desesperado. Perdido. Para los más viejos, la guerra en sí suponía ya, se saliera como se saliese de ella, la más amarga de las derrotas. Vaciaba las palabras de enjundia, echaba por tierra todo por lo que se sufrió, por lo que se luchó, por lo que se aguantaron desvelos, enfrentamientos, órdagos, humillaciones, resignaciones.

En la turbia Navidad sin nieve ni frío siquiera, tan sólo mal preñada con los soplidos de vientos que portaban terribles augurios, Diego Martín era incapaz de ver salida para nadie. Por más que sus hijos se enfrascaran en discusiones agrias, echándose a la cara sus razones, acertadas o no, no encontraba un resquicio de aire por el que escaparse. ¿Qué sería de Diego si algún ataque por aire o por sorpresa de los nacionales daba excusa para salir a quemar curas y asaltar iglesias? ¿Qué pasaría con Rafael si la resistencia leal a la República caía al primer embate? ¿Y Enrique? ¿Cómo actuaría si le ocurriera algo a su hijo?

Quique se había alistado a sus dieciocho años como miliciano y eso había arrasado definitivamente la confianza entre los dos descendientes de Diego Martín. Su padre echaba en cara al tío lo que más detestaba en esta vida: que le hubiera metido todos esos pájaros en la cabeza al cabo de muchos años de sutil adoctrinamiento como para convertirle en un idealista inútil, en un soñador, un romántico a quien nada se le había perdido en mitad de este mejunje. Más cuando podía acabar con un tiro entre pecho y espalda por defender cosas que su intelecto no estaba aún maduro para asimilar.

La decisión de su hijo también había alarmado a Isabel de la Hoz. Desde que se fue sin posibilidad de retorno a toda lógica hacia el frente, su madre había perdido la confianza en Rafael. Eso que el tío trató de disuadirle. Pero sus enseñanzas habían prendido tanto en el joven sobrino que fue inútil convencerle. Marchaba embebido de grandes palabras, de enormes conceptos ante los que la vida humana no valía nada. Partía para luchar en defensa de la Libertad, la Igualdad, la Fraternidad, la Justicia Social. Contra el Fascismo, las Cadenas, el Oprobio.

Cuando le soltaba aquella retahíla imposible de relativizar, Rafael sentía las palabras dentro de sí como puñales que se le volvían en contra. No podía decirle que todo aquello carecía de sentido si lo mataban. Que una sola, que su vida, para él y para toda la familia, valía más que toda aquella verborrea nada inocente en esas circunstancias. Fue inútil. Eso y el empeño que puso Quique en librar a su tío de la culpa que le atribuían sus padres. Daba igual. Su partida se viviría como un drama. Y si acababa en tragedia, había a quien echarle encima la responsabilidad de todo.

Con un nieto en el frente y sus hermanos pequeños desprotegidos ante la tensión familiar, tres hijos acorralados en virtud de cómo se desarrollara todo y aquellas mujeres rotas en un sinvivir, Diego Martín trataba de dar sentido a los últimos años de su vida. Pero verdaderamente no lo encontraba. Era difícil. Tampoco hallaba alrededor a nadie que se lo contagiara. Carmen Revuelta había perdido también esa ansia luchadora. Se iba callando junto a él y había transformado su gesto altivo y orgulloso en una desilusionada mueca de dolor interno, con ojeras y un moño que se le encanecía en tensión, justo al ritmo que hundía los párpados sobre su mirada negra cada vez más apagada.

La soledad de Marina la desarmaba. Una única hija tenía y la vida le había escamoteado la felicidad. Ella había malgastado buena parte de su belleza anterior en el propio drama. Las arrugas le cabalgaban por las mejillas resquebrajándoselas y descuidaba su vestimenta desluciéndose en colores neutros, sin gracia. Disimulaba como podía el alejamiento forzoso de sus hijos. Tras el divorcio, Íñigo de Zubieta se había quedado con ellos en Bilbao y se les permitía verlos en muy contadas ocasiones. Su vida circulaba marchitándose alrededor de esas fechas.

Al final del proceso habían llegado a un trato más o menos amigable. Pero la verdad es que la familia del potentado vasco removió todo lo que pudo entre la judicatura para arrebatar a Marina la custodia en los tribunales. No quiso hacer sangre, finalmente, pese a estar a punto de probar discapacidad total para ocuparse de ellos por diversas razones mezquinas, entre ellas una invención de adulterio. Cuando consiguió que no se les arrebatara de ninguna manera del seno paterno, disminuyó sus amenazas.

El gen de los poderosos tira de la cuerda y amedrenta, pero sólo hasta que consigue sus propósitos. No va más allá de la crueldad innecesaria. Lo que estaba fuera de toda duda es que los Zubieta no iban a perder el control sobre los herederos de un imperio que crecía y crecía sin remisión. Ni estaban a expensas de vaivenes políticos no tan graves como para fundir todo su entramado siderúrgico. Ni la guerra, ni la temida revolución iban a echar abajo aquello.

Marina vivía en una humilde casa de Bilbao para no alejarse demasiado y aprovechar los momentos posibles para ver a sus hijos, aunque fuera de lejos, de manera casi furtiva, a la entrada y salida del colegio, en una salida ocasional. La verdad es que aquella acusación de adulterio no parecía gratuita. Tampoco era concreta, pero sí aguantaba en el fondo todos los visos de realidad posibles. Lo cierto es que Marina Hermida seguía enamorada de Rafael y el pequeño de los Martín correspondía. Los golpes de la vida, el espejismo de una felicidad truncada hicieron ver rápido a Marina que la dicha era imposible si no se producía con él alrededor. El tiempo y las dificultades, la distancia y el frente familiar no conseguían destrozar aquella relación que se escondía y aparecía como un túnel por el camino de ambos.

Durante los años que duró su vida de casada jamás se vieron. Incluso hubo un tiempo en que Marina se olvidó de él, raptada por el influjo de su marido. Aquel sueño un tanto alucinógeno pronto terminó. Íñigo se dedicó con ímpetu a sus conquistas. Él sí que ejerció el adulterio con todas sus consecuencias. Sin cortapisas, pero ¿quién podía pedirle cuentas? En el momento que Marina lo hizo, todo acabó. No dudó en quitarse de encima lo que podría ser para él la mota de su matrimonio. Marina no estaba dispuesta a dejarle en paz y, para Íñigo, un divorcio no era más que un ínfimo trámite con algunas amenazas que acabarían en un pequeño gasto mensual por en medio.

El caso es que ella se mostró impecable en su actitud hasta que tuvo los papeles de la ruptura. Desde que se separaron con sentencia de por medio, Rafael y Marina habían vuelto a encontrarse. Lo hacían a escondidas, como siempre; furtivos, clandestinos. Cuando estaban juntos se mostraban felices y conscientes de que debían aprovechar el momento que pudieran, la rendija que el destino, a trompicones, les tenía reservada. Desahogaban sus penas. Lloraban las desgracias personales enjuagadas en el ansia del futuro mejor que propugnaba un optimista irredento como Rafael. Seguía siendo un niño, ya entrado físicamente en una discreta madurez, con canas atrabiliarias y anárquicas, a mechones, con más arrugas en la parte derecha de su rostro que en la izquierda componiéndole una extraña y atractiva asimetría, pero un niño.

Desde que se instauró la República, el artista había compaginado su obra con el compromiso civil. Consiguió un puesto de responsabilidad goloso en la Universidad Internacional de verano que dirigía Pedro Salinas. Trabajaba con fervor casi fanático en el entorno de la Institución Libre de Enseñanza y había acompañado a las grandes figuras intelectuales en aquellos veranos por la ciudad. Logró por fin atraer a su amigo Lorca a su «Granada del norte».

El poeta se presentó con su grupo teatral La Barraca y vivieron allí días felices en la ciudad y por la provincia. Los que se frustraban por el tiempo, como aquel en que hubo que suspender representación en Santillana del Mar, y los que lucía el sol y les permitían representar Entremeses de Cervantes y clásicos de Lope y Calderón. El golpe de su muerte voló ese agosto como una noticia fatal. Fue una de las cosas que hizo comprender a Rafael el ritmo al que se apresuraba la barbarie. Asesinado a sangre fría, enterrado no se sabe dónde, perdido en una nube fantasmal que le llenaba de dolor. Ya no podría enseñarle más canciones montañesas para que tocara al piano, ya no podría escuchar sus versos y sus dramas en veladas de lectura donde el tiempo se detenía ante la luz de su encanto, ante el ciclón de su carisma.

Los años de auténtica excitación y estímulo se le podían escabullir de las manos. También la persecución de un sueño que durante algún tiempo había palpado como real: el de una España avanzada que combatía y tenía las de ganar ante las tradiciones más oscuras de su pasado. Sentía la necesidad de pintar el horror, aunque todavía se resistía a ello: sería un cambio demasiado radical en su credo artístico. Pero empezaba a comprender que la vida casi nunca da la razón a los sueños. Por eso, perdido, desconcertado, en aquella época de duda y temor se vino abajo. Ya sólo encontraba consuelo en aquellos momentos junto a Marina. Ella volvía a ser su verdadero refugio inspirador. Ambos se tomaron más que nunca su relación como un escondite seguro.

Rafael colaboraba en lo que podía con lo que le pedían los cargos al mando. Manifiestos ocasionales de intelectuales, sobre todo. Lo hacía a través del socialista Bruno Alonso, con quien mantenía una relación, si no estrecha, sí privilegiada. El líder del PSOE era un tipo sencillo y ecuánime. Más de una vez evitó turbamultas y linchamientos que hubiesen costado caros a las izquierdas. Sabía anteponer la razón a la fuerza, lo había demostrado pese a algunos altercados en las Cortes, donde muchos le trataban con desprecio por sus orígenes humildes, a los que no se mostraba dispuesto a renunciar ni poniéndose corbata. Pero no estaba seguro de que el propio Alonso o el encargado de la diputación, Juan Ruiz Olazarán, pudieran controlar con buen tino lo que se les podía venir encima. Bandadas de milicianos intratables y con demasiado poder en algunos barrios; anarquistas de la CNT con pocas luces y no pocas ganas de emular lo peor de Durruti, dispuestos a beber más sangre de la que merecía ser derramada en caso de guerra. Ésos eran los que en realidad más le preocupaban a Rafael Martín.

Sobre todo uno del que había tenido noticia gracias a Juancho Balbín. Se llamaba Pedro Santiuste, alias el Mula, y controlaba los movimientos de la reacción por el centro de la ciudad. Su amigo, todo un experto vivaracho en las cloacas del espionaje que había establecido el Frente Popular, sabía de la rabia que ese miliciano bravucón y rudo profesaba a su hermano Diego. No por cura, que ésa debía de ser la excusa oficial, sino porque Santiuste vivía ahora con una tal Raquel Santacruz, la rubia Raquel, aquella mujer que anduvo en boca de todo el muelle por ser al parecer la amante de su hermano.

Rafael conocía bien la historia, pero nunca la había hablado ni con Diego ni con su padre. Aquel descenso a los infiernos que le vio emprender hacía lo menos siete u ocho años no era normal. Lo observó refugiarse en el alcohol y la indiferencia. Salía de la casa del muelle por las tardes con los ojos inyectados en sangre y balbuceando palabras inconexas. Más de una vez se lo había encontrado dando tumbos hacia Peña Herbosa entre los comentarios de todo el mundo. Si no habían tomado medidas con él era porque el obispado se ahorraba dar pasos adelante en minucias. Cambiar a un párroco cuando todo se les desmoronaba delante de sus narices tras la llegada de la República era la última de las urgencias.

Al parecer, aquel Santiuste le tenía ganas y lo había pregonado a las claras. No sabía bien Rafael de qué manera un anarquista había acabado encamado con la dueña de un negocio. La rubia Raquel había montado una mercería por la Alameda a la que había puesto su propio nombre. No llevaban mucho juntos, pero sí lo suficiente como para que a Santiuste le hirviera la sangre por celos pasados. Lo del amor libre anarquista era muy relativo en su caso.

Probablemente ni siquiera ella le alentara en contra suya. Podía ser nada más cosa de hombres. Pero lo cierto es que, en aquel ambiente de detenidos a diario, cuando ya no cabían los presos en las cárceles y se había habilitado un barco en el muelle para tenerlos controlados, le habían llegado sus avisos. En un descuido, Diego Martín podía acabar en una bodega del Alfonso Pérez, con un futuro más que incierto. Era de los pocos curas que habían decidido no salir de la ciudad. Las iglesias permanecían cerradas al culto, pero él se colaba de vez en cuando en su parroquia desafiando la autoridad y el destino sin mucho seso aparente. Cualquier día le echaban a patadas y utilizaban el templo de almacén como ya ocurría en la catedral, en la Compañía y en San Francisco. Cuando Rafael se acercó a advertirle le encontró en la sacristía. Su hermano no se sobresaltó lo más mínimo:

—¿Conoces a un tal Pedro Santiuste? —le preguntó Rafael.

—No tengo el gusto —respondió su hermano.

—Pues quédate con ese nombre.

—¿Por qué?

—Al parecer es el amante de Raquel, aquella mujer que servía en tu casa.

Diego calló y siguió ordenando sus cosas invadido con una extraña lucidez a esa hora de la tarde. Eran las seis y media y entonces solía estar completamente borracho.

—¿Y qué tiene que ver eso ya conmigo?

—Tuvo que ver, ¿no? —inquirió su hermano menor.

—No es un asunto que debamos hablar aquí.

—No tenemos que hablar de nada. Ni aquí ni en ningún lado. Lo pasado, pasado. No tienes que explicarme nada.

—Es que me gustaría contártelo. Pienso que me haría bien —le dijo Diego con una mansedumbre fraternal que realmente le sorprendió.

—Si quieres después, en mi casa. Te espero allí y hablamos entre hermanos.

—A las ocho y media subo.

—De acuerdo. Te espero.

—Muy bien. Ahora tengo que hacer.